En el año 1942, Josep Pla publicó en Ediciones Destino «Humor honesto y vago», uno de sus grandes libros. Grandes y amargos, cabría añadir, puesto que en él se encuentran, alternando con pinceladas de ese humor liviano a que alude el título, algunas de las reflexiones más juiciosas —y a menudo más desoladas— que jamás se hayan escrito sobre la condición humana. Allí está, por ejemplo, la ya conocida teoría planiana de la propina, la que sostiene que «el hombre que consciente o inconscientemente suponga o crea que éste es el mejor de los mundos posibles vivirá rabioso y frenético», mientras que el que «parta de la idea [de] que esto es un valle de lágrimas corregido por un sistema de propinas, vivirá resignado y tranquilo». Y allí están, también, otros muchos fragmentos de un tenor parecido que convierten a «Humor honesto y vago» en uno de los mejores compendios del pensamiento de su autor.

Por lo demás, el libro contó, como tantas obras de Pla, con una segunda vida. En 1973, los artículos que lo integran fueron recogidos, junto a otras piezas periodísticas, en uno de los volúmenes de la «Obra completa» del escritor, lo que significa que fueron traducidos al catalán y, las más de las veces, modificados y ampliados. Para entendernos: dejaron de ser los mismos textos. La escritura, quiérase o no, siempre tiene fecha. Y condiciones. Todo retoque a que se la someta, por muy lícito que sea viniendo del propio autor, no puede sino conducir a un texto nuevo, a un texto distinto.

Como distinta será también la lectura que se haga hoy en día de esos artículos con respecto a la que se hizo en 1942. En este sentido, si bien es posible que sigamos estando en un valle de lágrimas, no lo es menos que este valle nuestro resulta bastante más confortable que el de comienzos de los años cuarenta. Ahora, que se sepa —y por más que algunos se empecinen en negarlo—, ni salimos de una guerra civil ni vivimos temerosos del desenlace de un conflicto mundial. Y, por si no bastara con lo anterior, nuestro sistema de propinas no tiene punto de comparación, a Dios gracias, con el de hace casi siete décadas. Todo lo cual no impide, por supuesto, que esos artículos de «Humor honesto y vago», leídos hoy, puedan procurar a quien se acerque a ellos libre de prejuicios fructíferas enseñanzas. Y no únicamente sobre el pasado.

Sirva, como muestra, el titulado «Por qué soy conservador» y, en concreto, el siguiente párrafo: «El elemento vital de la cultura es la memoria, sobre todo la memoria histórica. El hombre natural, no tiene memoria; vive ante la naturaleza en una posición pasiva. El hombre civilizado aspira a tenerla. Vivir con la memoria avivada en un grado más o menos lúcido, preciso, implica un esfuerzo gigantesco. La memoria es dolorosa, triste, amarga. Los muertos, nuestros muertos, el pasado, la experiencia transmitida, los testimonios de otras vidas, sus afanes, gloria[s] y miserias… Mantener la memoria de estas cosas es la cultura. Del recuerdo arrancará siempre lo que el hombre haga de positivo».

Ignoro si estamos ante el primer rastro en español del ensamblaje entre el adjetivo «histórico» y el sustantivo «memoria», pero de lo que sí estoy absolutamente seguro es de que el ensamblaje, aquí, da pie a un concepto pertinente, no contradictorio —o sea, completamente distinto al actual—. Para Pla, la cultura no es otra cosa que la lucha del hombre contra la naturaleza. Se trata, pues, de un principio activo. Y en ese proceso de afirmación, de civilización, la memoria juega un papel fundamental. Sin memoria, sostiene Pla, no hay cultura. De ahí que la memoria histórica, entendida como la acumulación y la transmisión a lo largo de la historia de cuanto ha sido capaz el hombre de crear —esos muertos, esos testimonios, esa experiencia, esos afanes, esas glorias y, ¡ay!, esas miserias—, deba ser preservada o, lo que es lo mismo, permanentemente avivada; de lo contrario, no hay cultura ni civilización posibles. Y de ahí también que el máximo enemigo del hombre en esa empresa en la que le va la vida —cuando menos, la de hombre civilizado— sea el olvido. Pero también la erosión, la parcelación, el sesgo, o la pura y simple destrucción.

