A juzgar por las palabras que Walter Benjamin dejó escritas en su diario el 16 de diciembre de 1926, su animadversión hacia Joseph Roth venía de antiguo. Quiero decir que no fue sólo el impacto de la lectura de aquel artículo sobre el sistema educativo ruso que Roth iba a publicar en el Frankfurter Zeitung un mes más tarde lo que le llevó a tildarlo de «optimista idiota» transmutado en «fisgón». Aun así, el artículo influyó, seguro. El artículo y el ambiente en que le fue leído por su autor. Aquella suite llena de sobras de comida en que se habían recluido después de cenar opíparamente en el propio restaurante del hotel moscovita donde se alojaba el periodista y que más parecía un lujoso establecimiento europeo que un estandarte de la Nueva Política Económica auspiciada por los padres de la Revolución y las estrecheces en que vivía la gente. O sea, el contraste. A Benjamin, que aquella noche había probado el vodka por primera vez, le resultaba cuando menos sorprendente, por no decir irritante, que alguien que había llegado a Rusia como un bolchevique redomado para contar a los lectores alemanes las excelencias del país de los soviets estuviera ahora a punto de abandonar aquella tierra convertido en un monárquico integral.

No era exactamente así, claro. Quien haya leído los reportajes que Roth fue publicando en el Frankfurter entre septiembre de 1926 y enero de 1927, y que están recogidos en su Viaje a Rusia, sabe que la esperanza de que aquello pudiera enderezarse algún día no se desvanece jamás. Ahora bien, junto a esa esperanza, está la mirada escrutadora. Lo que a Benjamin le parecía propio de un «fisgón» y que no es otra cosa, al cabo, que el ejercicio del periodismo. Del bueno, por supuesto, del que Joseph Roth practicó toda su vida. En lo tocante a la educación, por ejemplo, el reportero es el primero en advertir a sus lectores de la dificultad de implantar un nuevo sistema de enseñanza en un país donde, «a ojo de buen cubero», hay todavía un cincuenta por ciento de analfabetos, por lo que toda conclusión será a la fuerza provisional. Pero ello no impide a Roth fijarse en las nuevas tendencias pedagógicas al uso y sacar de ello algunas lecciones. Así, que «los alumnos burgueses aprenden con más facilidad que los proletarios». O que ciertos jóvenes incapaces de construir una frase sencilla pueden, en cambio, «dirigir una asamblea, elaborar un estado de cuentas, citar de memoria o incluso escribir alguno de esos artículos de periódico tan usuales». Y es que, recalca Roth, a esos jóvenes no se les ha «educado para combinar»; se les «ha nutrido con un conjunto sólido, forjado para durar eternamente, de pensamientos y palabras» y se les «ha privado de la fructífera fatiga de elaborar una síntesis y un análisis autónomos». En definitiva: «Se teme al individualismo crítico como a una enfermedad contagiosa, por lo que se mete al joven en una comunidad ficticia, se le deja enraizar en una construcción imaginaria, despertando en él la creencia en poderes inexistentes, en victorias nunca alcanzadas, en derrotas nunca sufridas».

Todo eso, claro, queda ya muy lejos. Pero si ustedes se toman la molestia de copiar la última frase entrecomillada del párrafo anterior y de pegarla, sin retoque alguno, aquí y ahora, o sea, en la mismísima España y ochenta y tantos años más tarde de cuando fue escrita, comprobarán hasta que punto estamos cerca de lo narrado por Roth. Los experimentos pedagógicos puestos en marcha hace un par de décadas con la aprobación de la LOGSE, esto es, con la feliz conjunción de los intereses de la izquierda y los nacionalismos irredentos, parecen haber alcanzado ya sus últimos objetivos. Y lo más triste es que a nosotros ni siquiera puede salvarnos una hipotética caída del Muro.

Factual, 25 de diciembre de 2009.

Experimentos pedagógicos

    29 de enero de 2010