La constitución del nuevo Gobierno de la Generalitat no deja lugar a dudas: como diría Josep Pla, el viaje se acaba. Y no porque Ítaca esté cerca. La subida a cubierta para asumir las carteras de Presidencia y Justicia de quienes han realizado junto a Mas, desde hace por lo menos tres lustros y sin abandonar la sala de máquinas, la travesía hacia ese país natal que nunca existió —esto es, los irredentos Homs y Gordó, respectivamente— ha sido interpretada como la ratificación de que la cosa iba en serio, de que los hechos empezaban a corresponderse con las palabras. Cierto. La radicalización del gabinete es incontestable. Tanto más cuanto que los descartes han recaído en los navegantes de patriotismo más liviano, y las ratificaciones, en aquellos cuyo independentismo — pongamos un Puig, o un Mascarell— ha superado ya todas las pruebas. Junto a ellos, completando la tripulación, esas figurillas de pesebre que tanto adornan el conjunto —pongamos la tríada de consejeros de Unió— y donde la palabra «pesebre» lo mismo vale para belén que para comedero.

Así pues, todo indica que Mas ha dispuesto a su gente para zafarrancho de combate. El problema es que ese zafarrancho, dentro de nada, va a pasar de combate a siniestro. Es posible, no lo niego, que el presidente de la Generalitat, en su enajenación transitiva, ni siquiera haya previsto tal eventualidad. Vaya, que dé por hecho que habrá combate y que hasta puede salir de él victorioso. Pero, consciente o no de sus actos, lo que en verdad está haciendo Mas es quemar las naves. O sea, despedirse a la heroica. Y, con él, cuantos le acompañan. Porque, si bien hay quien sostiene que Homs está puesto ahí para cuando el barco zozobre y su capitán salte por la borda, resulta difícil de creer. Y lo más triste es que hasta puede darse el caso de que no haya combate. Con lo necia que es esta gente, no me extrañaría lo más mínimo que baste un simple golpe de mar para que el viaje se acabe.

(ABC, 29 de diciembre de 2012)

Quemar las naves

    29 de diciembre de 2012
Cuenta Pedro Sainz Rodríguez, ese personaje irrepetible —tan irrepetible como la época que le tocó vivir, de 1897 a 1986, por más que de tarde en tarde ciertos paralelismos todavía nos deslumbren—, que a principios de 1938, en plena guerra civil, cuando Francisco Franco le nombró máximo responsable de lo que al cabo de poco y en adelante se llamaría en España Ministerio de Educación, les espetó a los periodistas de Burgos que habían ido a entrevistarle a San Sebastián: «..Ya ha salido la lista… con el gordo». La lista era el primer gobierno de Franco y el gordo, por supuesto, era él. Y no porque su nombramiento como ministro hubiera acaecido en tal día como hoy, sino porque al hombre le rebosaban las carnes tanto como las ideas.

​No creo que sea el caso de Oriol Junqueras. Al menos, en cuanto a las ideas. Nada hay en lo dicho últimamente por el líder de ERC que pueda calificarse de novedoso. Su papel en el teatro de la política catalana se reduce, y no es poco, a asegurar que Artur Mas se despeñe tarde o temprano. En este sentido, recuerda muchísimo el papel representado —con éxito, sobra añadirlo— por Carod Rovira cuando el Gobierno de la Generalitat estaba presidido por Maragall o por Montilla. Eso sí, con dos diferencias sustanciales. Por un lado, Carod Rovira y su partido formaron parte de aquellos gobiernos. Y luego, claro, ni Maragall ni Montilla son Mas. Es verdad que a ambos expresidentes la mala conciencia de no ser nacionalistas —o de no serlo, al menos, en el grado suficiente— les llevó a sobreactuar hasta extremos ridículos. Y que en algún momento hasta se creyeron su papel. Pero, aun así, nada de eso puede compararse al redentorismo sacrificial del actual presidente. No, él quiere terminar la obra de demolición, personal y colectiva, y para eso cuenta con Junqueras. O lo que es lo mismo: dado el más que previsible desenlace, para eso Junqueras cuenta con Mas. Comprobarlo es cuestión de tiempo. Breve, por lo demás.

(ABC, 22 de diciembre de 2012)

El gordo

    22 de diciembre de 2012
​Son insaciables. No les basta con lo que tienen y ahora regulan incluso el primer tramo de la educación infantil, el que va de los cero a los tres años, no vaya a suceder que en esa edad tan tierna y porosa alguna criatura pueda ser educada, por inadvertencia, incuria o flojedad del maestro, en su lengua materna. A este paso, dentro de nada las gestantes de Cataluña serán obligadas a escolarizarse para que el feto se desarrolle en el ambiente que la patria prescribe. Tal vez en 2014, ese año que lleva trazas de convertirse en un nuevo 1984. Por suerte, el modelo educativo catalán tiene también fisuras. A ellas aludió el pasado miércoles con profundo pesar el diputado Duran. Dijo que la mayoría de los niños catalanes hablan castellano en el patio y que tal circunstancia era muy de lamentar. En efecto, una cosa es hablar castellano en la intimidad, donde, que yo sepa, todavía no ha metido mano la Administración autonómica, y otra muy distinta hacerlo en el patio. El patio, como todo lo que afecta a la escuela catalana, pertenece a la Generalitat. De ahí que su resistencia a pasar por el aro patriótico merezca ser resaltada. Sí, el patio resiste —hermoso eslogan—. ¡Ah, si la Generalitat, en vez de meterse en ese berenjenal de la inmersión, hubiera bebido de sus propias fuentes! Por ejemplo, de aquel Estatuto de Nuria de 1931, aprobado en Cataluña con asombrosa unanimidad —más de un 90% de síes con una participación del 75%— y cuya redacción, antes de que las Cortes Constituyentes de la República lo redujeran prácticamente a ceniza, preveía la enseñanza del castellano y en castellano «en todos los núcleos de población donde, según el último trienio, hubiera un mínimo de cuarenta niños de lengua castellana». Sí, eran otros tiempos. Pongamos que ahora, en lugar de cuarenta, se requiriera cien veces más. O mil veces más. Pero me temo que ni por esas. Para el nacionalismo de hoy, el patio, como la finca entera, es particular.

