Al decir del propio promotor del acto, la convocatoria del pasado miércoles en el Teatre Nacional, bajo el lema «Junts per Catalunya!», quería ser «una llamada de atención desde la sociedad civil». O sea que, según Jordi Porta, la entidad que él preside, Òmnium Cultural, representa a esa parte privada de la sociedad que se mueve al margen de lo público. Impresionante. Yo no sé ahora, desde que Porta tiene el honor de presidir la benemérita institución, pero en los tiempos en que el cargo recaía en Josep Millàs -y fueron tiempos largos- eran frecuentes -así lo aseguraban al menos quienes trabajaban en la propia Generalitat- sus visitas, maletín en mano, a la Secretaría de Presidencia, donde moraba el todopoderoso Lluís Prenafeta. Y no parece que el maletín pesara más a la entrada que a la salida.

Han pasado, es verdad, los años y las administraciones, por lo que la financiación de Òmnium puede muy bien haberse vuelto, por fin, límpida y cristalina. Aun así, de lo que no hay duda es de que se trata en gran medida de una financiación pública. Vaya, que las cuotas de los asociados no dan, seguro, ni para abrir cada día la sede de la entidad -como sucede, asimismo, con un porcentaje altísimo de entidades y asociaciones catalanas-. De ahí que no deje de resultar incomprensible, por no decir grotesco, que el pasado miércoles Jordi Porta se dirigiera a los presentes en nombre de la sociedad civil. Y no sólo eso. Aunque no dispongo de la lista de las 900 personas que llenaron la sala grande del Teatre Nacional, por lo leído en las crónicas y por lo que suelen ser esos «aplecs catalanistes», me atrevería a afirmar que una parte importantísima de los asistentes al acto llevan años viviendo a costa del erario público. Ya como políticos en ejercicio, ya como funcionarios -los tentáculos de la Admistración autonómica son interminables-, ya como asalariados de una asociación, una fundación o una entidad cualesquiera, la vida de un porcentaje altísimo de los congregados depende, poco o mucho, de una subvención.

O sea, que lo mismo en el escenario que en el patio de butacas lo que allí predominaba no era una sociedad civil, sino una sociedad subvencionada. Sí, ya sé que, durante el acto, las puyas fueron todas para los políticos, como si los allí reunidos constituyeran un cuerpo social autónomo, independiente de sus manejos y sus intereses. Nada más falso. Quienes clamaban la otra noche contra la legitimidad del Tribunal Constitucional, contra la injerencia de España en los asuntos de Cataluña, contra la pasividad y la cobardía de los partidos políticos catalanes, no constituyen, en el fondo, sino un apéndice de esta misma clase política a la que fingen atacar.

Los ampurdaneses, que son un poco brutos, lo dicen de forma muy gráfica: «Qui té el cul llogat, no seu quan vol». Y el miércoles, en el Teatre Nacional, aunque la entrada fuera libre, casi todos, de un modo u otro, la habían pagado.

ABC, 28 de junio de 2008.

La sociedad civil catalana

    28 de junio de 2008
Cien días dan para mucho. Para muchos análisis y para muchos pronósticos -sobre todo si el patio anda revuelto-. Aun así, de cuanto ha sucedido en el universo popular en el periodo que va de las últimas elecciones generales al último congreso nacional del partido, nada hay, a mi modo de ver, tan significativo, tan trascendente, como la consolidación de una divisa. No me refiero, claro está, al lema del congreso, a este «Crecemos juntos» que lo mismo podía remitir a la niña televisiva de Rajoy que al eslogan de la campaña electoral de 2004 («Juntos vamos a más») y que sirvió, entre otras cosas, para arrumbar la palabra «España», protagonista desde 1999 de todos los lemas congresuales. No, me refiero a una fórmula más difusa, que apenas habremos oído o leído a lo largo de estos cien días y que encarna, sin duda alguna, el rumbo tomado desde el 10 de marzo por el Partido Popular. Me refiero a «saber estar».

