Nada más conocerse la sentencia del Tribunal Constitucional, empezaron a oírse los tambores. Me refiero a la sentencia que anulaba los pasajes de la Lomce en los que el Ministerio de Educación se arrogaba, en sustitución de la Generalidad incumplidora, la competencia de becar en Cataluña en centros docentes privados a aquellos alumnos que quisieran ser escolarizados en castellano. Entre esos tambores estaban, por supuesto, los que resonaban desde las muy estentóreas franquicias políticas, sociales y mediáticas del extinto Gobierno de la Generalitat; al fin y al cabo, el recurso de inconstitucionalidad había sido interpuesto años atrás por el propio ejecutivo autonómico, por lo que no le faltaba a la tropa motivos de celebración. Pero también le dieron al parche quienes habían sostenido desde la aprobación misma de la ley, en 2013, que semejante iniciativa del ministro Wert constituía una verdadera chapuza, un remedo carente de consistencia y, lo que es peor, la asunción del fracaso del Estado en su obligación de hacer cumplir la ley.

Lo que nadie advirtió, sin embargo -excepto tal vez algún lector avisado-, es que la sentencia del TC venía a corroborar el propósito de Ciudadanos de crear una Agencia Independiente de Alta Inspección Educativa. Es decir, venía a corroborar que dicho propósito no era en modo alguno una ocurrencia más o menos oportunista, sino que se erigía en una oportunidad -en una oportunidad apremiante, dado el momento político que vivimos-, para garantizar a todos los españoles los derechos lingüísticos que les confiere la Carta Magna.

Sostiene la sentencia en el punto 10 de sus Fundamentos Jurídicos, en un párrafo terminal y sin importancia aparente, lo que sigue: "Conviene precisar desde este momento que cuanto se expone a continuación atiende exclusivamente a la dimensión funcional de la alta inspección estatal, por ser la única que presenta trascendencia constitucional, con independencia de su configuración organizativa y, por tanto, sin tomar en consideración el reparto interno de funciones entre distintos órganos de la Administración del Estado". En otras palabras: la Alta Inspección se puede organizar como quiera, esto es, también a través de una Agencia Independiente que no esté sujeta, en su actuación, a las ataduras que los pactos suscritos por los sucesivos gobiernos de PP y PSOE con los nacionalismos le han ocasionado durante décadas.

En este sentido, de la propia sentencia se desprenden una serie de enseñanzas -en algunos casos, no por sabidas menos trascendentes- en relación con la educación y los derechos lingüísticos. A saber: 1) al Estado le corresponde un poder de vigilancia respecto a cómo las comunidades autónomas cumplen con la legislación educativa; 2) ese poder de vigilancia se cumple a través de la Alta Inspección Educativa; 3) ese mismo poder incluye la garantía de los derechos lingüísticos; 4) la vigilancia conlleva la comprobación, la supervisión y el control, pero no la sustitución de las competencias autonómicas; 5) se trata de un control determinado, no genérico, por lo que se precisan reglas legales que fijen qué se debe comprobar, hasta dónde alcanza esa supervisión; y 6) el Estado no ha regulado cómo se garantizan los derechos lingüísticos, de ahí que sea necesaria una regulación normativa. En definitiva, si bien el Estado no puede sustituir a las comunidades autónomas en su cometido de prestar la docencia respetando los derechos lingüísticos, sí puede y debe regular cómo se garantizan esos derechos.

Nos hallamos, pues, ante una oportunidad inmejorable para crear el instrumento -la Agencia Independiente de Alta Inspección Educativa- que fuerce al cumplimiento por parte de las comunidades autónomas de los derechos lingüísticos que asisten a todos los españoles. Hasta la fecha, quienes han gobernado España -y da igual de qué color hayan sido- no han estado por la labor. Ni siquiera en estos tiempos convulsos en los que muchos aseguran haberle visto, por fin, las orejas al lobo. Empezando por el Gobierno del PP. Lo máximo a lo que ha llegado, en este tema, es a la declaración de intenciones. Mucha palabrería y ningún hecho.

Y, hablando de lobos, no deberíamos olvidar que el lobo no es sólo el nacionalismo catalán, por más que concentre hoy todas las miradas. También el pancatalanista, el que anida y se expande en la Comunidad Valenciana y Baleares a imagen y semejanza de su hermano mayor peninsular. (Por no citar, claro está, el resto de nacionalismos hispánicos, que hacen de la llamada lengua propia su principal seña de identidad.) En Baleares, por ejemplo, los casos de adoctrinamiento en la escuela han sido también noticia en los últimos meses. Aunque tal vez lo más relevante, por su repercusión en los medios y su impacto social, haya que buscarlo en la respuesta de los profesionales del sector sanitario a la pretensión del Gobierno autonómico de imponer el catalán como requisito para acceder o promocionar a una plaza en los hospitales y centros de salud. Y ello en un archipiélago donde la falta de especialistas -sobre todo en las islas menores- ha alcanzado niveles alarmantes.

Ese atropello a la igualdad de todos los españoles en el acceso y la promoción a la función pública es lo que ha llevado a Ciudadanos a registrar en el Congreso una proposición de ley que haga imposible, en este terreno, cualquier discriminación por razones lingüísticas. No se trata, pues, de ningún parche. De aprobarse la proposición de ley, las lenguas cooficiales podrán ser en lo sucesivo un mérito, pero no un requisito en la Administración. Lo que, por cierto, no sólo constituirá una garantía de igualdad, sino también de calidad en el servicio; cuanto mayor es el número de posibles opositores a una plaza, más probabilidades hay de que el finalmente escogido posea un nivel óptimo.

España no está para más parches, ni en este ni en ningún otro campo. De ahí que de nada sirva un Gobierno como el actual, que amaga con hacer lo que sabe a ciencia cierta que no hará. O afrontamos los grandes problemas del país desde el convencimiento de que tienen solución a poco que nos pongamos a ello -y el nacionalismo, sobra añadirlo, es uno de esos grandes problemas, por no decir el mayor-, o estaremos contribuyendo a la progresiva desmembración de esa obra colectiva que es nuestro Estado de derecho y que tanto ha costado levantar y mantener.

(El Mundo)




¡Ojo a los parches!

    1 de marzo de 2018