Como eso de la libertad en España está cada día más chungo —véase, por ceñirnos a los casos recientes, la inminente nueva legislación antitabaco o la amenaza que pende sobre las corridas de toros en Cataluña—, me parece fantástico que una ciudad española —Barcelona, para más señas— vaya a disponer de «pink taxis». Sí, como Londres. ¿Que qué tiene que ver eso con la libertad? Hombre, muchísimo. La libertad es inseparable de la variedad. De la variedad de la oferta y de la variedad de la demanda. De ahí que la idea —o, mejor dicho, la idea de importar la idea— de poner en funcionamiento un servicio de taxis prestado por mujeres y destinado exclusivamente a mujeres deba interpretarse como un gran avance.

Hasta ahora, en efecto, en cualquier ciudad española un taxi era igual a otro taxi, del mismo modo que un autobús no se distinguía de otro autobús. Lo único que cambiaba era la marca del vehículo y, si me apuran, el grado de higiene de su interior. Pero, claro, cuando uno coge un taxi o un autobús ni siquiera se detiene en consideraciones de este tipo. La gente tiene prisa, y aquí te pillo y aquí me subo. Es verdad que en el caso del taxi existe la posibilidad de dejarse guiar por la compañía. Las hay más competentes y menos, como en todo. Pero, aun así, la uniformidad es lo que prevalece.

De momento. Porque, insisto, algo se está moviendo. La aparición de los taxis rosas constituye sólo el primer aviso. O, cuando menos, así lo espero. En buena lógica, deberíamos disponer, dentro de nada, de taxis azules, conducidos por hombres y sólo para hombres. Si las mujeres, según confiesan los promotores de la idea, quieren vehículos para ellas solas para de este modo poder hablar en confianza de sus cosas con el conductor, ¿qué no van a querer los hombres para poder hablar de las suyas? Y también deberíamos tener taxis blancos, en los que la limpieza del vehículo esté asegurada y uno no salga de allí oliendo a todo menos a rosas. Y taxis —pónganles el color que más les plazca— para fumadores, y otros para cristianos, judíos o musulmanes, y otros, aún, para rubios o morenos. Y todo ello, por supuesto, con la correspondiente división por sexos.

Claro que el despliegue de semejante oferta planteará no pocos problemas. De identificación, por ejemplo. Los taxis barceloneses no van a renunciar, así como así, a la tradicional combinación de negro y amarillo. Y problemas, asimismo, de conducción. Para empezar, Servitaxi, la empresa pionera, ya ha tenido que aplazar la puesta en marcha del servicio por falta de conductoras. Es de esperar que para las demás variantes propuestas —y las que puedan presentarse— el voluntariado no escasee.

ABC, 27 de diciembre de 2009.

Taxis de colores

    27 de diciembre de 2009
Un Estado en el que una diputada al Congreso puede declarar, en el Pleno donde se votan los Presupuestos Generales, que el presupuesto aprobado «no es el mejor (…) para España, pero es el (…) que necesita Canarias en 2010»; un Estado así, en el que quien eso declara, Ana Oramas, es la portavoz de uno de los partidos regionalistas que componen la Cámara, Coalición Canaria, partido que acaba de ceder sus votos al grupo que sostiene al Gobierno a cambio de que un montón de millones de unas cuentas supuestamente generales recalen en su predio particular; un Estado así, digo, no es un Estado.

Un Estado en el que una parte del mismo, las Islas Baleares, soportan desde el comienzo de la última legislatura autonómica un cúmulo de casos de corrupción que afectan a diputados, consejeros y concejales en activo, y en el que una formación política, Unió Mallorquina, integrada en multitud de gobiernos insulares, empezando por los más representativos, tiene a toda su cúpula imputada, en libertad bajo fianza o privada de pasaporte, hasta el punto de que su presidente, Miquel Àngel Flaquer, que había accedido al cargo hace unos meses en sustitución de un compañero inculpado en múltiples procesos, acaba de dimitir y de abandonar la política, tras verse acorralado por la justicia; un Estado así, digo, no es un Estado.

Un Estado en el que el presidente de una de sus Comunidades Autónomas, en este caso la catalana, haciendo valer no se sabe muy bien qué hechos, qué razones y qué argumentos, proclama, en el marco incomparable del 650 aniversario de la creación de la Generalitat, que «si nuestra historia colectiva hubiera sido otra, todo lo que hacemos y decimos serían gestos de normalidad», en lo que no puede ser interpretado sino como un solemne brindis al sol que más calienta, que es el de la queja, el chantaje y la tensión permanente entre la parte y el todo; un Estado así, digo, no es un Estado.

Un Estado, en fin, en el que sus representantes, esto es, la clase política, son percibidos por sus representados, en las encuestas supuestamente más fiables, las que elabora el Centro de Investigaciones Sociológicas, como el tercero de los problemas que tiene planteados en este momento el país, por encima de la inmigración, del terrorismo, de la inseguridad ciudadana y de la corrupción y el fraude, y sólo superado por el desempleo y la situación económica; un Estado así, insisto, no es un Estado.

Si hace unos años, a raíz del proceso de reforma del Estatuto catalán —y de la corresponsabilidad en el mismo del partido socialista y de su secretario general y presidente del Gobierno—, Francisco Sosa Wagner acuñó el concepto de «Estado fragmentado», ahora el concepto ha quedado obsoleto. En efecto, el Estado ya no está fragmentado. El Estado —como anunció en su día, la mar de alegre y sin que le hicieran mucho caso, el ex presidente Maragall— se ha convertido en algo residual, agónico. Y lo peor no es eso. Lo peor es que nadie sabe cuánto puede durar esa agonía.

ABC, 25 de diciembre de 2009.

El Estado agónico

    25 de diciembre de 2009
El problema, claro, son las asociaciones. Uno está acostumbrado a comer una pieza de fruta nada más levantarse, o a tomarse un te, o un café con leche, y le resulta inconcebible que pueda haber otra forma de empezar el día. Del mismo modo, uno lleva ya mucho tiempo, quizá toda su vida, yendo al súper al salir del trabajo, aunque sólo sea para procurarse los cuatro o cinco productos que van a permitirle asegurar la cena, y no alcanza a imaginarse que, en un futuro más o menos próximo, deba traer siempre consigo, junto a sus pertenencias personales y laborales, una o más bolsas con las que atender a la imperiosa necesidad de transportar el fruto de su compra, y todo porque a alguien se le ha ocurrido calcular que la desaparición de los 13.500 millones de bolsas comerciales de un solo uso que se distribuyen en nuestro país supondría un ahorro de 54.000 toneladas de CO2.

