La constitución del nuevo Gobierno de la Generalitat no deja lugar a dudas: como diría Josep Pla, el viaje se acaba. Y no porque Ítaca esté cerca. La subida a cubierta para asumir las carteras de Presidencia y Justicia de quienes han realizado junto a Mas, desde hace por lo menos tres lustros y sin abandonar la sala de máquinas, la travesía hacia ese país natal que nunca existió —esto es, los irredentos Homs y Gordó, respectivamente— ha sido interpretada como la ratificación de que la cosa iba en serio, de que los hechos empezaban a corresponderse con las palabras. Cierto. La radicalización del gabinete es incontestable. Tanto más cuanto que los descartes han recaído en los navegantes de patriotismo más liviano, y las ratificaciones, en aquellos cuyo independentismo — pongamos un Puig, o un Mascarell— ha superado ya todas las pruebas. Junto a ellos, completando la tripulación, esas figurillas de pesebre que tanto adornan el conjunto —pongamos la tríada de consejeros de Unió— y donde la palabra «pesebre» lo mismo vale para belén que para comedero.

Así pues, todo indica que Mas ha dispuesto a su gente para zafarrancho de combate. El problema es que ese zafarrancho, dentro de nada, va a pasar de combate a siniestro. Es posible, no lo niego, que el presidente de la Generalitat, en su enajenación transitiva, ni siquiera haya previsto tal eventualidad. Vaya, que dé por hecho que habrá combate y que hasta puede salir de él victorioso. Pero, consciente o no de sus actos, lo que en verdad está haciendo Mas es quemar las naves. O sea, despedirse a la heroica. Y, con él, cuantos le acompañan. Porque, si bien hay quien sostiene que Homs está puesto ahí para cuando el barco zozobre y su capitán salte por la borda, resulta difícil de creer. Y lo más triste es que hasta puede darse el caso de que no haya combate. Con lo necia que es esta gente, no me extrañaría lo más mínimo que baste un simple golpe de mar para que el viaje se acabe.

(ABC, 29 de diciembre de 2012)

Quemar las naves

    29 de diciembre de 2012
Cuenta Pedro Sainz Rodríguez, ese personaje irrepetible —tan irrepetible como la época que le tocó vivir, de 1897 a 1986, por más que de tarde en tarde ciertos paralelismos todavía nos deslumbren—, que a principios de 1938, en plena guerra civil, cuando Francisco Franco le nombró máximo responsable de lo que al cabo de poco y en adelante se llamaría en España Ministerio de Educación, les espetó a los periodistas de Burgos que habían ido a entrevistarle a San Sebastián: «..Ya ha salido la lista… con el gordo». La lista era el primer gobierno de Franco y el gordo, por supuesto, era él. Y no porque su nombramiento como ministro hubiera acaecido en tal día como hoy, sino porque al hombre le rebosaban las carnes tanto como las ideas.

​No creo que sea el caso de Oriol Junqueras. Al menos, en cuanto a las ideas. Nada hay en lo dicho últimamente por el líder de ERC que pueda calificarse de novedoso. Su papel en el teatro de la política catalana se reduce, y no es poco, a asegurar que Artur Mas se despeñe tarde o temprano. En este sentido, recuerda muchísimo el papel representado —con éxito, sobra añadirlo— por Carod Rovira cuando el Gobierno de la Generalitat estaba presidido por Maragall o por Montilla. Eso sí, con dos diferencias sustanciales. Por un lado, Carod Rovira y su partido formaron parte de aquellos gobiernos. Y luego, claro, ni Maragall ni Montilla son Mas. Es verdad que a ambos expresidentes la mala conciencia de no ser nacionalistas —o de no serlo, al menos, en el grado suficiente— les llevó a sobreactuar hasta extremos ridículos. Y que en algún momento hasta se creyeron su papel. Pero, aun así, nada de eso puede compararse al redentorismo sacrificial del actual presidente. No, él quiere terminar la obra de demolición, personal y colectiva, y para eso cuenta con Junqueras. O lo que es lo mismo: dado el más que previsible desenlace, para eso Junqueras cuenta con Mas. Comprobarlo es cuestión de tiempo. Breve, por lo demás.

(ABC, 22 de diciembre de 2012)

El gordo

    22 de diciembre de 2012
​Son insaciables. No les basta con lo que tienen y ahora regulan incluso el primer tramo de la educación infantil, el que va de los cero a los tres años, no vaya a suceder que en esa edad tan tierna y porosa alguna criatura pueda ser educada, por inadvertencia, incuria o flojedad del maestro, en su lengua materna. A este paso, dentro de nada las gestantes de Cataluña serán obligadas a escolarizarse para que el feto se desarrolle en el ambiente que la patria prescribe. Tal vez en 2014, ese año que lleva trazas de convertirse en un nuevo 1984. Por suerte, el modelo educativo catalán tiene también fisuras. A ellas aludió el pasado miércoles con profundo pesar el diputado Duran. Dijo que la mayoría de los niños catalanes hablan castellano en el patio y que tal circunstancia era muy de lamentar. En efecto, una cosa es hablar castellano en la intimidad, donde, que yo sepa, todavía no ha metido mano la Administración autonómica, y otra muy distinta hacerlo en el patio. El patio, como todo lo que afecta a la escuela catalana, pertenece a la Generalitat. De ahí que su resistencia a pasar por el aro patriótico merezca ser resaltada. Sí, el patio resiste —hermoso eslogan—. ¡Ah, si la Generalitat, en vez de meterse en ese berenjenal de la inmersión, hubiera bebido de sus propias fuentes! Por ejemplo, de aquel Estatuto de Nuria de 1931, aprobado en Cataluña con asombrosa unanimidad —más de un 90% de síes con una participación del 75%— y cuya redacción, antes de que las Cortes Constituyentes de la República lo redujeran prácticamente a ceniza, preveía la enseñanza del castellano y en castellano «en todos los núcleos de población donde, según el último trienio, hubiera un mínimo de cuarenta niños de lengua castellana». Sí, eran otros tiempos. Pongamos que ahora, en lugar de cuarenta, se requiriera cien veces más. O mil veces más. Pero me temo que ni por esas. Para el nacionalismo de hoy, el patio, como la finca entera, es particular.

(ABC, 15 de diciembre de 2012)

El patio de su casa

    15 de diciembre de 2012
Mi compañero de fatigas Ramoneda aseguraba el pasado jueves en «El País» que «sin duda el Gobierno de Aznar fue el más ideológico de la historia de la democracia española». La afirmación es de todo punto extraordinaria. Por lo categórico y, en especial, porque no se sostiene en prueba alguna. Mejor dicho, sí se sostiene en algo: en que el Gobierno de Rajoy, a juzgar por lo expresado en el mismo artículo, no lo está siendo tanto. Todo indica, pues, que para ciertos pensadores de izquierda, navarros o no, la ideología es mala cosa. Tan mala, que no merece asociarse más que con la derecha. En eso buena parte de la izquierda se comporta exactamente igual que el nacionalismo. Rechaza que su visión del mundo pueda ser tildada de ideológica y, en consecuencia, ponderada, refutada y, ¡ay!, combatida. Tanto esa izquierda como el nacionalismo —y mucho me temo que en el caso del compañero Ramoneda ambos parámetros se confundan ya sin remedio— ven sus propias creencias y valores como algo inmaculado, esencial, como algo no sujeto a discusión y ajeno, pues, al debate público. Sólo así se explica que en el artículo de marras ese preámbulo dé paso a una verdadera diatriba contra el borrador del anteproyecto de nueva ley educativa que acaba de presentar el ministro Wert —al que Ramoneda atribuye, por cierto, «un narcisismo incontenible», como si tal atributo tuviera que ser por fuerza privativo de la farándula y de algunos profesionales de la comunicación—. Y sólo así puede entenderse que en él se afirme, entre otras muchas perlas irreproducibles por falta de espacio, que «el fracaso escolar importa poco» a este Gobierno, que lo único que en verdad le interesa es «la jerarquización social ya desde la escuela». Como si el páramo educativo actual fuese obra de un dios laico y no de un cúmulo de gobiernos y leyes socialistas. Como si el sueño de la razón, en definitiva, no pudiera producir, aparte de monstruos, montones de analfabetos.

(ABC, 8 de diciembre de 2012)

La izquierda inmaculada

    8 de diciembre de 2012
«La Constitución es lo que ha hecho posible en España 34 años de paz. Pero de la buena: o sea, paz con democracia y libertad. Lástima que esa paz, y la consiguiente convivencia entre el conjunto de los españoles, se hayan visto permanentemente lastradas por la violencia del terrorismo independentista y, en los últimos tiempos sobre todo, por la deslealtad y el chantaje de los nacionalismos autodenominados democráticos».

(La Voz de Barcelona)
Lo de Cataluña se parece cada vez más a una parodia. Algo así como «Si hoy es martes, esto es Bélgica», pero con la política como tema en lugar de los viajes organizados. Un presidente que convoca unas elecciones a medio mandato porque ha oído, dice, el clamor de la calle y porque, al igual que Juana de Arco, se siente llamado a encabezar un ejército de patriotas para liberar el territorio de esa gente tan ufana y tan soberbia. Un historiador reconvertido en consejero de Cultura que, ante lo más granado de las artes y las letras catalanas, le dice a ese su presidente, y por dos veces en quince días, «presidente, estás haciendo historia», como si lo que ese hombre estaba haciendo —esto es, prometer una suerte de referendo para dar satisfacción a la supuesta voluntad de un pueblo cuyo clamor aseguraba haber oído— pudiera figurar en otros anales que en los de la Academia de la Farsa. Ese mismo presidente que, llegado al fin el gran día en que los ciudadanos de Cataluña iban a expresar sus anhelos, se pega el gran batacazo en las urnas y, lejos de dimitir, prosigue en su empeño liberador. Un secretario general de la federación también presidida por el presidente que ahora afirma, muleta en mano y como si su opinión, voluble donde las haya, tuviera algún valor, que en la manifestación donde se expresó la voz de la calle no todos eran independentistas, y ello por la simple razón de que él, que dice no serlo, estuvo allí —lo que da la medida, por cierto, de su irresponsabilidad—.

Este periódico informaba ayer de que dirigentes de la propia federación comparan ya la situación de Cataluña con la de Bélgica: legislaturas que no se agotan, gobiernos que no pueden formarse por falta de acuerdos, inestabilidad permanente. Añadan a lo anterior el nexo del nacionalismo y, en el caso catalán sobre todo, la crisis económica. En definitiva, una delicia. Como para no dudar de que si hoy es sábado, esto, señoras y señores, es Cataluña.

(ABC, 1 de diciembre de 2012)

Si hoy es sábado

    1 de diciembre de 2012
Cuando uno lanza un órdago como el que lanzó Artur Mas el pasado mes de septiembre y lo fía todo a los resultados de unas elecciones autonómicas a las que ha conferido un carácter plebiscitario, corre el riesgo de que le salga el tiro por la culata. Y eso es lo que le pasó ayer al presidente de la Generalitat catalana. Aunque en un futuro siga insistiendo en la voluntad de convocar un referendo para tratar de separar a Cataluña del resto de España, el referendo, en realidad, se celebró ayer. O, cuando menos, en primera instancia. Y es evidente que el convocante lo perdió. No sólo CIU no alcanzó la mayoría absoluta, sino que además se dejó una docena de escaños en el camino. Casi nada. Unas elecciones sólo se anticipan cuando quien tiene esa potestad se encuentra privado de una mayoría parlamentaria para gobernar —cuando no le queda más remedio, en definitiva— o, al contrario, cuando nada le obliga a ello pero su seguridad en la victoria le permite creer que puede sacar del adelanto una buena tajada. Mas quiso dar a entender que se hallaba en el primero de los casos, pero enseguida empezó a comportarse como si estuviera en el segundo. Y, a medida que fueron venciendo los días, la propia sociedad catalana y gran parte de la española asumieron que en los comicios del 25 de noviembre el actual presidente de la Generalitat se jugaba mucho más que una mayoría simple o absoluta para gobernar.

