La expresidenta del Parlamento catalán Laura Borràs se sienta estos días en el banquillo del Tribunal Superior de Justicia de Cataluña (TSJC). Está acusada de malversación, prevaricación, fraude y falsedad documental por el fraccionamiento de 18 contratos durante su época de directora de la Institució de les Lletres Catalanes. O sea, entre enero de 2013 y enero de 2018. El resto de su carrera política, en la que ha sido diputada en el Parlamento catalán y en las Cortes Generales, consejera de Cultura del Gobierno de la Generalidad presidido por Quim Torra y candidata a la Presidencia de la Generalidad por Junts per Catalunya –partido del que sigue siendo presidenta–, tuvo su cumbre, su momento estelar, en marzo de 2021, cuando alcanzó la Presidencia del Parlamento autonómico. Pero un año más tarde fue procesada por el TSJC y, a pesar de su empecinamiento en eludir las consecuencias que el propio reglamento de la institución que presidía prescribía para un caso de corrupción como el suyo y que no eran otras que la suspensión de su condición de diputada, a Borràs no le quedó finalmente más remedio que resignar el cargo y dejar la Cámara.

Aunque está previsto que el juicio no termine hasta el próximo 1 de marzo, todo indica que la cosa pinta mal para ese icono del irredentismo catalán. Sólo los dirigentes de Junts siguen negando la realidad y atribuyendo su procesamiento –como afirmó hace unos días Jordi Turull, secretario general del partido– a la aplicación de “un Código Penal del enemigo” y a que el presidente del tribunal que la juzga haya hecho “ostentación de su lucha contra el independentismo”. Claro que una cosa es lo que dicen, sin apartarse un ápice de la doctrina del victimismo, y otra muy distinta lo que probablemente desean en vísperas de unas elecciones municipales en las que se juegan mucho y en las que el caso Borràs va a constituir, sin duda, un lastre. Y es que no se trata sólo de las pruebas en que descansaba ya el procesamiento, sino que encima ha surgido ahora la figura del pentito. O de los pentiti, para ser precisos, pues los otros dos acusados en el juicio y colaboradores necesarios de la Geganta, como se la conoce en el mundillo político-mediático regional, han decidido colaborar con la justicia a cambio de ver reducidas las penas solicitadas. Cataluña no es Sicilia, por supuesto, pero el nivel de corrupción alcanzado por el entramado nacionalista desde los lejanos tiempos en que Jordi Pujol y los suyos se hicieron con el poder, no anda muy lejos, sangre aparte, del que se da en la suela de la bota italiana.

El juicio, por lo demás, está sirviendo también para acreditar el matonismo que acompaña la trayectoria de Borràs, lo mismo en el ámbito académico que en el político. Recordarán tal vez lo sucedido en julio del año pasado, poco antes de que tuviera que abandonar la Presidencia del Parlamento, cuando el catedrático de la Universidad de Barcelona Jordi Llovet hizo público en su cuenta de Facebook el currículo académico de la procesada, lleno de presiones, amenazas y trapicheos de toda índole para satisfacer sus propósitos de lograr una plaza fija y que culminaron con la amenaza, a través de una llamada a la hermana del catedrático, de interponer una denuncia contra Llovet si no eliminaba de su cuenta de Facebook el mencionado currículo. Pues bien, en esta ocasión, y dado que a Borràs no le ha llegado todavía la hora de declarar, el matonismo lo han ejercido sus abogados, Gonzalo Boyé e Isabel Elbal –pareja del primero–, que sometieron el pasado lunes al principal pentito, el informático Isaías Herrero, a un verdadero tercer grado, según relatan las crónicas. Hasta el punto de que el presidente del tribunal se vio obligado a retirarles la palabra. Claro que para alguien como Boyé, condenado por colaboración con ETA en el secuestro de Emiliano Revilla y acusado de blanqueo de capitales para el narco Sito Miñancos –entre otros jalones, como por ejemplo sus defensas de Carles Puigdemont o el rapero Valtònyc, o su participación en las negociaciones entre ERC y PSOE a propósito de la rebaja del delito de malversación, delito en el que es, ya se ve, un consumado experto–; para alguien como Boyé, decía, el matonismo no puede ser una práctica desconocida.

