No sé si recuerdan aquellos tiempos. Aunque no puedan considerarse cercanos, por cuanto coinciden mayormente con los últimos meses del año 2007, sí fueron los tiempos de Cercanías. Y es que nunca la palabra «Cercanías» —o su variante regional «Rodalies»— había sido pronunciada con tanta rabia, con tanta aversión, con tanto hastío. Había de qué, por supuesto. Durante este periodo, se produjeron en la red ferroviaria catalana un sinfín de hundimientos del terreno, de averías en las líneas, de interrupciones del tráfico, de retrasos en el servicio y, cómo no, de reacciones justamente enojadas de los viajeros. Y todo por culpa de las obras del AVE. O eso decían entonces los representantes de Fomento, con la ministra Álvarez a la cabeza.

No decían lo mismo, claro, los representantes de la Generalitat. Para ellos, el problema no eran tanto las obras y la forma de ejecutarlas como quienes las dirigían. Pero no los ingenieros, ni los técnicos a sus órdenes; el problema eran los políticos situados encima. Y no porque esos políticos tuvieran un determinado color. Al fin y al cabo, en ambos gobiernos reinaba el socialismo. No, lo que movía a los Montilla, Saura, Nadal y compañía a considerar que el problema eran sus homólogos del Gobierno de España guardaba relación con la creencia de que lo propio es siempre, por definición, mejor que lo ajeno —lo que equivale a afirmar, sobra añadirlo, que para ellos Cataluña será siempre mejor que España—. De ahí que, a su juicio, todos los quebraderos de cabeza ocasionados por la gestión del tráfico ferroviario en la Comunidad no podían sino desaparecer cuando Cercanías cambiara de manos.

Ahora, por fin, esta semana los Gobiernos central y autonómico han cerrado el traspaso. Pero, lejos de celebrar el acontecimiento con el triunfalismo que sería de prever, los políticos catalanes han empezado a bajar el tono. Por un lado, el consejero de Política Territorial y Obras Públicas, Joaquim Nadal, ya ha advertido públicamente que «nadie espere milagros, porque los milagros son de otra esfera». ¿Y eso qué significa? Pues, según el consejero, que las mejoras van a llegar de modo progresivo y no de golpe, y van a notarse tan sólo en una «mayor proximidad» en la atención al ciudadano. O sea, nada de solventar retrasos o deficiencias del servicio; como mucho, una buena campaña de imagen, la creación de una línea caliente para usuarios al borde del ataque de nervios y unos cursillos de catalán para la tropa.

Pero tal vez la reacción más significativa sea la del portavoz parlamentario de CIU, Oriol Pujol. Para el júnior, el traspaso ha sido un fiasco, porque no incluye «ni trenes, ni vías, ni estaciones, ni Regionales». Pero, sobre todo, porque cualquier mejora cuyo coste supere el déficit de explotación acordado para este mismo año deberá «correr a cargo de los catalanes». Acabáramos. O sea que el acuerdo no tiene otro beneficiario que el Gobierno de Madrid. Por una parte, le endosa a su homólogo catalán la gestión del servicio y cualquier sobrecoste que este pueda generar; por otra, sigue conservando la propiedad del producto.

Bingo, don José.

ABC, 2 de enero de 2010.

Cercanías

    2 de enero de 2010