Es muy probable que en el coche grande del periódico que lo llevaba a Valencia mediada la mañana del 6 de noviembre de 1936 ya le fuera dando vueltas al asunto. Las tropas de Franco estaban a las puertas de Madrid, el Gobierno de la República había decidido abandonar la ciudad y él, junto a otros cuatro periodistas —entre los que se hallaban Manuel Benavides y Paulino Masip, directores de Estampa y La Voz, respectivamente—, acababa de hacer lo propio. O quizá la idea surgiera en aquellos días que pasó luego en Valencia, a la espera de encontrar pasaje para el exilio. Tanto da. Lo importante es que él había estado allí y que eso había que contarlo. Se trata de un imperativo moral, al que no puede ni debería sustraerse ningún periodista que se precie. Una vez en Montrouge, en los arrabales de París, este periodista convirtió lo vivido en la capital durante los primeros meses de guerra civil en los nueve relatos de A sangre y fuego. Y a otra cosa, porque a aquellas alturas —mayo de 1937—, y como él mismo reconocía en el prólogo de la obra, poco le importaba ya saber «el resultado final de esta lucha» o, lo que es lo mismo, si «el futuro dictador de España va a salir de un lado u otro de las trincheras».
Pero, para su desgracia, no fue esta la única ocasión en que la historia le obligó a huir de su ciudad. Ni la única en la que él se vio impelido a hacerlo detrás del que consideraba su gobierno. En junio de 1940, en vísperas de la caída de París en manos del ejército de Hitler, Manuel Chaves Nogales, ex director del diario Ahora —aunque en los créditos constara como subdirector, quien dirigía efectivamente el diario era él— y colaborador por entonces, según propia confesión, de la radio francesa para España y América del Sur y de un grupo numeroso de periódicos americanos de lengua española, volvía a abandonar una capital y a emprender el camino del exilio. De París a Burdeos, esta vez, con escala en Tours —y escapada a Biarritz—. Al igual que hace cuatro años en aquel automóvil cargado de periodistas, es muy probable que ahora, en un vehículo con una carga parecida, ya anduviera pensando en lo que iba a escribir. O quizá el proyecto surgiera en las calles de Burdeos, mientras dudaba entre permanecer escondido en algún pueblecito de los Pirineos o soltar definitivamente amarras. Sea como fuere, eso, él, tenía que contarlo. Porque había estado allí, porque era su deber de periodista dejar testimonio de la tragedia vivida. Y porque en esta ocasión, no nos engañemos, lo que se hundía era mucho más que lo que se había hundido la otra vez.
La agonía de Francia se publicó en Montevideo al año siguiente con un subtítulo que daba a entender lo que no era. «Versión original española de The Fall of France», ponía. Que se sepa, The Fall of France no llegó nunca a existir. Puede que Chaves, instalado ya en Inglaterra, proyectara la edición de una versión inglesa de la obra antes incluso de que esta apareciera en español y que, por hache o por be, el libro no viera nunca la luz. En todo caso, es una pena. Para el libro, para la memoria de su autor y para el mundo en general. De haberse publicado en su momento en inglés, estoy convencido de que habría acabado figurando por derecho propio entre los mejores ensayos jamás escritos sobre este periodo de la segunda guerra mundial. Y no me cabe tampoco la menor duda de que el canónico La caída de París (14 de junio de 1940), de Herbert Lottman, tan reacio a incluir, entre sus obras de consulta, nada que no esté editado en inglés o francés, lo habría convertido en una de sus fuentes principales. Y es que La agonía de Francia es un gran libro, un libro enorme —y eso que apenas abulta—.
Las razones de esa magnitud son diversas. Lo primero que merece la pena destacar —y aquí el orden no tiene mayor importancia— es que estamos ante un libro escrito por un hombre pletórico. En 1940, con sólo 43 años a cuestas, Chaves Nogales es ya un periodista como la copa de un pino, que ha dirigido con éxito el diario de mayor tirada de la Segunda República española, que ha creado escuela —el propio Paulino Masip, director de La Voz y compañero de huida en Madrid, ha sido discípulo suyo— y que se ha ganado, gracias a sus trabajos, un merecido prestigio entre sus colegas europeos. Por lo demás, es el autor de unos cuantos libros-reportaje, aparecidos antes por entregas en la revista Estampa y el más celebrado de los cuales, Juan Belmonte, matador de toros, le ha granjeado un crédito considerable. Está, pues, en la plenitud de su carrera. Y además está allí.
