Pedro Rascón es el presidente de la CEAPA, o sea, de la Confederación Española de Asociaciones de Madres y Padres de Alumnos —si bien las madres, a juzgar por el contenido de las siglas, deben de haberse incorporado tardíamente—. Y es en tanto que máximo representante de esa entidad autodefinida como «no confesional, progresista e independiente» y mayoritaria en la escuela pública que Rascón está llamado al pacto. Al pacto educativo, se entiende. Al respecto, él se declara «pactoescéptico». Lo cual no es malo; peor sería que se declarara «antipacto». Otra cosa es el alcance real de este y otros escepticismos, y la posibilidad de que terminen confluyendo o no en un acuerdo.

Y es que algunas de las opiniones de Rascón más parecen un remedo de una entrada del «Dictionnaire des idées reçues» de Flaubert que una reflexión sensata y pertinente. Lo que no impide, claro, que puedan extraerse de ellas jugosas enseñanzas. Así, por ejemplo, de la que le sirve para identificar, en una entrevista reciente, cuál es hoy en día el problema de la secundaria: «En muchos institutos, la secundaria se sigue dando como en el siglo XIX, con un profesor que suelta el rollo y dice: “Pasado mañana, examen”».

Difícilmente podrían concentrarse en una frase más tópicos sobre lo que fue la enseñanza. O la educación, que es como su autor se referirá, supongo, a lo que se da en estos pocos institutos en los que no se imparten, según él, las clases como en el siglo XIX. Dejemos a un lado, si les parece, lo del XIX, este siglo maldito del que nada se sabe ni se quiere saber y al que se le suelen colgar todos los sambenitos, y vayamos con el resto de la afirmación. Este modelo antiquísimo que, a juicio de Rascón, constituye el problema de la secundaria, en la medida en que sigue practicándose en muchos institutos, se caracteriza en su boca por dos palabras: «rollo» y «examen». Lo que, vertido a un lenguaje neutro, equivale, respectivamente, a transmisión del conocimiento y a sistema de evaluación. O sea, a invitación al esfuerzo. O sea, a exigencia.

Esto es lo que Rascón no puede consentir. Y, con él, quienes, en las últimas décadas y desde distintas instancias políticas, sindicales y pedagógicas, han llevado la enseñanza española a la ruina. Tanto es así que el propio presidente de la CEAPA, a renglón seguido, no tiene empacho en atribuir los pésimos resultados del informe PISA a las secuelas del modelo decimonónico. Ahí es nada. Claro que, en eso, Rascón cuenta con un ilustre predecesor, presidente también, aunque del Gobierno, que hace un par de años, a raíz el dichoso informe, echó la culpa del fracaso educativo al franquismo. Y se quedó tan pancho.

ABC, 28 de febrero de 2010.

Cuestión de siglos

    28 de febrero de 2010
Ya perdonarán mi ignorancia, pero parece que existe una asociación llamada Horitzó Europa. Por lo que leo en su página web, se trata de una asociación —traduzco— «transversal, apartidista, catalanista y europeísta». Sobra decir que semejantes adjetivos no pueden ir nunca de la mano. Se repelen. ¿Cómo va a ser europeísta una asociación catalanista, si la idea de Europa persigue, con mayor o menor fortuna, la superación de las naciones? ¿Cómo va a ser apartidista una asociación catalanista, si el catalanismo consiste, justamente, en la exclusión de todos aquellos partidos que no comulgan con sus principios? Más le hubiera valido a la asociación declararse nacionalista y dejarse de cuentos. A Horitzó Europa el viejo continente le importa un comino.

Lo cual no impide, claro, que pretenda servirse de sus instituciones, al igual que se sirve, subvenciones mediante, del dinero de todos los catalanes. Un ejemplo de ello, y de su actividad, es el informe «Cataluña independiente en el seno de la Unión Europea», elaborado juntamente con la Fundació Cercle d’Estudis Sobiranistes —presidida por el inefable Alfons López Tena— y que no aspira sino a convencernos de que Europa está esperando con los brazos abiertos el advenimiento de un Estado catalán. Otro es esa «Hoja de ruta para la mejora de la lengua catalana en la Unión Europea en los próximos meses», a la que los eurodiputados catalanes de las fuerzas integradas en el tripartito y de CIU se han adherido este mismo miércoles en el Parlamento de Estrasburgo.

Vaya por delante que la hoja de ruta en cuestión es bastante modosita. Quiero decir que no aspira, pongamos por caso, a que el catalán se convierta en la lengua franca de la UE. Le basta con exigir, por un lado, el cumplimiento de los acuerdos relativos al uso del idioma firmados por España con distintos órganos de la UE y el de los recogidos en las conclusiones del Consejo Europeo de 2005 —¿por qué no se habrán cumplido, lo sabe alguien?—, y con proponer, por otro, nuevas medidas cuyos máximos beneficiarios serían, en el supuesto de que fueran tenidas en cuenta —lo cual, visto lo anterior, resulta harto improbable—, un número indeterminado de traductores e intérpretes.