Es verdad que el resto del voto independentista puede consolarle hasta cierto punto de ese traspié. Pero sólo hasta cierto punto. Entre ERC, que recupera sus registros de hace seis años, y la CUP, que obtiene por primera vez representación y ocupa el lugar de la Solidaritat per la Independència de los Laporta y López Tena —si bien con una propuesta izquierdista y antisistema—, el bloque partidario de realizar la consulta a cualquier precio experimenta incluso una pérdida de dos escaños. Sólo si se le añade Iniciativa per Catalunya y la sopa de letras que le acompaña, partidaria también de la consulta aun cuando su soberanismo sea mucho más liviano, podría hablarse de un crecimiento mínimo. Sobra decir que para este viaje no hacían falta tantas alforjas. Ni tanto Moisés encabezando la travesía. Con independencia de cuál vaya a ser su reacción, los fracasos de esta magnitud sólo admiten una respuesta decente: la dimisión.

Pero las urnas arrojaron también otros datos de interés, al margen de los que atañen a Mas y a su empeño segregador. El más relevante, sin duda, es el hundimiento del socialismo catalán. Un hundimiento que viene de lejos, pues el PSC no levanta cabeza desde que puso su destino en manos del nacionalismo radical, hace ya nueve años, con el beneplácito entusiasta del entonces secretario general del PSOE y futuro presidente del Gobierno, José Luis Rodríguez Zapatero. Desde aquella fecha es un partido desnortado, víctima de sus pactos y de sus miedos, un partido al que van abandonando cada vez más dirigentes —algunos, como Ernest Maragall, han presentado ya su propio partido— y, lo que es peor para sus intereses, cada vez más ciudadanos. Por lo demás, ese hundimiento no puede disociarse en modo alguno del que afecta al partido hermano. Ni en las causas, ni en los efectos. Después de los fracasos de Galicia y del País Vasco, los resultados de ayer en Cataluña ponen a la actual cúpula del PSOE en una situación delicadísima, de la que difícilmente va a salir con un ejercicio de supuesta autocrítica y una apelación a la unidad. A este paso, al socialismo español pronto le van a faltar las piezas necesarias para constituir un mínimo conjunto presentable.

El Partido Popular, por su parte, ha conservado su peso en la Cámara autonómica. Teniendo en cuenta el desgaste que siempre suele acarrear en tiempos de crisis el ser franquicia regional del partido que gobierna el Estado —y que ha adoptado, de grado o por fuerza, una serie de medidas manifiestamente impopulares—, su resultado es más que meritorio. Y lo es también, qué duda cabe, por haber sido el PP, durante la campaña, el blanco predilecto de los ataques de las dos fuerzas mayoritarias, esto es, de CIU, que no le perdona la presentación del recurso sobre el Estatuto al Tribunal Constitucional, y del PSC, emperrado en mantenerse equidistante con respecto a las dos formaciones de centroderecha, al margen de cuál sea el asunto que haga al caso y al margen, pues, de los hechos y de la propia verdad.

Capítulo aparte merecen los resultados de Ciutadans. De cuantas formaciones aumentaron ayer su representación parlamentaria, la presidida por Albert Rivera es, porcentualmente, la que más creció. Su defensa acérrima de la ley y el orden y su denuncia de la corrupción, o, lo que es lo mismo, su rechazo inequívoco de cualquier componenda con el nacionalismo, han sido premiados con creces por los electores. La consolidación de Ciutadans como fuerza política regional —una consolidación análoga a la experimentada en los últimos tiempos por UPyD en el resto de España— constituye, sin duda alguna, una de las noticias de la jornada.

Una jornada en la que se ha configurado, no hace falta añadirlo, un nuevo paisaje. No sólo en el campo parlamentario, como acabamos de ver, sino también en el social. La aventura soberanista de Artur Mas ha lastimado quizá para siempre la convivencia entre catalanes, y entre catalanes y el resto de españoles. O sea, entre españoles. Al margen incluso de lo que vaya a depararnos el futuro inmediato, me temo que el desgarro ya no tiene remedio. No es sólo un problema de relaciones sociales; es algo que ha ido incluso más allá, puesto que resulta difícil hallar hoy en día en Cataluña familias donde no se hayan roto ya, a cualquier nivel y en mayor o menor grado, las costuras. Y lo mismo puede afirmarse de tantos lazos afectivos que traspasan la comunidad catalana y se extienden al conjunto de España.

Pero, al margen de lo anterior, ese nuevo escenario en el que nos va a tocar vivir y convivir de ahora en adelante en la medida de lo posible ha consagrado también una impostura de consecuencias impredecibles. En Cataluña la ley se está convirtiendo a marchas forzadas en un concepto accesorio, en un marco maleable al gusto del consumidor. Como nada es imposible para los apóstoles del Estado nuevo, la ley no impera sino que uno se la salta cuando le conviene. Es lo que suele ocurrir allí donde la corrupción ha echado raíces y este es el caso, por desgracia, de Cataluña. Sólo cabe esperar que los resultados de anoche enfríen algo los ánimos de quienes parecen haber perdido, si no el juicio, sí toda sensatez. Muchísimos ciudadanos de Cataluña no desean otra cosa. Y, por supuesto, la gran, la inmensa mayoría de los españoles.

(ABC, 26 de noviembre de 2012)

El gran fracaso

    26 de noviembre de 2012

Acto Final de Campaña C's

    24 de noviembre de 2012
El Ayuntamiento de Barcelona ha decidido poner el nombre de Vicenç Albert Ballester a una calle de la ciudad. ¿Que quién era Vicenç Albert Ballester? Pues, al parecer, un profesional del catalanismo político. O sea, alguien sin oficio ni beneficio, pero con patria, como tantos hay hoy en día. El máximo mérito de Ballester, el que le hace merecedor de contar con una calle en esa ciudad que le vio nacer en 1872, es, según dicen, el de haber inventado la bandera independentista, la llamada «estelada» —y que muy bien podría llamarse la «cubana», puesto que fue tras una estancia en Cuba que a Ballester se le ocurrió la idea de añadir el triángulo azul con la estrellita blanca a la «senyera» tradicional—. Ya ven, el Ayuntamiento de la capital catalana no descansa. Tras conceder la medalla de oro de la ciudad a título póstumo al racista Heribert Barrera, ahora se dispone a honrar al inventor de la «estelada» poniendo su nombre a una calle. Serán las estructuras de Estado a que aludió el presidente Mas y que el alcalde Trias va construyendo por doquier.

Pero lo cierto es que no hay mal que por bien no venga. Lo recordaba el jueves por la noche el presidente de Ciutadans, en el mitin final de campaña. Decía Albert Rivera que habrá que agradecerle siempre a Artur Mas y a cuantos le secundan el que se hayan envuelto en la «estelada» y hayan abandonado la «senyera». O sea, el que se hayan ido con la parte y hayan liberado el todo. En efecto. El nacionalismo no representa más que a una parte de los catalanes, por lo que nunca debería haberse apropiado de la enseña de todos. El nacionalismo es una bandería. Le corresponde, pues, una enseña particular, privativa, excluyente; una enseña que no puede ser la oficial, dado que la oficial es, por definición, común y compartida. Como es el caso de la «senyera» para todos los catalanes, de la española para todos los españoles o de la europea para todos los europeos.

(ABC, 24 de noviembre de 2012)

De todos es sabido que el independentismo del lugar lleva tiempo ordenando la nueva vivienda. Para cuando deba habitarla. De momento está todavía enfrascado en los planos —o sea, en los planes—. Y una de las cuestiones que más le desazona es la de la lengua. La castellana, claro. ¿Qué hacemos con ella? Por supuesto, ya nadie fantasea con la posibilidad de eliminarla de cuajo. No, eso son sueños de otras épocas, mucho menos globales. Ahora el debate gira en torno a su oficialidad. En los últimos meses algunos patriotas han abogado por conservar en ese nuevo Estado de sus deseos la situación actual. Ya saben, dos lenguas cooficiales, aunque sólo sobre el papel. Quienes así discurren sostienen que hay que comprar voluntades y que la de la población castellanohablante, mayoritaria hasta nueva orden, bien vale ese sacrificio. Pero no todo el personal es tan fenicio. Los hay, y son los más, me temo, que siguen fieles a la ortodoxia del monolingüismo. Aun así, como no se fían del futuro poder, han publicado un manifiesto que, desde el título mismo —«El català, única llengua oficial del futur Estat català independent»—, no deja lugar a dudas. Es el típico texto de lo que podríamos llamar el nacionalismo ADN, donde se afirma que el alma de la nación catalana es su lengua, se ensalza la personalidad y el genio nacional de la patria y se habla de vivir en los Países Catalanes en un solo idioma. En fin, los delirios de siempre. Pero el texto también alude, como argumento para refutar la cooficialidad, a —traduzco— «la nula beligerancia de la población hispanohablante ante (…) la idea de un Estado catalán independiente». Cierto o no, el argumento dice mucho de lo ocurrido en Cataluña en esas tres largas décadas de nacionalismo gobernante. La lidia está llegando a su término. El toro se halla rendido y postrado. Pero, por muy lucida que haya sido la faena, de nada servirá si no se remata con la estocada. Y en esas estamos, al parecer.

(ABC, 17 de noviembre de 2012)

La estocada

    17 de noviembre de 2012
La obra de un periodista tiene un carácter esencialmente efímero. Salvo muy contadas excepciones, en las que la oportunidad o la dicha convierten el texto suelto en parte componente de un libro, los trabajos periodísticos suelen ser carne de hemeroteca. En una palabra, olvido. Lo mismo puede decirse de sus trayectorias profesionales, de sus vidas periodísticas. Son raros los casos en que se dispone de alguna monografía. Además, el único inventario existente, el Catálogo de periodistas españoles del siglo XX, de Antonio López de Zuazo, data de 1981 y, a pesar de su indiscutible utilidad, contiene numerosas lagunas y no pocos errores, imputables la mayoría de las veces a la fragilidad de las fuentes. De ahí que la publicación el año pasado del primer volumen del Diccionario biográfico del exilio español de 1939 (Fondo de Cultura Económica), dirigido por Juan Carlos Sánchez Illán y dedicado a los periodistas, merezca ser celebrada. Por su oportunidad, por su exhaustividad y, en general, por su rigor. Lo que no quita, claro, que las cerca de 350 semblanzas biográficas de que consta la obra presenten también algún que otro yerro u omisión. O que su concepción misma invite a reflexionar sobre los límites y los peajes del exilio.

Un ejemplo. El libro incluye la biografía de Agustí Calvet, Gaziel, quien fuera director ­—gran director— de La Vanguardia. Sin embargo, Gaziel no forma parte del exilio de 1939, sino del de 1936, pues tuvo que huir de la Barcelona revolucionaria a finales de julio de aquel año, antes de que los anarquistas pudieran darle el trágico paseo por la carretera de la Arrabassada. Durante la guerra vivió en Francia a cargo de Francesc Cambó, el dirigente de la Lliga, y trabajando para él, lo que significa que trabajó para el bando nacional, a quien Cambó apoyaba y financiaba. Hasta llegó a firmar, muy al principio, una carta de adhesión al general Franco. Luego, es verdad, volvió a España a mediados de 1940 huyendo de los bombardeos alemanes, sufrió un consejo de guerra al que fue sometido a instancias del conde de Godó, propietario de La Vanguardia, y se encerró en una suerte de exilio interior —sus Meditaciones en el desierto— consistente en no escribir jamás en los papeles y en no volver a publicar en otra lengua que no fuera la catalana. Es seguramente esa condición de exiliado interior —conforme a lo expuesto por Sánchez Illán en la introducción de la obra— lo que ha aconsejado su inclusión en el diccionario. Pero, si este es el caso, ¿por qué no está entonces también Josep Pla? ¿Porque no enmudeció, sino todo lo contrario? ¿Porque escribió en Destino, revista nacida con y para el régimen? ¿Porque publicó indistintamente en las dos lenguas? Si lo que cuenta a la hora de incluir o no a un periodista es su oposición al franquismo —o ese parece ser, al menos, el criterio—, la de Pla debería pesar tanto como la de Gaziel, si no más; al fin y al cabo, como demuestra su correspondencia con el editor Cruzet, recogida en Amb les pedres disperses (Destino), el ampurdanés de Llofriu hizo bastante más que el de Sant Feliu de Guíxols por favorecer la llegada a Cataluña y al resto de España de la libertad y la democracia.

