Nunca he entendido muy bien por qué la preceptiva literaria se empeña en distinguir entre memorias y autobiografía. Más allá del imperativo taxonómico —¿qué sería una preceptiva si renunciara a la potestad designativa y clasificatoria?—, dudo mucho que exista otro motivo que justifique semejante distinción. En todo caso, no el que reduce las memorias a la narración de un inventario de recuerdos de los que el propio narrador ha sido testigo o protagonista y reserva la etiqueta de autobiografía para aquellas obras en las que un individuo se toma a sí mismo como objeto de estudio e introspección. Cuando alguien vuelve la mirada hacia el pasado con el propósito de contar su tránsito por este mundo, puede poner el acento en los hechos o concentrarse, por el contrario, en la función desempeñada en ellos; puede dirigir el foco más hacia fuera o más hacia dentro, pero difícilmente logrará levantar, entre uno y otro campo, un muro infranqueable. A no ser, claro, que renuncie a mostrarse como ha sido. O, si lo prefieren, a no ser que rompa el imprescindible pacto de veracidad con el lector y —por decirlo llanamente— mienta como un bellaco.

No es este el caso de Amando de Miguel y de su libro Memorias y desahogos. Desde el primer capítulo, dedicado a las explicaciones y las justificaciones, la hibridación entre modalidades autobiográficas queda expuesta como divisa. De ahí que, en lo sucesivo —y lo sucesivo son seiscientas jugosas páginas cuidadosamente editadas—, el relato de los hechos se vaya entreverando con un examen de conciencia permanente. Y aun cuando el mismo De Miguel insista en que, «por muy personales que sean esas Memorias, siempre serán más bien la parte de la vida pública que me ha tocado en suerte» —esto es, que «de lo íntimo irá sólo lo necesario»—, a medida que uno avanza en la lectura va tropezando, cada vez con mayor frecuencia, con retazos de intimidad, como si el autor tuviera miedo de despedirse —de las memorias, se entiende, no de la vida— dejando el trabajo a medias.

Porque de eso trata, precisamente, ese libro. Del trabajo, del esfuerzo, del empeño de un hombre —y, por extensión, de una generación entera de españoles, la nacida en los años de la guerra civil— por salir adelante. Tal vez todo se explique recordando que ese hombre es un hombre doblado de sociólogo y que le distinguen, entre otras cualidades, una enorme curiosidad por cuanto le rodea, una querencia por el trabajo y por el trabajo en equipo, y una necesidad casi enfermiza de andar de acá para allá. Añadan a lo anterior una pasión incuestionable por las palabras —habladas y escritas— y obtendrán un retrato bastante fidedigno del autor de la obra. Es verdad que esas cualidades tienen también su contrapunto. Un carácter así, tan inclinado al picoteo, lleva por fuerza a la dispersión. Y esa dispersión acaba pasando factura, sobre todo en el orden familiar. Aunque el libro casi no hable de las mujeres habidas en la vida de De Miguel —es esta, sin duda, su principal limitación en lo que a la intimidad se refiere— y por más que su autor haya encontrado finalmente su media naranja, sí deja entrever que el precio pagado en este terreno ha sido considerable. Y también en el de los hijos. Basta leer, para cerciorarse de ello, el capítulo dedicado a la secta Edelweiss, de la que sus dos vástagos, y en especial el mayor, fueron víctimas.

Así pues, Memorias y desahogos es el relato de una vida furiosamente trabajada. Desde la niñez en Pereruela, un pueblo cercano a Zamora, donde María, su madre —«el personaje que más me ha influido»—, sabedora, en tanto que hija de maestra, de que la enseñanza era entonces el principal vehículo de ascensión social, le inculcó ya ese afán por el estudio, por la superación, hasta la vejez en su casa castillo de Cámelot, en Collado Villalba. O, lo que es lo mismo, desde los años del hambre hasta los años en que los sueños a veces se cumplen. Y, entre medio, un larguísimo peregrinaje, que empieza con el traslado de la familia a San Sebastián —esas conmovedoras páginas en la estación de Zamora, con la Guardia Civil requisándole al padre el talego lleno de harina escondido en el colchón—, en lo que constituye, sociológicamente hablando, la primera de las migraciones a las que se someterá, de grado o por fuerza, De Miguel. En la capital guipuzcoana, aún con el hambre a cuestas, el autor cursará el Bachillerato e ingresará en el Frente de Juventudes. Luego la familia emigrará a Madrid para que el hijo —el mayor de tres hermanos, ya que la pequeña, entonces, todavía estaba por llegar— pueda estudiar en la Universidad. Se matriculará en dos carreras, Ciencias Políticas y Derecho, si bien no completará más que la primera.