Pero, más allá de esas miserias, lo realmente significativo son las declaraciones de uno de los eurodiputados adheridos a la hoja dichosa, el republicano Oriol Junqueras. Según Junqueras, resulta lamentable que el reconocimiento de una lengua hablada por 10 millones de habitantes sea una tarea tan ardua. ¿Cómo dice? ¿Desde cuándo el catalán lo hablan 10 millones de personas? Lo hablarán, o sea, lo tendrán como lengua de uso habitual —que en eso consiste hablar una lengua—, unos cinco millones, seis a lo sumo. Y gracias. Lo demás son sueños. O desvaríos, en los que, o bien se confunde la competencia con el uso, o bien se considera que todo ciudadano de Cataluña, Baleares o la Comunidad Valenciana, por el mero hecho de serlo, se convierte al punto en un hablante, presente o futuro, del catalán. Lo cual, no hace falta añadirlo, es falso de toda falsedad. Como esa ruta con hojas a la que se agarra, día tras día, el nacionalismo.

ABC, 27 de febrero de 2010.

La falsa ruta

    27 de febrero de 2010
Para Àngel Duarte


A veces la tomamos con alguien. Por supuesto, a veces la tomamos con razón. Quiero decir que algo nos ha hecho, ese alguien. De obra o de palabra. Pero otras veces la tomamos con alguien sin motivo alguno, porque sí, porque nos sale de dentro y no podemos evitarlo. Algo así debió de ocurrirle a Pla con Franchy. O quizá las cosas fueron de otro modo, quizá existió alguna razón de peso y simplemente la ignoramos.

Sea como fuere, un día Pla la tomó con Franchy. Pla es Josep Pla, claro. Franchy, en cambio, ya resulta menos conocido, a no ser que uno tenga cierta edad, se haya especializado en republicanismo o viva en Canarias, donde algunas calles y algunos centros escolares se llaman de este modo. Es decir, José Franchy Roca. Porque Franchy, en realidad, fue casi siempre Franchy Roca, con José o sin. O sea, un compuesto. Y no sólo por el nombre. Abogado, periodista y político; republicano y federal; y, ya con la Segunda República, diputado de las Constituyentes, fiscal general del Estado, presidente del Tribunal de Responsabilidades por el Golpe de Estado del 13 de septiembre de 1923, ministro de Industria y Comercio con Azaña y miembro del Consejo de Estado. Ahí es nada. Y, sin embargo —o tal vez por ello—, Pla la tomó con él.

Eso sí, a juzgar por las crónicas que enviaba el periodista desde Madrid, la inquina no le duró más que unos meses. Tres, en concreto: del 12 de junio al 12 de septiembre de 1933. Justo los que Franchy estuvo de ministro. Es verdad que por entonces Pla andaba ya algo desatado. Se comprende. Llevaba tiempo insistiendo, tanto en La Veu de Catalunya como en Las Provincias, en la agonía de unas Cortes que seguían siendo constituyentes aun cuando la Constitución llevara ya año y medio en vigor, y en la necesidad de que se convocaran nuevas elecciones para adaptar la composición de la Cámara, abrumadoramente inclinada a la izquierda, al sentir de la calle, harto distinto. De ahí que aquel gobierno formado por Azaña a mediados de junio —uno más, a la postre— le pareciera un despropósito. Y, encima, con Franchy.

O con los federales, que para el caso es lo mismo. Azaña no había tenido más remedio que contar con ellos tras la espantada de los socialistas. Y el problema con que ahora se enfrentaba el nuevo gobierno era, a juicio de Pla, el siguiente: «Se trata de un partido, el federal, de francotiradores, unidos por una nota común de disidencia de “algo”. Todos y cada uno de los federales son disidentes de algo. No son, en realidad, más que esto. A veces, son tan disidentes que llegan a serlo de sí mismos. Esto es lo que le podría pasar al señor Franchy, hombre jurídico y nebuloso y muy remilgado». Y le pasó, en efecto, a las primeras de cambio, esto es, el día de la presentación en el Congreso del ejecutivo entrante. Aquel día el federal Ayuso tomó la palabra «para excomulgar, en nombre del más puro federalismo, al señor Franchy Roca, por haber aceptado este señor la cartera de Industria y Comercio». Desde entonces y a lo largo de todo aquel verano, no hubo día en que Pla no hablara de Franchy. Que si vivía en la luna, que si nadie sabía en qué consistía su ministerio, que si «lo mismo podría dirigir la industria y el comercio desde un banco de la Castellana o del Paseo de Gracia», que si había estado «durante un par de horas, en la cola del banco azul, [dormitando] sus sueños federales», que si no había, en fin, «caso más divertido que el que presenta el señor Franchy Roca».

Pues bien, lo que Pla no recogió en sus crónicas es que este «prototipo de ministro ausente», este señor sin despacho que no cobraba porque su ministerio no tenía consignación, al llegar la hora del adiós tuvo un comportamiento ejemplar —y muy consecuente, por cierto, con su breve trayectoria ministerial—: renunció a la cesantía. O, lo que es lo mismo, a seguir cobrando lo que le correspondía por haber sido ministro. Y como esa clase de renuncias no eran por entonces habituales, sus correligionarios le tributaron un homenaje.

No hace falta añadir que, en lo que llevamos de democracia, esos homenajes no se han dado jamás. Al menos que yo recuerde. Y no porque ya no se estilen los banquetes. Lo que no se estila, en todo caso, es esa clase de renuncias. Por no tener, nuestra clase política ya no tiene siquiera esa miaja de dignidad.

Factual, 22 de enero de 2010.