Lo que invita, por otra parte, a preguntarse hasta qué punto esa clase de trabajos, tan provechosos, bienintencionados y justamente reparadores —aunque sólo sea porque ponen cuna y tumba a una legión de profesionales de la pluma a los que la defensa de sus ideales alejó para siempre de su patria y del recuerdo de sus compatriotas—, no tienen en su concepción misma su principal debilidad. Por un lado, por la dificultad, ya constatada, de acotar los márgenes del exilio. Pero también, y sobre todo, por la creencia —más o menos explícita en el planteamiento de la obra— de que los periodistas de verdad, los que merecían tal nombre, los buenos, en definitiva, eran los del exilio republicano, en la medida en que ellos y sólo ellos abrazaron hasta las últimas consecuencias la causa de la libertad. Sobra decir que el contraste de los hechos desmiente un planteamiento de esta naturaleza. Los buenos periodistas, como los malos, estaban a uno y otro lado de la frontera. Y la causa de la libertad, la defendían a menudo con parecido ahínco y acaso de forma más efectiva los que continuaban ejerciendo el oficio en España, a pesar de las trabas de un régimen dictatorial, que quienes habían optado, de grado o por fuerza, por el destierro. De lo que se sigue que algún día todas esas biografías deberían completarse con las de aquellos españoles que, sin haber formado parte de este exilio, siguieron desempeñando el periodismo en su país. Y, a poder ser, no en un volumen distinto, sino en un gran y único diccionario biográfico del periodismo español.

Un diccionario así podría evidenciar, por ejemplo, la importancia que tuvo, para la generación nacida en torno al cambio de siglo, un diario como Heraldo de Madrid cuando estuvo dirigido por Manuel Fontdevila y contó con Manuel Chaves Nogales como redactor jefe y pluma más destacada. O sea, entre 1927 y 1930. Trabajaban en él muchos de los que, en el transcurso de una década, acabarían escribiendo algunas de las mejores páginas del periodismo español —en la revista Estampa y el diario Ahora singularmente—. Entre estos periodistas estaban, aparte de Chaves, César González Ruano y Paulino Masip. Y también Carlos Sampelayo, autor de un libro publicado en 1975 y titulado Los que no volvieron, donde se trazan las semblanzas de gran parte de los intelectuales exiliados en América —en Méjico, casi todos—, y en especial de los pertenecientes al mundo del periodismo, el teatro y el cine. Pues bien, en este libro no figura, no podía figurar, González Ruano, puesto que nunca se fue de España —dejo a un lado, claro, sus corresponsalías periodísticas y sus misteriosas correrías parisinas de comienzos de los cuarenta—, condición necesaria para poder volver. Pero tampoco figura en él, al contrario de lo que cabría esperar, Masip. Que su nombre no salga citado ni una sola vez en Los que no volvieron, pese a haber compartido con Sampelayo tantas jornadas —Masip, al igual que Sampelayo, fue periodista y guionista cinematográfico en Méjico, amén de autor teatral—, resulta cuando menos sorprendente. Tal vez se deba a alguna vieja animadversión o a esos «enfrentamientos personales» entre exiliados a los que alude Sánchez Illán en su introducción al Diccionario biográfico y en los que Masip, por cierto, se vio envuelto al poco de empezar a trabajar en la industria cinematográfica mejicana, como demuestra su correspondencia con Max Aub —aunque el contrincante, en este caso, no fuera un periodista, sino un hombre de cine y de teatro, yerno de Arniches y colaborador de García Lorca en La Barraca, Eduardo Ugarte—.

Sea como fuere, Masip sí figura en el Diccionario biográfico, y con entrada propia. Eso sí, tal y como viene siendo habitual en cuantos trabajos aluden a su trayectoria periodística, ese episodio inaugural en Heraldo —Masip colaboró en el periódico desde marzo de 1928 como reportero y crítico teatral, si bien no formó parte de la plantilla hasta enero del año siguiente— no aparece mencionado. Y es de lamentar, por cuanto fue aquí donde aprendió en verdad el oficio, lo mismo que en Estampa, en cuyas páginas había ido publicando crónicas y reportajes desde mediados de 1928 y a cuyo plantel se incorporaría en agosto de 1929. Y fue aquí y en Estampa y en Ahora —diario en el que estuvo desde el primer día— donde bebió de las enseñanzas de Chaves Nogales. Como había bebido González Ruano en aquel Heraldo y en aquella Estampa de fin de década, antes de romper con la prensa republicana y entrar en Informaciones. Son esas transversalidades, al cabo, las que explican el periodismo de un tiempo y un lugar. Con todas sus luces y todas sus sombras.

(Letras Libres, noviembre de 2012)

La memoria periodística

    13 de noviembre de 2012
El SCC no es el Standards Council of Canada, ni el Sacramento City College, ni, por supuesto, la Société Centrale Canine. El SCC es el Sistema Català de Comunicació. El Sistema Català de Comunicació, o sea el esececé, difícilmente puede ser descrito en una columna de periódico: no sólo desborda sus límites, sino que, por su condición mutante, aparecerá siempre de modo inconcluso. Aun así, por probar que no quede. El SCC es un sistema basado en la existencia de un espacio diferencial —el Espai Català de Comunicació— donde se manifiestan fenómenos singulares. Por ejemplo, el de unos medios de comunicación presuntamente privados que, además de ir todos a una, guardan una exquisita fidelidad al poder, lo que les lleva a publicar editoriales conjuntos en contra del Tribunal Constitucional y a favor de un Estatuto de Autonomía cocinado por ese mismo poder; a cambio, reciben jugosas subvenciones, de forma directa o mediante publicidad institucional. O el fenómeno de una televisión pública que, entre otras muchas particularidades, tiene por costumbre censurar sus informativos, como ha hecho esta misma semana por la presión de una entidad financiera que no quería ver dañada su imagen. O el de un organismo de la Generalitat encargado de realizar estudios de opinión que prevé una mayoría absoluta para la federación gobernante, cuando resulta que todos los demás organismos y empresas de sondeos españoles coinciden en pronosticar para esa misma formación una mayoría no absoluta. O el fenómeno de una intelectualidad agradecida, rastrera y a todas luces senil, en la que confluyen funcionarios, altos cargos convergentes y viejas glorias del socialismo autóctono, que suscribe un manifiesto de apoyo al caudillo y su movimiento y se presta incluso a escenificar el acto de vasallaje con el consejero de Cultura oficiando de gran chamán. Y, sobre todo, el fenómeno que resulta de lo descrito hasta aquí: ese silencio envolvente, entumecedor, totalitario.

(ABC, 10 de noviembre de 2012)

El SCC

    10 de noviembre de 2012
El Institut Ramon Llull (IRL) nació en 2001 de la cordialísima entente entre dos gobiernos autonómicos, el catalán y el balear. En aquella época, tanto en el continente como en el archipiélago mandaba el nacionalismo, y ya se sabe lo mucho que esas transversalidades facilitan las cosas. El objetivo confeso y fundacional del IRL era aunar esfuerzos para promover en el extranjero la lengua y la cultura catalanas. Semejante propósito no hubiera planteado ningún problema de no haber existido en ambas Comunidades otra lengua y otra cultura que estas; pero no era el caso. Y, además, el nacionalismo no había escondido nunca que detrás de todo ello había un proyecto político, los llamados Países Catalanes. Quizá por eso en 2004, meses después de que el PP recuperara el Gobierno en Baleares, se rompió el pacto. Eso sí, por unos años tan sólo, puesto que en 2008 el retorno del nacionalismo al poder permitió recomponerlo. Y lo sorprendente es que en 2011, con los populares instalados de nuevo en el Gobierno del archipiélago, se mantuviera la alianza. Es verdad que la parte balear rebajó su aportación. Y que para ella resultaba muy cómodo que la Generalitat corriera con casi todo el gasto de la cultura producida en las islas. Pero, claro, uno no puede estar mucho tiempo jugando con fuego. Sobre todo si el dinero escasea y hay que recortar sí o sí. Y no digamos ya si el socio amenaza con echarse al monte y arrastrarte en la aventura. Aun así, lo verdaderamente extraordinario del asunto son las palabras del consejero de Cultura catalán lamentando la decisión del Gobierno Balear y reclamando que la política esté «al servicio de la cultura y no al servicio de principios ideológicos». O sea, lo que ellos han hecho siempre.

(ABC, 8 de noviembre de 2012)

Jugar con fuego

    8 de noviembre de 2012
Los abajo firmantes, preocupados por los últimos acontecimientos que se han producido en la vida política de Cataluña, queremos expresar nuestra opinión sobre algunos de los problemas que estos hechos ponen de relieve. (Sigue)

Con Cataluña, con España

    6 de noviembre de 2012


La Junta Electoral Central ha obligado a la Generalitat a retirar su campaña de fomento del voto en las elecciones autonómicas del próximo 25 de noviembre. Sostiene la Junta —y nadie que haya visto los vídeos y no sea nacionalista podría sostener lo contrario— que la campaña no se ajusta a la ley, esto es, no se limita a informar de que en tal fecha hay convocadas unas elecciones y de que, por lo tanto, cualquier ciudadano de Cataluña puede ejercer ese día su derecho al voto o ejercerlo previamente por correo, sino que va más allá. Y, en ese más allá, lo más llamativo, por indecente, ha sido la utilización de imágenes de la manifestación del último 11 de septiembre, la del nuevo Estado de Europa y las muletas de Duran Lleida, seguidas del lema «jo vaig votar» como cierre del spot televisivo. Aun así, esos vídeos contienen cosas peores, mucho más afrentosas, si cabe. Por ejemplo, esa manipulación burda de la inmigración, convertida en un hito equiparable a la Diada del 77, el retorno de Josep Tarradellas, los Juegos Olímpicos o la exhibición de «castellers» por esos mundos de Dios como exponente de la cultura del terruño, y a la que se presta este discurso agradecido —en castellano, claro—: «Yo vine a trabajar en los 60 y me quedé para siempre». O esa referencia al concierto de Lluís Llach en el Camp Nou, sin que quede claro si se trata del de 1985 o del de 1981, el de la Crida a la Solidaritat, celebrado un mes después de que Terra Lliure le pegara un tiro en la pierna a Federico Jiménez Losantos. Todo sea para que el presidente siga soñando con llegar a Ítaca.

En 2006, la campaña por el referéndum del Estatuto ya tuvo que rehacerse por una cuestión infinitamente menor. Ahora, claro, ni rehacerse puede; ha habido que retirarla. Y, si no cambia mucho la cosa, dentro de unos años ni siquiera existirá una Junta Electoral Central que mande retirar la que al nacionalismo le venga en gana hacer y difundir.

(ABC, 3 de noviembre de 2012)

Campaña sobre campaña

    3 de noviembre de 2012
El pasado verano fue un verano raro en Cataluña. Culturalmente hablando, cuando menos. Pese al calentamiento global a que el presidente Artur Mas y su consejero de Cultura Ferran Mascarell estaban sometiendo a la región con sus actos y declaraciones —el primero, convocando en Palacio a 300 altos cargos para decirles que son «los generales de un ejército que es la Generalitat y que tiene una gran misión»; el segundo, escribiendo en el diario más subvencionado de cuantos se subvencionan en la Comunidad, y son todos, que «los que luchan contra el catalán [entiéndase «el Estado español a través de sus aparatos políticos y judiciales»] (…) desean una sociedad catalana fragmentada en dos comunidades lingüísticas, anhelan una Cataluña socialmente dividida, suspiran por una Cataluña políticamente subordinada»—; pese al bochorno ambiental causado por esas y otras manifestaciones de la clase política autóctona, dos noticias vinieron a refrescar hasta cierto punto las mentes de los ciudadanos que todavía se precian de serlo. Una la protagonizó el director del Museu Nacional d’Art de Catalunya, Josep Serra, al sugerir la conveniencia de que la institución incorporara a su denominación la palabra «Barcelona» en vez de «Catalunya», con el argumento de que el sentido de esta última se hallaba ya recogido en el adjetivo «nacional» y de que, por otra parte, no se puede ir por el mundo con el nombre de un territorio que nadie conoce. Eso sí, la ilusión al director le duró poco. A los dos días el consejero Mascarell le enmendaba la plana afirmando que la denominación no se tocaba y, ante esa defensa acérrima del pleonasmo —al fin y al cabo, ¿qué es el nacionalismo sino un descomunal y enfermizo pleonasmo?—, al director del museo no le quedó más remedio que resignarse.

