Madrid, 26 de septiembre de 1933. «Un joven, al parecer concejal del Ayuntamiento de Tembleque, dispara sobre una muchacha y se suicida». Así encabezaba el Heraldo de Madrid la crónica que abría su contraportada. Sí, he dicho bien. En aquel tiempo las contraportadas se abrían, lo que equivale a afirmar que hacían honor a su nombre. Eran como una segunda portada, sólo que en la parte de atrás del periódico. Pero a lo que íbamos. Aquella misma mañana la capital había sido escenario de un crimen y allí estaba el Heraldo para contarlo. Leído ahora, el titular sorprende. Ese foco, claro, puesto en el agresor y no en la víctima, de la que ni siquiera se indica la suerte. Hay que esperar al subtítulo para salir de dudas: «La joven, que era empleada de Correos, fallece al ingresar en la Casa de Socorro y el agresor ingresa cadáver».
Una tal jerarquía sería hoy motivo de escándalo. Mejor dicho, ni siquiera sería motivo, dado que ningún diario se atrevería con ella. Y, en cambio, yo no sé ver en esta forma de titular, más allá de la sana costumbre informativa de identificar hasta donde sea posible a los protagonistas de la noticia —sexo, edad y profesión, en este caso—, sino una cuestión de orden. Ese orden tiene que ver en gran medida con el tiempo. Con la prevalencia, para ser precisos. Pero no con la prevalencia en el sentido llamémosle antropológico; con la prevalencia lógica, gramatical. El acto y sus consecuencias. O, si se prefiere, la tríada sujeto, verbo y predicado. Hasta tal punto es así que incluso el subtítulo, reservado en principio a relatar la suerte de la muchacha, incorpora como final un dato aparentemente reiterativo: el ingreso, ya cadáver, del agresor en la Casa de Socorro. Y es que, para este periodismo, también las consecuencias tienen un orden.
Por lo demás, la crónica del Heraldo revela un modus operandi que en las décadas siguientes iba a desaparecer de los papeles y que sólo en los últimos tiempos parece haber reverdecido. Me refiero a esa imagen del reportero contando y contándose. O sea, mostrándose. Pero no al modo de aquel director de periódico de hace más de un siglo del que hablaba Julio Camba en «El periodismo americano» y cuyo método consistía en reventar cuantos más caballos mejor para así poder narrarlo, sino al modo de twitter. O muy semejante. En suma, una especie de periodismo en marcha.
Claro que todo tiene su cruz. En lo que nos afecta, la cruz se encuentra en la página 14, dos antes de la contraportada. Allí prosigue la información sobre el crimen. Los reporteros han dado con dos testigos. No del crimen, que no requiere ya más luz; de las supuestas intenciones de agresor y víctima. Así lo justifican, nada más empezar el texto: «Como todas las referencias del suceso de esta mañana eran muy confusas los periodistas se movilizaron para conocer las causas que originaron el crimen». El producto de la movilización es la reproducción de las palabras de una prima de ella y de un amigo de él. Es decir, la mención a unos cuantos hechos —cuya contradicción no escapa, por cierto, a la percepción reporteril— y a lo que se supone que pasaba por la cabeza de ella y por la de él. Acaba primando, claro, lo que se supone. O sea, la necesidad de atar cabos y ofrecerle al lector una explicación. Las causas, el porqué. Vaya, que en eso, al menos, igualito, igualito que ahora.
Factual, 8 de enero de 2010.