Cesantías

    23 de febrero de 2010
La Universidad da para mucho. Por ejemplo, para truchas. O sea, para tesis que estudien cómo se lo montan las truchas para salir adelante en la vida, lo que en su caso, y ya es desgracia, suele reducirse a ir engordando a la espera de que llegue un gracioso con la caña en ristre. Pero, claro, si una tesis no trata más que de esos pormenores, si no introduce, en su propósito, algún elemento capaz de atraer la atención del lector, incluso de mantenerla en suspenso, una tesis no es una tesis. Quizá por ello la bióloga Rosa María Araguas, de la Universidad de Gerona, no se ha interesado por la trucha en sí, como si fuera un genérico, sino por la trucha autóctona de la región. Y por las posibilidades que tiene de seguir engordando.

A juzgar por las conclusiones a las que ha llegado, parece que esas posibilidades no son muchas, la verdad. Si las circunstancias no cambian, a la trucha de los Pirineos catalanes le quedan cien años. ¿Y qué son cien años para una especie? Nada, un chiste. De ahí que la bióloga ande algo triste con la mengua de los genes autóctonos y su hipotética desaparición. Vivimos en un mundo donde se valora lo propio, lo natural, lo no mistificado, y donde se recela, casi por principio, de lo importado, de lo artificial, y no digamos ya de lo transgénico. Así las cosas, no es de extrañar que las repoblaciones a que se halla sometida la especie mediante las introducciones en el curso de los ríos de truchas criadas en piscifactorías y originarias del norte de Europa, y cuyo fin no es otro que el de satisfacer nuestras ansias pescadoras y comedoras, sean percibidas, en la medida en que constituyen una amenaza para la pureza genética de la variante aborigen, como un artificio maligno. Lo cual no significa, claro, que dicha percepción deba ser, por fuerza, atinada.

Con el debido respeto por el trabajo de la investigadora, y tras comprobar que el Estatuto de la discordia nada dice, en ninguno de sus innumerables artículos, sobre los derechos históricos de la trucha, me permito aconsejar a quienes se interesen por los asuntos relacionados con los efectos de los movimientos poblacionales que no pierdan nunca de vista la lección de Anna Cabré. O sea, la que se desprende de la tesis que la demógrafa elaboró hace dos décadas. A saber: si Cataluña no hubiera tenido en el siglo XX las migraciones que tuvo, en 1980 la población habría sido tan sólo de 2.360.000 habitantes, en vez de los seis millones efectivamente censados. Y no hace falta añadir que, de no existir ese complemento migratorio, lo más probable es que tampoco existiese hoy en día —y no es más que un ejemplo entre muchos— la mismísima Universidad de Gerona.

ABC, 21 de febrero de 2010.

Truchas, pero catalanas

    21 de febrero de 2010
Se acordarán sin duda de aquella norma ministerial que permitía pasar de curso, en bachillerato, hasta con cuatro asignaturas suspendidas y que una sentencia del Tribunal Supremo echó finalmente por tierra. Se trataba de aprobar suspendiendo, que es lo que ya se venía y se sigue haciendo en primaria y secundaria. Pues bien, como todo lo malo se pega, los políticos catalanes parecen empeñados en imitar nuestro sistema educativo y en pasar de curso aun cuando vayan acarreando, día tras día, los más incontestables suspensos.

Quien mejor lo ha formulado es Ernest Maragall, quizá por aquello de ser, a un tiempo, el consejero de la cosa. Hace un par de días, después de una semana en la que ha ocupado los titulares de los medios por lo que dijo y ratificó por escrito y por desdecirse luego de lo dicho diciendo justo lo contrario, el hombre declaró a una emisora radiofónica que quizá debería suspender en redacción porque, a su juicio, no ha sido capaz de explicarse. Nada más falso. Se ha explicado muy bien. Ha explicado lo que piensa, lo que seguramente ha pensado toda la vida y que no ha exteriorizado a conciencia hasta que las circunstancias —o sea, el apellido— le han puesto al frente de un departamento gubernamental. No, el problema de Maragall no es la redacción, es la política —aun cuando la redacción sea, desde Valéry, una facultad del alma—. Es en política donde Maragall suspende. Como suspendió su hermano y como suspenden, día tras día, los demás políticos catalanes, empezando por sus compañeros de gabinete.

Véase el caso de la consejera Geli. Esta semana ha comparecido ante la comisión de Salud del Parlamento de Cataluña. Entre otras cosas, Marina Geli ha informado a sus señorías de que el consumo de ansiolíticos disminuyó en 2009 un 1,4% con respecto al año anterior, lo que sin duda constituye, señoras y señores diputados, un hecho «histórico», pues es la primera vez que esto ocurre. También ha comunicado que en 2009 el consumo de antidepresivos aumentó, en cambio, un 4% con respecto al año anterior, lo que no debería alarmarles, señoras y señores diputados, ya que en 2006 la crecida fue de un 6%. De todo ello la consejera ha sacado una conclusión: que en tiempos de crisis los médicos saben discriminar entre depresiones reales y los problemas sociales de las personas. Y se ha felicitado de cómo marchan las cosas en su ramo, claro.