También está quien tiene asociada, desde la cuna, la tarde soleada de domingo a los toros y no logra comprender que un Parlamento regional, amparándose en una supuesta iniciativa legislativa popular, pueda llegar a legislar sobre su derecho a seguir disfrutando de la Fiesta. O quien, como Joan Laporta, es incapaz de separar el ejercicio de un cargo público y representativo —actividad que requiere, hasta nueva orden, de un mínimo decoro— de la práctica de un sinfín de gansadas, ya sea la de quedarse en calzoncillos en un control de aeropuerto porque no le apetece pasar por lo que pasa, le guste o no, cualquier viajero; ya sea la de participar de madrugada, antorcha en mano, en un aquelarre independentista, ya sea la de blandir el puño contra el Estado opresor en no se sabe qué oscuros escenarios de la Cataluña profunda.

Pero es posible que ninguna de estas asociaciones resulte tan indestructible como la que vincula al comensal con la sobremesa. Sí, luego de la mesa viene la sobremesa. Y, en esta, los efluvios verbales suelen llevar aparejados los tóxicos. Ya saben, café, copa y puro. En fin, la tríada maldita. Gracias a ella, o a las variantes a que recurra cada cual, van encauzándose la digestión y la charla. Es el momento zen de la comida, cuando todo, hasta el espíritu, se ilumina. Pues bien, a juzgar por lo anunciado por la ministra Jiménez, ese momento va a desaparecer de nuestras vidas el próximo año. Al menos, en bares y restaurantes. La prohibición de fumar se extiende, inexorable, a todo el espacio público cerrado. Ya sólo quedarán, para dar rienda suelta a nuestros vicios y virtudes, los clubes privados. O el nicho familiar. Todo clandestino, pues. Como en las sociedades más puritanas.

Y conste que quien eso escribe lleva más de siete años sin fumar.

ABC, 20 de diciembre de 2009.

Asociaciones

    20 de diciembre de 2009
O sea, el balance. Vayamos pues, primero, con las cifras. Que la participación en los referendos emocionales del pasado fin de semana no alcanzara el 30 por ciento de un censo electoral creado «ex profeso» y en feudos eminentemente favorables constituye sin duda un sonoro fracaso. De quienes promovieron la consulta, de quienes la avalaron desde instancias diversas y de quienes miraron para otro lado para no tener que desautorizarla e impedir, en último término, que se celebrara. Pero, más allá de las cifras, está el rédito de la pantomima o, si lo prefieren, la otra cara de la moneda. La simple posibilidad de que en una región de un Estado miembro de la Unión Europea, cuyo vicepresidente —de la región, se entiende— ni siquiera logra acceder al Bella Center de Copenhague para firmar un acuerdo estrambótico de cooperación ambiental con el presidente de una región del Senegal; la simple posibilidad, digo, de que en una región así pueda darse un espectáculo como el del pasado fin de semana, con casi todos los medios del país —y no pocos internacionales— pendientes del resultado, constituye sin duda, para los mismos colectivos implicados, un éxito mayúsculo.

Ahora bien, no parece que esa amalgama de fuerzas independentistas vaya a tener mucho futuro. Cuando menos a juzgar por las riñas entre sus portavoces. Y por las extrañas parejas que eso genera. En el diario «La Vanguardia», uno de los medios que más han trabajado por la causa de la ilegalidad plebiscitaria, la columnista Rahola se lamentaba este miércoles de la división entre los promotores de la cosa. Y, de paso, ensalzaba las virtudes de uno de ellos, Alfons López Tena. «Un hombre de inteligencia notable y de seriedad contrastada», escribía Rahola en alusión a quien fuera, hasta hace poco, vocal del Consejo General del Poder Judicial a propuesta de CIU. Curioso. Aunque no tengo el gusto de conocerlo, sí he visto a López Tena en televisión y he leído, de tarde en tarde, algo suyo, por lo que me permito disentir de las palabras de la columnista.

No, López Tena no es ni serio ni inteligente. Baste un ejemplo para cerciorarse de ello. Al principio de su ensayo «Catalunya sota Espanya» (Dèria-La Magrana, 2007), López Tena traza un paralelismo entre lo que denomina —traduzco, claro— «las confrontaciones nacionales Israel-Palestina y Cataluña-España». Para él, se trata de una misma situación, la de «un Estado gobernado por una mayoría nacional que pretende la desaparición de las minorías nacionales». Sólo que, en el primer caso, «mediante la deportación y el exterminio (la Alemania nazi)», y en el segundo, «mediante la asimilación, el genocidio cultural (la Francia de siempre)».

Comprenderán que semejantes barbaridades —y no me refiero únicamente al paralelismo en sí, sino también a lo que encierra el análisis de cada uno de los casos— no puedan catalogarse ni de serias ni de inteligentes. Son propias, como mínimo, de un verdadero energúmeno. Lo raro es que Rahola, una partidaria acérrima de la política israelí, le tenga en tanta estima. Como no sea porque la causa de la independencia así lo requiere…

ABC, 19 de diciembre de 2009.

El día después

    19 de diciembre de 2009
Les hablaba el pasado domingo del topillo campesino y sus estragos. Y de cómo, en Castilla y León, el comprensible afán de reducir su número para tratar de salvar las cosechas había producido efectos indeseados en otras bestezuelas, e incluso en el más racional de los animales. Hoy, con su permiso, voy a seguir con el asunto. Pero ciñéndome a otra especie, la balear. Ya les advierto que no figura en las enciclopedias. Ni siquiera en Wikipedia, donde se supone que está casi todo. La razón es sencilla: a esa especie se la conoce por otro nombre.

En efecto, el topillo balear suele manifestarse bajo las siglas UM. O sea, Unió Mallorquina. Lo cual no significa que su radio de acción se limite a la mayor de las islas baleáricas. En absoluto. Ese topillo se encuentra, con otras siglas, en el conjunto de la Península y en ambos archipiélagos, aunque su población abunde sobre todo en las zonas donde el turismo ha dejado huella y, cómo no, daños colaterales. ¿Que por qué balear entonces, y no marbellí o canario o alicantino o catalán? Pues por una cuestión de precedencia y magnitud.

UM constituye, en el orden hispánico, la máxima expresión de un partido roedor. Si bien se mira, su modo de vida no dista mucho del que pueda tener el topillo campesino. Las galerías subterráneas, por ejemplo: allí donde el topillo vive agazapado, el uemita —esto es, el miembro de UM— esconde el botín. Por no hablar del sustento: lo que para el herbívoro son las cosechas, para el omnívoro es el erario público. Si lo tienen ahí, ¿por qué no van a zampárselo? Eso sí, no todo son similitudes. Así, mientras el roedor campestre siembra el mundo de crías, el roedor insular se muestra más comedido en la reproducción. No en vano sabe que cuantas menos porciones deban hacerse, más va a salir por cabeza.

Por supuesto, roedores los hay en todos los partidos. Véase el caso mismo de Baleares, donde, empezando por el PP y siguiendo por el PSOE, la corrupción alcanza a buena parte del arco parlamentario. Pero lo de UM es distinto. Aquí lo raro es encontrar a alguien que no lo sea. La función hace al órgano, y la gran mayoría de los topillos amamantados por Maria Antònia Munar, la presidenta de UM, no tienen otro objetivo en la vida que roer los bienes de la comunidad.

