ABC, 30 de abril de 2011.
Es curioso. O no tanto. Sólo han transcurrido unos días entre el anuncio de Artur Mas de promover una nueva ley del comercio —o de reformar, cuando menos, la actual— y el aviso, en forma de apostilla analógica, de Eduard Punset en el acto de entrega de las Creus de Sant Jordi. No quiero decir con ello que exista una relación de causa a efecto entre ambos hechos o, lo que es lo mismo, que el aviso de Punset deba interpretarse como una réplica al anuncio de Mas. Al contrario, estoy convencido de que el divulgador científico pensaba en otra cosa —tal vez en las consecuencias de la supuesta marea independentista— cuando dijo, en nombre de todos los homenajeados, que un pueblo que «se encierra, se acaba asfixiando, fabrica menos neuronas y se acaba muriendo en manos de otros». Pero ello no quita que ambos hechos reflejen, en el fondo, una misma desgracia, y que esa desgracia afecte de lleno al conjunto de los catalanes. Y es que la nueva ley del comercio proyectada por la Generalitat, cuyo fin último es frenar la instalación en Cataluña de grandes superficies comerciales para proteger los intereses de los pequeños comerciantes, constituye una de las formas más infames de echar el cierre y coartar las libertades de los ciudadanos de este trozo de España. Cuando la ley en curso —caracterizada por su espíritu liberalizador, en sintonía con los principios que rigen en gran parte de Europa y, muy especialmente, en gran parte de España— apenas lleva un año en vigor, el actual Gobierno autonómico se apresta a reformarla de pe a pa. Y no para ahondar en esta misma línea, sino para volver al pasado. O sea, para limitar la creación de nuevas superficies, impedir la libre instalación de empresas de la Unión, restringir los horarios y conservar, al cabo, el apoyo de cuantos «botiguers» les han prestado su voto. ¿El precio? Una Cataluña más pequeña, más embarazosa, más aislada, más mediocre, más provinciana. En una palabra: más asfixiante, si cabe.
ABC, 30 de abril de 2011.
ABC, 30 de abril de 2011.