Como es natural, nadie le ha replicado a Geli, que yo sepa, que el crecimiento del consumo de antidepresivos puede compensar perfectamente la disminución del de ansiolíticos —al fin y al cabo, determinadas patologías pueden ser tratadas con ambos tipos de fármacos, de forma aislada o combinada—. Y nadie le ha recordado tampoco que, como demuestra un estudio reciente, cada vez son más los españoles que se automedican y adquieren sus medicamentos a través de la red. ¿Para qué, si la consejera, como todo profesional de la cosa pública que se precie, sólo comparece para felicitarse por su labor?

En la política catalana no parecen existir otros principios que la mentira, la componenda, la evasiva y, en definitiva, el sálvese quien pueda.

ABC, 20 de febrero de 2010.

Suspender en política

    20 de febrero de 2010


Los libros son de cuando se escriben. De aquel momento. Lo cual no impide disfrutar de ellos mucho tiempo después y sacar de su lectura no pocas lecciones. Pero un libro, insisto, es hijo de su circunstancia. Hasta tal punto que muchos ni siquiera habrían visto la luz de haber tenido que escribirse algo más tarde de la fecha en que fueron efectivamente escritos. Mejor dicho, ni siquiera habrían sido concebidos. Es el caso, por ejemplo, del Discours à la nation européenne, de Julien Benda. Aunque en la página de créditos conste que Gallimard editó la obra en 1933, su redacción corresponde al periodo comprendido entre junio y diciembre de 1932. En otras palabras: el texto estuvo listo, como muy tarde, un mes antes de que Hitler alcanzara el poder y tres antes de que tuviera ya al país bajo sus garras y a Europa en vilo. A ese pequeño margen de unos pocos meses debemos sin duda su existencia.

Aun así, no habría que inferir de cuanto venimos diciendo que la amenaza totalitaria —y el conflicto bélico que esa amenaza podía fatalmente acarrear— se halla ausente del pensamiento del autor. Al contrario. Todo indica que Benda confecciona su discurso como un último intento de salvar a Europa cuando esta salvación tiene todavía algún sentido. Baste el arranque de la primera frase del ensayo para convencerse de ello: «Puede parecer divertido hablar de nación europea en el momento en que algunos pueblos de Europa afirman su voluntad de crecer a expensas de sus vecinos con una precisión que la historia jamás había conocido…». Y, sin embargo, Benda lo va a intentar. Porque cree, o quiere creer, que en esos pueblos de Europa existen hombres partidarios de la unión. Una unión que, a su juicio, no puede ser sino moral, intelectual. Esto es, superadora de las naciones, por más que esa nueva Europa no tenga otra salida que devenir, a su vez, nación —el galicismo, ya me perdonarán, lo lleva el contexto—. Entonces, cabría preguntarse, ¿dónde está la diferencia? Pues en la distancia, claro, en la muy fría y reparadora distancia. O, en palabras del propio Benda: «Porque [la nueva Europa] será la devoción del hombre a un grupo menos preciso, menos individualizado, y por consiguiente, menos humanamente querido, menos carnalmente abrazado».

Y una Europa así, sobra añadirlo, necesita una lengua así. O sea, una lengua fría. Un latín, vaya. ¿O acaso hay algo más frío que una lengua muerta? El propio Benda se lamenta del proceso por el que los clérigos —léase también los sabios, los hombres cultos— renunciaron en su día al latín en provecho de las lenguas llamadas nacionales. Y, sobre todo, del ahínco con que los maestros transmiten desde entonces a sus alumnos su admiración por semejante movimiento «liberador». Pero, en fin, nada se puede hacer ya para remediarlo. Y, dado que la nueva nación precisa de una lengua común —y, en consonancia con la Europa querida, de una lengua lo más fría posible—, Benda no se para en barras y propone la suya. Es decir, el francés. Ahí es nada. Será nacionalista el hombre. Pues no, no lo es. Lo que le lleva a proponer el francés y no cualquiera de las demás lenguas en liza —inglés y alemán, por entonces— es su carácter eminentemente racional. De nuevo la bendita distancia. El francés, un idioma heredero del racionalismo grecolatino; venerado, hasta la irrupción del romanticismo, por presentar la menor de las idiosincrasias, y lo bastante alejado, en definitiva, del corazón y sus efluvios sentimentales. El francés, un mal menor a falta de un latín.

Pero todo eso es pasado. Pasado y proyecto. Lo que hoy tenemos, en cambio, es una Europa con 23 lenguas oficiales. Y sin otro proyecto que el de seguir ampliando la nómina a medida que vayan subiéndose al carro nuevos países con idiomas distintos. Por no hablar, claro, del montón de lenguas regionales que permanecen ahí, en la sala de espera, como culos de mal asiento, soñando con que algún día las reciban. Es verdad que alguno de estos idiomas oficiales —pienso, por ejemplo, en el inglés— ejerce de facto, en las relaciones interpersonales, una función de lengua franca. Pero sólo en este campo. Europa, qué le vamos a hacer, no tiene lengua. Igual que en los tiempos de Benda. A no ser que, acogiéndonos a la tan imperiosa frialdad, consideremos que la lengua de Europa, la única posible, mira por dónde, es esto.

Factual, 15 de enero de 2010.

Europa y su latín

    16 de febrero de 2010
No sé si el día en que se publique este artículo Yulia Timoshenko habrá bajado algo el tono, aunque me temo que no. Lo último que circula sobre el asunto es que la actual primera ministra de Ucrania e icono impecablemente trenzado de la llamada «Revolución Naranja» está dispuesta a impugnar la segunda vuelta de las elecciones presidenciales que la enfrentaron el pasado domingo a Víctor Yanukóvich y en las que cosechó una honrosa y justa derrota. «Nunca reconoceré la legitimidad de la victoria de Yanukóvich», ha asegurado. Veremos hasta dónde llega ese «nunca».