Aunque seguramente hallaríamos algún indicio en jornadas anteriores, yo diría que la primera manifestación explícita -y autorizada- de este «saber estar» la hizo Mariano Rajoy el pasado 18 de junio ante los micrófonos de Radio Nacional. Quizá lo recuerden: fue cuando afirmó aquello de que «el centro no es propiamente una ideología, es una actitud». Tres días más tarde, en Valencia, en su discurso como candidato a presidente, insistió en su defensa del centrismo como algo ajeno al campo ideológico o doctrinal, si bien en este caso no lo definió como una actitud, sino como una voluntad: «El centrismo es una voluntad. La voluntad de evitar cualquier exageración. La voluntad de sacar el mejor partido de las cosas sin prejuicios doctrinarios. La voluntad de sintonizar con los deseos y las necesidades reales del pueblo español, que es fundamentalmente moderado y rechaza todo extremismo porque lo entiende como una mezcla de insensatez y de ineficacia».

Sea como sea, actitud o voluntad, esa reivindicación del centrismo al margen de toda ideología -lo que no significa, a juzgar por la propia intervención del candidato, que el PP vaya a renunciar en adelante a sus principios- introduce en el discurso político una novedad sustancial. En fin, más que una novedad, una adaptación a los tiempos. Que yo recuerde, nunca hasta la fecha se había postulado con tal claridad que la política no sólo consiste en la defensa de un ideario y de los métodos más idóneos para llevarlo a la práctica, sino también en una suerte de acomodación al medio -y aquí el medio tanto vale para el cuerpo social y, en consecuencia, electoral, como para la ansiada centralidad-. O, si alguna vez se había postulado, siempre se había hecho desde la convicción de que, entre esas tres facetas, existía una gradación y de que, en todo caso, nunca la acomodación al medio podría equipararse en importancia al ideario o a la forma de aplicarlo.

Bien mirado, el nuevo modelo responde con bastante justedad al acuñado por la pedagogía moderna, cuya máxima concreción en España ha sido la LOGSE -y su reencarnación, la actual LOE- y cuyo trazo puede observarse asimismo, ya en el campo universitario, en el llamado «proceso de Bolonia». Esos pedagogos modernos distinguen, en el aprendizaje, tres saberes: el «saber» a secas; el «saber hacer», y el «saber ser o estar». El primero corresponde a los conocimientos; el segundo, a las habilidades, y el tercero, a las actitudes. Por descontado, tan importantes son, para ellos, unos saberes como otros, lo que ha conducido, en nuestro sistema de enseñanza, a que el primero de los tres, el «saber» a secas, se haya ido ajustando -eso es, rebajando- conforme las actitudes y las habilidades así lo han requerido. Y en esas estamos.

No pretendo afirmar con semejante paralelismo que el PP deba seguir por fuerza la misma senda -por no decir la misma pendiente- que la educación española. Sólo quiero dejar constancia de que el peligro existe, de que puede darse el caso, no sería la primera vez, de que algunos principios queden como mínimo en cuarentena -o, si lo prefieren, afectados de una cierta flojera-, a expensas de como vaya evolucionando la coyuntura. Y el problema es que la coyuntura en España, y especialmente para un partido que aspira a gobernar, pasa tarde o temprano por la negociación con el nacionalismo. Al fin y al cabo, el reciente éxito electoral de Rodríguez Zapatero resulta indisociable, más incluso que de sus acuerdos con formaciones independentistas, de la percepción, por parte de muchos simpatizantes del nacionalismo, de que votarle a él constituía, si no una apuesta segura, sí un mal menor. En otras palabras: la acomodación al medio de los socialistas, su «saber estar», su apuesta -al margen de cuantos principios fundacionales pudiera o no acarrear el propio partido- por lo que más les convenía en cada momento, es lo que, a fin de cuentas, terminó otorgándoles la victoria y permitiéndoles gobernar otra legislatura.

Así pues, habrá que ver qué nos depara el futuro más inmediato. Por de pronto, los próximos 5 y 6 de julio el PP tiene una nueva cita congresual. Mejor dicho, tiene dos, una en Cataluña y otra en Baleares. Y esa coincidencia en el tiempo no es la única coincidencia. En ambos casos, el congreso cuenta con más de un candidato a la presidencia: tres en Cataluña -hasta nueva orden, al menos- y dos en Baleares. En ambos casos, el partido se halla sumido en una crisis considerable: el PP catalán, porque la diferencia obtenida por el PSC en las pasadas legislativas le ha señalado a menudo como el culpable de la derrota popular a escala nacional; y el PP balear, porque sus resultados en las autonómicas y locales de 2007, unidos a los pactos consiguientes entre el resto de las fuerzas políticas, le hicieron perder, de una tacada, el gobierno autonómico, las diputaciones insulares y la alcaldía de la capital. Y en ambos casos, aún, el debate se produce con un telón de fondo en el que sobresale un mismo nacionalismo, el catalán, y sus imposiciones identitarias, con el dichoso asunto de la lengua en primer plano.