Porque La agonía de Francia, en la medida en que es el libro de un periodista, lo es también de un testigo de los hechos. A lo largo del texto son constantes, imperiosos casi, los «yo he visto», los «no olvidaré nunca», los «yo he hablado con», los «he conocido casos»; en una palabra, los faits vécus, amparados por la autoridad de ese yo testimonial. Se diría que, por parte del narrador, existe una verdadera obsesión por recordarle al lector que no está hablando de oídas, que eso que cuenta lo conoce de primera mano. Y, en ese conjunto de testimonios que saca a relucir, Chaves no escatima clase social ni tendencia ideológica alguna. Así, lo mismo oímos la voz del oficial de carrera filonazi que la del soldado partidario de la dictadura del proletariado; lo mismo toma la palabra el militante comunista fiel a la estrategia de la Komintern —marcada por la alianza entre Hitler y Stalin, y contraria, pues, a los intereses de Francia en la contienda— que el miembro del partido que antepone a sus ideas la defensa de la nación; y lo mismo desfilan, en fin, por las páginas del libro los aristócratas, los intelectuales y los políticos que la masa, esa masa de la que tanto receló en toda ocasión, siguiendo la estela de Ortega, el propio Chaves.
No obstante, más allá de esas razones y de otras que sin duda podrían aducirse, lo que explica, a mi entender, que estemos ante un gran libro, y muy probablemente ante el mejor de cuantos alcanzó a escribir su autor en su corta vida —murió en Londres en 1944, a los 47 años—, es algo que trasciende la agonía a la que alude el título y que se erige, de algún modo, en su reverso. Me refiero a la defensa cerrada, tozuda, enfermiza de la democracia y sus inigualables virtudes. El hundimiento de Francia —insiste Chaves repetidamente, como para despejar cualquier sombra de duda— no hay que achacarlo a la democracia y a su incapacidad de plantar cara al totalitarismo, como sostienen los partidarios de los regímenes dictatoriales, sino a la incapacidad de los franceses de preservar los valores que la democracia lleva asociados. Lo cual, sobra decirlo, no deja de constituir una amarga paradoja, habida cuenta de que ningún país en el mundo encarna, como Francia, esos valores.
La agonía de Francia da cuenta, pues, de ese desplome, de ese hundimiento de un país. Y de esa paradoja. Pero no lo hace en modo alguno desde un patriotismo sobrevenido, como podría esperarse de un refugiado agradecido. Ni tampoco desde la añoranza de un patriotismo anterior. España está presente en el libro, ciertamente. Pero está como ejemplo, como caso, del que conviene extraer las debidas lecciones. Y nada más. Ni una lágrima, por consiguiente. Si existe una escritura enemiga del lagrimeo, esa escritura es la de Chaves. Tanto si pondera la democracia y sus virtudes, como si desmenuza, uno a uno, los factores que han llevado a Francia a la ruina, como si se detiene en los efectos de los bombardeos pasados, presentes y futuros, su escritura conserva en todo momento un mismo temple. El que resulta, en definitiva, del ejercicio valiente y responsable de la razón.
Es verdad que Chaves conocía el percal. Sus viajes le habían familiarizado con los totalitarismos, de un signo u otro, y con sus modos. No ignoraba, pues, dónde estaba el peligro. Por lo demás, la experiencia de la Segunda República española y su trágico desenlace no habían hecho sino reforzarle en sus certezas y convicciones. Los enemigos de la democracia tenían rostro: fascismo y comunismo. Y no quedaba más remedio que hacerles frente y derrotarlos si uno quería vivir en paz, en democracia y en libertad. Ahora bien, no todos veían las cosas con semejante lucidez. Mejor dicho, los clarividentes eran muy pocos. Y los que, viendo lo que había que ver, se atrevían a expresarlo públicamente y a denunciar cuanto hubiera que denunciar, todavía menos.
Puestos a identificar a esos clercs, a mí no se me ocurren más nombres, para acompañar el de Chaves, que los de George Orwell y Albert Camus. Es curioso, los dos eran periodistas. O no tan curioso. Al fin y al cabo, de ambos también puede decirse que siempre supieron estar allí.
Prólogo a La agonía de Francia, de Manuel Chaves Nogales
(Libros del Asteroide, 2010).