Por descontado, no ha sido este el objetivo perseguido, en este mismo terreno, por los últimos gobiernos socialistas. Aunque los partidarios de la llamada «ley de la memoria histórica» —que no son sólo los socialistas, recordémoslo, sino la izquierda toda— hayan proclamado con insistencia la necesidad de avivar el recuerdo, lo suyo nada tiene que ver con lo propugnado por Pla hace casi setenta años. En el supuesto de que haya habido en ellos alguna voluntad de «mantener la memoria», esto es, de transmitir a las generaciones venideras toda esa experiencia acumulada, la perspectiva con que han acometido la empresa no ha sido nunca global, totalizadora. Dicho de otro modo: su visión se ha caracterizado desde el primer momento por una manifiesta parcialidad, cuando no por una intención aviesa. Basta con leer detenidamente la ley que hace al caso y, en particular, su exposición de motivos —donde, a pesar del enmascaramiento retórico, ese enfoque resulta palmario— para convencerse de ello. Y basta con comprobar, claro, lo que su aplicación, tras más de dos años de vigencia, está dando de sí.

Por ejemplo, en lo concerniente a la retirada de los símbolos del régimen anterior. Dejemos a un lado, si les parece, los dislates cometidos en tantas ciudades y pueblos de España por unos gobernantes que suman a un sectarismo ingente una profunda incultura, y cuya máxima expresión sea tal vez ese escudo de los Reyes Católicos de una plaza de Cáceres confundido con un emblema franquista y extirpado del espacio público. No, el problema no es ese. El problema es qué necesidad existe de retirar un escudo o una placa, o de cambiar el nombre de una calle, por la simple razón de que se refiere a la dictadura. Cualquiera que haya paseado por Roma o por cualquier otra ciudad italiana habrá encontrado, aquí y allá, símbolos alusivos a Mussolini y al régimen fascista. Los hay a espuertas y nadie se rasga, por ello, las vestiduras. Será que Italia, al contrario que España, es un país culto, donde la historia pesa y la memoria, con independencia de lo evocado, se conserva.

Aunque nada como la actuación del juez Baltasar Garzón para calibrar los efectos de esa visión fragmentada de la memoria. Y es que, si el magistrado se halla en estos momentos expuesto a un proceso judicial que puede comportarle una inhabilitación de veinte años, ello se debe en gran medida a su obsesión por ignorar una parte de la historia, por actuar, en definitiva, como si no hubiera habido en España una Ley de Amnistía que puso fin en su día a más de cuatro décadas de enfrentamiento civil. O, si lo prefieren, por no haber entendido —o no haber querido entender— que una de las grandes conquistas de la democracia fue la asunción conjunta, sin velos ni retoques, de ese pasado; la consideración de que en adelante todos debíamos acarrear lo bueno y lo malo de nuestra historia común, y el convencimiento, en fin, de que ese esfuerzo, por más titánico e insólito que resultara, merecía realmente la pena.

ABC, 27 de abril de 2010.

Otra memoria histórica

    27 de abril de 2010



Es muy probable que en el coche grande del periódico que lo llevaba a Valencia mediada la mañana del 6 de noviembre de 1936 ya le fuera dando vueltas al asunto. Las tropas de Franco estaban a las puertas de Madrid, el Gobierno de la República había decidido abandonar la ciudad y él, junto a otros cuatro periodistas —entre los que se hallaban Manuel Benavides y Paulino Masip, directores de Estampa y La Voz, respectivamente—, acababa de hacer lo propio. O quizá la idea surgiera en aquellos días que pasó luego en Valencia, a la espera de encontrar pasaje para el exilio. Tanto da. Lo importante es que él había estado allí y que eso había que contarlo. Se trata de un imperativo moral, al que no puede ni debería sustraerse ningún periodista que se precie. Una vez en Montrouge, en los arrabales de París, este periodista convirtió lo vivido en la capital durante los primeros meses de guerra civil en los nueve relatos de A sangre y fuego. Y a otra cosa, porque a aquellas alturas —mayo de 1937—, y como él mismo reconocía en el prólogo de la obra, poco le importaba ya saber «el resultado final de esta lucha» o, lo que es lo mismo, si «el futuro dictador de España va a salir de un lado u otro de las trincheras».