Ahora bien: no vaya a creerse, insisto, que el fenómeno es privativo de Mallorca. Nada más ilusorio. En realidad, es inherente al propio Estado de las Autonomías, sometido a una progresiva descapitalización por la erosión de toda clase de regionalismos. Y, aunque la eliminación de la plaga comporte algunos daños colaterales, algo habrá que hacer, supongo, si se aspira a salvar la cosecha.

ABC, 13 de diciembre de 2009.

El topillo balear

    13 de diciembre de 2009
Estimado lector:

Sería mucho pedir, supongo, que fuera usted un ciudadano de Sant Jaume de Frontanyà. Como el pueblo, según el censo de 2006, tiene 31 habitantes —lo que le confiere el muy alto honor de ser el municipio más pequeño de Cataluña—, convendrá conmigo en que las posibilidades de que sea usted uno de ellos son bastante bajas. Aun así, imaginemos, si le parece, que este es el caso. ¿Qué tal se siente, hoy? ¿Animado? ¿Frío, frío, como el tiempo? ¿O lleva un calentón de esos que marcan época? Nada, nada, usted a lo suyo, que hoy es sábado y toca relajarse. O sea, un buen paseo y luego a descansar. Sí, ya sé que en alguna parte del pueblo le habrán montado un simulacro de referéndum sobre la independencia de Cataluña. Créame, ni caso. Son cuatro y el cabo. ¿Que en Sant Jaume de Frontanyà nunca son muchos más? Es cierto. Pero, aun así, no se deje llevar por la ira, ni siquiera por la preocupación. Usted a lo suyo, insisto, que hoy es sábado.

Y si no es usted, como me figuro, un ciudadano de Sant Jaume de Frontanyà, sí puede serlo de alguno de los 160 municipios que han organizado para mañana domingo un guiñol semejante. Aquí la cosa ya cambia. Y es que, si sumamos entre sí a todos los votantes potenciales de esas localidades —los organizadores de la consulta permiten votar incluso a los que tienen entre 16 y 18 años—, obtenemos un censo de más de 700.000 electores, lo que no está nada mal. Pero, aun así, no vaya usted a alarmarse cuando tropiece, allí donde esté, con alguna de esas mesas petitorias. En primer lugar, porque habrá que ver, claro, cuál es, finalmente, el índice de participación. Y, luego, porque toda esta movida cuenta con el apoyo, activo o pasivo, de cuantos poderes públicos posee la autonomía catalana. Y de cuantas entidades y cuantos medios públicos y privados son financiados por esos mismos poderes. Eso es motivo de vergüenza, sí, pero no debería serlo de alarma. Al menos de momento. El teatro político catalán, como decía hace un par de días el editorial de uno de los pocos medios independientes radicados en Cataluña —el digital Factual—, se halla mucho más cerca de un sainete que de una tragedia. Y como tal debe ser tratado.

Ahora bien, tanto si es usted un ciudadano de alguno de esos 161 municipios como si no lo es, tanto si vive en Cataluña como si reside en otra parte de España, le ruego que no se tome a broma lo que está sucediendo en esta Comunidad Autónoma, bajo la complaciente mirada de Don José. Las comedias son para reírse, sí, pero también para sacar de ellas algunas enseñanzas. Y, en la que nos ocupa, hay una, a mi juicio, fundamental. Hasta aquí hemos llegado. Siempre cediendo, siempre a la defensiva, siempre permitiendo que el nacionalismo vaya laminando nuestros derechos. Quizá ya va siendo hora de decir basta. O, lo que es lo mismo, de pedirle al Estado amparo.

ABC, 12 de diciembre de 2009.

Carta a un ciudadano

    12 de diciembre de 2009
I


En la última década, y a excepción del terrorismo y el nacionalismo —que a veces son uno y lo mismo—, no ha habido probablemente en España cuestión más trillada y controvertida que la educación. Y es que en este inicio de siglo veintiuno se han conjugado una serie de factores que, o bien no se daban con anterioridad, o bien no se manifestaban todavía con intensidad suficiente. Esos factores son básicamente tres. Por un lado, está la reforma impulsada por los distintos gobiernos socialistas y concretada en la Ley de Ordenación General del Sistema Educativo, más conocida por LOGSE, que, aunque aprobada en 1990 y empezada a implantar un lustro más tarde, hubo de esperar a la década siguiente, o sea, a la actual, para producir sus primeros efectos. Por otro, y coincidiendo ya con la mayoría absoluta del Partido Popular, está la promulgación en 2002 de otra ley, la Ley Orgánica de Calidad de la Educación, más conocida por LOCE, que los principales dirigentes del Partido Socialista no tardaron en tildar, de forma algo impropia, de contrarreforma. Y luego, en fin, están los datos (1).

Así pues, es sobre todo la conjunción de esos tres factores lo que ha acabado convirtiendo la educación en un asunto crucial, de primerísimo orden, por no decir en un asunto de Estado (2). Y de los tres, y aun cuando el primero constituya el principal causante de la paupérrima situación en que se encuentra hoy en día la enseñanza en España, y el segundo demuestre, de modo fehaciente, que no todas las leyes son iguales, el verdaderamente decisivo es el tercero. O sea, los datos. Tal y como ha observado Francisco López Rupérez en un trabajo de muy aconsejable lectura, «el desarrollo del programa PISA de la OCDE junto con la definición, primero, y la aplicación, después, de la Estrategia de Lisboa de la Unión Europea han permitido situar políticamente en el panorama internacional la posición del sistema educativo español en materia de resultados» (3). En otras palabras: hasta que no hemos dispuesto de un sistema de evaluación independiente, supraestatal y suficientemente contrastado, y de unos objetivos comunes a todos los países de la Unión y de obligado cumplimiento; esto es, hasta que no hemos contado con un marco comparativo y regulador incontestable, no han sonado las alarmas. Porque España —tal vez convenga recordarlo— aparece en todas las estadísticas en la parte baja de la tabla, en zona de descenso garantizado, a un puesto o dos del colista (4).

Si bien se mira, y salvando cuantas distancias deban ser salvadas, ha ocurrido con la educación española —y, en mayor o menor medida, con la de otros países de Europa occidental, como el Reino Unido o Francia— algo parecido a lo ocurrido con el comunismo: hasta que no se ha destapado la olla, hasta que no ha aflorado la inapelable realidad estadística, la de los resultados, mucha gente no ha empezado a comprender de qué iba la cosa. A saber: cómo de unas intenciones supuestamente inmejorables —¿existe acaso mejor promesa que la de desterrar de este mundo las desigualdades y lograr la felicidad en la tierra de todos los seres humanos?— podían derivarse consecuencias tan funestas. Es verdad que, aun así, los partidarios del actual sistema educativo español —del mismo modo, por cierto, que los partidarios del comunismo— siguen en sus trece. Para ellos, la bondad del modelo es incuestionable; lo que falla, en todo caso, es su aplicación. De ahí que sea frecuente oírles recurrir a toda clase de excusas para tratar de justificar el ínfimo nivel de nuestros jóvenes y para tratar de justificarse, de paso, a sí mismos.