Dentro de nada conoceremos la sentencia del caso Borràs y el destino inmediato que aguarda a la procesada. Pero su despeñamiento, cuando menos en el campo político, parece asegurado y, con él, la evidencia de que el independentismo también cuenta con sus juguetes rotos. Lo que no quita que, mediante métodos más sibilinos que los empleados por Borràs y compañía, no continúe aspirando a los mismos fines disruptivos y constituyendo el mayor de los muchos peligros que afronta hoy en día nuestro Estado de derecho.


Cumbres borrascosas

    22 de febrero de 2023
No teman. No voy a hablarles de la famosa polémica parlamentaria entre Ortega y Azaña a propósito del Estatuto de Autonomía de Cataluña de 1932 ni de cómo la historia, noventa años más tarde, sigue dando la razón al primero y negándosela al segundo en sus apreciaciones sobre el llamado “problema catalán”. Todo indica, en efecto, que no queda más remedio que conllevarlo, como si se tratara de una dolencia crónica, y quitarse de la cabeza cualquier ilusión sobre una curación futura. Siendo como es un fenómeno ajeno a la razón, un producto de una sentimentalidad enfermiza vinculada principalmente a la lengua, un nacionalismo cultural, en definitiva, el “problema catalán” no tiene remedio –como tampoco lo tiene el vasco, desde luego–. Pero ello no significa que no pueda tratarse, aunque sólo sea para limitar su alcance y evitar que el contagio vaya a más.

Lo ocurrido en la última década debería bastar para convencerse de que ni la ingenua confianza en la bondad de sus intenciones –los gobiernos de Mariano Rajoy– ni, por supuesto, el colaboracionismo manifiesto para que alcance en parte sus propósitos –los gobiernos de Pedro Sánchez–, van a servir para amansar al nacionalismo, transmutado ya en independentismo, y a quienes desde las instituciones autonómicas –Generalidad y Ayuntamiento de Barcelona, mayormente– lo encarnan. Quebrantaron las leyes empezando por la propia Constitución, convocaron una consulta y un referéndum ilegales, declararon la independencia y, a pesar de los indultos a los políticos convictos, la supresión del delito de sedición y la rebaja del de malversación con que les ha obsequiado el actual Gobierno de España, proclaman: “Lo volveremos a hacer”. Al igual que los niños consentidos, cuanto más les dan más exigen.

¿Cómo evitar, pues, que el contagio se extienda? Antes de nada, situando el problema en el marco que le corresponde o, lo que es lo mismo, entendiendo que el “problema catalán” es, en el fondo, un problema español. El hecho de que lo sufran en particular los ciudadanos residentes en Cataluña no debería llevarnos a desviar el foco de la responsabilidad. Si los Pujol, Maragall, Montilla, Mas, Puigdemont, Torra y Aragonès han perpetrado lo que han perpetrado –cada uno a su manera, ciertamente, pero con imperturbable gradualismo, esto es, sin que ninguno frenara o diera un paso atrás–, ha sido siempre, mal que les pesara y les pese, en tanto que máximos representantes del Estado en Cataluña. Y si los sucesivos gobiernos del Estado lo han consentido o auspiciado, la responsabilidad, por supuesto, es enteramente de estos últimos.

De ahí que lo grave no sea que los separatistas anuncien que lo volverán a hacer, o que diseñen incluso, como ha hecho ERC, una hoja de ruta para los próximos cuatro años en la que se detalla el porcentaje de participación y de votos afirmativos que debería darse en la votación de un referéndum de autodeterminación previamente acordado con el Gobierno del Estado. Lo grave es que, a estas alturas, el contagio haya alcanzado ya al mismísimo Constitucional. Que la nueva magistrada del Alto Tribunal, María Luisa Segoviano, considere que la autodeterminación es “un tema complejo, sumamente complejo (…) con muchas aristas que hay que estudiar” y no se esté refiriendo a la de un pueblo sometido a una dominación colonial, sino a la de una comunidad autónoma que goza de pleno autogobierno y forma parte de un Estado democrático libremente constituido, refleja a las claras el nivel de deterioro institucional al que hemos llegado.