Pero, para su desgracia, no fue esta la única ocasión en que la historia le obligó a huir de su ciudad. Ni la única en la que él se vio impelido a hacerlo detrás del que consideraba su gobierno. En junio de 1940, en vísperas de la caída de París en manos del ejército de Hitler, Manuel Chaves Nogales, ex director del diario Ahora —aunque en los créditos constara como subdirector, quien dirigía efectivamente el diario era él— y colaborador por entonces, según propia confesión, de la radio francesa para España y América del Sur y de un grupo numeroso de periódicos americanos de lengua española, volvía a abandonar una capital y a emprender el camino del exilio. De París a Burdeos, esta vez, con escala en Tours —y escapada a Biarritz—. Al igual que hace cuatro años en aquel automóvil cargado de periodistas, es muy probable que ahora, en un vehículo con una carga parecida, ya anduviera pensando en lo que iba a escribir. O quizá el proyecto surgiera en las calles de Burdeos, mientras dudaba entre permanecer escondido en algún pueblecito de los Pirineos o soltar definitivamente amarras. Sea como fuere, eso, él, tenía que contarlo. Porque había estado allí, porque era su deber de periodista dejar testimonio de la tragedia vivida. Y porque en esta ocasión, no nos engañemos, lo que se hundía era mucho más que lo que se había hundido la otra vez.

La agonía de Francia se publicó en Montevideo al año siguiente con un subtítulo que daba a entender lo que no era. «Versión original española de The Fall of France», ponía. Que se sepa, The Fall of France no llegó nunca a existir. Puede que Chaves, instalado ya en Inglaterra, proyectara la edición de una versión inglesa de la obra antes incluso de que esta apareciera en español y que, por hache o por be, el libro no viera nunca la luz. En todo caso, es una pena. Para el libro, para la memoria de su autor y para el mundo en general. De haberse publicado en su momento en inglés, estoy convencido de que habría acabado figurando por derecho propio entre los mejores ensayos jamás escritos sobre este periodo de la segunda guerra mundial. Y no me cabe tampoco la menor duda de que el canónico La caída de París (14 de junio de 1940), de Herbert Lottman, tan reacio a incluir, entre sus obras de consulta, nada que no esté editado en inglés o francés, lo habría convertido en una de sus fuentes principales. Y es que La agonía de Francia es un gran libro, un libro enorme —y eso que apenas abulta—.

Las razones de esa magnitud son diversas. Lo primero que merece la pena destacar —y aquí el orden no tiene mayor importancia— es que estamos ante un libro escrito por un hombre pletórico. En 1940, con sólo 43 años a cuestas, Chaves Nogales es ya un periodista como la copa de un pino, que ha dirigido con éxito el diario de mayor tirada de la Segunda República española, que ha creado escuela —el propio Paulino Masip, director de La Voz y compañero de huida en Madrid, ha sido discípulo suyo— y que se ha ganado, gracias a sus trabajos, un merecido prestigio entre sus colegas europeos. Por lo demás, es el autor de unos cuantos libros-reportaje, aparecidos antes por entregas en la revista Estampa y el más celebrado de los cuales, Juan Belmonte, matador de toros, le ha granjeado un crédito considerable. Está, pues, en la plenitud de su carrera. Y además está allí.