Pese a todo, no parece que en uno u otro cónclave pueda saltar la sorpresa. La línea oficial, encarnada en Cataluña lo mismo por Daniel Sirera que por Alberto Fernández Díaz, y en Baleares por Rosa Estarás, tiene todas las trazas de llevarse el gato al agua. El aparato pesa mucho. Y más después de un congreso nacional en el que, descontados incluso los votos en blanco o nulos y las abstenciones, el apoyo al presidente saliente fue ampliamente mayoritario. Aun así, los próximos 5 y 6 de julio va a escenificarse en Barcelona y en Palma de Mallorca, en forma de debate de ideas, la discrepancia que la ausencia de un candidato alternativo -por cálculo, impotencia o cobardía, o todo a la vez- hizo casi imposible en Valencia. Y los debates de ideas, qué quieren, siempre tonifican. Incluso si se trata de partidos políticos. Incluso si lo que se impone y se lleva en esos partidos es el «saber estar».

ABC, 25 de junio de 2008.

El PP y sus congresos

    25 de junio de 2008
Esta semana el Parlamento de Cataluña ha admitido a trámite el «Proyecto de ley sobre la localización y la identificación de las personas desaparecidas durante la Guerra Civil y la dictadura franquista». Todos los grupos han votado a favor de la admisión del proyecto, menos el Partido Popular, que ha presentado una enmienda a la totalidad, lo que le ha valido, en la siempre imaginativa prensa gubernamental, un titular del tipo «el PP se queda solo». Aun así, las razones que han llevado a los populares a aislarse de los demás grupos han sido meramente formales, de procedimiento. Para ellos, una ley es algo excesivo; bastaría con un decreto.


Pues no. O, cuando menos, no si el decreto ha de acabar respondiendo a lo que responde el actual proyecto de ley. Vaya por delante que el texto admitido a trámite no guarda, por suerte, mucha relación con otros que el Gobierno tripartito había presentado anteriormente. Y es que, por fin, la visión de las víctimas de la guerra civil tiene un carácter comprensivo. Están las de ambas retaguardias. Y, al lado de las que «sufrieron persecución como consecuencia de la defensa de la democracia y el autogobierno de Cataluña» —lo que permitía, dado el espíritu del legislador, un sesgo inequívoco a favor del reconocimiento exclusivo de las pertenecientes al bando perdedor—, están también las que sufrieron persecución «a causa de sus opciones personales, ideológicas o de conciencia». Por este lado, pues, nada que objetar.

El problema es de otra índole. Nadie —o casi nadie— discute el derecho de cualquier ciudadano a reclamar para un familiar represaliado un reconocimiento público y la exhumación de sus restos a fin de poder darle un entierro digno. Otra cosa es que determinadas entidades públicas y privadas vayan a disfrutar, como estipula el decreto, del mismo derecho. ¿A santo de qué? La mayoría de estas entidades —financiadas en su totalidad, directa o indirectamente, por la propia Administración— actúan «en nombre» de los familiares de las víctimas. Pero, muy a menudo, esta representación se limita a una o a algunas de las víctimas cuyos restos pueden estar enterrados en una fosa. ¿Con qué derecho van a exhumar el conjunto de los restos? ¿Y si en algún caso ya no existen familiares a los que apelar? Peor aún: ¿y si alguno de los familiares —como ha ocurrido ya, por ejemplo, con los descendientes de García Lorca y con no pocas víctimas de la represión franquista— se niega a que los restos de su ser querido sean exhumados? Ah, la Generalitat —o sea, el Estado— ni siquiera ha previsto tal eventualidad.

Por de pronto, el grupo de Convergència i Unió, aparte de poner el acento en muchas de las contradicciones anteriores, ya ha calculado lo que va a costar la iniciativa: 59 años de trabajos y 16 millones de euros, a razón de 40.000 euros por fosa y 1.000 euros más por cuerpo exhumado. Lo que nadie parece haber calculado, en cambio, es el costo sentimental. Seis décadas dan para mucho.

ABC, 21 de junio de 2008.