En todo caso, que el candidato derrotado se niegue a reconocer la legitimidad de unos resultados electorales es algo, por desgracia, bastante común. Lo que ya no es tan común es que la máxima expresión de un sistema democrático, o sea, el acto de depositar el voto en la urna, de escoger libremente a quienes van a representarnos, se convierta en un espectáculo donde la frivolidad y el exhibicionismo rivalizan en protagonismo. Así, en esas mismas presidenciales ucranianas, un comando de cuatro aguerridas feministas con las tetas al aire irrumpió, al grito de «¡Basta de violar al país!», en el colegio electoral donde debía votar el candidato Yanukóvich, colegio que se hallaba, como es de suponer, atestado de cámaras. Ignoro si la ostentación de semejantes pecheras tenía algo que ver con el lema de la protesta, si no era más que un señuelo o si respondía, pura y simplemente, a la necesidad de esas jóvenes de exhibirse. Sea como fuere, sus propietarias lograron convertirse en la imagen de la jornada. Pura política, ya se ve.

Pero donde la deriva exhibicionista está alcanzando su mayor nivel es en Colombia. Tal vez conozcan el caso. María Fernanda Valencia, abogada, politóloga y candidata por el Partido de la U —de la U de Uribe— a la Cámara de Representantes, ha prometido aparecer desnuda en una revista si sale elegida. Y todo por una causa noble. Según propia confesión, no dispone de capital suficiente para emprender con éxito una campaña electoral, lo que le obliga a llamar la atención de este modo. Aquí tienen su razonamiento: «El desnudo es el medio para transmitir el mensaje, y el mensaje es que voy a luchar por los derechos de la mujer». Ahora sólo falta saber cuántos ciudadanos van a votar por ella. Y, sobre todo —aunque eso ya se me antoja más difícil—, cuántos lo van a hacer por el medio y cuántos por el mensaje.

¿Que entre nosotros ya existe un precedente? Sí, es cierto. Pero con una diferencia, nada insustancial. Albert Rivera, el líder de Ciudadanos, se desnudó —hasta cierto punto— en plena campaña, antes del voto. Y aquí sí que el medio era el mensaje.

ABC, 14 de febrero de 2010.

Exhibiciones electorales

    14 de febrero de 2010
Constataba el otro día Albert Rivera, con toda la razón, que «un presidente que (…) no tiene el nivel C de catalán será el (…) que lo exija a los profesores de universidad». También añadía el diputado que ese presidente, encima, no había «pisado la universidad». Ahí se equivocó. Porque el presidente sí pisó, parece, la universidad, aunque no lo suficiente. Para no errar el tiro, a Rivera le habría bastado con indicar que ese presidente que no posee el nivel C de catalán y que, aun así, lo va a exigir a los profesores de la universidad; ese presidente, a este paso, jamás alcanzará su nivel. No ya el de catalán; el de simple profesor universitario.

¿Se puede exigir lo que uno no es capaz de cumplir? Por supuesto, poder, se puede. Otra cosa es que una tal exigencia contravenga las más elementales reglas de la jerarquía, que, como nadie ignora —y muy especialmente quienes pretenden acabar con ella—, es la base de todo sistema social que se precie. La jerarquía —o la autoridad, que viene a ser lo mismo— presupone la existencia de estratos, de niveles. Quienes están arriba tienen algo que enseñar; quienes están abajo, mucho que aprender. Una sociedad funciona cuando la gran mayoría de sus miembros ocupan el lugar que les corresponde. O sea, cuando los de arriba dan ejemplo y los de abajo lo reciben.

Sobra decir que no es el caso de Cataluña. Empezando por su presidente y siguiendo por gran parte de la clase política, lo que aquí se da es una inversión paradójica. En los niveles superiores no suelen estar nunca los mejores, los más preparados, los que deberían dar ejemplo. Esos individuos, que existían y tal vez sigan existiendo —como en cualquier sociedad, al cabo—, han sido arrinconados por tres décadas de vulgaridad nacionalista. Y hasta puede que muchos ya se hayan largado. Lo que ahora se lleva, en la cúspide política catalana, son los burócratas rampantes con veleidades de comisario lingüístico, de educador social o de barrendero ecológico. De ahí José Montilla, ese producto emblemático de la Cataluña autónoma. Y el drama es que la vulgaridad no afecta sólo a las esferas gubernamentales. También en los niveles dirigentes de la llamada sociedad civil se han instalado los más serviles, los más inútiles, los que no pueden en modo alguno dar ejemplo; los peores, en una palabra.

Así las cosas, qué quieren, lo normal es que el presidente exija lo que no tiene. Dime qué exiges y te diré de qué careces. Lo que ya no es tan normal es que los demás, encima, se lo consientan. O sí lo es, porque los procesos degenerativos, por lo general, no perdonan, son implacables. Y, si no, fíjense en los resultados de ese estudio sobre los hábitos sexuales de los españoles que acaban de hacerse públicos. Resulta que los catalanes, lo mismo hombres que mujeres, son los más insatisfechos en la cama. ¿Que qué tiene que ver eso con lo anterior? Hombre, no me negarán que, hasta cierto punto, también es una cuestión de nivel…

ABC, 13 de febrero de 2010.

