Hace ya algún tiempo que me intereso por cuanto guarda relación con la LSC, o sea, con la lengua de signos catalana. Hace, para ser precisos, cuatro años. En realidad, mi interés tiene mucho de asombro, de perplejidad. Y es que, pese a frecuentar en otra época y durante unos cuantos lustros un centro especializado en la integración de niños sordos, yo no sabía casi nada del asunto. Me explico. Sabía, claro, que las personas con discapacidad auditiva se comunicaban mediante un sistema de signos y que ese sistema, en determinados centros escolares, se combinaba, en la medida de lo posible y según la minusvalía de cada uno, con un sistema lingüístico verbal. Lo que no sabía, por el contrario, es que ese lenguaje de signos constituyera en Cataluña un hecho diferencial. Mejor dicho, el único hecho verdaderamente diferencial, ya que la lengua, la otra, la de Verdaguer, nos diferencia, según algunos, del resto de los españoles, pero del mismo modo que el vascuence puede diferenciar a algunos vascos, el gallego a algunos gallegos, el valenciano a algunos valencianos, y así sucesivamente. En cambio, la LSC nos hace únicos. Aparte de la catalana, no existe otra lengua de signos en España que la española, usada en el conjunto del territorio —excepto en Cataluña, claro—.

De todo eso me enteré yo, como les decía, en mayo de 2006, cuando Joan Martí i Castell, presidente de la Sección Filológica del Institut d’Estudis Catalans, compareció en la Comisión de Trabajo y Asuntos Sociales del Congreso de los Diputados —que estaba debatiendo por entonces el «Proyecto de Ley por la que se reconoce y regula la lengua de signos española»— para informar a sus señorías de la existencia de una tal singularidad. Y ahora, de pronto, leo en el periódico que esta misma semana el pleno del Parlamento autonómico ha aprobado una ley que regula la LSC «como sistema lingüístico propio de las personas sordas y sordociegas signantes de Cataluña», lo que supone que su aprendizaje, su docencia y su difusión quedan en adelante garantizados.

Como comprenderán, no puedo sino alegrarme por la noticia. No existe mejor ley que la que reconoce una realidad incontestable, y ese parece ser el caso. Con todo, como no hay rosa sin espinas, la sesión del pasado miércoles también sirvió para que algunos de nuestros parlamentarios mostraran, una vez más, su incomparable cinismo. No, no me refiero ahora a la intervención del recolector de chapas y lanzas que ocupa la vicepresidencia del Gobierno y a sus loas herderianas del tipo «la LSC ha modelado un paisaje»; me refiero a su correligionaria Maria Mercè Roca, quien se relamió felicitándose de que la ley diera rango y prestigio «a una nueva lengua propia de Cataluña», de que, gracias a su aprobación, quedara demostrado una vez más que «Cataluña es un país que cree en la diversidad cultural y respeta las minorías lingüísticas», de que «la LSC da derechos pero no obliga a nadie» y de que el más importante de esos derechos era «el derecho a decidir de los padres».

Ahora sólo falta que en la próxima legislatura sus señorías hagan una ley parecida para la lengua —sin signos— castellana.

ABC, 29 de mayo de 2010.

El derecho a decidir

    29 de mayo de 2010
Como sin duda recordarán, hubo una vez una propuesta de «Pacto social y político por la educación». Una propuesta formal, escrita. O sea, un documento con ese título. Que el título fuera ese y no otro —que no fuera, por ejemplo, un escueto «Pacto por la educación», sin adjetivo alguno— permite suponer que el Ministerio del ramo, autor del texto, concedía al acuerdo una doble dimensión y se proponía realzarla desde el principio. Por lo demás, la lectura del preámbulo del documento no hacía sino insistir en el carácter complementario de esa dicotomía o, lo que es lo mismo, en la imperiosa necesidad de aunar lo social y lo político para que el pacto llegara a buen puerto. Y hasta aludía, preventivamente, a la «especial responsabilidad» de quienes conforman el segundo de los ámbitos, en la medida en que representan al conjunto de los ciudadanos. En fin, que, así las cosas, la partida parecía jugarse a todo o nada.