Una de estas excusas —no privativa del campo de la educación, por cierto— consiste en apelar al pasado. Si no ando equivocado, el primero en hacerlo fue el presidente del Gobierno, a finales de 2007, coincidiendo con la difusión de los datos del informe PISA 2006. Según Rodríguez Zapatero, «lo que más determina la educación de cada generación es la educación de sus padres», y como «hemos tenido muchas generaciones en España con un bajo rendimiento educativo, fruto del país que teníamos», pues nos encontramos… con los pésimos resultados de los alumnos españoles evaluados en PISA.

Lo cierto es que no le falta razón al presidente. Eso sí, siempre y cuando ese pasado al que apela correoso, lejos de ceñirlo, como podría deducirse de sus palabras, a los años de la dictadura franquista, lo hagamos extensivo a algunos años más —por no hablar de siglos—. En este sentido, no hay duda de que el bajo nivel de estudios de parte de la población, e incluso la tasa nada desdeñable de analfabetismo, han supuesto un obstáculo en la transmisión de padres a hijos de determinados estímulos educativos. Lo cual no impide que también se haya dado el caso inverso: el de aquellos padres que, faltos de estudios, han hecho lo imposible para que su hijo se beneficiara de la existencia de una enseñanza pública gratuita —cuando no de una enseñanza privada de pago— y, a base de esfuerzo, obtuviera un título que le permitiera labrarse un porvenir.

La otra excusa más socorrida por parte de nuestros dirigentes políticos es la falta de inversión. En efecto, en España el gasto público en educación con respecto al PIB se halla, en términos porcentuales, un punto por debajo de la media de los países desarrollados y de la Unión Europea, y casi tres puntos por debajo de un país como Finlandia, que, junto a Noruega y Suecia, es de los que más invierten en este capítulo. Teniendo en cuenta que el sistema educativo finlandés está considerado, a la vista de sus resultados, como uno de los mejores del mundo, parece lógico establecer una relación de causa a efecto entre gasto público y rendimiento escolar o universitario.

Ahora bien, también aquí se dan contraejemplos, esto es, países que invierten menos de lo que les correspondería por los resultados obtenidos —el caso de México— y, al contrario, países con una inversión mayor que la que cabría esperar de sus resultados —el caso de Francia—. Y no sólo contraejemplos; también paradojas. Como la de constatar que los que se escudan en la falta de dinero para justificar el fracaso educativo no han hecho nada para subsanar, en el tiempo que llevan gobernando, esa carencia. Y es que a lo largo de la presente década apenas se ha modificado en España el porcentaje del gasto educativo con respecto al PIB.

Sea como fuere, y admitiendo incluso la parte de veracidad en que se fundamentan algunas de esas excusas, no hay duda de que no bastan, por sí solas, para explicar la situación en que se encuentra la enseñanza española. Ni para tratar de ponerle remedio. Vaya, que parecen excusas de mal pagador. Como si el propietario de una casa la hubiera echado abajo porque sí; hubiera edificado una nueva en su lugar; esta estuviera a punto de hundirse, y a él no se le ocurriera otra cosa, en su afán justificativo, que achacar su estado ruinoso a la falta de presupuesto y a deficiencias inherentes al solar donde se asienta el edificio. Hombre, yo diría que algo habrá tenido que ver también en el desastre el proyecto del arquitecto. Y los materiales usados por el constructor. Y hasta el trabajo de algunos operarios, más pendientes de seguir las consignas de sus sindicatos para poder beneficiarse de las prebendas pactadas que de cumplir con el cometido asignado. ¿O no? Pues, a juzgar por lo afirmado y reiterado por los garantes políticos y pedagógicos del actual sistema educativo, aquí no ha fallado otra cosa que el pasado —por exceso— y el dinero —por defecto—.

En el fondo, todo resulta mucho más simple —y, en lo tocante a la resolución del problema, mucho más complejo, claro—. El drama de la educación en España, lo que la convierte en uno de nuestros pecados capitales, y en uno de los más singulares, es la confusión entre ficción y realidad. Una confusión seminal, programática. Aunque no llegara a concretarse hasta la aprobación de la LOGSE, sus huellas son muy anteriores. Así, se hallan ya en la Ley Orgánica de Derecho a la Educación (LODE), promulgada por los propios socialistas cinco años antes, y también en la Ley General de Educación de 1970, más conocida como «Ley Villar Palasí», en alusión al ministro del ramo que apadrinó aquella primera reforma. Sobre la trascendencia de esta ley del tardofranquismo en el modelo educativo español, poco puede añadirse a lo ya expresado por Alicia Delibes en su introducción a La gran estafa: «Es indudable que la Ley General de Educación supuso un gran avance social: se logró la escolarización de todos los niños hasta los 14 años y, con el tiempo, muy pocos de 16 quedaron fuera de lo que se llama sistema reglado. Sin embargo, tuvo algunos defectos que han tenido consecuencias desastrosas. Por ejemplo, en su empeño por evitar el fracaso escolar, se suprimieron las reválidas y con ellas todas las pruebas externas y todos los obstáculos académicos oficiales hasta la llegada a la Universidad. Por otra parte, los dos años de ampliación de la enseñanza obligatoria hicieron que se pusiera a los escolares de 13 y 14 años en manos de los maestros que, para adaptarse a la nueva situación, tuvieron que realizar cientos de cursillos de muy dudosa calidad». Medidas ambas, como destaca la propia Delibes, que «no se había[n] ni se ha[n] producido en casi ninguno de los otros países europeos» (5).

Todo lo cual, por supuesto, no tenía ya como objeto formar a nuestros jóvenes, transmitirles los conocimientos necesarios para que, en el futuro, pudieran andar solitos por la vida, inculcarles determinados valores —como, por ejemplo, el afán de superación o el respeto a la autoridad— que contribuyeran a hacer de ellos unos seres responsables, sino, muy al contrario, educarles en la creencia de que otro mundo era posible y estaba en este. O podía estarlo. En este sentido, la promulgación, veinte años más tarde, de la LOGSE no hizo más que desarrollar, hasta sus últimas consecuencias, el principio acuñado por los versos de Paul Éluard. ¿Y cómo era ese otro mundo posible, que estaba en este y nosotros sin saberlo? Pues era un mundo feliz, claro, una especie de falansterio de convivencia —como lo definiera en su día Jean-François Revel refiriéndose a las aulas francesas—, una Arcadia en la que hombres y mujeres iban a ver realizados por fin todos sus sueños; en una palabra, era una ficción. Y, como nadie ignora —excepto, quizá, los políticos y pedagogos de izquierda—, la ficción no guarda demasiada relación con la realidad. Aunque a menudo se sirva de ella, aunque la tome como materia en bruto, introduce siempre en su textura las modificaciones y los encajes precisos para que no existan desajustes y todo cuadre. Ocurre lo mismo con las novelas y las películas: la vida suele estar detrás, ciertamente, pero alguien se ha entretenido en practicarle los arreglos oportunos a fin de que no quede allí ningún cabo suelto. O sea, a fin de que deje de ser lo que la mayoría de los mortales —excepto, quizá, los políticos y pedagogos de izquierda— entendemos por vida.