Nuestra fosa común

    21 de junio de 2008
He utilizado unas cuantas veces —no muchas— Air Berlin y debo reconocer que, a día de hoy, no tengo queja alguna de la compañía. Siempre he llegado a mi destino; siempre lo he hecho más o menos a la hora prevista, y siempre he recibido durante el vuelo un trato correcto. Por lo demás, en los aviones de Air Berlin he comido los mejores bocadillos de mi vida aérea y he practicado, casi sin proponérmelo, idiomas. Recuerdo, por ejemplo, un vuelo entre Palma y Valencia en el que una azafata rubísima se dirigió a mí en alemán para indicarme que la americana no podía llevarla en el regazo, como yo pretendía, sino que debía guardarla en el compartimento superior, junto al equipaje de mano. En fin, todo esto yo no lo comprendí hasta que la azafata me lo repitió en inglés y con unos gestos meridianamente germánicos. Sea como sea, recuerdo que obedecí al punto y dije, para mis adentros, que eso de Europa no estaba nada mal, que uno podía escoger la compañía que más le apeteciera —ya fuera por el precio, por la puntualidad o por el bocadillo— y que, al cabo, bastaba con entender y chapurrear un poquitín el inglés para volar de las calmosas Baleares al Levante español.

Supongo que, de haberse encontrado en parecida tesitura, el ex diputado Joan Puig hubiera reaccionado de forma harto distinta a la mía. Quiero decir que lo más probable es que se hubiera puesto en la boca un carné cualquiera y se hubiera tumbado en medio del pasillo impidiendo al personal de cabina la libre e imprescindible circulación. Y hasta puede que, antes de zamparse el documento, hubiera exclamado, en catalán blanense y estimulado sin duda por la naturaleza histórica del trayecto, algo así como «¡Via fora! ¡Via fora! ¡Visca la llengua catalana! ¡Visca els Països Catalans lliures i independents!». O algo peor.

Ahora bien, todo esto, de haber sucedido, no habría dejado de ser una vulgar payasada. En cambio, lo que este descerebrado ha sido capaz de perpetrar, a raíz del rechazo del director general de Air Berlin a la pretensión del Gobierno Balear de que la compañía se sirviera de la lengua catalana en los trayectos con origen o destino en las islas, va mucho más allá. Y no lo digo tanto por su apoyo a una campaña que, entre otras bellaquerías, incluía la reproducción del logo de la compañía con una cruz gamada, como por su artículo de anteayer en el «Avui» digital. En él, Joan Puig afirmaba, en su descargo, lo siguiente: «El nazisme no és patrimoni només dels jueus. Molts més van patir les barbaritats dels nazis entre ells molts catalans i catalanes». ¿Se dan cuenta? Por un lado, el nazismo como patrimonio de los judíos. Por otro, los catalanes, esa entelequia, puestos al mismo nivel que los judíos y sin reparar siquiera en la posibilidad de que alguien pueda ser, a un tiempo, catalán y judío.

Sí, un descerebrado. A ver qué día lo encierran.

ABC, 14 de junio de 2008.

Con Air Berlin

    14 de junio de 2008
No, no se trata de la Tercera de este periódico. Ni tampoco de la famosa «terza pagina» del «Corriere della Sera», que en tiempos de Pirandello era la esencia misma de la vida intelectual del país —Pla dixit—. Ya me gustaría, se lo aseguro, hablarles de esas terceras. No, lo que aquí nos ocupa es mucho más pedestre, qué le vamos a hacer. Aunque, eso sí, tal vez se trate también de la esencia misma del país. Sólo que el país, por desgracia, no es Italia, sino ese proyecto de Estado llamado Cataluña.

La cosa, pues, no va de páginas. Va de horas. En concreto, de las tres horas de castellano semanales que, según el decreto de mínimos promulgado el 7 de diciembre de 2006 por el Ministerio de Educación, deberían impartirse en nuestra enseñanza primaria y no se imparten. Como ustedes sin duda sabrán, los alumnos más o menos primarios de Cataluña cursan en estos momentos dos horas de lengua catalana, dos de lengua castellana y dos de un invento denominado «Estructuras comunes». Estas estructuras, que se supone que son comunes a ambas lenguas, se dan de forma sistemática en catalán —como el resto de las asignaturas, por otra parte—, por lo que, en definitiva, los niños catalanes no reciben durante toda la enseñanza primaria sino dos horas semanales de lengua castellana. En el mejor de los casos, eso es, si en el centro no se olvidan de impartirlas.

