Hasta ahora, en efecto, en cualquier ciudad española un taxi era igual a otro taxi, del mismo modo que un autobús no se distinguía de otro autobús. Lo único que cambiaba era la marca del vehículo y, si me apuran, el grado de higiene de su interior. Pero, claro, cuando uno coge un taxi o un autobús ni siquiera se detiene en consideraciones de este tipo. La gente tiene prisa, y aquí te pillo y aquí me subo. Es verdad que en el caso del taxi existe la posibilidad de dejarse guiar por la compañía. Las hay más competentes y menos, como en todo. Pero, aun así, la uniformidad es lo que prevalece.
De momento. Porque, insisto, algo se está moviendo. La aparición de los taxis rosas constituye sólo el primer aviso. O, cuando menos, así lo espero. En buena lógica, deberíamos disponer, dentro de nada, de taxis azules, conducidos por hombres y sólo para hombres. Si las mujeres, según confiesan los promotores de la idea, quieren vehículos para ellas solas para de este modo poder hablar en confianza de sus cosas con el conductor, ¿qué no van a querer los hombres para poder hablar de las suyas? Y también deberíamos tener taxis blancos, en los que la limpieza del vehículo esté asegurada y uno no salga de allí oliendo a todo menos a rosas. Y taxis —pónganles el color que más les plazca— para fumadores, y otros para cristianos, judíos o musulmanes, y otros, aún, para rubios o morenos. Y todo ello, por supuesto, con la correspondiente división por sexos.
Claro que el despliegue de semejante oferta planteará no pocos problemas. De identificación, por ejemplo. Los taxis barceloneses no van a renunciar, así como así, a la tradicional combinación de negro y amarillo. Y problemas, asimismo, de conducción. Para empezar, Servitaxi, la empresa pionera, ya ha tenido que aplazar la puesta en marcha del servicio por falta de conductoras. Es de esperar que para las demás variantes propuestas —y las que puedan presentarse— el voluntariado no escasee.
ABC, 27 de diciembre de 2009.