Pues no. Al final, ni fue todo, ni parece que vaya a ser nada. Cuando menos a juzgar por el rechazo que cosechó el documento entre gran parte de las fuerzas políticas no comprometidas con la acción de gobierno, y por la forma como el ministro Gabilondo ha ido administrando, desde aquel mismo momento, ese rechazo. En efecto, nada más confirmarse la negativa del Partido Popular a suscribir el pacto —lo que, en el fondo, e hicieran lo que hicieran el resto de los partidos, equivalía a dar por enterrada la iniciativa—, al titular del ramo le faltó tiempo para asegurar que los objetivos y las medidas previstos en el documento seguían siendo válidos. Y que él, por supuesto, se proponía cumplirlos y aplicarlas. Pero es que, a los pocos días, Gabilondo fue más allá. Tan allá, que no sólo se desplazó hasta Bruselas para presidir el Consejo de Ministros de Educación, sino que aprovechó el viaje para declarar que piensa hacer todo lo posible por lograr un «gran acuerdo social».

Por supuesto. De lo contrario, es decir, de haber renunciado a su objetivo, a estas alturas estaríamos hablando, en buena lógica, del ex ministro Ángel Gabilondo. Recuérdese que su llegada al Ministerio de Educación tenía una sola encomienda: la consecución del tan ansiado pacto educativo. Recuérdese también que esa encomienda aparecía siempre enaltecida por el convencimiento de que el pacto en cuestión era de los grandes, de los que hacen época, o sea, un pacto de Estado. Así lo manifestaba el propio interesado en sus intervenciones públicas, y así quedó reflejado, sin ir más lejos, en el documento ministerial ya citado («Para realizar este trabajo conjunto es imprescindible que se alcance un gran “Pacto Social y Político por la Educación”», podía leerse en el preámbulo). Pues bien, ante la evidencia del fracaso —y en este punto, y por más que en cualquier negociación intervengan muchas partes, el fracaso mayor corresponderá siempre a quien se propuso lograr lo que no ha logrado— y dado que la palabra dimisión no suele figurar casi nunca en el vademécum de los políticos, al ministro no le ha quedado más remedio que ejecutar una suerte de pirueta verbal consistente en sustituir el «gran pacto social y político» por un «gran acuerdo social» —pirueta que ya había ensayado, por cierto, en una entrevista publicada hace más de dos meses en el diario «El Mundo»—. En definitiva: todo indica que Gabilondo ha renunciado a la dimensión política de su proyecto para poder continuar flotando —¡oh, paradoja!— en las aguas de la política española.

Ahora bien, ¿tiene sentido un pacto educativo como el que sigue proponiendo el ministro? ¿O un gran acuerdo social, para ser fiel a sus palabras? Lo dudo. Ante todo, porque no creo que pueda separarse lo social de lo político. Cualquiera que conozca un poco el paño sabe que tanto los sindicatos de maestros y profesores como las asociaciones de padres de alumnos, es decir, dos de los sectores pertenecientes al ámbito social con mayor peso en el campo educativo, están, por lo general, politizados. Al menos en lo que respecta a sus cargos directivos o de representación. Las coincidencias ideológicas entre algunos de esos colectivos y determinados partidos políticos —especialmente los dos grandes— son más que evidentes. Y de esas coincidencias ideológicas se derivan, como es natural, comunidades de intereses, cuando no estrategias compartidas. Por otro lado, en la financiación de esas entidades sociales —o, como mínimo, de parte de las actividades que organizan— suelen intervenir esos mismos partidos a través de los presupuestos de las instituciones nacionales, autonómicas o locales en las que gobiernan. Así las cosas, pretender deslindar lo social y lo político como si se tratara de compartimentos estancos y no existiera una clara penetración del segundo en lo que debería ser, en rigor, el terreno del primero, resulta tan ilusorio como falaz.