Pero fue la segunda de las noticias la que más novedad aportó, aun cuando tuviera algún que otro lejano precedente. Carles Duarte, recién nombrado presidente del Plenario del Consell Nacional de la Cultura i de les Arts —para entendernos: una suerte de remedo del Arts Council británico cuyo principal cometido es promover la cultura autonómica y entre cuyas funciones está la de conceder los llamados Premis Nacionals de Cultura de la Generalitat—, declaró que «debería ser posible» que un escritor catalán en lengua castellana pudiera obtener el premio en su modalidad de literatura. Y tanto más cuanto que el premio, añadía Duarte, no era de literatura catalana, por más que siempre se hubiera concedido a una obra escrita en catalán, sino de literatura a secas, lo que permitía concederlo a escritores como Juan Marsé, Eduardo Mendoza o Juan Goytisolo, por citar los casos más notorios. Al día siguiente el consejero Mascarell, a requerimiento de los periodistas, terciaba en el asunto y, lejos de reconvenir al presidente del Plenario por atreverse a sugerir semejante modificación en un área tan sensible para el nacionalismo gobernante, se mostraba de acuerdo con su propuesta y animaba al propio Duarte a impulsarla desde el Consell.

Ignoro qué ocurrirá con la edición del próximo año, aunque no veo por qué habría que dudar del propósito de ambos altos cargos. Es verdad que la tradición pesa lo suyo. Y no me refiero ahora a aquel «fenómeno coyuntural a liquidar» con que hace 35 años la revista filocomunista «Taula de canvi» calificaba al colectivo de escritores catalanes en lengua castellana. No, esa clase de liquidaciones hace tiempo que parecen descartadas, entre otras razones porque la realidad se ha encargado de demostrar que el fenómeno en cuestión ni es coyuntural ni es liquidable. Sí me refiero, en cambio, a las tres décadas que lleva el Premi Nacional concediéndose fiel a la premisa de que no existe en la Cataluña oficial otra literatura digna de ser premiada que la que se expresa en catalán —algo, por cierto, que la participación en la Feria del Libro de Frankfurt de 2007, donde la literatura catalana era la invitada, no hizo más que confirmar—. Pero, en fin, si hasta la Constitución es revisable, ¿por qué no va a serlo el criterio con que se otorga una modalidad de unos premios culturales? Aun así, no deja de resultar sorprendente que esa apertura de miras, ese reconocimiento del hecho diferencial del bilingüismo literario —por decirlo a la manera del propio nacionalismo—, se haya producido precisamente ahora, cuando mayor es la presión identitaria en todas las esferas públicas, incluidas, claro está, las institucionales. Es como si ya no diera miedo admitir que esos escritores también existen, por lo que tienen el mismo derecho que los demás a los laureles patrióticos. Aunque también podría ser otra la razón; a saber, que con el cambio de criterio se les estuviera agradeciendo de algún modo los servicios prestados. Y es que, en la última década y, en concreto, desde la llegada al poder de la izquierda nacionalista, si no todos, sí una gran parte de ellos convinieron en que lo mejor era callar ante los desmanes que los distintos gobiernos autonómicos iban cometiendo en lo tocante al ejercicio de las libertades ciudadanas. Nada dijeron del nuevo Estatuto mientras se estaba cocinando. Nada dijeron cuando estuvo listo. Nada dijeron de las tropelías relacionadas con la normalización lingüística perpetradas en la enseñanza, en los medios de comunicación públicos y privados y en el campo socioeconómico. Su silencio fue tan clamoroso como sorprendente. Porque en los años anteriores sí habían hablado. Y, con ellos, otros muchos representantes del mundo cultural y artístico que consideraban incomprensible que a una sociedad bilingüe no le correspondiera una administración y unas instituciones públicas bilingües. Hasta firmaron manifiestos en este sentido, como los dos del Foro Babel. Pero, claro, en aquel momento quien gobernaba era Jordi Pujol.

Más allá del parámetro ideológico, resulta difícil entender el porqué de tanto silencio. Incluso esa posible explicación —que no justificación, por supuesto—, dadas las afinidades políticas de la mayoría de esos intelectuales, desapareció hace cerca de un par de años con la vuelta de Convergència i Unió al Gobierno de la Comunidad Autónoma. Y ellos, en cambio, han seguido igual de callados. Que Pasqual Maragall dijera en su momento que la lengua catalana es el ADN de Cataluña o que Artur Mas hablara hace poco de la genética de los catalanes les deja igual de indiferentes. No sienten, como cabría esperar de todo intelectual que se precie, la necesidad de intervenir en el debate público, gobierne quien gobierne, para dejar testimonio de su pensamiento. No sienten, ante la que está cayendo en Cataluña y en el conjunto de España, que deban tomar la palabra. No sienten, en definitiva, el hecho de pronunciarse como un imperativo moral. (El que en los últimos días algunos hayan puesto su firma al pie de un manifiesto que llama a los catalanes de izquierda a movilizarse a favor de «una renovada y potente opción federal» sin cerrar por ello la puerta a una posible independencia no constituye, por descontado, noticia ninguna; a lo más, un inofensivo berrinche del socialcomunismo del lugar.)

Aunque sea triste reconocerlo, ninguno de esos intelectuales demuestra poseer las tres virtudes requeridas, según Jean-François Revel, para hacer frente a las presiones, los intereses, las pasiones, los arribismos, los prejuicios, las hipocresías que influyen en los asuntos públicos; esto es, la clarividencia, la valentía y la honradez. E insisto: es triste, muy triste, tener que reconocerlo.

(ABC, 27 de octubre de 2012)

El silencio de los intelectuales

    28 de octubre de 2012
Lo del PSC son aguas mayores —y ustedes perdonen—. Quiero decir que difícilmente un partido puede hacer agua por más partes. Ya sólo faltaba que su número uno en Bruselas y secretaria general de la Delegación Socialista Española en el Parlamento Europeo, Maria Badia, firmara, junto a otros eurodiputados catalanes, nacionalistas todos, una carta dirigida a la comisaria Reding en demanda de amparo «ante una posible acción militar en Cataluña». Semejante delirio paranoico, sólo concebible en personas enajenadas, demuestra hasta qué punto lo que era un partido más o menos centrado en las preocupaciones de los ciudadanos ha derivado en un mero apéndice del nacionalismo triunfante. Eso sí, con algún que otro ramillete izquierdista, en especial si este puede enmarcarse en alguna de las múltiples variantes de la corrección política.

Así las cosas, las elecciones del próximo 25 de noviembre van a suponer para el PSC, sin ningún género de dudas, nuevas vías de agua. Lo que ya resulta más difícil es predecir cuántas y de qué tamaño. A tenor de los resultados del socialismo español —si así puede llamársele— en las autonómicas de Galicia y el País Vasco, y a tenor de la crisis interna en la que está sumido el propio PSC —con una escisión nacionalista ya formalizada, pendiente únicamente de ser rellenada con más nombres ilustres, entre los que podría estar, por cierto, el de la eurodiputada Badia—, no cabe descartar siquiera la posibilidad de un naufragio. Entre otras razones, porque los actuales dirigentes del partido siguen empeñados en defender, contra viento y marea, la entelequia del federalismo asimétrico y en practicar esa equidistancia cobarde consistente en equiparar a Mas y a Rajoy en el reparto de responsabilidades. Como si la solución al problema —y a su propio problema— estuviera en marcar un perfil de izquierda y no en denunciar el carácter antidemocrático, excluyente e insolidario del nacionalismo. De todo nacionalismo.

(ABC, 27 de octubre de 2012)

Las aguas del PSC

    27 de octubre de 2012
Ya en su inmarchitable «Borriquitos con chándal» Rafael Sánchez Ferlosio recordaba que la frontera entre lo público y lo privado está en la puerta misma del centro docente y no en el sistema de financiación de la enseñanza. Fuera del centro, la educación de un menor es siempre privada, o sea, un asunto interno, familiar, una responsabilidad de los padres. Dentro del centro, esa responsabilidad paterna se delega durante unas horas al día, unos días al año y unos años en la vida. Y da igual si ese centro es gratuito o de pago: todo lo que contiene, o sea, todo lo existente de puertas adentro, tanto en el orden material como inmaterial, pertenece al ámbito de lo público. De lo que se sigue que en este ámbito rigen unas normas, una estructura, una jerarquía, distintas de las del ámbito privado. Entre otras razones, porque la escuela y los institutos son, por definición, depositarios del conocimiento, y lo que los padres buscan o deberían buscar al llevar allí a sus hijos es que estos saquen la mayor tajada posible de ese conocimiento, acompañada, claro está, de cuantos valores conlleve el proceso mismo de aprendizaje.

Por desgracia, hace ya muchos años que esa frontera se ha diluido, si es que no ha desaparecido por completo. Para ser exactos, desde que se introdujo el concepto de «comunidad escolar» o «educativa» y se dio entrada en los centros a los padres, al tiempo que se otorgaba capacidad decisoria a los alumnos, al personal administrativo y a toda clase de sindicatos. Es decir, a partir del momento en que el orden tradicional, basado en la autoridad —«auctoritas», pero también «potestas»—, fue sustituido por una suerte de ensamblaje asambleario. El último estadio de esa deriva se produjo el pasado jueves cuando la confederación de asociaciones de padres de alumnos se sumó a la huelga estudiantil e impidió que sus hijos asistieran a clase. Como si la escuela fuera suya, vaya. Y lo triste es que, en efecto, lo es.

(ABC, 20 de octubre de 2012)

La frontera educativa

    20 de octubre de 2012
Cuando uno tiene entre manos un papel cualquiera, libro o artículo, que trata del viejo y espinoso asunto de la lengua de la enseñanza en Cataluña, difícilmente puede sustraerse a la sensación de estar volviendo, una y otra vez, sobre las mismas razones, de estar, en definitiva, leyendo siempre lo mismo. Y si los efectos a los que uno se expone no son los de un papel, sino los de una tertulia radiofónica, una entrevista televisiva o una simple conversación entre iguales, entonces esa sensación alcanza a menudo niveles francamente tediosos. Por suerte, no ocurre así con el ensayo que Mercè Vilarrubias —sabadellense catalanohablante, catedrática de inglés en una Escuela Oficial de Idiomas de Barcelona y especialista en el aprendizaje de lenguas en comunidades bilingües— acaba de publicar en la editorial Montesinos. Sumar y no restar, en efecto, es un libro diferente, un libro que analiza el modelo escolar de Cataluña desde un marco lingüístico y, en menor medida, sociolingüístico. Lo cual no significa que prescinda del contexto político o mediático —muy al contrario, en este último caso—, ni que subestime, al no tratarlos de forma explícita, los derechos de los hablantes; simplemente, opta por una perspectiva distinta. Por lo demás, el libro es inteligente, tiene unos fundamentos firmes y está bien escrito, lo que hace que su lectura sea muy recomendable.

Vilarrubias centra su ensayo en el análisis de las seis principales ideas en que se sustenta hoy en día el modelo de inmersión lingüística —es decir, en que lo sustentan sus defensores, ya sean políticos, ya mediáticos—. Una vez identificadas, las va desmenuzando una por una sometiéndolas a la prueba de la realidad: busca datos que las confirmen, hechos que las cimienten, argumentos de autoridad que las avalen. Para ello, se sirve de encuestas sociolingüísticas, estudios de opinión, resultados electorales, observaciones y experiencias personales, testimonios representativos, textos legales, obras de referencia, etc. El resultado es siempre el mismo: no existe dato, hecho, argumento alguno que justifique ninguna de las ideas en que se apoya el modelo en curso. Como las famosas idées reçues de Flaubert, estas ideas se han instalado en la sociedad catalana sin que nadie se haya tomado la molestia de darles el alto para pedirles los papeles y contrastarlas con la realidad, sin que nadie se haya preguntado, en definitiva, a qué viene eso. Y lo más grave acaso: sin que ningún medio de comunicación público o privado radicado en Cataluña —y este es un aspecto de la cuestión en el que la autora insiste de forma tan justa como reiterada— haya cumplido con su deber más elemental: confirmar o, en su defecto, desmentir su veracidad.