Al respecto, y dado que ERC sigue tomando como fuente de inspiración y argumento de autoridad al independentismo quebequés y, en concreto, los dos referendos llevados a cabo en la excolonia francesa, tal vez no estaría de más que la magistrada Segoviano y cuantos, como ella, creen que el derecho de autodeterminación es un tema complejo que merece ser estudiado incluyan entre la bibliografía obligatoria el libro de José Cuenca Cataluña y Quebec. Las mentiras del separatismo. La obra tuvo una primera vida en 2019, pero a los pocos meses, en plena campaña de promoción, la pandemia se la llevó por delante, como a tantas otras. Ahora acaba de ser reeditada por Renacimiento con una justificación preliminar y lo cierto es que no ha perdido ni un ápice de actualidad, al margen del valor que ya atesoraba. Cuenca fue nombrado embajador de España en Canadá en 1999, por lo que vivió en primera línea el proceso de elaboración y aprobación de la célebre Ley de Claridad del primer ministro Chrétien y su ministro Dion y que sirvió para poner pie en pared ante las arremetidas del independentismo quebequés, que había convocado ya dos referendos, en 1980 y 1995, cuyo resultado fue en el segundo de los casos muy ajustado.

De ahí la importancia de Las mentiras del separatismo y de la comparación que Cuenca establece entre el caso quebequés y el catalán. Las mentiras en cuestión son múltiples, sobra indicarlo. Están, por un lado, las de cualquier separatismo, donde siempre afloran un victimismo fariseo ajeno por completo a la verdad y un desprecio manifiesto por la legalidad. Pero están sobre todo las del separatismo catalán en relación con el quebequés en su afán por tomarlo como modelo. La principal, omitir de forma sistemática que la hipotética separación de una de las diez provincias que componen el Estado está prevista en la Constitución canadiense, mientras que la Carta Magna española recalca expresamente “la indisoluble unidad de la Nación”. Ello solo ya bastaría para dar carpetazo al asunto. Pero el ensayo del entonces embajador en Ottawa no se circunscribe al análisis de los pormenores de esa Ley de Claridad inaplicable en España y a reflexionar sobre su trascendencia en la delicada coyuntura política en que nació, sino que subraya asimismo la importancia que tuvo en todo el proceso el hecho de que la iniciativa correspondiera al Gobierno federal y no al de Quebec.

Y ahí sí que el ejecutivo que surja de las próximas elecciones generales, y cuyo color político es de esperar que sea radicalmente distinto del actual, tiene mucho que aprender. El Gobierno de España, a través de las múltiples competencias que sigue conservando, debería estar presente y hacerse valer en cualquier rincón del país y, en especial, en las comunidades donde los gobiernos autonómicos han impuesto la fuerza de los hechos por encima de la fuerza de la ley. Debería llevar siempre la iniciativa, velar por el interés general y, sobre todo, no dejar desamparado a ningún ciudadano. Con semejante divisa, no diré yo que el boquete catalán –al igual que el vasco– pueda por fin cerrarse, pero sí cuando menos reducirse hasta unas dimensiones que no hagan peligrar el edificio entero.

Se ha hablado mucho en los últimos tiempos del futuro de Ciudadanos como partido político. Yo mismo lo he hecho, y no es mi intención reincidir. Lo que sí me interesa, en cambio, es reflexionar sobre su legado, no tanto en forma de programa e ideario políticos como de relación con el tejido social en que el partido se ha desenvuelto en el territorio donde nació, Cataluña. Del mismo modo que Ciudadanos, tras el fogonazo de su manifiesto fundacional y antes incluso de convertirse en partido, se fue nutriendo de apoyos procedentes en buena medida de entidades cívicas como la Asociación por la Tolerancia, entre otras, en cuanto logró asentarse fue también la causa indirecta, a veces por afinidad, a veces por disenso con el rumbo tomado por el partido, de la aparición de nuevas entidades cuyo protagonismo no ha mermado, sino todo lo contrario. Acaso la más conocida sea hoy la Asamblea por una Escuela Bilingüe, principal embrión de Escuela de Todos, la plataforma en la que han convergido un buen número de colectivos unidos por la reivindicación del uso de la lengua española en la enseñanza y las instituciones de aquellas partes de España donde gobierna el nacionalismo, y convocante asimismo de la importante manifestación barcelonesa del pasado 18 de septiembre.