¿Que cómo es posible? En Cataluña todo es posible, incluso que haya dos sin tres. Pero no vayan a creer ahora que el Departamento de Educación se ha negado en redondo a aplicar el decreto. Eso fue sólo al principio, cuando algunas voces —republicanas y comunistas, mayormente— hablaron de injerencia en los asuntos internos de la nación. Luego, las aguas volvieron a su cauce y el consejero Maragall buscó una tercera vía, que contentara mínimamente al Ministerio y no violentara demasiado a los compañeros de viaje gubernamental. La vía consistía en dejar que cada centro se las apañara para colocar esa tercera hora donde quisiera. Por supuesto, daba igual que se enseñara o no la lengua durante esos sesenta minutos semanales.

Así las cosas, el pasado mes de abril vencía el plazo para que cada centro escolar presentara su «proyecto lingüístico». Pues bien, unos días antes el Departamento ampliaba el plazo hasta el próximo 14 de junio. Y esta misma semana, cuando faltaban apenas diez días para el segundo vencimiento y tras el enésimo chantaje de ERC, el propio Departamento anunciaba que los centros van a disponer de un año más de margen. No sé si reparan en que, en junio de 2009, habrán transcurrido ya dos años y medio desde la fecha de promulgación del decreto. Y en que, por entonces, el Estatuto, que prevalece sobre una ley estatal, habrá superado ya a buen seguro el escollo del Constitucional y la Generalitat tendrá ya aprobada su Ley de Educación de Cataluña.

Lo dicho: seguirá habiendo dos sin tres. Y, si no, al tiempo.

ABC, 7 de junio de 2008.

La tercera

    7 de junio de 2008
Hace algo más de un mes, Robert Redeker -filósofo, escritor, profesor de instituto- estuvo en Madrid. En fin, estuvo y no estuvo. Estuvo, porque vino a presentar «¡Atrévete a vivir!», la versión española de su último libro, editada por Gota a gota, y porque la presentación se desarrolló, como suele decirse, según el programa previsto. Y no estuvo, porque Redeker, que visitaba la ciudad por primera vez, apenas alcanzó a verle la cara y a tomarle el pulso. Es verdad que Redeker no es un ciudadano cualquiera; entre otras cosas, es un superviviente, un condenado a muerte que sigue felizmente con vida

Su drama tiene fecha: el 19 de septiembre de 2006. Ese día, el periódico «Le Figaro» publicó un artículo suyo titulado «¿Qué debe hacer el mundo libre ante las intimidaciones islamistas?». No era su primer artículo, ni en éste ni en otros periódicos. Ni siquiera era el primero en que iba contra corriente. Ni el primero que, en consecuencia, podía traerle problemas. Pero su autor, un espíritu libre, escribía lo que a su juicio debía escribir, sin pararse en barras. ¡Faltaría más! ¿O acaso no estaba en el país de Voltaire?

Pues, a juzgar por lo que vino después, estaba y no estaba. Porque ese artículo, en el que Redeker denunciaba el intento del islam de obligar a Europa a plegarse a su visión del mundo -o, lo que es lo mismo, el intento de limitar en el mundo occidental la libertad de expresión y de pensamiento-, le valió a su autor un reguero de amenazas mortales, desde la proferida al día siguiente por un jeque islamista a través de la cadena Al Jazira hasta el sinfín de páginas web o de correos electrónicos particulares que le ponían, sin ningún tapujo, en el centro de la diana -aunque mejor sería decir, en su caso, con la cabeza separada del tronco-. Y he aquí que esas amenazas, lejos de provocar la reacción unánime de la sociedad francesa, empezando por la de la propia máquina del Estado -Redeker, en tanto que profesor de instituto, además de ciudadano francés es funcionario del Estado-, derivaron, desde el primer momento, en la más infame de las claudicaciones. Como si aquel país no fuera ya el país de Voltaire

«¡Atrévete a vivir!» es el diario de los dos meses y medio que siguieron a la publicación del artículo. Se trata de un libro asfixiante, como corresponde sin duda a las condiciones en que ha sido escrito: las de un hombre permanentemente encerrado, y encerrado contra su voluntad. Pero esa asfixia, omnipresente en el relato, no lo es todo. Ni siquiera puede considerarse lo más importante del libro. En el fondo, ya desde las primeras páginas, uno tiene la sensación de que la angustia destilada por esa prosa maravillosamente clara debe mucho más a lo absurdo de la situación que a la situación misma. Está, por supuesto, la fatalidad de la condena. Y están, por supuesto, las condiciones de máxima seguridad en que el condenado y su familia deberán vivir en adelante -y quién sabe si para siempre-. Pero está, sobre todo, la gran, la incomprensible, la inaceptable paradoja de que ello le esté ocurriendo a un intelectual en el país de las Luces y de la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano.