La media docena de ideas en que se sostiene el modelo de inmersión lingüística en Cataluña son todas conocidas por cualquier ciudadano español mínimamente interesado en este larguísimo culebrón, toda vez que la clase política catalana, con la excepción del Partido Popular y Ciutadans, ha recurrido a ellas, por activa o por pasiva, hasta la saciedad. He aquí cómo aparecen formuladas en el libro: «Existe un amplísimo consenso acerca del sistema de inmersión»; «el sistema actual logra que los alumnos sean competentes en ambas lenguas oficiales»; «estudiar en lengua materna no es importante ni necesario»; «tener una doble línea de escuelas, unas en catalán y otras en español, supondría segregar a los alumnos»; «el sistema de inmersión contribuye a garantizar la cohesión social en Cataluña»; «presentar alternativas al sistema de inmersión implica, necesariamente, ser facha y anticatalán». Sobre cada de una de ellas la autora ha proyectado un análisis exhaustivo y más que suficiente, que no podemos recoger en toda su extensión en este espacio, pero del que sí conviene reportar algunas enseñanzas.

El amplísimo consenso no es tal, por supuesto. Así dan a entenderlo los datos. Pero acaso el más significativo de estos datos sea, precisamente, la inexistencia de una encuesta dirigida a toda la sociedad catalana para saber qué modelo desearían los padres para sus hijos, si el actual, monolingüe en catalán sin apelación posible, o si uno de naturaleza bilingüe, ya sea a partir de un sistema de doble red, como el existente —todavía— en el País Vasco, ya sea a partir de un sistema único bilingüe, donde la mitad de las asignaturas se den en una lengua oficial y la otra mitad en la otra. Según demuestra la autora, sólo el tercero de los sistemas garantiza, a largo plazo, un dominio real y completo de ambas lenguas —sólo este permite sumar y no restar, en una palabra—, por lo que este sería, a su juicio, el más útil y aconsejable desde el punto de vista formativo y, probablemente, el más solicitado también —sobre todo, porque en el ámbito público se usan con normalidad y sin conflicto las dos lenguas—. Lo que no obsta para que Vilarrubias defienda asimismo el de la doble red, en la medida en que la opción por una enseñanza monolingüe en una u otra lengua es perfectamente legítima siempre y cuando responda a una libre elección.

El sistema actual no logra, claro está, que el alumno sea competente en ambas lenguas. ¿Cómo va a lograrlo si el alumno ha sido escolarizado sólo en una? Una cosa es hablar una lengua y otra dominarla. Quienes alcanzan un verdadero dominio de las dos son pocos y quedan circunscritos, por lo general, a las grandes ciudades y, en ellas, a las clases sociales más pudientes. La inmensa mayoría, en cambio, sale perjudicada: los castellanohablantes, porque no aprenden su lengua materna, y los catalanohablantes, porque carecen del conocimiento necesario de una lengua, el castellano, cuyo uso tanto van a precisar en el futuro.

Estudiar en lengua materna sí es importante y necesario. Lo es por razones afectivas y por razones pedagógicas. Así lo avalan todos los organismos internacionales que se han ocupado del asunto y así lo creían y lo reivindicaban, por cierto, los propios catalanistas antes de acceder al poder y disponer de las riendas de la educación pública. Ahora, no hace falta decir por qué, semejante reivindicación lleva tiempo arrumbada, cuando no definitivamente olvidada, en estas mismas filas.

No existe razón ninguna por la que la existencia de una doble línea de escuelas deba comportar una segregación del alumnado. Este es el modelo vigente en casi todos los países de Europa donde hay más de una lengua oficial —sólo en Luxemburgo se aplica el de enseñanza bilingüe— y en aquellas partes de Estados Unidos donde abunda la comunidad hispana, y nunca nadie ha atribuido al modelo en sí una responsabilidad cualquiera en un posible caso de segregación. Del mismo modo, la cohesión social no tiene nada que ver con el modelo lingüístico implantado en la escuela. Lo que facilita esta cohesión son otros factores, como la calidad de la enseñanza, la igualdad de oportunidades que procura el sistema y, en último término, la reducción del fracaso escolar. Factores, por cierto, en los que la educación catalana no destaca, que digamos, entre las Comunidades españolas —ya lo bastante alejadas, en su conjunto, de la media europea—.

Y la última idea, si así puede llamársele, ni siquiera requiere refutación. Ya Orwell, en 1946, en su ensayo La política y la lengua inglesa, denunciaba como la palabra fascismo había perdido su sentido propio y pasado a designar, simplemente, «algo que no es deseable». Sobra decir que para el nacionalismo, alguien que presenta alternativas al modelo lingüístico en curso en la educación catalana es alguien, por fuerza, no deseable. De ahí que se le tilde de facha, de anticatalán o de españolista. Los totalitarismos —y en Cataluña el discurso oficial y mediático es, por desgracia, esencialmente totalitario— no toleran la disidencia ni, por supuesto, el debate público.

Aunque no sea este el objeto del libro, Vilarrubias no puede resistirse, es lógico, a aportar su explicación a todo este desaguisado. O sea, su explicación a por qué el gobierno autonómico —y cuantos le han precedido, pues ya van más de dos décadas con inmersión a cuestas— sigue empecinado en mantener un modelo que no mira por el bien del conjunto de la sociedad, sino sólo por el de una parte —y aún—. Con qué objetivo, vaya. La respuesta, desde una perspectiva sociolingüística, no es otra, claro, que con el objetivo de convertir el catalán en la lengua hegemónica en Cataluña y el castellano en un idioma más o menos residual. Pero todo indica que el objetivo ha fracasado desde hace tiempo. El uso del catalán como lengua habitual de los ciudadanos —lo que se entiende por uso social— sigue siendo inferior al del castellano. En realidad, su fuerza descansa únicamente en el valor añadido que le confiere el ser la única lengua institucional, la que la gente identifica con las esferas del poder —administración, enseñanza, medios públicos—. Y esa fuerza, claro, encuentra un férreo sustento en la aplicación con que los medios de comunicación catalanes, sin distinción de credo ideológico, hurtan a sus audiencias la posibilidad de un debate abierto sobre el modelo lingüístico escolar. No hay duda que las subvenciones —excepto algún heroico digital como La Voz de Barcelona, no existe un solo medio catalán que no reciba dinero público— obran milagros.

En definitiva, que la inmersión, a estas alturas, no es más que un instrumento del nacionalismo. Un instrumento para avivar el conflicto, que es a lo que parecen estar jugando desde hace décadas los gobernantes autonómicos y quienes les secundan, con unos réditos incontestables, aunque no sea más que en lo político y en los cargos y prebendas que a lo político se asocian. Con todo, el problema sigue ahí. Y las sentencias contrarias al modelo, amparadas en el fallo del Tribunal Constitucional sobre el Estatuto de 2006, no paran de llover. Así las cosas, no estaría de más que los partidos de la oposición en Cataluña —o sea, el PP y Ciutadans— y cuantos en el conjunto de España participan de las mismas ideas de libertad, igualdad y justicia tomaran nota de las razones de Vilarrubias para oponerse al despropósito de la inmersión y a los argumentos aducidos en su defensa. Les vendrán bien. Aunque sólo sea porque resultan incontestables.

(Cuadernos de Pensamiento Político nº 36)

Sumas y restas

    15 de octubre de 2012
Los diputados socialistas de eso que aún se llama PSC están muy ilusionados con la moción que el Grupo Socialista en el Congreso ha presentado para reprobar al ministro de Educación y Cultura, José Ignacio Wert. Creen que esa iniciativa va a permitirles andar por la campaña electoral catalana con la cabeza nacionalmente alta, ya que otra cosa no parece que vayan a poder argüir a su favor en el debate identitario. Y es que, si bien el propósito del ministro de «españolizar a los alumnos catalanes» tiene como origen una acusación de la consejera Rigau en el mismo sentido, su formulación en las Cortes se produjo como respuesta a una pregunta del diputado socialista catalán Francesc Vallès. Ese diputado dedicó los dos minutos y medio que duró su intervención no tanto a preguntar como a falsear. Se trata de una vieja costumbre parlamentaria, consistente en atribuir al oponente unas intenciones que este no ha expresado en ningún momento pero se le suponen. Y como el tema resulta ser la enseñanza, o sea, el gran baluarte de la izquierda y el nacionalismo irredento, cualquier propuesta de reforma del modelo vigente —ese que ha situado a España a la cola de todas las estadísticas desarrolladas— no sólo es rechazada con el detente bala ideológico, sino que el rechazo suele conllevar, casi por sistema, la equiparación de lo propuesto con el sistema educativo franquista. De ahí que el diputado Vallès aludiera en su parlamento a la escuela nacional católica, al florido pensil y a la formación del espíritu nacional. Y de ahí también que, entre los estigmas del pasado que amenaza con volver, citara la disciplina y la memorización. Todo para concluir que «en Cataluña no se adoctrina; (…) se forma y se educa». Ah, y para mentar a Marta Mata, creadora de los movimientos de renovación pedagógica. Lástima que se le olvidara añadir que Mata fue siempre partidaria de la enseñanza en lengua materna. Por aquello del franquismo, ¿sabe?

(ABC, 13 de octubre de 2012)

Reprobar al ministro

    13 de octubre de 2012
¿Y ahora qué? Eso deben de estarse preguntando no pocos catalanes desde que el pasado 11 de septiembre una multitud bastante desacostumbrada y, aun así, muy inferior a la pregonada por los medios de comunicación se concentró en Barcelona para pedir, según rezaba el lema de la marcha, que Cataluña se convierta algún día en un «nuevo Estado de Europa». Es verdad que en las jornadas posteriores a la manifestación el presidente de la Generalitat dio algunas pistas sobre lo que lleva en la cabeza —o lo que llevaba, que las cosas cambian que es un gusto y más si se repara en lo que puede haber ocurrido entre la escritura de este artículo y la fecha en que va a salir publicado—. Pero todas esas pistas aportadas hasta aquí por Artur Mas parecen más producto del deseo y del ensueño que de otra cosa. Que si Cataluña debe dotarse de estructuras de Estado —¿o sea?—. Que si una Cataluña independiente no precisará de un ejército —¿y quién la va a proteger en caso de necesidad?, ¿España?—. Que si el tener que abandonar la Unión Europea y el euro no supondrá ningún quebranto —¿ah, no?, ¿desde cuándo?—. Que si las relaciones entre Cataluña y lo que quede de España van a mantenerse y seguirán siendo intensísimas —¿y cómo lo sabe?—. En definitiva, palabras. Y, de momento, ninguna hoja de ruta, ningún calendario, ninguna concreción que permita intuir si el enviteva en serio o si es, como tantas otras veces, una forma de tener contenta a la parroquia nacionalista y sacar, de paso, alguna tajada.

Con todo, sí existe algo en esta ocasión manifiestamente distinto a lo conocido y sufrido por los españoles a lo largo de esos 32 años de tira y afloja entre centro y periferia, entre Gobiernos del Estado y Gobiernos de determinadas Autonomías. Ahora, por primera vez en la actual Monarquía Constitucional, el presidente de una parte de España ha expresado sin tapujos su simpatía por un movimiento separador y hasta se ha puesto al frente de él. (En realidad, sería más justo escribir que ha venido alentándolo y financiándolo, de modo directo o indirecto, desde que su partido, Convergència i Unió, recuperó el poder a fines de 2010.) Es cierto que, allá por 2005, el entonces lehendakari Ibarretxe ya intentó algo parecido; pero se quedó como quien dice en el rellano, en la medida en que a su Estado libre asociado le faltaba aún un pasito para convertirse en una propuesta de Estado independiente —eso sí, Ibarretxe al menos tenía un plan, lo que, a estas alturas, no está claro que sea el caso de Mas—.