Es aquí, en la Universidad de finales de los cincuenta, donde De Miguel llevará a cabo su «gran rito de paso», hasta el punto de que su vida quedará vinculada, ya para siempre, a lo que supusieron para él esos años. Y al hablar de vínculo no me refiero tanto a la labor docente, que también, como al descubrimiento de su vocación. Sí, a esa sociología a la que dedicará, en adelante, buena parte de su tiempo y que no ha sido, en el fondo, sino una forma de saciar una curiosidad impenitente y de dar salida a una actividad intelectual que él mismo ha calificado de «caótica». Fruto de ese caos benemérito serán sus estancias en Estados Unidos —de la mano de su maestro Juan J. Linz y, más recientemente, de la del lingüista Francisco Marcos Marín, con quien ha firmado Se habla español (2009)— y su trasiego por distintas universidades españoles; su labor como conferenciante y tertuliano radiofónico y televisivo, y esa «papiromanía» que ha hecho de él no sólo «el sociólogo más conocido de España», sino también uno de los escritores más prolíficos del país. Merece la pena recordar, en este sentido, las dos tandas de informes sobre la sociedad española, pioneros en la materia; los numerosos libros escritos en solitario o en compañía —los más conocidos, Sociología del franquismo (1974), La perversión del lenguaje (1985) y La ambición del César (1989), este último con José Luis Gutiérrez—, y el sinfín de artículos publicados aquí y allá, y en particular en el diario Madrid del tardofranquismo, como reflejo de un quehacer eminentemente político.

Pero esa hiperactividad ha dejado también sus ronchas. Es lo que tiene la independencia de criterio, el ir a la contra. La más aparatosa fue sin duda la condena a seis meses de cárcel —cinco de arresto domiciliario y uno de prisión efectiva— por un delito de opinión. Aunque eso, claro, pasó cuando el franquismo. Las otras marcas, en cambio, corresponden ya a tiempos democráticos. Por ejemplo, la que le ocasionó el haber suscrito en Barcelona el manifiesto de los 2.300 a favor del bilingüismo, aquel que provocó en el nacionalismo catalán, como respuesta, el nacimiento de la Crida y de Terra Lliure; a los pocos meses de la publicación del texto, ante el repudio de la clase política del lugar y el silencio cobarde de casi toda la comunidad universitaria, y harto de mirar debajo del coche por si alguien había tenido la ocurrencia de poner ahí algún petardo, De Miguel decidió, como tantos otros firmantes, abandonar Cataluña e instalarse de nuevo en Madrid. O la que resulta del trato recibido en su universidad de origen y destino, la Complutense, a raíz de su jubilación, y que el autor achaca a «la opinión tan despreciativa [de] algunos colegas, orientados exclusivamente a los claustros universitarios». O, en fin, la que se desprende de la constancia con que El País —y, en general, los medios de PRISA, o sea, el «establecimiento»— ha censurado su nombre, hasta el extremo de no publicar entrevistas realizadas o de eliminar de sus páginas cualquier referencia a su persona.

Y es que el humus cultural español soporta mal al que no es de izquierdas y filonacionalista —de los nacionalismos periféricos, se entiende—. Incluso si puede lucir, como eximente, un antifranquismo sin tacha. Añádanle que, en el caso que nos ocupa, el individuo en cuestión no sólo se reclama admirador de la american way of life, sino que no le duelen prendas a la hora de reconocer lo que tuvo de bueno, en el orden estrictamente formativo, la pertenencia al Frente de Juventudes o el paso por el SEU, y lo mucho que influyó esa impronta en quienes protagonizaron la Transición. Demasiado, sin duda, para unas mentes totalitarias que siguen soñando con volver a la dictadura sin renunciar, eso sí, a los privilegios de la democracia.

Revista de Libros, n. 172, abril de 2011.

Una vida trabajada

    4 de mayo de 2011