(ABC, 15 de diciembre de 2012)

El patio de su casa

    15 de diciembre de 2012
Mi compañero de fatigas Ramoneda aseguraba el pasado jueves en «El País» que «sin duda el Gobierno de Aznar fue el más ideológico de la historia de la democracia española». La afirmación es de todo punto extraordinaria. Por lo categórico y, en especial, porque no se sostiene en prueba alguna. Mejor dicho, sí se sostiene en algo: en que el Gobierno de Rajoy, a juzgar por lo expresado en el mismo artículo, no lo está siendo tanto. Todo indica, pues, que para ciertos pensadores de izquierda, navarros o no, la ideología es mala cosa. Tan mala, que no merece asociarse más que con la derecha. En eso buena parte de la izquierda se comporta exactamente igual que el nacionalismo. Rechaza que su visión del mundo pueda ser tildada de ideológica y, en consecuencia, ponderada, refutada y, ¡ay!, combatida. Tanto esa izquierda como el nacionalismo —y mucho me temo que en el caso del compañero Ramoneda ambos parámetros se confundan ya sin remedio— ven sus propias creencias y valores como algo inmaculado, esencial, como algo no sujeto a discusión y ajeno, pues, al debate público. Sólo así se explica que en el artículo de marras ese preámbulo dé paso a una verdadera diatriba contra el borrador del anteproyecto de nueva ley educativa que acaba de presentar el ministro Wert —al que Ramoneda atribuye, por cierto, «un narcisismo incontenible», como si tal atributo tuviera que ser por fuerza privativo de la farándula y de algunos profesionales de la comunicación—. Y sólo así puede entenderse que en él se afirme, entre otras muchas perlas irreproducibles por falta de espacio, que «el fracaso escolar importa poco» a este Gobierno, que lo único que en verdad le interesa es «la jerarquización social ya desde la escuela». Como si el páramo educativo actual fuese obra de un dios laico y no de un cúmulo de gobiernos y leyes socialistas. Como si el sueño de la razón, en definitiva, no pudiera producir, aparte de monstruos, montones de analfabetos.

(ABC, 8 de diciembre de 2012)

La izquierda inmaculada

    8 de diciembre de 2012
«La Constitución es lo que ha hecho posible en España 34 años de paz. Pero de la buena: o sea, paz con democracia y libertad. Lástima que esa paz, y la consiguiente convivencia entre el conjunto de los españoles, se hayan visto permanentemente lastradas por la violencia del terrorismo independentista y, en los últimos tiempos sobre todo, por la deslealtad y el chantaje de los nacionalismos autodenominados democráticos».

(La Voz de Barcelona)
Lo de Cataluña se parece cada vez más a una parodia. Algo así como «Si hoy es martes, esto es Bélgica», pero con la política como tema en lugar de los viajes organizados. Un presidente que convoca unas elecciones a medio mandato porque ha oído, dice, el clamor de la calle y porque, al igual que Juana de Arco, se siente llamado a encabezar un ejército de patriotas para liberar el territorio de esa gente tan ufana y tan soberbia. Un historiador reconvertido en consejero de Cultura que, ante lo más granado de las artes y las letras catalanas, le dice a ese su presidente, y por dos veces en quince días, «presidente, estás haciendo historia», como si lo que ese hombre estaba haciendo —esto es, prometer una suerte de referendo para dar satisfacción a la supuesta voluntad de un pueblo cuyo clamor aseguraba haber oído— pudiera figurar en otros anales que en los de la Academia de la Farsa. Ese mismo presidente que, llegado al fin el gran día en que los ciudadanos de Cataluña iban a expresar sus anhelos, se pega el gran batacazo en las urnas y, lejos de dimitir, prosigue en su empeño liberador. Un secretario general de la federación también presidida por el presidente que ahora afirma, muleta en mano y como si su opinión, voluble donde las haya, tuviera algún valor, que en la manifestación donde se expresó la voz de la calle no todos eran independentistas, y ello por la simple razón de que él, que dice no serlo, estuvo allí —lo que da la medida, por cierto, de su irresponsabilidad—.

Este periódico informaba ayer de que dirigentes de la propia federación comparan ya la situación de Cataluña con la de Bélgica: legislaturas que no se agotan, gobiernos que no pueden formarse por falta de acuerdos, inestabilidad permanente. Añadan a lo anterior el nexo del nacionalismo y, en el caso catalán sobre todo, la crisis económica. En definitiva, una delicia. Como para no dudar de que si hoy es sábado, esto, señoras y señores, es Cataluña.

(ABC, 1 de diciembre de 2012)

Si hoy es sábado

    1 de diciembre de 2012