Por otra parte, ese movimiento al que el presidente de la Generalitat ha dado alas se ha cimentado en dos pilares, a cuál más quebradizo a poco que uno se detenga a examinarlos. En primer lugar, el vinculado al proceso de reforma del Estatuto, culminado en julio de 2010, con aquella manifestación contra la sentencia del Tribunal Constitucional de la que el mismísimo presidente de la Generalitat José Montilla tuvo que huir por piernas para protegerse de las hordas independentistas. La tremenda irresponsabilidad del Partido Socialista —primero con su secretario general de entonces bendiciendo el texto que fuera a salir del Parlamento catalán y luego con el propio Grupo Parlamentario en el Congreso dando por buena una versión cepillada pero todavía anticonstitucional del Estatuto— trajo a un montón de catalanes la percepción de que habían sido engañados, no por un partido u otro, sino por las instituciones mismas del Estado. En síntesis, que ya no había nada que esperar de Madrid. El otro pilar en que se sustenta el sentimiento independentista al que Mas se agarra es, por supuesto, el dinero. O, mejor dicho, su escasez, lo mismo en las arcas públicas que en los bolsillos de los contribuyentes. Cuando a los ciudadanos los van bombardeando con la cantinela de que «todo iría mucho mejor si España nos devolviera lo que nos debe», o sea, con la necesidad de un pacto fiscal similar a los conciertos vasco y navarro, acaba resultando inútil cualquier referencia a la mala gestión del presupuesto, a la enormidad del déficit público de la Comunidad o al gasto nacionalmente suntuario de Cataluña.

Así las cosas, lo más probable es que en el futuro inmediato —y al margen de lo que den de sí los contactos intergubernamentales y, en especial, el que debe tener Mas con Mariano Rajoy— asistamos a un intento del presidente catalán por ganarse la confianza y la simpatía del empresariado catalán. Si el independentismo se ha cimentado en dos pilares, también son dos los principales obstáculos internos que sus valedores e impulsores deben vencer para llevar a puerto, tarde o temprano, sus proyectos. Uno es la opinión pública; otro, el mundo empresarial. Desde que el tripartito se constituyó en gobierno y hasta que logró sacar del Parlamento autonómico un proyecto de Estatuto inconstitucional de cabo a cabo —esto es, entre diciembre de 2003 y septiembre de 2005—, su principal empeño fue el de lograr salvar ambos obstáculos. El primero, el de la opinión pública catalana, no le supuso desgaste alguno. Nunca las aguas habían estado tan calmadas y sumisas. El segundo, el del empresariado, ya resultó algo más arduo. Finalmente, a finales de agosto de 2005, o sea, en el límite mismo del tiempo fijado para aprobar el proyecto legislativo, once grandes de la empresa catalana —entre los que se hallaban los Lara, Valls, Rosell, Rodés, Godó y Fainé— firmaron una carta dirigida al entonces presidente Maragall en la que le pedían un nuevo Estatuto y que no era, al cabo, sino un texto que el propio presidente había pergeñado para que le expresaran su apoyo.

Ignoro qué puede ocurrir ahora con un supuesto proceso hacia la independencia. En fin, en cuanto al primero de los obstáculos no albergo duda alguna: las aguas siguen y seguirán igual de tranquilas que hace casi una década —algo más pestilentes, si cabe, lo cual resulta, en el fondo, inevitable—. El problema está en el segundo de los escollos. De momento parece que las caras más representativas del empresariado no quieren ni oír hablar de independencia. Aunque sí de pacto fiscal, por lo que es muy probable que escenifiquen en un futuro próximo una forma u otra de sostén a la vieja reclamación económica de CIU. ¿Es eso lo que persigue Mas? ¿Debe entenderse hoy en día el pacto fiscal como parte de lo que el propio protagonista denomina «transición nacional»? Y, sobre todo, una vez acabada esta etapa, ¿queda ya margen para otra que no sea la del ensueño presidencial?

(Letras Libres, octubre de 2012)


El ensueño catalán

    8 de octubre de 2012
La posibilidad de que el Ministerio de Educación suscriba convenios con algunos centros privados de Cataluña o Baleares a fin de garantizar que todos los ciudadanos puedan escolarizar, si lo desean, a sus hijos en castellano ha desencadenado una insólita unanimidad en el rechazo. Vamos a dejar de lado la reacción de los gobiernos de las Comunidades afectadas o del principal partido de la oposición, en la medida en que sus razones, tan quebradizas, en nada difieren de las manejadas hasta la fecha: que si la lengua propia, que si la cohesión social, que si para qué vamos a crear un problema donde no lo hay. En cambio, sí merece la pena detenerse en el argumento esgrimido por las asociaciones que llevan años luchando por la libre elección de lengua en la enseñanza o por partidos como UPyD y Ciutadans. A su juicio, la intención del Ministerio resulta intolerable en la medida en que significa renunciar a hacer cumplir la ley, lo que equivale a reconocer que el Gobierno central carece de mecanismos con que asegurar que la lengua del Estado pueda usarse y aprenderse en la enseñanza pública de todo el territorio español. No les falta razón, claro. El fracaso es evidente. Ahora bien, o mucho me equivoco o ese fracaso, al tiempo que evidente, es inevitable. Allí donde se habla más de una lengua surge siempre un nacionalismo que ni siquiera entiende de siglas y que, por lo tanto, acaba siempre, de un modo u otro, gobernando. Con todas las competencias transferidas y la gestión en sus manos. Ante esto, el Estado no tiene más que dos opciones —para las que se requeriría una reforma constitucional—: o recuperar las competencias educativas, o crear un sistema paralelo, gestionado directamente por el Estado, como cuando la República. Y puesto que la primera alternativa nunca sería aceptada por los nacionalismos vasco y catalán —a los que habría que incorporar, ¡ay!, al consenso—, acaso no quede más remedio que ir pensando en la segunda.

(ABC, 6 de octubre de 2012)

Un sistema, o dos

    6 de octubre de 2012
Cataluña, tal cual.es

Manifiesto

    30 de septiembre de 2012
La verdad, no sé muy bien qué es el masismo. Ni siquiera si tal movimiento existe. Estos días hemos visto como distintos palmeros, algunos resueltamente entrados en años —y quien dice palmeros dice palmeras, claro—, se apostaban a las puertas del Palacio de la Generalitat o del Parlamento de Cataluña para celebrar que Artur Mas hubiera dado el paso. Quizá el masismo no sea más que eso, al cabo: un paso, un paso dado. Y a «un terreno desconocido», como precisó el propio interesado a mediados de mes ante las huestes veraniegas de su partido. En tal caso, el movimiento tendría, sin duda alguna, un fondo romántico, aventurero, sentimental. Algo así como ¡adelante, y que sea lo que Dios quiera! —sin reparar, como muy bien advertía Javier Cercas esta semana, en que «si se estrella, vamos todos detrás»—. Por lo demás, ese componente sentimental forma parte del «atrezzo» al que suele recurrir el presidente de la Generalitat. Por ejemplo, al afirmar que «hay algo que está por encima de las leyes, los partidos e incluso los parlamentos, que es la llama que calienta el corazón de las personas». O al asegurar, en lo que no cabe sino interpretar como una suerte de acto sacrificial, que, una vez cumplido el objetivo —esto es, una vez completada esa «transición nacional» que debe llevarnos a lo desconocido—, él no volverá a presentarse como candidato. Lo cual ha sido recibido con suma incredulidad por más de uno: cómo no va presentarse —sostienen esos escépticos—, si aquí, quién más, quien menos —y perdón por la anfibología—, todos se agarran a la poltrona. Pues ojalá, llegado el caso, Mas cambie de parecer y se presente. Es lo mínimo que cabe exigirle. Sólo faltaría que después de meternos donde nos quiere meter, se largara a Liechtenstein —un decir—. No, aquí a aguantar mecha. Con los palmeros y las palmeras. Y el masismo todo. No vaya a resultar que esa llama que ahora calienta el corazón de las personas acabe calentando el de las tinieblas.

(ABC, 29 de septiembre de 2012)

El masismo

    29 de septiembre de 2012
Dudo que vayamos a salir de esta subiendo impuestos. Ni aunque la subida sea o aspire a ser, como en el caso del IRPF, algo temporal y extraordinario. Basta ver cómo andan de ánimos los autónomos, que son quienes se supone que deben tirar del carro, para convencerse de que las políticas impositivas, más que activar, paralizan, si es que no echan por tierra lo poco que todavía permanece en pie. Aun así, y puesto que no nos queda más remedio que convivir con lo que tenemos, no estará de más tratar de sacar alguna enseñanza de las medidas adoptadas por el Gobierno y, en especial, de lo que el sector de la cultura ha bautizado ya como el «ivazo», esto es, la aplicación del nuevo tipo de IVA general (21%) al precio de las entradas a cines, teatros, circos, conciertos y exposiciones, en lugar del anterior tipo reducido (8%).

Ese aumento de un 13% —en vez del 2%, que es lo que habría aumentado de mantenerse en el mismo tipo— ha producido ya las naturales ronchas entre los afectados. En realidad, lleva produciéndolas desde el día primaveral en que el ministro Montoro anunció la medida, pero no ha sido hasta la víspera misma de su aplicación, a finales del pasado mes de agosto, cuando las reacciones alcanzaron una intensidad notoria. Mientras la Unión de Asociaciones Empresariales de la Industria Cultural Española, entidad que agrupa a más de 4.000 empresas del sector, confiaba todavía en lograr una suerte de moratoria que permitiera, negociación mediante, si no eliminar, sí mitigar cuando menos la subida anunciada, un portavoz del Ministerio de Hacienda explicaba las modificaciones introducidas por el Gobierno en la nueva tipología del IVA y, en concreto, la que distingue los «productos de entretenimiento», que pasan al tipo general y aumentan, pues, un 13%, de los «productos culturales» como las entradas a museos, archivos, bibliotecas, centros de documentación, galerías de arte y pinacotecas, que conservan el tipo reducido y no aumentan más que un 2%. (El precio del libro de papel, por su parte, se mantiene en ese puesto de privilegio que es el tipo superreducido (4%), junto a revistas y periódicos, y en compañía del pan, los huevos, la leche y otros productos de primera necesidad.) Sobra decir cómo se tomaron semejante distinción las empresas culturales agrupadas bajo la bandera de la Unión. No sólo se quedaban sin moratoria, sino que encima el Ministerio les negaba el derecho a seguir luciendo —impositivamente, al menos— el adjetivo. Cornudas y apaleadas, vaya. Peor imposible.

Y lo cierto es que las palabras del portavoz ministerial, mal que les pese a los directivos de esas empresas, ni son «escandalosas», ni constituyen un «grave atentado a la razón», ni están en modo alguno fuera de lugar. Al contrario, inciden en un viejo debate, que rebrota de forma más o menos cíclica y que en los últimos tiempos, gracias en buena medida al denuedo con que Mario Vargas Llosa ha arremetido contra «la civilización del espectáculo» —primero en las páginas de la revista «Letras Libres» y luego, ya más extensamente, en forma de libro en Alfaguara—, ha cobrado cierta actualidad. Me refiero al que gira en torno al concepto de cultura y a su demarcación. A juzgar por el comunicado de la Unión de Asociaciones Empresariales, cultura sería cualquier tipo de espectáculo producido por alguna de las empresas cuya representación ejerce la Unión —lo que no impide, claro, que también puedan serlo, para ella, otras formas de expresión no espectaculares—. Según el portavoz de Hacienda, en cambio, todo espectáculo sería, en esencia, entretenimiento —y de ahí la equiparación impositiva con los espectáculos deportivos o las corridas de toros—, mientras que la cultura quedaría circunscrita a la creación literaria y artística y a la gestión del patrimonio generado, a lo largo de los siglos, en cada uno de estos ámbitos.

Semejante separación, si bien se mira, es la que han venido observando los diarios, desde mediados del pasado siglo y hasta hace cosa de una década, al distinguir entre una sección de Cultura y otra de Espectáculos, o incluso, dentro de la misma sección, entre ambos conceptos. Cierto es que, coincidiendo con el cambio de siglo, esa prensa de papel empezó a encajar todos los contenidos en un solo recipiente y a ordenarlos y jerarquizarlos según dictara la actualidad, lo que trajo como consecuencia que la sección pasara a denominarse «Cultura» aun cuando no acogiera a menudo sino espectáculos. Es más, en las contadas ocasiones en que las noticias adscritas tradicionalmente al campo de la cultura encontraban hueco en sus páginas, el enfoque que se les daba era inequívocamente espectacular, o sea, bien poco cultural. Y así seguimos.

