De todos es sabido que no es lo mismo el catalanismo que el españolismo. En efecto, tal y como consigna el diccionario académico, en un caso estamos hablando del amor o apego a las cosas características o típicas de Cataluña y, en el otro, del amor o apego a las cosas características o típicas de España. Pero, más allá de esta distinción, que no afecta, como se ve, más que al universo simbólico depositario de la querencia, existe otra, que el diccionario ya no consigna y que es la que, en definitiva, acaba condicionando, aquí y ahora —esto es, en nuestra Cataluña—, el uso de cada término. Me refiero, claro, a su valor de cambio, a lo que supone, para un ciudadano cualquiera, abrazar uno u otro objeto del deseo. En el primer caso, la integración, el reconocimiento social; en el segundo, si no la exclusión, sí cuando menos la marginación. De ahí que entre los adjetivos asociados a cada uno de estos vocablos —o sea, catalanista y españolista, respectivamente— medie tanta distancia como la que puede darse entre un elogio y un insulto.

Dicho de otro modo: el catalanismo, en Cataluña, hace las veces de líquido amniótico. Sin él, no hay vida. Y, en especial, vida política. En este sentido, el Pacto del Tinell —con el epígono, a los tres años, de Artur Mas firmando ante notario que nunca pactaría con el PP— constituye, sin duda, la expresión más elaborada de ese exclusivismo. Sin olvidar, por supuesto, la Casa Gran del Catalanisme, auspiciada por el propio Mas a finales de 2007. O la Catalunya Causa Comuna pergeñada por Raimon Obiols en la ociosidad de su escaño europeo y que los socialistas lanzaron como réplica algo más tarde. En ambos casos el propósito es atraer, en torno a cada uno de los grandes partidos catalanes, al máximo número de personalidades, con independencia de su color ideológico. Basta con que hagan profesión de fe catalanista.

Y aún hay más —aunque no tan lustroso—. Porque la transversalidad del catalanismo se concreta también en el silencio que siguió a aquel tres por ciento que Maragall le escupió al líder convergente en el Parlamento autonómico y que luego tuvo que tragarse ante la amenaza del segundo. O, sin ir más lejos, en el acuerdo al que llegaron ambos partidos esta semana en la Cámara catalana para que no se investiguen sus malas prácticas en los ayuntamientos donde gobiernan.

Por todo ello, no puedo sino felicitarme ante la imagen ofrecida el pasado miércoles, en el Centro Internacional de Prensa de Barcelona, por algunos ciudadanos. Y felicitarme tanto por lo que allí les reunía como por lo que representaban. Les reunía la férrea voluntad de oponerse a las campañas sancionadoras de la Administración por razones lingüísticas. Y representaban a los partidos, asociaciones y ciudadanos que el catalanismo —es decir, esa misma Administración— ha expulsado del terreno de juego. Sea, pues, bienvenida esa unión, esa Casa Común del Españolismo. Por más que lo mejor hubiera sido —no vayamos a olvidarlo— no haber tenido que llegar a ella.

ABC, 23 de enero de 2010.

La Casa Común del Españolismo

    23 de enero de 2010