Y en el embrión del embrión se hallaba y se halla otra asociación, Impulso Ciudadano, fundada en 2009 por el exdiputado de Ciudadanos en el Parlamento catalán José Domingo, que continúa presidiéndola hoy en día. Pues bien, el pasado viernes Laura Fàbregas traía aquí la noticia de que Impulso Ciudadano –cuya actividad no se ciñe a la defensa de los derechos lingüísticos de los castellanohablantes, sino que vela también por el cumplimiento de la neutralidad institucional y el respeto a los símbolos comunes– ha elaborado por segundo año consecutivo un informe sobre la presencia de la bandera española en la fachada de los ayuntamientos catalanes. Y lo cierto es que el balance, lo mismo en 2021 que en 2022, resulta tan ilustrativo como demoledor. A pesar de la política de presunto appeasement –léase entreguismo– practicada por los sucesivos gobiernos de Pedro Sánchez con respecto al separatismo catalán –y también vasco, por supuesto– y de las proclamas de sus voceros para tratar de convencer al común de que la normalidad ha regresado a la dulce tierra de los calçots, las sardanas y el Institut d’Estudis Catalans, Cataluña sigue siendo, también en este punto, una región sin ley: sólo en el 18% de los consistorios ondea la bandera española y sólo en el 14% se exhiben las banderas oficiales sin la vecindad maculosa de algún mensaje o enseña separatistas. En suma, la ley de 1981 por la que se regula el uso de la bandera de España y el de otras banderas y enseñas sólo se cumple a rajatabla, sin aditivos ultrajantes, en las fachadas de 132 de los 947 municipios catalanes.

Impulso Ciudadano, además del trabajo de campo consistente en fotografiar todos los frontispicios consistoriales y elaborar el mapa resultante –donde el rojo de la infracción cubre casi por entero el territorio de la comunidad autónoma y las pocas aldeas galas donde se respeta la ley tienden a situarse en la periferia– ha hecho lo que el Estado ha desistido de hacer desde que Pedro Sánchez gobierna en alianza con podemitas y separatistas; ha interpuesto recurso en los tribunales contra algunos de estos ayuntamientos instando al cumplimiento de la ley. Con suerte dispar hasta el momento, pues, junto a juzgados que han atendido al recurso y ayuntamientos que han obedecido la resolución judicial y colocado de nuevo la bandera de España en la fachada, ha habido también ayuntamientos que aún no lo han hecho y magistrados que ni siquiera han admitido el recurso.

La dejación por parte del Gobierno central de su obligación de hacer cumplir la ley en aquellas regiones de España donde la teórica representación del Estado corresponde a un gobierno autonómico con presencia, mayoritaria o no, de formaciones nacionalistas ha traído consigo que el Estado se haya ido borrando del mapa o, lo que es lo mismo, permitiendo que dicho mapa se tiñera con el rojo de la ilegalidad. La larga lucha por lograr una enseñanza bilingüe, de la que también ha sido y es pieza esencial Impulso Ciudadano, se ha llevado a cabo igualmente, en el mejor de los casos, por incomparecencia del Estado, y en el peor, en contra del propósito disolvente de quienes ejercen en ese Estado la máxima responsabilidad ejecutiva.

Como es natural, no todo se reduce a lo simbólico si lo que se pretende es evitar la progresiva y fatal ruptura del Estado de derecho que los españoles nos dimos hace más de cuatro décadas mediante nuestra Constitución. Queda mucho por legislar conforme a las competencias que aún conserva el Gobierno central. Y queda mucho por aplicar de lo ya legislado. Sólo falta voluntad para hacer lo uno y lo otro. Lo que no significa menospreciar el valor de lo simbólico, por supuesto. Existen por lo demás iniciativas que puede tomar un gobierno del Estado con el apoyo de una mayoría parlamentaria y que conjugan lo práctico con lo simbólico. Les propongo una: que todos los centros escolares públicos y concertados tengan la obligación de colgar en su fachada la bandera de España, la autonómica y la europea. No digo yo que con esto se acabe con la preceptiva inmersión lingüística en una lengua cooficial allí donde la haya, pero estoy seguro de que la curiosidad innata de las criaturas llevará a más de una a preguntar, ahora que la Generalidad catalana se apresta a extender el modelo de inmersión hasta el vientre mismo de la madre, por qué diantre cuelga esa bandera bicolor del frontispicio de la escuela cuando dentro del aula, en los juegos, las canciones, los carteles y los mapas de las paredes, no está, ni por asomo, una mísera muestra de lo que simboliza.