Por supuesto, no seré yo quien eche toda la culpa a los medios de una tal mezcolanza; al fin y al cabo, los medios reflejan la realidad tanto como la construyen, y, en último término, no pueden sustraerse a la demanda de sus audiencias. Ni seré yo tampoco quien sostenga que los productos del teatro, la danza, el cine, los conciertos, las exposiciones o incluso el circo no forman parte de la cultura. Dependerá de cada obra: de lo que proponga, de cómo trate lo propuesto, de las fuentes de las que haya bebido, de la novedad que aporte, del enriquecimiento espiritual o intelectual que procure; en síntesis, del grado de pensamiento que la recorra de punta a cabo. De igual modo, no todo producto de la creación literaria, por más que se inscriba en dicha categoría, adquiere «de facto» el marchamo cultural; dependerá también de esos mismos factores. Sea como sea, ese «mundo en el que —en palabras de Vargas Llosa— el primer lugar en la tabla de valores vigente lo ocupa el entretenimiento, donde divertirse, escapar del aburrimiento, es la pasión universal», no parece tener en gran aprecio lo que desde la antigüedad grecolatina y hasta no hace mucho se había entendido por cultura.

En este proceso no todo ha sido, por supuesto, sometimiento a las leyes del mercado y a los dictados de la sociedad de masas. Los poderes públicos, siempre tan proclives a remar a favor del viento, han contribuido también con sus políticas al actual estado de cosas. Las ayudas a la cultura, incorporadas singularmente con los gobiernos socialistas de Felipe González —en una operación hecha a imagen y semejanza del modelo francés, ese que Marc Fumaroli ha desmenuzado sin contemplaciones en su ensayo «El Estado cultural» (Acantilado)—, han combinado las inyecciones de dinero a fondo perdido, en forma de convenios o subvenciones, con las rebajas fiscales. Lo cual ha tenido, claro, consecuencias. La más llamativa, la construcción de una industria del ocio también llamada cultural, dependiente en gran medida del Estado y fiel, en justa correspondencia, a sus requerimientos.

Ignoro si esos vínculos van a perdurar en el futuro o si, por el contrario, el cambio de tipo y las declaraciones del portavoz ministerial preludian ya la ruptura. Pero, por si acaso, yo les recomendaría a esos directivos de la Unión un cambio de táctica. Olvídense de la cultura y concéntrese en el IVA. Si lo que les afean es que se lucran con el entretenimiento, es decir, que colaboran en el «panem et circenses» al que tan aficionados son los gobiernos, ¿por qué no reivindican que se les aplique un 4%, como al pan, en vez del 21% a que les ha llevado el circo? Aunque no les escondo que eso tiene su riesgo. Porque, con lo mal que está la cosa, igual esos desalmados de Hacienda le dan la vuelta a la propuesta y nos encontramos, en un próximo Consejo de Ministros, con el anuncio de que el pan pasa al 21%.

(ABC, 24 de septiembre de 2012)

Pan y circo

    24 de septiembre de 2012
Querido lector: ignoro cuántos años tiene usted. Pero si se da el caso de que está entre los 18 y los 35, año más, año menos; de que ha vivido toda su vida o gran parte de ella en Cataluña y de que no es nacionalista —o sea, catalanista en cualquiera de sus múltiples grados—, permítame que le felicite. Lo suyo tiene mérito. Usted no ha conocido otra Cataluña que la autonómica, ni otra España que la de las Autonomías. A no ser que sus padres tuvieran interés y dinero bastantes como para matricularle en un colegio extranjero, a usted lo habrán escolarizado según el modelo establecido en Cataluña para la escuela pública, privada y concertada. En lo lingüístico y en todo lo demás. Por otro lado, usted habrá consumido, en dosis tan variables como inevitables, los medios de comunicación del país y, en especial, la televisión autonómica, con su tufillo patriótico. Y, aun así, usted ha tenido el buen gusto de no ser nacionalista. Mi enhorabuena —que hago extensiva, sobra decirlo, a sus progenitores—. Pero usted es joven, le queda todavía mucha cuerda. Como ciudadano de Cataluña, le corresponderá tomar, dentro de nada, decisiones importantes. Y esas decisiones conviene que puedan tomarse en libertad, esto es, con conocimiento de causa. Por eso es necesario que contribuya usted a la apertura de un gran debate sobre el futuro de Cataluña que contrarreste, en lo posible, el discurso único que el nacionalismo se ha arrogado desde hace más de tres décadas. En fin, que debe usted saltar a la arena, pedir la palabra, pronunciarse. Otros lo hicimos ya en épocas pasadas y ahí seguimos, mal que bien. Pero nuestro ciclo ha terminado. O casi. El que ahora cuenta es el suyo, lector. Piense en su responsabilidad, en su responsabilidad ciudadana. Piense en la de gente que está esperando una palabra, un gesto, una señal para movilizarse. Y tenga usted por seguro que ese mérito que ya se le reconoce se volverá, con el tiempo, profundo agradecimiento.

(ABC, 22 de septiembre de 2012)

Carta catalana

    22 de septiembre de 2012
Las guerras de toda la vida

Contra el olvido

    16 de septiembre de 2012
No estaba en mis cálculos hablarles de cálculos. Pero las palabras del presidente Mas me obligan a ello. Este jueves el Odiseo catalán ha realizado en Madrid, ante un público de empresarios, una regla de tres. Ha dicho Mas: «Que no se cometa el peor error, que es minimizar lo que está ocurriendo (…). Un millón y medio en Cataluña sobre siete millones es la quinta parte. Es como si nueve millones de personas salieran en toda España». Cierto. El problema es que uno de los valores usados es falso. Según aquellos que se han tomado la molestia de contar los asistentes a la manifestación del martes, el número de movilizados apenas habría alcanzado la quinta parte de ese millón y medio. O sea, que estaríamos, Mas, en la quinta parte de la quinta parte. Es más, incluso en este supuesto, cualquiera con un mínimo de probidad eliminaría del recuento, aparte de a los curiosos y paseantes, a esa legión de párvulos y adolescentes a los que sus papás se han llevado de marcha, bien para educarlos en la ciudadanía —catalana, claro—, bien para no verse obligados a pagar un canguro. Aunque ya comprendo que los sueños del presidente difícilmente van a plegarse al imperio de la realidad y el razonamiento. Cuando uno sueña en pleno siglo XXI con llegar a Ítaca, y encima —lo que ya es tener mal gusto—, Lluís Llach mediante, es que está dispuesto a falsear cualquier valor. Incluso el de los clásicos como Heródoto —griego, por más señas—, que allá por el siglo V antes de Cristo dejó escrito en uno de sus libros: «Es mucho más fácil engañar a una multitud que a un solo hombre».

Por lo demás, al Odiseo catalán le crecen los enanos. La nueva ley de educación que prepara el Ministerio del ramo prevé, entre otras cosas, ampliar en un 10% los contenidos comunes, lo que equivale a rebajar en un 10% el cupo de que dispone la Generalitat para la formación del espíritu nacional. Se abre, pues, un nuevo frente. Nacional, por supuesto.

(ABC, 15 de septiembre de 2012)

Cálculos y porcentajes

    15 de septiembre de 2012
He sido siempre partidario de conservar los restos. Cualquier resto, incluso el más insignificante, posee un determinado valor. Aunque sólo sea porque permite que uno se plante delante y diga, mientras observa esa placa, esa estatua, ese edificio, ese pedazo de tierra: fue, significó, pasó —al margen de la consideración en que uno tenga al referente—. Comprendo que a veces no quede más remedio que extirpar o derribar. El progreso, claro. O la higiene, que a menudo viene a ser lo mismo. Pero, insisto: en la medida en que somos, en gran parte, lo que hemos sido, cuanto más conservemos, más y mejor nos conoceremos. Por eso, cuando las obras de cimentación de la futura Biblioteca Provincial de Barcelona, en el Mercado del Born, destaparon los restos de la trama urbana de comienzos del siglo XVIII, asediada y bombardeada por las tropas de Felipe V, me manifesté a favor de su salvaguarda. Y con más motivo, si cabe, cuando supe que el historiador García Espuche —exresponsable de exposiciones del CCCB y autor de un precioso libro, «El inventario», sobre la Barcelona de mediados del XVII— estaba al frente del proyecto museístico. Desde entonces han pasado 12 años. Y, entre lo gastado y lo que todavía se va a gastar —está previsto que se inaugure el 11 de septiembre de 2013—, la inversión ascenderá a 84 millones. Con todo, lo más grave no es esto. Lo más grave es que el nuevo director, el editor Torra, quiere que el centro cultural sea la «punta de lanza para la ambición nacional», lo que concuerda con los deseos del teniente de alcalde Ciurana —que, en definitiva, es quien lo ha fichado— de convertir el Born en el «centro neurálgico» de los fastos conmemorativos de 1714 —comisariados, por lo demás, por esos dos portentos del independentismo regional apellidados Calzada y Soler—. ¿Que todo esto se veía venir y sólo un cándido podía engañarse al respecto? Quizá. Pero, qué quieren, uno entonces aún se hacía ilusiones.

(ABC, 8 de septiembre de 2012)

Los restos del 11 de septiembre

    8 de septiembre de 2012
1. A Unió le va la marcha… hasta cierto punto. Desfilará el 11-S detrás de la pancarta, pidiendo que Cataluña se convierta en el próximo Estado de Europa, pero lo hará orteguianamente. O sea, mandará allí al hombre masa y dejará en casa a la minoría de ilustrados. Sí, ya sé que considerar ilustrados a Duran, Ortega y Pelegrí es llevar la analogía algo lejos, pero, qué quieren, en Cataluña es lo que arde. Y, por cierto, el caso de Ortega merecería un estudio interdisciplinar —subvencionado, sobra añadirlo— que combinara la ciencia política con la psicología clínica. La vicepresidenta empezó diciendo que iría a la manifestación, si bien a título personal. El martes, cuando el Benemérito Padre de la Patria Nueva dio permiso a sus consejeros para obrar según les dictara su conciencia nacional, ya no sabía a título de qué debía manifestarse. Y ahora resulta que su jefe de filas ha decretado que no asista a la marcha ningún dirigente del partido, lo que todavía complica más la cosa. Yo de ella, y puesto que parece ilusionada con la cita, iría en calidad de estudiante de psicología, que es una condición que no caduca, cuando menos en su caso, ni compromete demasiado.

2. Esos trenes patrióticos que saldrán el 11-S de Figueras con parada en Gerona y destino en Barcelona para que los nacionalistas del norte puedan sumarse a la fiesta y cuyo flete obedece a un llamamiento de los alcaldes convergentes de ambas capitales de comarca en lo que ha sido ya justamente asociado a los autocares de los tiempos del franquismo; esos trenes, digo, a mí me recuerdan el convoy que la Unión Patriótica, el partido fundado por Primo de Rivera, fletó el 18 de marzo de 1930 para traer a Madrid, desde Irún, el cadáver del dictador, muerto en París. Sólo que el tren paraba entonces en cada estación, para que le echaran flores al féretro, le tocaran la Marcha Real y le rezaran un responso. No sé, igual todavía estamos a tiempo de arreglarlo.

(ABC, 1 de septiembre de 2012)

Apuntes veraniegos (y 5)

    1 de septiembre de 2012
1. La Universitat Catalana d’Estiu (UCE) es uno de tantos abalorios del nacionalismo catalán sin otra razón de ser que la de alimentar el propio nacionalismo. Sobra decir que de universidad no tiene nada. Ni siquiera de universidad de verano, que ya es ponérselo fácil. En consonancia con ello, el rector actual está mucho más cerca de un payés que acaba de bajarse del tractor que de cualquier otra figura social conocida. La UCE ha cumplido ya 44 veranos. Por descontado, gracias al dinero público. Aparte de evidenciar la transversalidad del catalanismo y una entelequia llamada Països Catalans, la universidad sirve para que los políticos autonómicos se pasen por ahí a mediados de agosto y hagan, uno a uno, su pequeña deposición. Nacionalista, claro. El hedor que desprende aquello el día de la clausura suele llegar, como mínimo, hasta el 11 de septiembre.