Porque La agonía de Francia, en la medida en que es el libro de un periodista, lo es también de un testigo de los hechos. A lo largo del texto son constantes, imperiosos casi, los «yo he visto», los «no olvidaré nunca», los «yo he hablado con», los «he conocido casos»; en una palabra, los faits vécus, amparados por la autoridad de ese yo testimonial. Se diría que, por parte del narrador, existe una verdadera obsesión por recordarle al lector que no está hablando de oídas, que eso que cuenta lo conoce de primera mano. Y, en ese conjunto de testimonios que saca a relucir, Chaves no escatima clase social ni tendencia ideológica alguna. Así, lo mismo oímos la voz del oficial de carrera filonazi que la del soldado partidario de la dictadura del proletariado; lo mismo toma la palabra el militante comunista fiel a la estrategia de la Komintern —marcada por la alianza entre Hitler y Stalin, y contraria, pues, a los intereses de Francia en la contienda— que el miembro del partido que antepone a sus ideas la defensa de la nación; y lo mismo desfilan, en fin, por las páginas del libro los aristócratas, los intelectuales y los políticos que la masa, esa masa de la que tanto receló en toda ocasión, siguiendo la estela de Ortega, el propio Chaves.

No obstante, más allá de esas razones y de otras que sin duda podrían aducirse, lo que explica, a mi entender, que estemos ante un gran libro, y muy probablemente ante el mejor de cuantos alcanzó a escribir su autor en su corta vida —murió en Londres en 1944, a los 47 años—, es algo que trasciende la agonía a la que alude el título y que se erige, de algún modo, en su reverso. Me refiero a la defensa cerrada, tozuda, enfermiza de la democracia y sus inigualables virtudes. El hundimiento de Francia —insiste Chaves repetidamente, como para despejar cualquier sombra de duda— no hay que achacarlo a la democracia y a su incapacidad de plantar cara al totalitarismo, como sostienen los partidarios de los regímenes dictatoriales, sino a la incapacidad de los franceses de preservar los valores que la democracia lleva asociados. Lo cual, sobra decirlo, no deja de constituir una amarga paradoja, habida cuenta de que ningún país en el mundo encarna, como Francia, esos valores.

La agonía de Francia da cuenta, pues, de ese desplome, de ese hundimiento de un país. Y de esa paradoja. Pero no lo hace en modo alguno desde un patriotismo sobrevenido, como podría esperarse de un refugiado agradecido. Ni tampoco desde la añoranza de un patriotismo anterior. España está presente en el libro, ciertamente. Pero está como ejemplo, como caso, del que conviene extraer las debidas lecciones. Y nada más. Ni una lágrima, por consiguiente. Si existe una escritura enemiga del lagrimeo, esa escritura es la de Chaves. Tanto si pondera la democracia y sus virtudes, como si desmenuza, uno a uno, los factores que han llevado a Francia a la ruina, como si se detiene en los efectos de los bombardeos pasados, presentes y futuros, su escritura conserva en todo momento un mismo temple. El que resulta, en definitiva, del ejercicio valiente y responsable de la razón.

Es verdad que Chaves conocía el percal. Sus viajes le habían familiarizado con los totalitarismos, de un signo u otro, y con sus modos. No ignoraba, pues, dónde estaba el peligro. Por lo demás, la experiencia de la Segunda República española y su trágico desenlace no habían hecho sino reforzarle en sus certezas y convicciones. Los enemigos de la democracia tenían rostro: fascismo y comunismo. Y no quedaba más remedio que hacerles frente y derrotarlos si uno quería vivir en paz, en democracia y en libertad. Ahora bien, no todos veían las cosas con semejante lucidez. Mejor dicho, los clarividentes eran muy pocos. Y los que, viendo lo que había que ver, se atrevían a expresarlo públicamente y a denunciar cuanto hubiera que denunciar, todavía menos.

Puestos a identificar a esos clercs, a mí no se me ocurren más nombres, para acompañar el de Chaves, que los de George Orwell y Albert Camus. Es curioso, los dos eran periodistas. O no tan curioso. Al fin y al cabo, de ambos también puede decirse que siempre supieron estar allí.