El nivel de Cataluña

    13 de febrero de 2010
Mucho antes de que Ángel Gabilondo se sirviera de la expresión para titular uno de sus ensayos, o de que Juan José Castillo la popularizara en sus crónicas deportivas, o de que el raticida Ibys 152-S recurriera a ella como colofón de sus mensajes publicitarios; mucho antes de todo esto ya había muchas heridas que eran, por desgracia, mortales de necesidad. Como en el caso del crimen del Paseo del Prado.

Madrid, 26 de septiembre de 1933. «Un joven, al parecer concejal del Ayuntamiento de Tembleque, dispara sobre una muchacha y se suicida». Así encabezaba el Heraldo de Madrid la crónica que abría su contraportada. Sí, he dicho bien. En aquel tiempo las contraportadas se abrían, lo que equivale a afirmar que hacían honor a su nombre. Eran como una segunda portada, sólo que en la parte de atrás del periódico. Pero a lo que íbamos. Aquella misma mañana la capital había sido escenario de un crimen y allí estaba el Heraldo para contarlo. Leído ahora, el titular sorprende. Ese foco, claro, puesto en el agresor y no en la víctima, de la que ni siquiera se indica la suerte. Hay que esperar al subtítulo para salir de dudas: «La joven, que era empleada de Correos, fallece al ingresar en la Casa de Socorro y el agresor ingresa cadáver».

Una tal jerarquía sería hoy motivo de escándalo. Mejor dicho, ni siquiera sería motivo, dado que ningún diario se atrevería con ella. Y, en cambio, yo no sé ver en esta forma de titular, más allá de la sana costumbre informativa de identificar hasta donde sea posible a los protagonistas de la noticia —sexo, edad y profesión, en este caso—, sino una cuestión de orden. Ese orden tiene que ver en gran medida con el tiempo. Con la prevalencia, para ser precisos. Pero no con la prevalencia en el sentido llamémosle antropológico; con la prevalencia lógica, gramatical. El acto y sus consecuencias. O, si se prefiere, la tríada sujeto, verbo y predicado. Hasta tal punto es así que incluso el subtítulo, reservado en principio a relatar la suerte de la muchacha, incorpora como final un dato aparentemente reiterativo: el ingreso, ya cadáver, del agresor en la Casa de Socorro. Y es que, para este periodismo, también las consecuencias tienen un orden.

Por lo demás, la crónica del Heraldo revela un modus operandi que en las décadas siguientes iba a desaparecer de los papeles y que sólo en los últimos tiempos parece haber reverdecido. Me refiero a esa imagen del reportero contando y contándose. O sea, mostrándose. Pero no al modo de aquel director de periódico de hace más de un siglo del que hablaba Julio Camba en «El periodismo americano» y cuyo método consistía en reventar cuantos más caballos mejor para así poder narrarlo, sino al modo de twitter. O muy semejante. En suma, una especie de periodismo en marcha.

Claro que todo tiene su cruz. En lo que nos afecta, la cruz se encuentra en la página 14, dos antes de la contraportada. Allí prosigue la información sobre el crimen. Los reporteros han dado con dos testigos. No del crimen, que no requiere ya más luz; de las supuestas intenciones de agresor y víctima. Así lo justifican, nada más empezar el texto: «Como todas las referencias del suceso de esta mañana eran muy confusas los periodistas se movilizaron para conocer las causas que originaron el crimen». El producto de la movilización es la reproducción de las palabras de una prima de ella y de un amigo de él. Es decir, la mención a unos cuantos hechos —cuya contradicción no escapa, por cierto, a la percepción reporteril— y a lo que se supone que pasaba por la cabeza de ella y por la de él. Acaba primando, claro, lo que se supone. O sea, la necesidad de atar cabos y ofrecerle al lector una explicación. Las causas, el porqué. Vaya, que en eso, al menos, igualito, igualito que ahora.

Factual, 8 de enero de 2010.

Mortal de necesidad

    9 de febrero de 2010
Supongo que, a estas alturas, todos ustedes habrán echado ya sus cuentas. En fin, todos seguro que no. Quienes ya estén disfrutando de la jubilación —y denle al verbo «disfrutar» un sentido u otro, según les vaya la feria—, se alegrarán sin duda de no tener que echar ninguna. Y quienes se encuentren todavía en la edad del pavo o la hayan abandonado hace poco considerarán, muy probablemente, que existen cosas más perentorias de que ocuparse. Pero los demás, y en particular los que ya empezaban a atisbar la meta, estarán pasando unos días llenos de zozobra. Y lo que les queda por pasar.

Si bien se mira, su reacción —o sea, la mía: yo pertenezco a la quinta jubilable a los 66 más 6— es muy parecida a la que experimentaría un jugador al que de pronto, mediado el partido, le anunciaran que han cambiado las reglas del juego. Es verdad que, entre esas reglas, no sólo están las contrarias a sus intereses, como sería el caso de la edad del retiro, sino también las otras, las que intervienen a su favor. Me refiero —lo habrán adivinado— a los avances científicos y tecnológicos, que tantos beneficios reportan a la salud. Pero, claro, con esas ganancias, quién más, quién menos ya contaba. Y, por otra parte, la famosa esperanza de vida, por mucho que aumente, no deja de ser, al cabo, una estadística. Luego viene el azar, en la forma que sea, y se va todo al traste.