Y es que, desde el principio, a Redeker le fallan, uno tras otro, todos los asideros. A saber: el ministro de Educación, de la UPM; la mayoría de sus compañeros de trabajo y de profesión; el alcalde comunista del municipio al que pertenece su instituto; la práctica totalidad de los vecinos del pueblo donde reside, encabezados, al poco, por el mismísimo alcalde socialista; los medios de comunicación regionales y nacionales; gran parte del arco político, sin distinción de color, y de los intelectuales llamados «de gauche»; y la propia seguridad del Estado, cuyo desconcierto inicial llevará al condenado de Herodes a Pilatos. Bien es verdad que en todos estos colectivos se da también alguna excepción. Como la del entonces ministro del Interior, Nicolás Sarkozy, que se interesa enseguida por su situación; o la del centrista François Bayrou, o la del socialista Dominique Strauss-Kahn, que participa incluso en el acto solidario del 15 de noviembre de 2006 en Toulouse, acto al que también asiste Redeker, en lo que constituye su segunda salida al exterior después de casi dos meses de cautiverio. O como las de Claude Lanzmann, Bernard-Henri Lévy, Alain Finkelkraut, Pascal Bruckner, Luc Ferry, Michel Onfray o André Glucksmann. Pero todos estos apoyos lo son a título individual. Tristemente individual. La República -y cuanto representa- no sabe, no contesta.

Este desistimiento de lo que el propio autor llama «el bloque republicano» -desistimiento que alcanza, en determinados casos, la categoría de franca acusación- suele revestirse, por lo general, con la fórmula del «sí, pero». En otras palabras: no hay derecho a que alguien sea amenazado de muerte, es cierto, pero tampoco lo hay a escribir según qué acerca de según quién. De lo que se sigue, claro, que la víctima no es sólo víctima, sino también -y sobre todo- culpable. Hace más de medio siglo, en «L´homme révolté», Albert Camus ya describió la naturaleza de este mecanismo: «El día en que el crimen se viste con los despojos de la inocencia, por efecto de una curiosa inversión propia de nuestro tiempo, la que se ve forzada a justificarse es la inocencia». No estará de más añadir que el tiempo del que habla Camus sigue siendo el nuestro. En el país de Voltaire y -bien lo sabemos- en el de Cervantes.

Con todo, si algo resulta especialmente lacerante en el relato de Redeker son los pasajes que tratan de la reacción de sus colegas de instituto. Lacerante para el propio autor, claro está, pero lacerante también para quienes siempre creímos que, en situaciones de este tipo, el mundo de la enseñanza, y en particular el de la enseñanza media y superior, debería ser el último baluarte de la libertad. No es el caso. Ni remotamente. Redeker lleva diez años en el instituto, enseñando filosofía. Pues bien, cuando uno de sus escasos amigos, un profesor de letras, trata de recabar firmas de apoyo, nadie quiere firmar. Pero es que, encima, otro colega ha utilizado su clase para criticar el artículo de marras aparecido en «Le Figaro». Y otro -éste, para mayor vergüenza, profesor de filosofía- ha escrito un texto explicando su desacuerdo con Redeker, lo ha colgado por todas partes en el instituto y hasta ha conseguido que se lo publicaran en «L´Humanité». Sobra decir que esos comportamientos se han reflejado igualmente en las demás instancias educativas: en la dirección del centro, que no ha enviado representación ninguna a los actos de solidaridad; en los sindicatos de docentes, tan proclives a salir a la calle por cualquier cosa, que no han querido movilizarse a favor del reo; y en el propio Ministerio de Educación, que lo ha abandonado a su suerte. ¡Ah, si Jules Ferry levantara la cabeza!

Hace algo más de un mes, Robert Redeker estuvo por primera vez en Madrid. En fin, más que estar, pasó. Aun así, el tiempo le alcanzó para ir al Prado y visitar la exposición sobre Goya en tiempos de guerra. «Três émouvant», me dijo luego en un correo. Y apostilló: «Inoubliable». Como su libro. Como su ejemplo

ABC, 2 de junio de 2008.

En el país de Voltaire

    2 de junio de 2008