Las banderas y el Estado

    15 de febrero de 2023
La izquierda, y en especial la que se califica a sí misma de “transformadora”, ha sido siempre fiel a una máxima: no rectificar. O, si lo prefieren, no reconocer jamás sus errores. En consonancia con la revolución que la engendró, sus políticas se han caracterizado en general por una confianza ciega en la bondad de sus propósitos, al margen de cuáles fueran sus efectos. Lo que no significa, claro está, que entre esos efectos no los haya habido provechosos para el progreso de la humanidad. No pocas de las reformas que han permitido avanzar hacia una sociedad más justa, hacia esto que hemos convenido en llamar el Estado del Bienestar, llevan su marca, cuando menos inaugural. Pero, en paralelo, su renuencia a aceptar el liberalismo –o, lo que viene a ser lo mismo, su obsesión por anteponerle un neo mancillante– ha hecho, tanto en el orden económico como en el político, que la ideología primara en toda ocasión sobre las evidencias. Los artículos publicados aquí mismo por Velarde Daoiz sobre el cambio climático o las energías renovables constituyen una excelente muestra de como los datos, es decir, los hechos, desmienten las creencias.

Viene lo anterior, tal vez ya lo hayan intuido, a cuento de la bárbara ley del sólo sí es sí. (Y si la tildo de bárbara es tanto por las desaforadas intenciones que la alumbraron como, sobre todo, por los efectos que ha tenido y tendrá, por más remiendos que ahora le cosan, sobre las víctimas y familiares de tantos violadores convictos a los que la ley ha rebajado las penas.) La reacción de la ministra Irene Montero y de sus pasteleras ministeriales, secundadas desde el partido por la también ministra Belarra, el inefable vocero Echenique y el denigrador de jueces presuntamente machistas Pablo Iglesias, ante la iniciativa parlamentaria de su socio mayoritario de gobierno para tratar de enmendar en la medida de lo posible el estropicio causado y –hasta este lunes al menos– consentido; la reacción, digo, se ajusta como un guante al patrón descrito al principio. Para los paladines de esa izquierda que se proclama transformadora no hay, no puede haber, reconocimiento de culpa. Y si no les queda otra que admitir públicamente sus fracasos, la culpa, según ellos, es siempre de los demás, de quienes se oponen a sus designios, ya sea el propio sistema capitalista, ya sea esa cultura patriarcal que oprime sin compasión ninguna a las mujeres. Sobra añadir que la mejor forma de prescindir de los hechos consiste en rechazar todo contraste con la realidad y enrocarse en el discurso ideológico. Y en eso están.

Pero la reacción de la otra izquierda gubernamental, la socialista y mayoritaria, resulta mucho más instructiva políticamente hablando, mucho más ejemplar en su deriva. Al fin y al cabo, lo de Podemos ya no sorprende a nadie. ¿Qué ha hecho, por su parte, el PSOE de Pedro Sánchez durante los cuatro meses de vigencia de la ley en cuestión cuando día tras día iban cayendo rebajas de pena? Nada, esperar a que amainara. Y no amainó, como era previsible, sino todo lo contrario. Al final, viendo que sus expectativas electorales –¡incluso según Tezanos!– no hacían más que empeorar, trataron de pactar con los irreductibles de Podemos una iniciativa legislativa. En vano. Y presentaron la suya, que era en realidad un retorno a la legislación anterior. Hasta se permitieron calcar párrafos enteros de la propuesta de reforma presentada por el PP en diciembre –sin citar la fuente, por descontado, que por algo el presidente del Gobierno es experto en artes plagiarias–, como informaba ayer mismo este medio. 

Habían vuelto con su iniciativa a lo de antes. Pero no lo reconocieron ni lo reconocerán. El tren de la izquierda no tiene paradas ni vías muertas; a lo más, algún desvío grotescamente revestido de acción voluntaria que ni siquiera logra dar el pego. Para proclamarlo, ninguna figura más acorde con lo grotesco que la de Patxi López. Queda por ver, en todo caso, si en esta tramitación exprés le permiten a Podemos meter baza. De no ser así, y aun cuando requieran de los votos del PP para aprobar esa pretendida reforma de la ley que no es sino una derogación encubierta, descuiden: lo presentarán como un adelanto incuestionable en la larga lucha de las mujeres por la igualdad y contra la violencia de género. Qué digo un adelanto, ¡un hito!