Por eso el modelo de enseñanza en curso ha erradicado la competencia de las aulas: porque la competencia, tan presente en la vida real, produce diferencias. Por eso ha suprimido la autoridad: porque la autoridad —imprescindible en cualquier sociedad, a menos de que uno quiera vivir en la tiranía (6)—, llevada al extremo, puede derivar en autoritarismo. Por eso ha renunciado a la excelencia; porque la excelencia, es decir, el reconocimiento de que no todos los seres humanos poseen las mismas capacidades o están igual de dispuestos a desarrollarlas, genera desigualdades. Y ese conjunto de arreglos no sólo ha comportado la materialización, entre las cuatro paredes del aula, de un sinfín de ilusiones; también ha traído aparejado un proceso denominativo. Se trata, a un tiempo, de una necesidad —a la novedad hay que poder nombrarla— y de una conveniencia. Sobre todo si uno es el inventor de la cosa, y si la cosa es nada más y nada menos que un mundo nuevo.

De ahí que una de las primeras obsesiones de los autores de la reforma educativa fuera designar la ficción que estaban creando con apelativos distintos a los ya existentes, del mismo modo que el novelista y el cineasta, aun cuando suelan tomar de la realidad determinados modelos, construyen un relato «ad hoc» en el que hechos y personajes reciben un nuevo bautismo. Fue así como el recreo pasó a llamarse «segmento de ocio»; como la falta de disciplina se convirtió en una «conducta contraria a la convivencia»; como el aprobado y el suspenso cedieron el sitio, según el nivel de estudios, al binomio «progresa adecuadamente»/«necesita mejorar» —lo que no impedía pasar de curso, todo sea dicho— o al binomio «promociona»/«no promociona»; y como el mundo de la enseñanza, en fin, constituido hasta entonces por maestros, profesores y alumnos, fue denominado «comunidad educativa», con lo que, además de ampliarse considerablemente el número de partícipes —ya no eran únicamente docentes y discentes, sino también los padres, el personal administrativo, los psicopedagogos, la propia Administración y los sindicatos del ramo—, se reforzaba la unidad del colectivo mediante la disolución de sus partes en un ente superior, intangible, ajeno a la realidad y a sus manejos.

Esa obsesión por la nomenclatura tuvo asimismo otras manifestaciones. Por ejemplo, y en aras de alcanzar la tan ansiada sociedad sin clases —aunque la sociedad y las clases se limitaran, aquí, al campo educativo—, la igualación de maestros y profesores, llamados en lo sucesivo «trabajadores de la enseñanza» (7). Y, en un sentido contrario, el rechazo a cualquier iniciativa que pudiera retrotraernos a aquel pasado ominoso satirizado en El florido pensil. Así, cuando el Partido Popular propuso, en aplicación de la LOCE, recuperar la vieja reválida, esto es, un sistema de evaluación común a todos los españoles y externo, por lo tanto, a cada centro de enseñanza y a las respectivas Comunidades Autónomas, la entonces oposición socialista puso el grito en el cielo. Y, curiosamente, su reacción no se debió tanto, en apariencia, a lo que suponía desde el punto pedagógico una tal medida, como al hecho incuestionable de que la palabra «reválida» remitía al bachillerato anterior a la Ley General de Educación de 1970. O sea, al franquismo puro y duro.

Bien mirado, lo que la reforma educativa encarnada en la LOGSE ha pretendido, por encima de todo, es que la escuela tuviera lo que José Luis Rodríguez Zapatero ha definido, en la hagiografía que le escribió Suso de Toro, como «un marco agradable, positivo» (8). Él lo tuvo, a juzgar por sus propias palabras, y eso que todavía fue instruido —en gran parte, al menos— en tiempos de la dictadura. ¿Y qué puede significar, para el presidente del Gobierno, «un marco agradable, positivo»? La respuesta nos la da él mismo: «Hay cosas que al final explican la vida. Yo lo resumo en que no recuerdo haber recibido una bofetada de mis padres. Ni un suspenso en mi trayectoria académica» (9). Dejemos a un lado, si les parece, la bofetada y los padres, y ocupémonos del suspenso y de la trayectoria académica. Si este es el paradigma de la felicidad, el marco agradable y positivo al que todos los seres humanos, y muy particularmente los españoles, deberían poder aspirar tarde o temprano, a nadie ha de extrañar que nuestra izquierda haya intentado instaurarlo por ley (10). Al fin y al cabo, obrando así no ha hecho más que seguir el camino trazado por las demás izquierdas de Europa occidental, aunque los resultados obtenidos hayan sido, a la vista está, infinitamente peores aquí que en otros lugares.

Esa ficción sesentayochista (11) se caracteriza, como muy bien intuye Rodríguez Zapatero al tratar de explicarse su vida, por la ausencia de conflicto, de contrariedad. Dicho de otro modo: en el conjunto de la etapa obligatoria, lo mismo en primaria que en secundaria, los contenidos dejan de constituir un obstáculo que hay que superar, algo que le viene dado al alumno y cuya asimilación va a requerir un esfuerzo por su parte, para convertirse en una suerte de ornato, en un añadido perfectamente prescindible. ¿Y qué es, entonces, lo fundamental, lo decisivo, el punto cardinal de todo el proceso educativo, una vez descartada la transmisión del conocimiento? Pues una cosa difícil de precisar, y más aún de calibrar, por cuanto no depende ya de un referente externo, sino que se concreta en lo que cada alumno se ve con ánimo de hacer, de producir. Por el mero hecho de ser el resultado de ese ánimo —y poco importa si es mucho o poco—, el producto obtenido, con independencia de sus propiedades, posee ya un valor. Y ese valor, por lo demás, ni siquiera puede compararse con el asignado a lo producido por otros alumnos, puesto que no existe un sistema de referencia común que permita determinarlo. Se trata, en todos y cada uno de los casos, de un valor autónomo, no sujeto a evaluación ninguna. Si bien se mira, en la enseñanza española relativismo y constructivismo van de la mano. Y, en cuanto a la instrucción, esa vieja dama que incluso había dado nombre, antes de la guerra civil, al ministerio del ramo, hace mucho que no está ni se le espera.