La edad, por suerte o por desgracia, es una edad mental. No quiero decir con ello que la condición física no importe. Claro que importa, sobre todo en esa vejez hacia la que todos nos encaminamos. Estudios todavía frescos, por ejemplo, insisten en la conveniencia de que la gente mayor realice determinados ejercicios, aeróbicos o de resistencia, para ver de atenuar en lo posible el deterioro cognitivo. Pero la edad, en el fondo, es la que cada uno se atribuye. Así, mientras que algunos, a los 50, se hallan ya bastante castigados por la vida y no sueñan sino con jubilarse, otros, a los 60, parecen recién salidos del cascarón. Figúrense, pues, lo que puede haber representado para los primeros ese par de años de prolongación con que nos ha obsequiado la cuesta de enero.

A juzgar por los datos conocidos, resulta indispensable acometer, cuanto antes, una reforma del sistema de pensiones. Ahora bien, esa reforma, para no discriminar a nadie, no habría de tratar a todos por igual, como si la edad fuera una simple cifra y los factores personales y profesionales no influyeran para nada en el acto de colgar los hábitos laborales. Aunque sólo sea como premio de consolación, todo ciudadano, llegado a este punto de su vida, debería contar con algo más que el estricto recurso al pataleo.

ABC, 7 de febrero de 2010.

Las edades de uno

    7 de febrero de 2010
Luciano Varela, juez instructor del Tribunal Supremo, ha rechazado sobreseer la causa que se sigue contra su colega de la Audiencia Nacional Baltasar Garzón. Según Varela, si antes existían indicios de que Garzón podía haber prevaricado por declararse competente para investigar los crímenes de la guerra civil y el franquismo a sabiendas de que habían sido amnistiados por las Cortes Generales, ahora esos indicios aparecen ya como un «hecho probable». De ahí que no haya lugar al sobreseimiento. Y de ahí que el «superjuez», de no mediar milagro, se vea abocado a enfrentarse a un juicio oral del que puede salir con una pena de inhabilitación de 12 a 20 años.

Son los estragos de la memoria. Desde que el presidente Rodríguez Zapatero decidió convertir un trauma personal en un enfrentamiento colectivo, la mayoría de las medidas tomadas, empezando por la llamada «ley de la memoria histórica», han constituido un verdadero sinsentido. Esta semana, por ejemplo, hemos sabido que la Dirección General de la Memoria Democrática dependiente del consejero Saura ha puesto en marcha una serie de homenajes por todo el territorio para «honrar a aquellas personas que lucharon por la democracia y los derechos nacionales de Cataluña». Estupendo. Dejando a un lado qué entenderán esos ex comunistas por democracia y por derechos nacionales —aunque uno no puede por menos que imaginárselo—, lo más significativo de su iniciativa es que en la cuarta de las 24 localidades designadas para acoger los eventos —Badalona— los organizadores convocaron este martes a seis homenajeados fallecidos. Por supuesto, no se presentaron. Y lo peor es que eso mismo puede suceder en los 20 homenajes restantes, ya que la lista por la que se rige el Departamento es la misma.

Pero si esto ha ocurrido en la Cataluña agonizante, en las Baleares no se han quedado cortos. Bien es cierto que en este caso el final ha sido más o menos feliz —lo cual no quita, claro, que podían haberse ahorrado todo el proceso—. Resulta que en Palma de Mallorca existe un monolito enorme dedicado a los héroes del crucero Baleares. Fue erigido en 1948 en recuerdo de las víctimas de un buque de la flota de Franco hundido durante la guerra por un destructor republicano. Un monolito dedicado a las víctimas, pues. Y, por la fecha en que fue construido, con el escudo preconstitucional y una leyenda donde se glorifica a la Marina nacional. Memoria de Mallorca, la variante regional de las asociaciones al uso, lleva años pidiendo que el Ayuntamiento lo derribe. El Ayuntamiento palmesano lleva años pidiendo informes y sin saber qué hacer. Finalmente este lunes se ha decidido. Va a conservar el monolito, del que eliminará el escudo y cuya nueva leyenda, aparte de explicar el sentido del monumento, incorporará una invitación a «no olvidar nunca los horrores de las guerras y de las dictaduras».

Como es natural, la solución ha contentado a todo el mundo. Con una excepción: la presidenta de Memoria de Mallorca. «Preferimos estar muertos en las cunetas, con dignidad, que formar parte del monumento franquista», ha declarado. Y aún hay jueces que les hacen caso.

ABC, 6 de febrero de 2010.

La memoria y sus estragos

    6 de febrero de 2010
Hace ya más de cinco años pasé una temporadita en Arles. Fue cuando un buen amigo, quién sabe si roído por la envidia o por la admiración —o por ambas cosas a la vez, no lo descarto—, dijo de mí que vivía como un aristócrata español. Anda ya, pensé —por lo de aristócrata, claro—. Ahora, en cambio, al recordar aquella primavera camarguense llena de toros y flamenco, no puedo por menos que darle la razón. Y eso que los aristócratas, según tengo entendido, no trabajan, lo que no era manifiestamente mi caso. Yo dedicaba entonces un montón de horas a traducir los libros de memorias de Julien Benda. Día tras día. Pero me sentía como en casa. Mejor dicho: estaba en casa. Me alojaba en el Espace Van Gogh, que es donde al pintor le recompusieron hasta cierto punto la oreja y donde tiene hoy su sede el Collège International des Traducteurs Littéraires (CITL).