Pero es que, además, una simple ojeada a los contenidos del «Pacto social y político por la educación», por una parte, y a los argumentos aducidos por el Partido Popular para no suscribirlo, por otra, sirve para confirmar hasta qué punto un acuerdo como el que se persigue —esto es, un gran pacto educativo, que comprometa en un solo proyecto al conjunto de la sociedad española o, al menos, a una inmensa mayoría de sus miembros— no puede ser sino político. Es cierto, y sería absurdo olvidarlo, que todo concierto entre las partes comporta necesariamente un grado más o menos elevado de renuncias. Y que esas renuncias deben asumirse, en lo posible, de forma equitativa. Así, cuando uno repasa las medidas contenidas en el documento ministerial, encuentra indicios inequívocos de ese esfuerzo. Por ejemplo, en la división del cuarto curso de Secundaria en dos opciones, una orientada al Bachillerato y otra a la Formación Profesional. O en la reforma en profundidad de la propia Formación Profesional, de modo que tanto el tránsito interno entre niveles formativos como el externo en relación con el Bachillerato sean factibles y eficaces. En uno y otro caso se trata de un cambio notorio con respecto al sistema vigente. Pero no de un cambio suficiente para que el Partido Popular y los sectores por él representados puedan sumarse al pacto.

Y es que la propuesta del Ministerio no incluye, aparte de otros aspectos educativos, casi ninguna de las medidas capaces de preservar la libertad y la igualdad de todos los españoles. No incluye, por ejemplo, la libertad de elección de centro. Ni la garantía de que el castellano vaya a ser impartido como asignatura y usado como lengua vehicular de la enseñanza en el conjunto del país. Ni el establecimiento de unas enseñanzas comunes en todo el territorio. Ni la puesta en marcha de unos sistemas de evaluación al final de cada ciclo educativo que permitan saber, a ciencia cierta, el nivel del alumnado Comunidad por Comunidad y centro por centro. En realidad, no incluye nada que pueda agrupar a los españoles en torno a un proyecto compartido. O, si lo prefieren, nada que pueda contrariar de algún modo a los nacionalismos periféricos.

Dicho lo cual, el ministro tiene todo el derecho a seguir soñando despierto, faltaría más. Aunque, eso sí, no estaría de más que se dejara de grandezas y subterfugios verbales. El sucedáneo de pacto al que aspira es tan político como el que no ha llegado a cuajar. Y, sobra añadirlo, mucho menos representativo.

ABC, 25 de mayo de 2010.
Comprendo la zozobra que deben de estar sintiendo en estos momentos tantos catalanes de buena fe ante el desenlace de la sexta ponencia sobre la constitucionalidad del Estatuto. Cuando todo indicaba que esta vez sí, ha vuelto a ser que no. Yo mismo dejé escrito en esta página —por algo soy también, a qué negarlo, un catalán de buena fe— que estábamos cerca del fin. Puede que me engañase aquella foto de la Maestranza en la que aparecía el nuevo ponente estatutario, el vicepresidente Guillermo Jiménez, junto a otros dos miembros del Alto Tribunal —uno conservador y otro progresista, al decir de los medios— en actitud de franca camaradería; aquella foto que tanto soliviantó a la prensa del régimen y que vino a coincidir con las prisas de la clase política catalana y de su presidente por impugnar cualquier sentencia que pudiera finalmente alumbrar el Constitucional. Pues no, ni por esas. Resulta que ese amago de transversalidad torera no ha gustado en el Tribunal ni a tirios ni a troyanos. O lo que es lo mismo: la propuesta del magistrado Jiménez, lejos de reunir unanimidades, no ha recibido más que críticas, hasta el extremo de que el propio ponente resolvió retirarla antes de que pudiera procederse a la votación.