Ahora bien, para explicarse semejante estado de cosas, para entender por qué el estudio se halla tan devaluado, no basta con acudir a la aversión manifiesta que los garantes del vigente modelo educativo sienten por todo lo que comporte voluntad, esfuerzo, aplicación, constancia; en una palabra, superación de las dificultades. También conviene tener presente que la práctica y el fomento del estudio acaban por revelar, tarde o temprano, la existencia de buenos y malos estudiantes, y, en consecuencia, la existencia de niveles, jerarquías y, ¡ay!, desigualdades. Demasiada contrariedad para una burbuja que se quiere, ante todo, feliz. O, si se prefiere, demasiada realidad. De ahí, sin duda, que el poco espacio reservado en el modelo actual a los contenidos se asemeje tanto a una barra de bar en la que el alumno puede ir picando lo que le venga en gana, sin necesidad de terminar siquiera lo que él mismo se sirve y sin que esos alimentos hayan sido dispuestos siguiendo un criterio formativo cualquiera, excepto el de subvenir a los caprichos, siempre fugaces, de quienes se supone que están allí para nutrirse.

Claro que tampoco cabe descartar que el descrédito del estudio tenga que ver con otra clase de factores. Por ejemplo, con los que asoman detrás de estas nuevas palabras del presidente del Gobierno, pertenecientes también a Madera de Zapatero: «Y otra conversación que conservo (…) fue con un pastor (…) Lo encontré por la orilla del río, charlamos un rato, preguntó qué estudiaba y le contesté que la carrera de Derecho. Me dijo: “Soy pastor, no he podido estudiar, pero se acordará de una cosa que le voy a decir”. “Dígame, dígame usted.” Y me dijo: “Las cosas que se aprenden sin estudiar no se olvidan”. (…) Lo he repetido muchas veces» (12). De lo que se deduce que el estudio no únicamente supone un esfuerzo y genera desigualdades, sino que encima —a juicio, al menos, de aquel pastor y de quien le escuchaba y sigue guardándolo en la memoria— debe de ser inútil, puesto que lo único que no se olvida es lo aprendido sin estudiar. Así las cosas, y dado el grado de afinidad entre las creencias de nuestro máximo gobernante y las de quienes urdieron en su momento el marco legal que continúa regulando la educación en España —correligionarios suyos, al cabo, o, como mínimo, compañeros de viaje—, no es de extrañar que, en esta materia, andemos como andamos. Es decir, a gatas (13).

II


Para salir del atolladero, para encontrar el modo de enderezar la situación y devolver a la enseñanza la función capital que siempre había tenido en la sociedad, no queda más remedio que pinchar la burbuja. Sí, hay que dejarse de ficciones y volver a la realidad. Toda transacción entre una y otra instancia —como cuando un escritor, pongamos por caso, se sirve de un hecho real para tejer una trama que no existe más que en su imaginación— está abocada al fracaso. Lo primero es tocar con los pies en el suelo, o sea, aceptar el mundo tal cual es y olvidarse de otros mundos posibles. Sólo a partir de aquí puede uno intentar reparar el desaguisado.

Y aceptar la realidad supone aceptar que lo anunciado por Hannah Arendt en 1954, en su ensayo «The crisis in education» (14), no sólo sigue siendo válido, sino que, dadas las circunstancias, lo es más que nunca. Decía Arendt entonces, refiriéndose a Estados Unidos, pero extendiendo su reflexión a casi cualquier otro país (15), que «el problema de la educación en el mundo moderno se centra en el hecho de que, por su propia naturaleza, no puede renunciar a la autoridad ni a la tradición, y aun así debe desarrollarse en un mundo que ya no se estructura gracias a la autoridad ni se mantiene unido gracias a la tradición» (16). Y también decía, entre otras muchas cosas que contribuyen a iluminar el túnel en que nos encontramos (17), que los maestros y educadores, y en general toda la sociedad, debían tener muy presentes esos dos conceptos —autoridad y tradición— a la hora de educar a niños y jóvenes, ya sea en el ámbito familiar, ya en el de la escuela. En otras palabras: que el hecho de que en la esfera pública esos dos conceptos hubieran entrado en crisis no debía ser óbice para que conservaran toda su importancia en el campo educativo.

Sobra decir que tanto la autoridad como la tradición han dejado de ejercer, en nuestro sistema de enseñanza, el papel que siempre habían ejercido —y eso, en el supuesto de que todavía ejerzan alguno—. En este sentido, el que la Comunidad de Madrid se haya propuesto elevar a rango de ley la autoridad del profesor, y al margen de si la medida puede o no resolver, por sí sola, algunas de las carencias que afectan a la escuela, constituye, por de pronto, una señal de alerta. Hemos llegado al límite, y así parecen entenderlo tirios y troyanos. O sea, no sólo la Comunidad de Madrid, sino también el presidente del Gobierno, el ministro de Educación, los partidos políticos mayoritarios, las asociaciones de padres, los sindicatos del ramo, y no digamos ya la inmensa mayoría de los sufridos docentes. En realidad, lo único positivo de estas situaciones extremas es su capacidad de movilización. Otra cosa, claro, es que esa movilización, al final, surta efecto.

A juzgar por las declaraciones de unos y otros, la solución no puede sino pasar por un pacto de Estado. Se trata, sin duda alguna, de palabras mayores. Porque comprometen al Estado, pero, sobre todo, porque un pacto supone siempre un arreglo entre las partes, esto es, una serie de renuncias a uno y otro lado de la mesa de negociación. Esa clase de acuerdos, en la medida en que confrontan a las dos grandes tendencias del arco ideológico, suelen darse en el ámbito político (18). Es más: sólo allí tendrían que darse. Y deberían dejar al margen, y a buen recaudo, la educación. Vuelvo a Arendt: «Debemos separar de una manera concluyente la esfera de la educación de otros campos, sobre todo del ámbito vital público, político» (19). De lo contrario, la educación no sólo se convierte en moneda de cambio, sino que su esencia misma se debilita de forma irremediable al verse sometida a la contingencia de un proceso negociador. ¿Qué sentido tiene, en efecto, alcanzar un acuerdo sobre la reforma de la Formación Profesional, o sobre la prolongación del Bachillerato, si ese acuerdo no lleva aparejado la asunción de que el modelo vigente —igualitarista donde los haya, y, en consecuencia, contrario al mérito, al rigor y a la excelencia— debe dotarse, desde el comienzo mismo de la Primaria, de cuantos mecanismos internos y externos sean precisos para garantizar que el que vale y se esfuerza podrá sacar el máximo provecho de sus estudios, con independencia de cuáles sean sus orígenes? Lo máximo a que puede aspirarse, en tales circunstancias, es a un triste remedo. Y aún.

III

Como suele suceder con las cuestiones fundamentales de nuestro tiempo —y la educación, guste o no, lo es—, uno termina por convencerse de que todo, o casi todo, ha sido dicho ya. Acabamos de comprobarlo con el ensayo de Arendt, escrito hace más de medio siglo. Y lo certifican también las maravillosas memorias de infancia y juventud de Agustí Calvet, Gaziel, publicadas en catalán en aquella misma década de los cincuenta y cuya traducción al castellano sigue asombrosamente pendiente (20). En el penúltimo capítulo de la última parte del libro, con ocasión del relato de la estancia del autor en la Residencia de Estudiantes de Madrid para preparar unas oposiciones a cátedra de Historia de la Filosofía, Gaziel traza un retrato tiernísimo de Francisco Giner de los Ríos, a raíz de una excursión a la Sierra con dos compañeros más y el propio Giner. Y no sólo eso. También dedica unos párrafos a la obra de la Institución Libre de Enseñanza que no tienen desperdicio.