Para que se hagan ustedes una idea, el CITL es en Arles lo que la Casa del Traductor en Tarazona. O sea, un lugar en el que los practicantes de la cosa pueden encerrarse durante un tiempo, por un precio muy arregladito, y consagrarse casi por entero a sus labores. Y todo gracias a la beneficencia de las instituciones —en el caso español, entre los benefactores de la Casa no falta ni un peldaño de la Administración—. Por supuesto, un traductor no es un artista. Quiero decir que allí donde el primero se apaña con una casa, incluso en régimen de alquiler y compartida con sus congéneres, como ocurre en Arles o en Tarazona, el segundo necesita por lo menos un palacio. Y, a ser posible, de propiedad. Cuestión de egos, sin duda. Tal vez por ello en España las ayudas, directas o indirectas, a los profesionales de la escritura, en cualquiera de sus variantes, resultan ridículas si se comparan con las concedidas a los del cine, el teatro o la música.

No siempre ha sido así, claro. Para empezar, hubo un tiempo en que ni siquiera existían las ayudas. Y en que los escritores, por más estrecheces que pasaran, no eran, en modo alguno, los parientes pobres de la cultura. Al contrario. Fue este, a pesar de todos los pesares, un tiempo bello. Aunque mejor sería afirmar que fue el tiempo de Luis Bello. La culpa la tuvo otro Luis. Y El Sol. El 24 de marzo de 1928, Luis Araquistain publicó en la primera del diario madrileño un artículo titulado «Por Luis Bello» y antetitulado «Homenaje necesario». De eso iba el artículo, en efecto. De la necesidad de que el escritor y pedagogo Luis Bello, que había pasado gran parte de su vida viajando por las escuelas de España, contara, de una vez por todas, con un homenaje, y de que este homenaje no consistiera, como era costumbre entonces, en un banquete, sino en «algo más sustancioso y duradero».

Aquí lo dejó Araquistain. Pero El Sol siguió saliendo. Y, al día siguiente, publicó un editorial titulado igualmente «Por Luis Bello» que daba respuesta a ese algo sustancioso y duradero que reclamaba Araquistain para sustituir el tan manido banquete. Una casa. Eso es lo que necesitaba un hombre que había andado siempre de acá para allá visitando escuelas y escribiendo sobre lo que oía y veía. Una casa, en efecto. Así, ese hombre cuya existencia había sido «una peregrinación constante», debida tanto a su «inquietud interior» como a «los azares económicos en que vive el escritor español», podría disfrutar en «sus días futuros» de «una paz y sosiego más propicios al trabajo, a la pura floración de las ideas». Dicho y hecho. El periódico puso en marcha una campaña que duró varios meses y gracias a la cual llegaron a recaudarse, según parece, 100.000 pesetas —de la época, claro—. Vaya, que todo indica que Bello pudo tener, al fin, un hogar.

Sobra añadir que una iniciativa semejante sonaría hoy a broma. No sólo porque las campañas, ahora, las hace la televisión y en apenas unas horas, sino, sobre todo, porque la solidaridad de los ciudadanos va por otros derroteros. Si es que va. ¿Una casa, dice? ¿Y para un escritor? Oiga, ¿me toma usted por imbécil?

Factual, 2 de enero de 2010.

La casa del escritor

    3 de febrero de 2010
Es bueno recordarlo. Hace más de una década, Joan Maria Pujals, el entonces consejero de Cultura de Jordi Pujol, puso los cimientos. Tras lograr que el Parlamento de Cataluña aprobara una nueva ley de política lingüística que incluía sanciones para los comercios que no usaran «al menos el catalán» en sus comunicaciones, la emprendió contra las «majors» estadounidenses, a las que pretendió obligar a exhibir en la llamada lengua propia un determinado número de copias por cada película en cartel, y a pagar encima los costes. Por supuesto, Pujals se estrelló. Pero el paso estaba dado. En adelante, nadie podría decir que CiU no lo había intentado. Y, de igual modo, nadie podría decir que no habían sido cautos.

Luego llegaron los indios, o sea, los republicanos. E hicieron todo lo que sus hermanos mayores no supieron o no quisieron hacer. Amparándose en aquel marco legal, empezaron a multar a cuantos comercios no cumplían con la exigencia de ofrecer sus productos en catalán y, no contentos con esto, están ya a punto de aprobar una nueva ley de Consumo que va incluso mucho más allá. Y ahora el cine. Lo que no logró Pujals lo va a lograr Tresserras. Por más que el Gremio de Empresarios se declare en huelga y amenace con la quiebra, los republicanos no cejarán, no vaya a ser que Laporta les robe protagonismo.

Y lo peor no es eso. Lo peor es que Artur Mas, si algún día gobierna, siempre podrá decir, mientras recoge los frutos, que los suyos se limitaron a plantar el árbol, que fueron los indios quienes lo sacudieron.

ABC, 2 de febrero de 2010.

Después de los indios

    2 de febrero de 2010

Aly Herscovitz, desvelada.

Aly Herscovitz

    1 de febrero de 2010