Aun así, yo creo que los catalanes de buena fe no deberían sentir zozobra alguna. O, al menos, no más de la que pueden haber sentido en meses anteriores. De verdad, no hay motivo. Se mire como se mire, esto se acaba —me refiero, claro, al proceso de discusión del recurso de inconstitucionalidad del Estatuto—. Fíjense. El Alto Tribunal, en sus intentos resolutivos, procede por elevación. Quiero decir que va subiendo en busca de una salida, esto es, de un fallo asumible para una mayoría de sus miembros. Empezó la magistrada Elisa Pérez Vera, redactando hasta cinco ponencias, de las que sólo llegó a votarse la última, que fue rechazada. Le ha seguido el vicepresidente Jiménez, que ni siquiera ha permitido que se votara la suya. Y ahora le toca el turno a la presidenta María Emilia Casas. En vista del procedimiento seguido, puede decirse que el Constitucional está funcionando, en eso, de forma muy parecida a como lo hace la propia justicia con determinadas resoluciones contra las que se ha presentado recurso. O sea, permitiendo que se apele a una jerarquía superior, que es la que debe procurar, al cabo, la sentencia definitiva.

De ahí que al vía crucis del Estatuto, una vez alcanzada la Presidencia, no le reste ya ninguna estación. Dentro de poco, todos los catalanes de buena fe podrán quitarse un peso de encima. A no ser, claro, que la presidenta Casas también fracase en su intento, lo que traería como consecuencia su renuncia y, probablemente, la drástica renovación de los componentes del Alto Tribunal y quién sabe si de la propia institución. O sea, el triunfo, indirecto, de la doctrina Montilla.

Llegados a este punto, ya no nos quedaría otro consuelo, a los catalanes de buena fe, que interponer recurso contra la historia. Aunque mucho me temo que lo tomarían por un berrinche y ni siquiera lo admitirían a trámite.

ABC, 22 de mayo de 2010.

Los catalanes de buena fe

    22 de mayo de 2010
El contenido de la sentencia del Tribunal Constitucional en relación con el Estatuto de Cataluña tiene muy ocupada a la clase política catalana. Desde hace un mes no se habla de otra cosa. Y como en la Cataluña oficial sólo se habla, pues figúrense. Ahora, encima, hasta se apuntan a la cháchara las viejas glorias. Es el caso del ex presidente Pujol. En el último Boletín del Centro de Estudios que lleva su nombre, hay un editorial titulado «La piedra angular». Para Pujol, sobra decirlo, la piedra angular de Cataluña es la lengua —la catalana, por supuesto—. Y esa lengua, según él, está hoy en peligro. Se ve que el hombre ha oído por ahí que la sentencia del Alto Tribunal puede dejarnos «peor de lo que preveía el Estatut de 1979 y de lo que durante 30 años había hecho posible», y le ha faltado tiempo para lanzar el grito al cielo. O sea, para retrotraerse a aquellos tiempos y avisar de que viene el lobo o —lo que es lo mismo— la LOAPA. Y de que «deberemos defendernos». Vaya por Dios, como cuando tocaban a somatén.

