Uno de los efectos colaterales de la convocatoria anticipada de elecciones generales ha sido la decisión de Ciudadanos de no participar en ellas. A la disolución de las Cortes por parte de Pedro Sánchez, el comité nacional del partido dirigido por Patricia Guasp y Adrián Vázquez respondió ayer con una disolución anticipada de su presencia en la política nacional. Tras el naufragio del domingo, del que apenas se salvaron, si se descuenta la obtenida en Ciudad Real, algunas concejalías menores, lo que aguardaba a Ciudadanos de aquí a diciembre en el Congreso –en el Senado no queda más que un senador ya– era lo más parecido a un calvario. Un grupo parlamentario de nueve diputados divididos y enfrentados desde la llamada refundación del partido y en el que apenas destacaba alguna intervención de su portavoz en el Congreso, no permitía augurar grandes alegrías. Además, había que afrontar unas primarias, lo que siempre da trabajo al diablo. Y, en fin, los ánimos tampoco estaban como para tirar cohetes. Tal vez lo único bueno de este medio año que en principio restaba eran los ingresos que hubiera percibido la formación por su presencia en las Cortes.

Entiendo que pueda haber quien vea en esa abstinencia un acto de cobardía. Todos los partidos tienen votantes acérrimos, de esos que afirman sin que les tiemble la voz: “Yo siempre votaré a…”. Es una opción respetable. Cuando un elector ha encontrado un nido confortable, en el que se siente a gusto, una suerte de hogar político, ¿para qué mudarse a otro? Esa clase de votantes, habiendo renunciado Ciudadanos a presentarse a las generales, se van a sentir huérfanos y acaso también dolidos. ¿Qué harán con su voto? Lo más probable es que sus convicciones les impidan escoger una papeleta distinta y opten por refugiarse en el voto en blanco o directamente se abstengan. Pero dicho perfil es sin duda el menos común en el votante del partido naranja, tradicionalmente volátil. La inmensa mayoría de los electores que han participado en los comicios del pasado 28 de mayo se van a sentir interpelados de nuevo –o incluso más– por su carácter plebiscitario, y entre ellos van a estar gran parte de los algo más de 300.000 que siguieron confiando en Ciudadanos. Así las cosas, es muy dudoso que el porcentaje de voto de centro que vaya a parar a las siglas de centroizquierda –en teoría no hay otras que las de un PSOE radicalizado hasta el tuétano por obra y gracia de Pedro Sánchez– sea siquiera significativo. El principal beneficiario de esos pecios del partido fundado en 2006 en Cataluña va a ser, con toda probabilidad, el Partido Popular, la opción de centroderecha más próxima a los postulados reformistas y liberales.

Lo cual, en estos momentos, no es una mala noticia. Al contrario. La renuncia de Cs a presentarse a las generales del 23 de julio es una decisión sensata y responsable, en la medida en que tiene en cuenta el interés general. Esos votos se habrían desperdiciado en todas las circunscripciones electorales españolas, puesto que no se habrían traducido en escaños. En un contexto de creciente y radical polarización auspiciada desde la propia Moncloa, habrían dificultado la consolidación de una alternativa capaz de derrotar al sanchismo y abrir un tiempo nuevo. Al margen de ello, es también una decisión inteligente de puertas adentro. Una campaña electoral cuesta un potosí. En especial si tiene un alcance nacional, como ocurre con las generales. Y Ciudadanos ha visto reducidos sus fondos de forma drástica con los últimos resultados. A día de hoy, no tiene más que los que proceden de la representación europea y del Parlamento catalán. El ahorro, por tanto, compensa con creces un dispendio que habría sido, por lo demás, completamente inútil.

En el ámbito de la política española a Ciudadanos habrá que agradecerle muchas cosas. No es este el lugar ni el momento para enumerarlas. Digamos de todos modos, y en síntesis, que entre los compromisos de regeneración democrática asumidos ya por el principal partido de la oposición con vistas a una futura labor de gobierno, figuran un buen puñado de reformas que llevan el sello de Cs. En este sentido, pues, la decisión de ayer debe ser valorada en su justa medida, se trate o no de un último servicio.