Prólogo a La agonía de Francia, de Manuel Chaves Nogales
(Libros del Asteroide, 2010).
Parece que el pueblo sigue ahí. O, al menos, eso afirman algunos. Maragall, por ejemplo. Quien fuera alcalde de Barcelona y presidente de la Generalitat de Cataluña, o sea, todo lo que se puede ser por estos lares, va repitiendo sin descanso que si llega por fin el día —uno ya duda de todo— en que el Tribunal Constitucional hace pública una sentencia y resulta que esta sentencia es francamente contraria al texto refrendado en las urnas, pues bien, entonces habrá que devolverle la voz al pueblo. Es decir, a ese 49 y pico por ciento de ciudadanos que participó en el referéndum de junio de 2006 y al 50 y pico por ciento restante que ni siquiera se tomó esta molestia. O, si lo prefieren, a ese 36 y pico de electores que votó sí, al 10 y pico por ciento que se inclinó por el no y al largo 53 por ciento que optó por el voto en blanco, el voto nulo o —la mayor parte— por el no voto. Maragall cree que lo que el pueblo bendijo no puede modificarse sin que ese pueblo vuelva a bendecirlo. Y de aquí no lo sacan.

Es muy probable que la percepción de Maragall guarde relación con el orden de los factores. Veamos. Eso de que el pueblo haya tenido la última palabra en el proceso estatutario lleva a creer que esa palabra le debe ser devuelta si el Constitucional modifica sustancialmente el texto aprobado. De haber sido otro el orden, de haber precedido la convocatoria del plebiscito a la entrada y discusión del Estatuto en las Cortes, dudo mucho que Maragall anduviera ahora reclamando una nueva consulta. Para muestra, lo sucedido cuando la Segunda República con el llamado Estatuto de Núria: fue redactado por la Asamblea de Parlamentarios autonómica, ratificado por una amplísima mayoría de los catalanes de entonces —cercana al 75% de los electores— y reducido a la mínima expresión por las Cortes constituyentes. Y no pasó nada, a nadie se le ocurrió exigir que el pueblo volviera a manifestarse. En fin, sí pasó, pero al cabo de un par de años y sin que el pueblo participara siquiera en la asonada organizada por el presidente Companys y sus muchachos.

En definitiva, el pueblo no tiene por qué saber si un texto es o no es conforme a la ley. Para eso están los juristas, los tribunales y, en último término, el Constitucional. Si bien con otras palabras, esta semana Manuel Fraga se ha referido a ello: «No vale decir que es que el pueblo lo votó en tal sitio. No. Pues si no es constitucional, no vale». Lo cual permite aventurar que el problema no es tanto el orden de los factores como la necesidad de que el pueblo, esa instancia suprema, deba ratificar algo para lo que no va estar nunca preparado. Aunque mucho me temo que por este camino acabaríamos poniendo en duda la validez misma del sistema democrático. Y no, francamente, no están las terapias alternativas como para que ahora renunciemos a lo que tanto nos ha costado conseguir.

ABC, 24 de abril de 2010.

El Estatuto del pueblo

    24 de abril de 2010
Siento ser agorero, pero no tengo más remedio que prevenirles. Hay jueces a los que no se puede juzgar. Y quien dice jueces dice fiscales. O sea que todos aquellos que han decidido procesar, por un motivo u otro, al juez Baltasar Garzón, ya pueden ir recogiendo velas. A no ser, claro, que quieran acabar como acabaron el juez Luis Emperador o el fiscal Manuel Sancho, el 9 de septiembre de 1934, en el Palacio de Justicia de Barcelona.

Aquella mañana de domingo había tenido lugar en la Audiencia el juicio contra el abogado nacionalista Josep Maria Xammar, acusado de desobediencia grave a un presidente de Sala. Según cuentan las crónicas, Xammar, que a la condición de abogado unía la de dirigente del Partit Nacionalista Català, se había negado en una vista anterior, en la que defendía al director del periódico «La Nació Catalana», a atender los requerimientos del presidente del Tribunal, que le conminaba a dejar de manifestarse con la violencia con que lo estaba haciendo. Como se ve, un asunto interno, estrictamente judicial. Pero no era esa la opinión de Xammar. Ni la de sus amigos, por supuesto. Y estos, para demostrarlo, se habían congregado en los alrededores del Palacio de Justicia con el propósito de asistir al juicio y, en definitiva, de hacerse oír.