Para Gaziel, lo que se propusieron Giner y los suyos se parece «a lo que obtienen, desde hace centurias y regularmente, las famosas organizaciones escolares británicas, como Oxford, Cambridge y Eton. Querían formar equipos de hombres superiores que enaltecieran en todos los aspectos la vida moral e intelectual del país» (21). Sólo que España no es Inglaterra, claro. Ni lo es ni lo ha sido, por lo que el engarce entre las ideas de la Institución y la tradición autóctona sólo podía producirse a fuerza de siglos. Pero aún había un inconveniente mayor para que el patrón británico llegara a cuajar. En Inglaterra esas individualidades encontraban acomodo en la sociedad a través del Partido Conservador. En España eso era imposible. Y, encima, ni Giner ni la Institución trabajaron en este sentido, sino que tomaron el «falso sendero» que llevó a aquella «minoría selecta (…) a fundirse en el elemento más contrario y aniquilador para ella: el de las inmensas masas amorfas». El resultado fue que «todos aquellos españoles de calidad, (…) por una falsa visión de la realidad», en vez de elevarse, como creían, hacia las alturas, «cayeron en el foso de los leones y se los comieron las fieras».

Quizá no esté de más recordar, ya para concluir, que la Institución Libre de Enseñanza ha sido siempre el faro señero de cuantos movimientos de renovación pedagógica ha habido en este país, y, entre ellos, claro, del que dio a luz, tras largo y trabajoso embarazo, a la LOGSE. Y si creo que conviene recordarlo no es, en modo alguno, porque yo considere que el estado de la educación en España sea equiparable al de los tiempos de Giner de los Ríos. Qué más quisiéramos. No, la situación actual es infinitamente peor. Ahora, por no tener, ya ni siquiera tenemos minorías selectas o españoles de calidad que echar a los leones. ¡Y lo mucho que deben de estar lamentándolo las pobres bestias!


[1] En 2006, un nuevo gobierno socialista, tras derogar la LOCE antes incluso de que pudiera ser aplicada, aprobó una nueva ley, la Ley Orgánica de Educación, más conocida por LOE. Si no la he incluido entre los elementos condicionantes es porque se trata, en el fondo, de un simple remedo de la LOGSE.

[2] Recuérdese, al respecto, lo expresado el pasado 5 de octubre por el presidente Rodríguez Zapatero en su «Carta abierta a los maestros», en ocasión del Día Mundial del Docente, o las reiteradas declaraciones del ministro Gabilondo abogando por la consecución de un pacto educativo.

[3] Francisco López Rupérez, «La reforma de la educación escolar», Ideas para salir de la crisis, 2, 15 de septiembre de 2009, Fundación Faes, pág. 6. Del mismo autor, y en relación con lo que aquí nos ocupa, también merece la pena leer una obra anterior, El legado de la LOGSE (Madrid: Gota a gota, 2006).

[4]Tanto en las referidas al fracaso escolar (estudiantes que no acaban la secundaria obligatoria) o al abandono escolar (estudiantes que no prosiguen sus estudios después de la fase obligatoria, o no los terminan) como en las relativas a los niveles de conocimiento científico o matemático o de comprensión lectora.

[5] Alicia Delibes, La gran estafa. Madrid: Grupo Unisón Producciones, 2006, págs. 12-13.

[6] En su última Tercera («Defensa de la jerarquía», Abc, 16 de agosto de 2006), Cándido proclamaba que «la idea moderna y alborozadamente democrática de que podemos elegir entre jerarquía e igualdad es (…) mera fantasía. Y ello porque la verdadera alternativa a la jerarquía no es la igualdad, sino la tiranía. Quien no quiera autoridad o no sepa ejercerla se encontrará al fin obedeciendo a la fuerza bruta».

[7] De forma análoga, a los catedráticos se les reconoció tan sólo la condición de tales, por lo que se convirtieron, «de facto», en unos agregados más. Pero el proceso igualitario fue incluso más allá. La relación entre docentes y alumnos dejó de ser en muchos casos una relación jerárquica, marcada por el respeto a la autoridad, para convertirse en una suerte de relación entre colegas —o entre coleguis—, donde lo fundamental ya no era el proceso educativo o de aprendizaje, sino, simplemente, llevarse bien. O, si se prefiere, el buen rollo.

[8] Suso de Toro, Madera de Zapatero. Retrato de un presidente. Barcelona: RBA, 2007, pág. 18.

[9] Ibidem.

[10] Sobra añadir que, si no ha intentado algo parecido en otros campos, no es por falta de ganas. Uno puede proponerse erradicar los suspensos de la escuela; tratar de hacer lo propio con los cachetes administrados en familia resulta ya más difícil, por mucho que la justicia, con algunas de sus sentencias, colabore de vez en cuando.

[11] Un simple repaso a algunos de los lemas de Mayo del 68 permite ver hasta qué punto la actual ficción educativa es hija de aquellos polvos: «Mis deseos son la realidad», «Olvidad todo lo aprendido y empezad a soñar», «Sed realistas, pedid lo imposible», «Prohibido prohibir», etc.

[12] Suso de Toro, op. cit., pág. 43.

[13] Compárense —aunque sólo sea para comprobar hasta qué punto las comparaciones, además de odiosas, son traidoras— los valores que subyacen bajo esas palabras del actual presidente del Gobierno con los contenidos en este editorial del diario La Voz publicado en plena Segunda República, es decir, durante el régimen que José Luis Rodríguez Zapatero ha tomado siempre como ejemplo de suprema virtud: «La España republicana saluda cordial a M. Eduardo Herriot, jefe del partido radical francés, presidente del Consejo de Ministros de la vecina República, escritor ilustre, orador elocuentísimo, “normalien” y humanista salido de la escuela laica, hijo del pueblo, y como el pueblo robusto física y moralmente, que supo elevarse en ascensión dolorosa y heroica a las alturas de la fama y a las responsabilidades de la gobernación del Estado gracias a un talento clarísimo, a un trabajo agotador y a una voluntad acerada e indomable» (La Voz, 31 de octubre de 1932).

[14] Citaré, en adelante, por la versión española más reciente: «La crisis en la educación», en Hannah Arendt, Entre el pasado y el futuro: ocho ejercicios sobre la reflexión política. Barcelona: Península, 2003, págs. 269-301.

[15] «En este siglo, estamos en condiciones de aceptar, como regla general, que todo lo que sea posible en un país puede ser también posible en casi cualquier otro, en un futuro previsible.» (Hannah Arendt, op. cit., pág. 270.)

[16] Hannah Arendt, op. cit., pág. 299.

