Más allá de los ribetes socialdemócratas de la anécdota —y de sus consecuencias prácticas: a este paso, al solo, cortado o con leche habrá que añadirle pronto el justo—, ese rechazo de la mediación es muy propio del mundo en que vivimos. A la animadversión que la izquierda ha sentido siempre por la libertad de mercado y por las consiguientes oscilaciones en el precio de los productos —o, si lo prefieren, por el sistema capitalista—, y que le lleva a confundir los comerciantes, distribuidores y representantes de nuestros días con los negreros de antaño, se une ahora la posibilidad de obtener de primera mano, sin necesidad de mediadores, muchos bienes de consumo. Una posibilidad, sobra decirlo, al alcance de cualquier ciudadano, sea o no de izquierdas, y cuyo principal acicate es de orden económico. La globalización en que andamos metidos ha obrado el milagro.
Pero, junto al milagro, la globalización ha traído también un espejismo. A saber, la creencia de que uno puede procurarse lo que sea y sin coste alguno. Y no me refiero tanto a la controvertida gratuidad de las descargas musicales y cinematográficas como a la información en sí. Hoy en día muchos jóvenes internautas —esto es, muchos jóvenes— acceden a los contenidos sin pasar por ningún filtro de autoridad. E incluso cuando pasan por uno —como sería el caso, por ejemplo, de los medios digitales— no parecen tener la menor conciencia de que lo que ven o leen ha sido previamente ponderado por una persona cualificada. Para ellos, en el fondo, no existe otra autoridad que la propia red.
Así las cosas, no debería extrañarnos el progresivo descrédito de los docentes, esos mediadores entre el saber y la ignorancia. Como tampoco debería escandalizarnos que la Universidad de Sevilla reconozca en su reglamento el derecho del estudiante a terminar su examen aun cuando haya sido pillado copiando por su profesor. Al fin y al cabo, ¿quién es él para decidir si el chaval copiaba o no?
ABC, 24 de enero de 2010.