Los libros son de cuando se escriben. De aquel momento. Lo cual no impide disfrutar de ellos mucho tiempo después y sacar de su lectura no pocas lecciones. Pero un libro, insisto, es hijo de su circunstancia. Hasta tal punto que muchos ni siquiera habrían visto la luz de haber tenido que escribirse algo más tarde de la fecha en que fueron efectivamente escritos. Mejor dicho, ni siquiera habrían sido concebidos. Es el caso, por ejemplo, del Discours à la nation européenne, de Julien Benda. Aunque en la página de créditos conste que Gallimard editó la obra en 1933, su redacción corresponde al periodo comprendido entre junio y diciembre de 1932. En otras palabras: el texto estuvo listo, como muy tarde, un mes antes de que Hitler alcanzara el poder y tres antes de que tuviera ya al país bajo sus garras y a Europa en vilo. A ese pequeño margen de unos pocos meses debemos sin duda su existencia.

Aun así, no habría que inferir de cuanto venimos diciendo que la amenaza totalitaria —y el conflicto bélico que esa amenaza podía fatalmente acarrear— se halla ausente del pensamiento del autor. Al contrario. Todo indica que Benda confecciona su discurso como un último intento de salvar a Europa cuando esta salvación tiene todavía algún sentido. Baste el arranque de la primera frase del ensayo para convencerse de ello: «Puede parecer divertido hablar de nación europea en el momento en que algunos pueblos de Europa afirman su voluntad de crecer a expensas de sus vecinos con una precisión que la historia jamás había conocido…». Y, sin embargo, Benda lo va a intentar. Porque cree, o quiere creer, que en esos pueblos de Europa existen hombres partidarios de la unión. Una unión que, a su juicio, no puede ser sino moral, intelectual. Esto es, superadora de las naciones, por más que esa nueva Europa no tenga otra salida que devenir, a su vez, nación —el galicismo, ya me perdonarán, lo lleva el contexto—. Entonces, cabría preguntarse, ¿dónde está la diferencia? Pues en la distancia, claro, en la muy fría y reparadora distancia. O, en palabras del propio Benda: «Porque [la nueva Europa] será la devoción del hombre a un grupo menos preciso, menos individualizado, y por consiguiente, menos humanamente querido, menos carnalmente abrazado».

Y una Europa así, sobra añadirlo, necesita una lengua así. O sea, una lengua fría. Un latín, vaya. ¿O acaso hay algo más frío que una lengua muerta? El propio Benda se lamenta del proceso por el que los clérigos —léase también los sabios, los hombres cultos— renunciaron en su día al latín en provecho de las lenguas llamadas nacionales. Y, sobre todo, del ahínco con que los maestros transmiten desde entonces a sus alumnos su admiración por semejante movimiento «liberador». Pero, en fin, nada se puede hacer ya para remediarlo. Y, dado que la nueva nación precisa de una lengua común —y, en consonancia con la Europa querida, de una lengua lo más fría posible—, Benda no se para en barras y propone la suya. Es decir, el francés. Ahí es nada. Será nacionalista el hombre. Pues no, no lo es. Lo que le lleva a proponer el francés y no cualquiera de las demás lenguas en liza —inglés y alemán, por entonces— es su carácter eminentemente racional. De nuevo la bendita distancia. El francés, un idioma heredero del racionalismo grecolatino; venerado, hasta la irrupción del romanticismo, por presentar la menor de las idiosincrasias, y lo bastante alejado, en definitiva, del corazón y sus efluvios sentimentales. El francés, un mal menor a falta de un latín.

Pero todo eso es pasado. Pasado y proyecto. Lo que hoy tenemos, en cambio, es una Europa con 23 lenguas oficiales. Y sin otro proyecto que el de seguir ampliando la nómina a medida que vayan subiéndose al carro nuevos países con idiomas distintos. Por no hablar, claro, del montón de lenguas regionales que permanecen ahí, en la sala de espera, como culos de mal asiento, soñando con que algún día las reciban. Es verdad que alguno de estos idiomas oficiales —pienso, por ejemplo, en el inglés— ejerce de facto, en las relaciones interpersonales, una función de lengua franca. Pero sólo en este campo. Europa, qué le vamos a hacer, no tiene lengua. Igual que en los tiempos de Benda. A no ser que, acogiéndonos a la tan imperiosa frialdad, consideremos que la lengua de Europa, la única posible, mira por dónde, es esto.

Factual, 15 de enero de 2010.

Europa y su latín

    16 de febrero de 2010