[17] Una de esas cosas, a todas luces fundamental, es la siguiente: «(…) me parece que el conservadurismo, en el sentido de la conservación, es la esencia de la actividad educativa, cuya tarea es siempre la de mimar y proteger algo: al niño, ante el mundo; al mundo, ante el niño; a lo nuevo, ante lo viejo; a lo viejo, ante lo nuevo». (Hannah Arendt, op. cit., pág. 295.)

[18] Y las materias susceptibles de formar parte de esos pactos son, por lo general, las que afectan a la propia integridad del Estado. O sea, la política territorial, la de seguridad —y, en especial, el terrorismo— y la internacional.

[19] Hannah Arendt, op. cit., pág. 299.

[20] Gaziel, Tots els camins duen a Roma. Història d’un destí (1893-1914). Barcelona: Aedos, 1958.

[21] Traduzco a partir de la edición de las obras completas: Gaziel, Obra catalana completa. Barcelona: Selecta, 1970, pág. 716. Todos los fragmentos citados se encuentran en la misma página.


Letras Libres, diciembre de 2009.

La ficción del
sistema educativo

    8 de diciembre de 2009
Sigo con verdadero interés todo cuanto guarda relación con los topillos. En fin, digamos que me interesa sobremanera cualquier intento del hombre por sobreponerse a los estragos de la naturaleza, y este, sin duda alguna, lo es. Tal vez se acuerden. Se trata del campo, del campo castellano. Hace más de tres años, en la comarca palentina de Baquerín de Campos y Castromocho, se desató la plaga. Un día los campesinos del lugar advirtieron que el número de roedores no era el habitual. Por supuesto, no creo que los tuvieran contados. Pero, cuando uno está acostumbrado a ver de tarde en tarde uno de esos bichos corriendo de acá para allá y, de repente, ve varios y no de tarde en tarde, se preocupa, claro. Si luego resulta que, encima, el azote no es privativo de aquella comarca, sino que afecta a la Comunidad entera, entonces la inquietud inicial se torna alarma. Y cunde, vaya si cunde.

Lo cierto es que hay de qué. Castilla y León tiene más de dos millones de hectáreas de cultivo y una producción anual de cereales para grano que suele rondar los nueve millones de toneladas. O sea, que ese es el «target» de los topillos, a él dirigen su insaciable apetito. Y, como se hinchan a comer y se pegan la vida padre, crían como ratones. En definitiva, que había que tomar medidas. Y se tomaron. Tras unos primeros ensayos infructuosos, se emprendió una ofensiva a gran escala contra la especie, en la que no se ahorraron medios, ni humanos ni químicos. ¿El resultado? Parece que el bicho fue suficientemente diezmado, con lo que la cosecha dejó de correr peligro. Pero no sólo eso.

Según acaba de revelar un estudio realizado por investigadores del CSIC y de la Universidad de Valladolid, el tratamiento a que fueron sometidos los topillos ha dejado secuelas. En los propios topillos y en otras especies. Todo apunta a que la culpa de la aparición en la zona, y por la misma época, de la tularemia, una enfermedad infecciosa que aqueja a roedores y lagomorfos —o sea, a liebres y conejos—, pero también a humanos, la tuvo precisamente un biocida usado por los responsables de la limpieza. «Efectos secundarios», lo llaman algunos. Otros, de forma algo más gráfica, prefieren hablar de «daños colaterales», como si de un bombardeo se tratara. No les falta razón. Con todo, alguna solución habrá que encontrar, porque los agricultores palentinos ya han advertido que ahí viene, de nuevo, la plaga. Y si los topillos del campo fueran como los de la pradera, donde el macho no fecunda más que una hembra, aún. Pero no es el caso. Los nuestros le dan a la poliginia. Y luego, claro, son tantas y tantas las crías, que no queda más remedio que recurrir al infame bombardeo.

ABC, 6 de diciembre de 2009.

Topillos

    6 de diciembre de 2009
Como es bien sabido, una de las principales características de un régimen totalitario es la anulación del libre albedrío. El individuo deja de ser alguien capaz de elegir entre dos o más opciones, alguien capaz de decidir por sí mismo, y se convierte en un sujeto pasivo, conformado y, a menudo, satisfactoriamente feliz. Por supuesto, no todos los totalitarismos son iguales, no todos alcanzan una eficacia parecida. Los hay más burdos y los hay más sofisticados. Pero puede que sus manifestaciones más llamativas e interesantes no se den tanto en el seno de un sistema dictatorial, donde tienen, al cabo, una naturaleza previsible, como en un régimen de libertades —en una democracia, en una palabra—.

En este sentido, Cataluña, y en especial la Cataluña de estos últimos años, es un parque temático excelente, incomparable. Esta semana, por ejemplo, hemos tenido el caso Centelles. ¿Que dónde está el totalitarismo, tal vez se pregunten ustedes? Pues muy sencillo: está en que los medios políticos y culturales catalanes, junto a los medios a secas —esos del editorial único—, consideren anómalo, insólito, cuando no una agresión intolerable, que los archivos del fotógrafo Agustí Centelles hayan sido vendidos por sus hijos al Ministerio de Cultura y este vaya a exponerlos en el Centro Documental de la Memoria Histórica, con sede en Salamanca. Una reacción de este tipo se sostiene en una sola y muy elemental creencia: la obra de un fotógrafo catalán no puede conservarse —y la conservación, en términos museísticos, incluye la difusión y la investigación vinculadas a esos fondos— si no es en Cataluña y a cargo de Cataluña. O sea, si no se ocupa de ello Catalunya, SL.

Pero lo más grave no es que todos o casi todos esos representantes de la cultura, la política y los medios piensen así, sino que también lo hagan la mayoría de los ciudadanos que se interrogan sobre lo sucedido. Es decir, que la mayoría den por hecho que esos archivos tenían que acabar en alguna parte de Cataluña y no en cualquier otra parte de España, o, lo que es lo mismo, que a nadie se le haya ocurrido preguntarse: ¿y por qué no? ¿Por qué no han de estar en Salamanca, donde existe un centro del Estado creado «ex profeso» para albergar esa clase de fondos, con unas posibilidades infinitamente superiores a las de cualquiera de los centros análogos que la Generalitat tenga ya o alcance a tener? Pues bien, esa aceptación resignada de que las cosas no pueden ser más que como dispone el «statu quo» nacionalista es una de las muestras más palmarias del grado de sometimiento del ciudadano a los designios del poder y, en definitiva, del grado de penetración del totalitarismo.

Sí, ya sé que también ha habido quien, como Pilar Rahola, ha querido ver en la compra del archivo una evidencia de la mala fe de la ministra, de sus aviesas intenciones, porque Ángeles González-Sinde se adhirió en su momento al «Manifiesto por la lengua común». Pero eso, francamente, más que una muestra de totalitarismo, es una pura sandez.

ABC, 5 de diciembre de 2009.

¿Y por qué no?

    5 de diciembre de 2009