Volver a lo de antes

    8 de febrero de 2023
No les falta razón a los actuales dirigentes de Ciudadanos cuando manifiestan no sólo su sorpresa, sino también su desconcierto y mal contenida indignación ante el comportamiento de su compañera de comité ejecutivo Begoña Villacís. Junto a Inés Arrimadas, Villacís es hoy por hoy la figura más valorada de Ciudadanos. Fue además la coordinadora política del equipo que encaró la llamada refundación del partido, de donde salieron las directrices luego ratificadas en la Asamblea extraordinaria de mediados de enero. Finalmente, y al igual que Arrimadas, formó parte de la candidatura encabezada por Patricia Guasp y Adrián Vázquez que resultó ganadora en las primarias a la presidencia de la formación.

De ahí que las palabras de Villacís en las que propugnaba que los candidatos del partido pudieran presentarse a las elecciones municipales en una plataforma conjunta con el PP –contraviniendo, pues, uno de los principales acuerdos asamblearios, el de concurrir con las propias siglas allí donde Cs presentara candidaturas–, unidas a sus reiterados y públicos devaneos políticos con los dirigentes populares, hayan caído como una bomba entre la ya depauperada militancia. Sin olvidar, claro está, hasta qué punto han dado la razón al derrotado candidato a las primarias de la formación, Edmundo Bal, uno de cuyos principales argumentos de campaña en contra de la candidatura finalmente vencedora era el de hacer política subalterna con respecto al PP. No es de extrañar, en este sentido, que el mismo Bal, tras conocerse las palabras de la vicealcaldesa madrileña, se apresurara a desearle suerte en su nueva andadura política.

Al margen de la comprensible reprobación que pueda merecer su conducta entre sus propios compañeros de partido y, en general, entre quienes ponen la coherencia en el primer plano de la actividad política, lo cierto es que Villacís tiene, a mi modo de ver, toda la razón. Su caso va más allá de lo que sería un caso particular. En otras palabras: el caso Villacís son muchísimos casos. Ella misma basaba su petición de abrir las candidaturas del partido a posibles acuerdos con el PP en las conversaciones tenidas con cargos municipales de la propia Comunidad deseosos de seguir en política y sabedores de las nulas o casi nulas posibilidades que tienen de hacerlo si se presentan en una lista cuyas siglas sean únicamente las de Ciudadanos. Habrá quien objete que todo es, al cabo, una cuestión de dinero. Tal vez. Pero no siempre es así. De una parte, en municipios de tamaño pequeño o medio lo que uno percibe como retribución en calidad de concejal no alcanza habitualmente para vivir. De otra, hay quien tiene un puesto de trabajo asegurado que le espera cuando deje la política, por lo que su querencia por mantenerse en ella obedece sin duda a otros factores: la notoriedad, la ambición, el gusanillo… O todos a la vez, claro. Por no hablar de un factor que, aun estando hoy en franco desprestigio entre nuestra clase política, también se da. Me refiero a la simple vocación de servicio público.

En el caso de tantos cargos de Ciudadanos, esa querencia por el PP a la que alude Villacís guarda relación con algo elemental: no existe en estos momentos en España otro partido político que tenga con Cs tantos puntos en común. Hace unos años lo de “ni rojos ni azules” podía servir, aunque sólo fuera de cara a la galería mediática. Hoy no. Tampoco el recurso al “bipartidismo” como anatema. La progresiva orientación del partido hacia posiciones mucho más identificables con el centroderecha y también, por supuesto, la deriva de la izquierda en su conjunto, y en especial la del PSOE, son en gran parte las culpables de ello. Y en cuanto al futuro, puesto que de eso se trata en definitiva, ese “impulso regenerador, liberal y reformista” que el PP de Núñez Feijóo se compromete a dar, en caso de alcanzar el poder, en los cien primeros días de la próxima legislatura y cuya plasmación son las sesenta medidas de su “Plan de Calidad Institucional”, habla por sí solo. ¿Cuántas de esas medidas desentonarían ahora mismo en un programa electoral de Ciudadanos, excepto las dos referidas al gobierno de la lista más votada? Me temo que ninguna.

No hay peor ciego que el que no quiere ver, dice el refrán. Ojalá el caso Villacís sirva al menos para mejorarles la vista a los actuales dirigentes de Ciudadanos. No sólo muchos cargos del partido se lo agradecerán; también millones de españoles deseosos de dejar atrás de una vez por todas la pesadilla de estos últimos años.

El caso Villacís

    2 de febrero de 2023