Pero, aparte de Pujol, hay otras viejas glorias que también le dan a la lengua por partida doble. Por ejemplo, Rafael Ribó, que, aunque siga en activo, no deja de ser, al cabo, una reminiscencia. El otro día, en su condición de Síndic de Greuges, Ribó compareció en el Parlamento catalán. Ya saben, cada año el Síndic presenta un informe de gestión en el que se indica el número y la naturaleza de las quejas recibidas y se especifica el curso que cada una de ellas ha seguido a partir de allí. Por descontado, la ocasión también sirve para que sus señorías intervengan. Es decir, declaren. Y para que el Síndic apostille. La cuestión es parlotear. Pues bien, el otro día Ribó, ya enfrascado en el debate, afirmó que una sentencia que modifique los artículos estatutarios referidos a la lengua pondría en peligro la «convivencia lingüística». Dejemos a un lado, si les parece, la absurdidad del sintagma y centrémonos en el argumento. Por supuesto, no existe razón ninguna para suponer que la convivencia peligre porque una sentencia obligue a laminar un texto que sólo ha sido ratificado —no está de más recordarlo— por algo más de un tercio de los ciudadanos. De la misma manera, el que no haya, a su juicio, «conflictividad social sobre esta cuestión, más allá de anécdotas puntuales», tampoco constituye motivo alguno para oponerse a que el articulado del Estatuto se ajuste a la Constitución. Si bien se mira, esa clase de razonamientos —a los que tan proclive es también la vicepresidenta Fernández de la Vega cuando le preguntan los viernes por asuntos espinosos de esta u otra índole— no distan mucho de los empleados por Jordi Pujol en su editorial. Consisten, «grosso modo», en eludir el fondo del problema —en este caso, la pura y simple aplicación de la legalidad vigente— y en armar una suerte de dispositivo que actúa a modo de coraza y de estilete. O sea, que lo mismo protege que amenaza.

Como el nacionalismo, al cabo.

ABC, 15 de mayo de 2010

La lengua de las viejas glorias

    15 de mayo de 2010
Ángel Gabilondo vino a este mundo de la política con un encargo de José luis Rodríguez Zapatero: lograr un gran pacto por la educación. Es verdad que los encargos, sobre todo si provienen del presidente del Gobierno, pueden resultar envenenados. Hasta para el propio presidente. En la misma remodelación ministerial del 7 de abril de 2009 en que a Gabilondo le correspondió Educación, a Rodríguez Zapatero le tocó Deportes. O, lo que es lo mismo, el hombre se reservó para sí las competencias. Según sus propias palabras, «la candidatura española de los Juegos Olímpicos» exigía que el Consejo Superior de Deportes dependiera de Presidencia del Gobierno. En definitiva, que si Gabilondo tenía como principal cometido la consecución de un gran pacto educativo, Rodríguez Zapatero se había comprometido a lograr que Madrid organizara los Juegos de 2016.

Ni uno ni otro han logrado su objetivo. Si en octubre de 2009 supimos del fracaso del presidente, esta misma semana hemos sabido del fracaso del ministro. No habrá pacto. Y del mismo modo que el presidente, a pesar del revés olímpico, no vio entonces razón ninguna para presentar su dimisión —aunque sólo fuera la de máximo responsable del deporte patrio—, el ministro tampoco ha expresado ahora en ningún momento su intención de retirarse para volver a los claustros universitarios o, simplemente, a la metafísica. Al contrario, sus primeras declaraciones tras la evidencia de que ese camino de la reforma deberá emprenderlo en solitario —por cuanto ni el PP ni la mayoría de las otras fuerzas políticas están por la labor de acompañarlo— han sido para decir que él seguía. No sólo como ministro, sino como ministro reformador. Vaya, que, si de él depende, las propuestas incluidas en el «Pacto social y político por la educación» presentado el pasado 22 de abril van a aplicarse igualmente.

Veremos. Teniendo en cuenta que estamos ante un programa a diez años vista; que el proceso para alcanzar el tan ansiado consenso, concretado en los 12 objetivos y las 148 medidas del documento, ha dejado un descontento considerable en el campo de la izquierda —en el comunista, por supuesto, pero también en el socialista—, y que, por último, se acercan elecciones de todo tipo, dudo mucho que el ministro vaya a encontrar los apoyos necesarios para llevar a la práctica sus deseos. Lo cual no es una buena noticia, claro. Porque, entre las propuestas de Gabilondo, estaban —o están; no seamos agoreros— algunas tan sensatas como la división del cuarto curso de ESO en dos opciones, la del bachillerato y la profesional; el establecimiento de sistemas generales de evaluación en primaria y secundaria, o la apuesta por una formación profesional de verdad.