Entre esos congregados había uno especialmente relevante. Se llamaba Miquel Badia y era por entonces, aparte de un destacado dirigente de Estat Català, el jefe superior de servicios de la Comisaría General de Orden Público de la Generalitat. El caso, pues, es que Badia estaba allí. Con sus agentes. (Por cierto, nada más llegar, Badia les había mandado detener a un ujier que, al no reconocerle, quería impedirle el acceso a una Sala atestada ya de gente.) Y el caso es que el juicio terminó como el rosario de la aurora. Con Xammar condenado al pago de mil pesetas; con el público profiriendo vivas y mueras y toda clase de insultos contra los miembros del tribunal; con el juez Emperador recibiendo en una mano el impacto de un pisapapeles de cristal en el preciso momento en que iba a firmar la sentencia, y con Badia discutiendo a voz en grito con el fiscal Sancho, que le recriminaba no haber desalojado la Sala, lo que trajo como consecuencia su detención —la del fiscal, claro—.

Por lo demás, el suceso tuvo otras consecuencias. Aquella misma noche, Sancho era liberado. A los tres días, Badia renunciaba a su cargo. A las dos semanas, las juventudes de Esquerra le tributaban un homenaje, al que asistió el mismísimo presidente Companys. Y, en fin, de lo ocurrido el 6 de octubre siguiente les supongo ya informados.

Insisto, no quisiera ser agorero, pero, dados los precedentes y visto el empeño de los amigos de Garzón por volver a aquellos años, yo no sé qué puede pasar el próximo día 22, cuando el Consejo General del Poder Judicial se reúna para decidir si castiga o no castiga al juez. Por si acaso, no estará de más que los custodios de la sede del Consejo vayan retirando ya del recinto y de sus inmediaciones los pisapapeles.

ABC, 17 de abril de 2010.

Una historia paralela

    17 de abril de 2010
Una juez de Barcelona condenó el pasado miércoles a dos años de cárcel a una mujer por agredir y amenazar de muerte a la profesora de Ciencias Sociales de su hija. Lo curioso del caso —más allá de su notoriedad, pues se trata de la sentencia más grave dictada hasta la fecha por un delito de esta naturaleza— es que, de haber sido por el abogado defensor, la pena podía haber acabado siendo incluso más alta. No, no me malentiendan. No es que ese abogado deseara para su defendida una pena mayor; es que la Fiscalía y la Generalitat solicitaban tres años, y si al final esos años quedaron en dos fue porque el juicio no llegó a celebrarse al aceptar la acusada una rebaja que le garantizaba el no tener que entrar en prisión. En otras palabras: la mujer optó por el mal menor —más vale dos años en mano que un montón volando, debió de pensar—, mientras que su defensor hubiera preferido jugársela. (No su propia suerte, claro; la de su defendida.)

Sea como sea, los hechos juzgados eran tan graves que cuesta entender la actitud del abogado. Según el escrito de la Fiscalía, el 6 de noviembre de 2008 la madre se acercó a la profesora, que se hallaba en los alrededores del instituto, y se abalanzó sobre ella «tirándole del pelo reiteradamente, arrancándole mechones de cabello» y «arrinconándola al tiempo que la insultaba con palabras soeces» y la amenazaba con matarla. Sólo la intervención de terceros y la proximidad del centro, donde la docente alcanzó a refugiarse, permitieron que la cosa no fuera más allá. De resultas de la agresión, la víctima sufrió lesiones en el antebrazo y contusiones en la cabeza que tardaron cuatro meses en sanar, y requirió tratamiento psiquiátrico. Como para no olvidarlo, vaya.

Ahora bien, si el castigo ha estado esta vez a la altura de las circunstancias, esto es, si no ha ocurrido como en otras ocasiones, en que, ya el miedo a la denuncia por parte de la víctima, ya la propia inacción de la Administración, ya la inexistencia de un marco legal adecuado, habían dejado impunes agresiones parecidas, ello ha sido debido, en gran parte, a la instrucción dada en 2006 a los fiscales de Cataluña por el entonces fiscal general José María Mena para que trataran esa clase de agresiones como un delito de atentado. En otras palabras: para que equipararan la figura del docente a la de un servidor de lo público y le reconocieran la autoridad que nunca debería haber perdido.