La renuncia de Ciudadanos

    31 de mayo de 2023
El pasado domingo se celebraron elecciones legislativas en Grecia y Kyriakos Mitsotakis, candidato de la conservadora Nueva Democracia y actual primer ministro, obtuvo en las urnas un triunfo incontestable: con el 40% del voto, quedó a apenas cinco escaños de los 151 necesarios para alcanzar la mayoría absoluta en el Parlamento y poder gobernar sin otro apoyo que el de los suyos. Su principal rival y primer ministro entre 2015 y 2019, Alexis Tsipras, líder de Syriza, obtuvo tan sólo un 20% y ni siquiera un improbable acuerdo con el resto de las fuerzas de izquierda representadas en el Parlamento –y digo improbable porque la principal de esas fuerzas, los socialistas del PASOK, ya expresaron su negativa a una alianza con Syriza– le permitiría forjar una coalición alternativa.

Hasta aquí, nada a lo que no estemos acostumbrados por estos pagos. Lo verdaderamente relevante y singular, lo que convierte el sistema electoral griego en un caso digno de estudio, es lo que viene a continuación. Pasadas las elecciones y una vez confirmados los resultados, la presidenta de la República ha dado un plazo de tres días a cada uno de los candidatos de las tres formaciones más votadas –Nueva Democracia, Syriza y PASOK, por este orden– para que traten de cerrar un acuerdo con alguna otra candidatura con vistas a una asegurar una posible investidura. Si una vez vencidos los plazos previstos, o sea, al cabo de nueve días como máximo, no hay ninguna propuesta de coalición que permita garantizar una mayoría absoluta parlamentaria, se convocarán unos nuevos comicios para dentro de un mes. Para quienes ejercemos nuestro derecho ciudadano al voto en nuestro país, el recuerdo de lo ocurrido entre las legislativas del 20 de diciembre de 2015 y las del 26 de junio de 2016, de una parte, y entre las del 28 de abril y las del 10 de noviembre de 2019, de otra; es decir, el medio año transcurrido entre unas elecciones y las siguientes en un trance semejante al que vive ahora la política griega, resulta más que llamativo. Lo que allí se resuelve en 40 días como mucho, aquí tardamos 180 en solucionarlo –en el supuesto, claro, de que el lapso no se prolongue otros 180–, con lo que ello comporta de parálisis institucional y, en consecuencia, de despilfarro de las cuentas públicas e incertidumbre en el campo económico y social.

Pero eso no es todo. Caso de repetirse las elecciones, estas incluirán en su desarrollo una modificación de la ley electoral aprobada en la última legislatura. Dicha modificación consistirá en premiar al vencedor con una cantidad de escaños suplementarios –una fórmula similar a la ya existente desde 1990 y que el gobierno de Tsipras había suprimido–. En síntesis, el partido que se alce con la victoria recibirá un plus de 20 escaños si alcanza el 25% del voto y, a partir de ahí, un escaño más por cada medio punto porcentual añadido, hasta alcanzar un máximo de 50 escaños. Ese máximo coincidiría entonces con el 40% del voto emitido, que es curiosamente el porcentaje logrado por la Nueva Democracia de Mitsotakis el pasado domingo. De ahí que, de no producirse un vuelco inesperado en las previsiones electorales, dentro de algo más de un mes los escaños de Nueva Democracia pueden rondar los dos centenares.

El actual sistema griego, ya se ve, está lejos de ser proporcional. En otras palabras, el voto de los ciudadanos no se ve justamente reflejado en el Parlamento. Quienes en España hemos defendido una reforma de la ley electoral que acerque la representación parlamentaria al sentido del voto expresado en las urnas no podemos sentirnos más alejados de un modelo que favorece de forma descarada el bipartidismo en detrimento de las minorías. Aunque también favorece, qué duda cabe, la gobernabilidad. Contemplado desde aquí, o sea, desde la política que nos toca vivir y sufrir a diario, no negaré que produce incluso cierta envidia. ¡Figúrense, un gobierno que no dependa de esos apéndices populistas e identitarios que no conocen otro interés que el particular y cuyo objetivo es la paulatina erosión del propio Estado de derecho al que parasitan sin descanso! Y, ya puestos en comparaciones, qué decir de esta justicia griega que ha impedido a la formación Griegos por la Patria –heredera de Amanecer Dorado, el partido neonazi ilegalizado en 2020– concurrir a las elecciones. Piensen tan sólo en los neonazis de por aquí, los de EH Bildu, y en el cordón umbilical que les une a aquella Batasuna de antaño, y seguro que convendrán conmigo en que envidia es poco.

