Pongamos que esto es Galicia y que estamos en plena campaña electoral. Pongamos también, si les parece, que por aquí se ha acercado un hombre, dispuesto a cumplir con su deber. Pongamos, en fin, que ese hombre es un periodista, pero no un simple gacetillero de tres al cuarto, sino el mismísimo director de un diario de Madrid. Así las cosas, comprenderán que sus palabras pesen. Por ejemplo, las que estampa en su primera crónica, a modo de divisa: «Vengo a oír, ver y contar. No traigo otro bagaje para este menester que unos espejuelos de cristales claros y lisos, que no deformarán el verde de los prados, ni el alma obscura de las muchedumbres». Y, en efecto, a lo largo de una semana ese periodista oye, ve y cuenta. Entre lo que ve, están, claro, los carteles y las pancartas. Y el hombre, que ha empezado el recorrido por la provincia de Lugo y, tras cruzar las de la Coruña y Pontevedra, lo ha terminado en la de Orense, se fija —por algo es un buen periodista— en que los contenidos de esos carteles y pancartas difieren de un sitio a otro. En concreto, los de la Galicia baja gastan un tono mucho más enérgico que los de la Galicia alta. Y no sólo se fija en los contenidos; también en la lengua. Y llega a la conclusión de que su uso es discrecional. Así como en La Coruña, por ejemplo, la propaganda usa un gallego que, de tan indistinto, lo mismo podría ser castellano, en la Galicia mucho más galleguista las pancartas están «escritas […] en un gallego escogido cuidadosamente para que se [parezca] lo menos posible al castellano».

Quien eso cuenta es Paulino Masip, director del vespertino La Voz. Y lo cuenta en un reportaje realizado a finales de junio de 1936, coincidiendo con los últimos días de la campaña del referéndum por el Estatuto de Autonomía de Galicia. Se trata, pues, de un viejo asunto. De un viejo asunto al que los lingüistas y los sociolingüistas han dedicado, con el tiempo, sesudos estudios. El problema de las lenguas hermanas, podríamos llamarlo. O el problema de la realidad, que para el caso es lo mismo. Porque lo normal es que dos hermanos se parezcan, que tengan mucho en común. Con las lenguas hermanas y en contacto ocurre otro tanto. Basta pisar la calle y poner la oreja para comprobarlo. Es decir, basta encomendarse a la realidad.



El problema surge cuando esa realidad no conviene. Cuando se sueña con un nuevo mundo, un mundo de hijos únicos, sin más contactos con el prójimo que los meramente furtivos. En una palabra, cuando se aspira a planificar el uso de las lenguas. Y hasta su desguace. Después de tres décadas de autonomía ininterrumpida, los nacionalismos periféricos siguen practicando inútilmente, lo mismo en Galicia que en otras partes de España, la ingeniería lingüística. En la administración, en la enseñanza, en los medios públicos. Sólo en periodos electorales, cuando está en juego algo más que la ficción, los políticos del lugar —los lugareños de la política— se dejan de tonterías y usan las lenguas con propiedad. En definitiva, se hacen entender. Lástima que ya no queden muchos periodistas dispuestos a narrarlo. Es decir, dispuestos a oír, ver y contar lo uno y lo otro.

Factual, 4 de diciembre de 2009.

Oír, ver y contar

    21 de enero de 2010