Ignoro si la sentencia va a servir de aviso y si a partir de ahora esa clase de padres van a pensárselo dos veces antes de tomarse la justicia por su mano. Ojalá. De lo contrario, ya nos veo siguiendo el ejemplo de los británicos, cuyo Ministerio de Educación —del mismo color que el nuestro, no lo olviden— acaba de publicar una guía dirigida a los maestros para que no se corten un ápice a la hora de hacer un «uso razonable de la fuerza» con sus alumnos. Y si eso tampoco marcha, pues, qué sé yo, habrá que empezar a pensar, supongo, en extender los correspondientes permisos de armas.

ABC, 10 de abril de 2010.

Los docentes y la violencia

    10 de abril de 2010
Ignoro si los doce abajofirmantes del editorial aquel que tanto decía confiar en la probidad de los jueces del Constitucional tienen previsto difundir uno nuevo el día en que estos jueces se dignen a emitir la sentencia. En todo caso, sería bueno que así fuera. Las cosas no pueden dejarse a medias. Cuando un poder ha tratado de influir en la decisión de otro, debe hacer balance. ¿Lo hemos conseguido? ¿Nos han tenido presentes en sus deliberaciones? ¿Ha servido de algo aquella homilía del pasado 26 de noviembre que alertaba a los señores magistrados de que estaba en juego, con su sentencia, «la propia dinámica institucional: el espíritu de 1977, que hizo posible la pacífica transición»? ¿Ha producido algún efecto el que, tras la difusión del editorial, no pararan de llover las adhesiones, empezando por la del propio presidente de la Generalitat y siguiendo por las de la mayoría de quienes componen en Cataluña los dos poderes restantes, hasta el punto de que aquella «solidaridad catalana» tan demanda en el último suspiro del texto parecía ya, a los pocos días, felizmente encarnada? Todas esas preguntas deberían hacérselas, sin dilación, los doce magníficos de nuestra prensa en cuanto tengan conocimiento del fallo del Alto Tribunal. Cuando un medio de comunicación vive de las subvenciones públicas, los balances son inexcusables.

Como lo son, con más motivo si cabe, cuando el medio es todo él público. En este sentido, me ha sorprendido enormemente que la marcha de Albert Sáez de la presidencia del consejo de la Corporación Catalana de Medios Audiovisuales, bajo cuyas faldas se cobijan la radio y la televisión autonómicas, no haya ido acompañada del consiguiente balance. Vaya por delante que Sáez tiene todo el derecho a abandonar su cargo y volver a la empresa privada —o semipública, por cuanto todo diario catalán es, por definición, un híbrido de esta clase—. A fin de cuentas, se trata de alguien que nunca le ha hecho ascos al poder. En la anterior legislatura, y ante el fracaso de un pacto entre CIU y ERC —que él mismo había auspiciado en los papeles—, no tuvo más remedio que permanecer en el grupo de los abajofirmantes. En la presente, y en vista de que el tripartito iba a seguir mandando, el hombre no pudo más y aceptó la secretaría de Medios de Comunicación del Departamento de Cultura, desde donde dio el salto a la presidencia de la CCMA. Su renuncia de ahora y el consiguiente retorno a la categoría de abajofirmante no tienen otra explicación, al cabo, que la previsible derrota electoral, dentro de unos meses, de la coalición a la que ha servido en los últimos años. Pero aun así, insisto, Sáez debería haber hecho balance de su gestión. A no ser que su balance se limite a la redacción de ese libro de estilo del CCMA todavía nonato donde podrá leerse, al parecer, que el lenguaje de los medios públicos catalanes debe contribuir, ante todo, a «preservar la identidad nacional de Cataluña».

Lo cual, si bien se mira, resulta de lo más lógico. ¿O acaso han preservado otra cosa, en tres décadas de autonomía, todos los medios de comunicación catalanes?

ABC, 3 de abril de 2010.