Pero, en fin, lo que no puede ser no puede ser. Un pacto suele consistir en una suerte de término medio entre dos posturas distintas y distantes. El problema surge cuando una de esas posturas —la gobernante, en este caso— se ha alejado tanto del «juste milieu» que toda aproximación entre las partes, en vez de situarnos en un punto más o menos equidistante, nos sigue decantando hacia el extremo en que ya nos hallábamos. Así las cosas, es muy difícil que el otro quiera seguir jugando.

ABC, 8 de mayo de 2010.

Sin pacto educativo

    8 de mayo de 2010
Me he armado de valor —lo requiere esa prosa inmunda de nuestra clase política, donde conviven por sistema la ignorancia gramatical y el engendro estilístico— y he leído el documento de la semana. En la exposición de motivos, los cuatro grupos nacionalistas que lo suscriben —esto es, todos los del Parlamento de Cataluña, menos el PP y los restos de Ciutadans— dan por hecho que «después de tres años y medio de debate (…) sobre los recursos presentados (…), el Alto Tribunal ha evidenciado su incapacidad práctica para abordar una decisión tan trascendente como esta» —traduzco, claro—.

En efecto. Pero esto no significa que el Alto Tribunal no vaya a lograr en los próximos días lo que ha sido incapaz de lograr en los últimos tres años y medio. No, no se trata de un simple cálculo de probabilidades. Ni siquiera de una apelación al azar. Se trata, tan sólo, de un cambio de ponente, y de lo que este cambio puede traer consigo. A juzgar por las últimas noticias, el magistrado Guillermo Jiménez ha empezado ya a distribuir entre sus compañeros del Constitucional una nueva ponencia, que incluye, al parecer, tres fallos posibles, que van desde el más benigno con el texto del Estatuto hasta el más cruel. Así pues, en cuanto Emilia Casas tenga a bien convocar un pleno, sus señorías podrán discutir el nuevo dictamen, optar por uno de los tres fallos propuestos y, en su caso, aprobarlo. Porque lo más probable —y en eso consiste la diferencia sustancial con respecto a la antigua ponencia de la magistrada Elisa Pérez Vera— es que lo aprueben.

De lo que se siguen dos consecuencias nada ejemplares. La primera es que la presidenta Casas ha sido, hasta la fecha, la principal culpable de que el Tribunal no haya alumbrado sentencia alguna. Su empecinamiento en modificar lo que era, desde el principio, la opinión mayoritaria de la Sala, encargando ponencia tras ponencia a Pérez Vera, aun sabiendo que la orientación de la propuesta iba a chocar inevitablemente con el criterio de esa mayoría de magistrados, no podía tener otro fin que el de ir dilatando la cosa, a la espera de alguna muerte súbita que recompusiera la relación de fuerzas o, quién sabe, de algún milagro —laico, por supuesto—. Si la presidenta hubiera obrado desde el primer momento —o nada más producirse el primer fracaso— como lo ha hecho ahora, llevaríamos años con el tema zanjado.

La segunda consecuencia, claro, es que el documento del Parlamento catalán no persigue otro objetivo que paralizar «in extremis» esa sentencia inminente. O sea, justo lo contrario de lo que dice perseguir. Aunque eso, claro, sería dar mucha importancia a nuestros nacionalistas y a sus manejos parlamentarios. Pongamos, pues, que el objetivo es algo más modesto. Pongamos que consiste en deslegitimar todavía más al Constitucional, a sabiendas de que la sentencia está al caer y de que va a ser, sí o sí, desfavorable a sus intereses. O, si lo prefieren, en ir calentando motores que vienen tiempos electorales.

Qué pereza, qué hastío, Cataluña y sus asuntos.

ABC, 1 de mayo de 2010.

El documento

    1 de mayo de 2010