Una juez de Barcelona condenó el pasado miércoles a dos años de cárcel a una mujer por agredir y amenazar de muerte a la profesora de Ciencias Sociales de su hija. Lo curioso del caso —más allá de su notoriedad, pues se trata de la sentencia más grave dictada hasta la fecha por un delito de esta naturaleza— es que, de haber sido por el abogado defensor, la pena podía haber acabado siendo incluso más alta. No, no me malentiendan. No es que ese abogado deseara para su defendida una pena mayor; es que la Fiscalía y la Generalitat solicitaban tres años, y si al final esos años quedaron en dos fue porque el juicio no llegó a celebrarse al aceptar la acusada una rebaja que le garantizaba el no tener que entrar en prisión. En otras palabras: la mujer optó por el mal menor —más vale dos años en mano que un montón volando, debió de pensar—, mientras que su defensor hubiera preferido jugársela. (No su propia suerte, claro; la de su defendida.)

Sea como sea, los hechos juzgados eran tan graves que cuesta entender la actitud del abogado. Según el escrito de la Fiscalía, el 6 de noviembre de 2008 la madre se acercó a la profesora, que se hallaba en los alrededores del instituto, y se abalanzó sobre ella «tirándole del pelo reiteradamente, arrancándole mechones de cabello» y «arrinconándola al tiempo que la insultaba con palabras soeces» y la amenazaba con matarla. Sólo la intervención de terceros y la proximidad del centro, donde la docente alcanzó a refugiarse, permitieron que la cosa no fuera más allá. De resultas de la agresión, la víctima sufrió lesiones en el antebrazo y contusiones en la cabeza que tardaron cuatro meses en sanar, y requirió tratamiento psiquiátrico. Como para no olvidarlo, vaya.

Ahora bien, si el castigo ha estado esta vez a la altura de las circunstancias, esto es, si no ha ocurrido como en otras ocasiones, en que, ya el miedo a la denuncia por parte de la víctima, ya la propia inacción de la Administración, ya la inexistencia de un marco legal adecuado, habían dejado impunes agresiones parecidas, ello ha sido debido, en gran parte, a la instrucción dada en 2006 a los fiscales de Cataluña por el entonces fiscal general José María Mena para que trataran esa clase de agresiones como un delito de atentado. En otras palabras: para que equipararan la figura del docente a la de un servidor de lo público y le reconocieran la autoridad que nunca debería haber perdido.

Ignoro si la sentencia va a servir de aviso y si a partir de ahora esa clase de padres van a pensárselo dos veces antes de tomarse la justicia por su mano. Ojalá. De lo contrario, ya nos veo siguiendo el ejemplo de los británicos, cuyo Ministerio de Educación —del mismo color que el nuestro, no lo olviden— acaba de publicar una guía dirigida a los maestros para que no se corten un ápice a la hora de hacer un «uso razonable de la fuerza» con sus alumnos. Y si eso tampoco marcha, pues, qué sé yo, habrá que empezar a pensar, supongo, en extender los correspondientes permisos de armas.

ABC, 10 de abril de 2010.

Los docentes y la violencia

    10 de abril de 2010