2. Este año el centro de interés de la UCE ha sido la presencia o no de miembros del Gobierno regional en la manifestación independentista de la Diada convocada por la Asamblea Nacional Catalana. Que si voy, que si no voy. Toma debate. Hasta la vicepresidenta Ortega se ha mojado —aunque su asistencia, ha precisado la aspirante al título de psicóloga, sería a título personal—. Lástima que, en paralelo, nadie haya pensado en organizar un curso sobre la política de subvenciones en la última década que incluyera, como caso práctico, las concedidas a las entidades componentes de la Asamblea Nacional Catalana. Habría enriquecido el debate.

3. Los socialistas catalanes, por boca de su primer secretario, entonan ahora el «mea culpa» por haber renovado, cuando gobernaban, los conciertos a las escuelas que separan a los alumnos por sexos. Menudo cinismo. Que se superpone al prejuicio ideológico de considerar que separación equivale por fuerza a segregación. Como siempre, a la izquierda los resultados académicos le importan tres cominos. Y, mientras, a la libertad que la zurzan.

(ABC, 25 de agosto de 2012)

Apuntes veraniegos (4)

    25 de agosto de 2012
1. A toda esa panda de asesinos convictos y supuestos huelguistas de hambre entre los que se encuentra Iosu Uribetxeberría Bolinaga deberían administrarles, además de la ley, una lectura obligatoria: «Un mundo aparte», de Gustaw Herling-Grudzinski (Libros del Asteroide). Y, en especial, la segunda parte, donde se narran los efectos de una huelga de hambre en un campo de trabajo soviético, a comienzos de los años cuarenta. No sólo para que vean lo que se pierden viviendo en un Estado de derecho; también para que se deleiten soñando con un sistema penitenciario que, al fin y al cabo, es el suyo.

2. Bien está lo que ha dicho Carles Duarte, el flamante presidente del CoNCA. En efecto, «debería ser posible» que un escritor catalán en lengua castellana pueda obtener el Premio Nacional de Cultura de la Generalitat en su modalidad de literatura. Ocurre, sin embargo, que Duarte lo dice desde la independencia de su cargo actual, por más que en el pasado desempeñara altas responsabilidades en los gobiernos de Jordi Pujol. Vaya, que el consejero Mascarell y el Gobierno del que forma parte no tienen por qué hacerle caso. Lo cual es una lástima, sobra añadirlo. Nadie merece más ese premio que algunos escritores catalanes en lengua castellana. Sin su decidida connivencia con el nacionalismo a lo largo de tres décadas, muy poco de lo que ahora nos afrenta habría sido posible.

3. Confieso que, al leer el titular, mi primera reacción fue de pavor. ¿Cómo, Miguel Ríos, Pedro Almodóvar o Almudena Grandes —por poner tres ejemplos— exhibiéndose tal como vinieron al mundo para manifestarse en favor de los derechos de autor? Luego, cuando entré en el cuerpo de la noticia, todo se aclaró. Y es que la exhibicionista en cuestión, la escritora Vanessa de Oliveira, atesoraba ya al parecer otras exhibiciones de esta índole antes de la de la Bienal del Libro de Sao Paulo. En fin, que era una profesional, lo que no puede decirse, ¡ay!, de los nuestros.

(ABC, 18 de agosto de 2012)

Apuntes veraniegos (3)

    18 de agosto de 2012
 Decía Stéphane Lauzanne en Sa majesté la presse (1925), un libro que gozó de cierto predicamento entre los reporteros catalanes de finales de la década de los veinte, que un periodista no era merecedor de tal nombre si no poseía dos grandes cualidades, la visión y el estilo. Por visión, el entonces redactor jefe de Le Matin entendía la capacidad de abarcar en un abrir y cerrar de ojos la totalidad de una escena, de captar al vuelo un gesto, una mirada; por estilo, la de describir, en un número de líneas determinado, lo que uno había sabido ver. Pues bien, así las cosas, no hay duda de que Irene Polo, iniciada en el periodismo en 1930, tuvo visión y tuvo estilo, y ello en un grado considerable. No fue la única, ciertamente. Polo (Barcelona, 1909) formó parte de una generación, la de los nacidos entre 1897 y 1911 –vamos a dar por bueno el periodo orteguiano–, cuya producción alcanzó su máximo nivel en los años treinta y que no sería en lo sucesivo, por razones que resultaría prolijo enumerar aquí, superada por ninguna más. Fue la generación que sustituyó las patas de la mesa de redacción por las propias, esto es, la que salió a la calle y echó a andar para después contarlo; la que apostó, en especial, por un género, el reportaje; la generación, en fin, de Manuel Chaves Nogales, Josep Pla, Paulino Masip, Eugenio Montes, César González-Ruano, Josep Maria Planes, Josefina Carabias o Carles Sentís, entre otros muchos.

En ella Irene Polo tuvo un papel relevante –aunque limitado, claro está, al radio de influencia de la prensa en catalán y a los pocos años, seis apenas, en que ejerció el oficio–. Desde sus primeros reportajes, a mediados de 1930, en la excelente y efímera revista Imatges –que Sergi Doria rescató felizmente del olvido hace ya más de una década– hasta la última pieza publicada en el modernísimo vespertino Última Hora, el 5 de febrero de 1936, sus escritos obtuvieron el favor del público, cuando menos a juzgar por lo que han referido, en sus libros de memorias, algunos de sus compañeros de profesión y por las controversias de todo tipo que suscitaron y cuyo rastro puede seguirse en los diarios de la época. Es verdad que esa notoriedad de la periodista cabe atribuirla, en gran medida, a los temas de sus reportajes. Sobre todo a partir del momento en que estos derivan hacia las cuestiones sociales y hacia la consiguiente denuncia: los asilos de Barcelona y el problema de la mendicidad; la convivencia entre nativos e inmigrantes en las minas de potasa de Sallent, donde el terrorismo anarquista había encontrado un caladero; o, más generalmente, los conflictos derivados del mundo laboral y de las condiciones de trabajo de muchos empleados. Luego, esa denuncia la extenderá Polo al campo de la política, con una serie de reportajes sobre las prácticas corruptas y violentas de los capitostes de Estat Català o con el relato del famoso mitin de José María Gil Robles y las Juventudes de Acción Popular en El Escorial, de abril de 1934.

Y si es cierto que la notoriedad de su trabajo guarda relación con ese afán por denunciar cuanto merecía ser denunciado, también lo es que su condición de mujer, y de mujer moderna, ilusionadamente republicana, de costumbres liberales –practicante, por ejemplo, del nudismo–, con una homosexualidad nada reprimida, debió de contribuir, en un oficio ocupado de punta a cabo por los hombres, a acrecentar esa curiosidad, ese interés por ella y sus trabajos. Pero, sin menoscabar en absoluto dichos factores, lo que en verdad debía de atraer del periodismo de Irene Polo –y, sobre todo, lo que sigue atrayendo de él cuando han pasado más de tres cuartos de siglo– es, por volver a Lauzanne, su visión y su estilo. Lo mismo sus reportajes que sus entrevistas o sus comentarios tienen siempre ese destello de inteligencia proyectada sobre el detalle, el gesto o la palabra que sirve para caracterizar un ambiente o un personaje. Una inteligencia, por cierto, no exenta de humor ni de candor. En este sentido, es muy posible que el yo de la reportera, exhibido sin reserva alguna cada vez que la situación lo aconseja o el diálogo lo exige, al ser un yo veinteañero, ayude a crear esa sensación candorosa, que tan productiva resulta.

Lo que nos lleva a hablar del estilo. Porque el estilo de la periodista es fiel a esa ingenuidad. Al menos a primera vista. Su lenguaje es llano, directo, surcado de castellanismos propios del catalán de Barcelona. Polo tuvo que abandonar los estudios muy joven para ganarse la vida durante cerca de tres años –lo confiesa en uno de sus reportajes– “en una de esas compañías” donde el trabajo “embrutece”, por lo que su formación fue en gran medida autodidacta. De ahí, sin duda, esa falta de andamiaje académico en su escritura, esa espontaneidad tan próxima a la oralidad que la caracteriza. Lo que no impide, claro, que su estilo sea el resultado de un artificio; solo que en ese artificio la base coloquial es la que manda. Por lo demás, las frecuentes interpelaciones al lector y hasta ese humorismo, más o menos larvado, al que ya me he referido favorecen también la coloquialidad en que se sustenta su prosa y que constituye, al cabo, uno de los rasgos más notorios de su producción.

Pero lo que convierte a Polo en una periodista de su tiempo, distinta incluso en eso a algunos de sus compañeros de generación, es la costumbre de ir dejando en el reportaje el rastro de su propio quehacer –el modus operandi, como si dijéramos–. Julio Camba, en un artículo publicado durante la Gran Guerra, había atribuido esa característica al periodismo americano. Claro que Camba la vinculaba al sensacionalismo de los Hearst y Pulitzer, que les llevaba a falsear la realidad con tal de ir aumentando las ventas y donde el propio reportero y sus hazañas asumían un papel protagonista, más próximo a las de un explorador intrépido que a las de un sabueso policial. No es este el caso de Polo, por más que en muchos de sus trabajos su presencia en la narración sea notoria y su función consista también en pesquisar. Y no lo es, en primer lugar, porque aquí no hay ficción ninguna y, luego, porque la reportera no se erige nunca en protagonista de lo que narra. Lo que sí hace es dejar constancia de su presencia en el lugar de los hechos, como si de la baba de un caracol –y ustedes perdonen la analogía– se tratara. A veces, con fórmulas del tipo “yo he visto”, “yo he estado” –tan usadas en estos mismos años por Chaves Nogales, entre otros–, a veces con la simple enumeración de los pasos dados para llegar a donde se ha llegado. Valor testimonial, pues. Pero, al mismo tiempo, valor demostrativo, probatorio –factual, en una palabra–. Hasta el punto de que el recurso puede erigirse incluso en el eje del reportaje, como ocurre con el que dedicó en Imatges a la caza y captura de Francesc Cambó en busca de unas declaraciones imposibles sobre los propósitos políticos del dirigente de la Lliga, o como el que acompaña estas líneas, publicado en Opinió, en que el objetivo de entrevistar a Pedro Rico acaba frustrándose, qué remedio, y el resultado es un retrato primoroso del alcalde republicano de Madrid.

A principios de enero de 1936, a raíz de la muerte de Valle-Inclán, Polo entrevistó para Última Hora a Margarita Xirgu, que estaba representando en aquel momento, en el Principal Palace de Barcelona, Doña Rosita la soltera o el lenguaje de las flores, de García Lorca. En realidad, eran las últimas actuaciones de la actriz y su compañía en España, pues se aprestaba a iniciar una gira de dos años por la América hispanohablante. Según había indicado la propia periodista en un artículo publicado en septiembre del año anterior en L’Instant y dedicado precisamente a Xirgu, la mencionada tournée obedecía más a la falta de perspectivas profesionales de la actriz en su país que al deseo de conquistar nuevos públicos. Y, así las cosas, a Polo se le había escapado entonces un “de buena gana os seguiría, admirable Margarita Xirgu”, en el que sin duda influía, aparte de otros factores, un reciente desengaño amoroso que invitaba a poner agua de por medio. Quizá por esa razón, cuando al realizarle meses más tarde la entrevista y pedirle medio en broma que se la llevara de gira se encontró con que la actriz le proponía muy en serio que se embarcara con ella como representante de la compañía, no se lo pensó dos veces y le respondió que encantada. La profesión, a la que estaba muy ligada, le ofreció aquel enero un banquete de despedida. Ella prometió realizar grandes reportajes durante el viaje y, a su término, reintegrarse al oficio. No pudo cumplir sus promesas. Envió un solo artículo a la revista Meridià, en enero de 1938, y jamás volvió a pisar su amada Barcelona ni a ejercer el periodismo.

Irene Polo se suicidó en Buenos Aires, el 3 de abril de 1942, víctima de una larga depresión. Tenía 32 años.

(Letras Libres, agosto de 2012)

Irene Polo, periodista

    15 de agosto de 2012