Son insaciables. No les basta con lo que tienen y ahora regulan incluso el primer tramo de la educación infantil, el que va de los cero a los tres años, no vaya a suceder que en esa edad tan tierna y porosa alguna criatura pueda ser educada, por inadvertencia, incuria o flojedad del maestro, en su lengua materna. A este paso, dentro de nada las gestantes de Cataluña serán obligadas a escolarizarse para que el feto se desarrolle en el ambiente que la patria prescribe. Tal vez en 2014, ese año que lleva trazas de convertirse en un nuevo 1984. Por suerte, el modelo educativo catalán tiene también fisuras. A ellas aludió el pasado miércoles con profundo pesar el diputado Duran. Dijo que la mayoría de los niños catalanes hablan castellano en el patio y que tal circunstancia era muy de lamentar. En efecto, una cosa es hablar castellano en la intimidad, donde, que yo sepa, todavía no ha metido mano la Administración autonómica, y otra muy distinta hacerlo en el patio. El patio, como todo lo que afecta a la escuela catalana, pertenece a la Generalitat. De ahí que su resistencia a pasar por el aro patriótico merezca ser resaltada. Sí, el patio resiste —hermoso eslogan—. ¡Ah, si la Generalitat, en vez de meterse en ese berenjenal de la inmersión, hubiera bebido de sus propias fuentes! Por ejemplo, de aquel Estatuto de Nuria de 1931, aprobado en Cataluña con asombrosa unanimidad —más de un 90% de síes con una participación del 75%— y cuya redacción, antes de que las Cortes Constituyentes de la República lo redujeran prácticamente a ceniza, preveía la enseñanza del castellano y en castellano «en todos los núcleos de población donde, según el último trienio, hubiera un mínimo de cuarenta niños de lengua castellana». Sí, eran otros tiempos. Pongamos que ahora, en lugar de cuarenta, se requiriera cien veces más. O mil veces más. Pero me temo que ni por esas. Para el nacionalismo de hoy, el patio, como la finca entera, es particular.
(ABC, 15 de diciembre de 2012)