El ejemplo de Grecia

    24 de mayo de 2023
Parece que el ministro Garzón, tras un descanso prolongado, cabalga de nuevo. ¿Se acuerdan de aquel vídeo en el que alertaba sobre los efectos del consumo excesivo de carne? “Estoy preocupado”, confesaba, “estoy preocupado por la salud de nuestros conciudadanos y estoy preocupado por la salud de nuestro planeta.” El lema de la campaña, “menos carne, más vida”, lo decía todo. De ahí que las organizaciones del sector reaccionaran con la previsible indignación y que el ministro de la carne, que también lo es de las plantas y los peces, tuviera que intervenir en defensa de los ganaderos agraviados. E incluso el chuletón del presidente del Gobierno afirmó desde Lituania, cuando le preguntaron por el asunto, aquello de “a mí donde me pongan un chuletón… al punto… eso es imbatible”. Y no hubo más.

Hasta la fecha. Según anunciaba el otro día El Confidencial, a falta de algo más de medio año para las elecciones generales el ministerio de Alberto Garzón está cocinando una nueva campaña de naturaleza semejante a la de la disyuntiva entre la carne y la vida. El documento oficial, firmado por el secretario general de Consumo y Juego, explica con total claridad los fundamentos y el propósito de la iniciativa: “El sistema económico actual promueve la significancia de lo individual frente al valor de lo colectivo. La difusa diferencia que existe entre necesidades reales y deseo provoca que sea difícil saber qué es lo que realmente necesitamos y cuánto consumimos. Es necesario replantear los diferentes modelos de producción y hábitos de consumo para ser respetuosos con los límites ecológicos. El consumo superfluo, sumado al despilfarro, implica el uso de una gran cantidad de recursos a la hora de producir bienes y servicios, lo cual repercute directamente sobre la huella de consumo”. En síntesis: el sistema económico –el (neo)liberalismo, por supuesto– prima lo individual en detrimento de lo colectivo y, dado que los ciudadanos no sabemos qué nos conviene ni qué conviene al planeta, resulta de todo punto imprescindible que alguien con autoridad –o sea, el Gobierno de España y, en concreto, el Ministerio de Consumo de Alberto Garzón– nos lo diga.

Pero así como los fundamentos y el propósito no difieren en nada de los de la campaña de julio de 2021 –cuyos resultados, por cierto, permanecen como de costumbre en el reino de lo desconocido–, en esta ocasión el target ya no será el consumidor, sino la industria alimentaria. Vaya, que, a pesar de la moralina ideológica, se da por perdido al ciudadano común –otra cosa es el practicante confeso, encuadrado por lo general en las oenegés del sector debidamente amamantadas por el propio ministerio– y se apunta de lleno al productor. Es posible que ese planteamiento se deba a los tiempos electorales. Con todo, yo no descartaría que obedeciera también al proceso de transición que está viviendo el propio ministro.

Leyendo estos días la informada y suculenta monografía de Luca Constantini sobre la vicepresidenta Díaz (Yolanda Díaz. La seducción del poder, La Esfera de los Libros, 2023), descubrí, entre otras muchas cosas, que Garzón “había afirmado ante su equipo que, en caso de remodelaciones del Gobierno, él únicamente se quedaría satisfecho con un cargo en la Academia”. O sea, en la universidad, con lo que descartaba cualquier recolocación en el ámbito de la política representativa. Pero la salida del Gobierno de Pablo Iglesias –con el que no se llevaba nada bien– y su posterior abandono de la política le habían hecho rectificar hasta el punto de olvidarse de sus viejas rencillas con Díaz para acercarse poco a poco a sus planteamientos y a la transversalidad de una plataforma como Sumar. Y de este modo a unas formas que, aunque engañosas, distaban de ser las de Iglesias, Montero, Belarra y compañía.

El comunismo de Díaz y de Garzón resulta palmario a poco que uno atienda al fondo del mensaje que transmiten. Basta leer, en el caso del segundo, el fragmento citado más arriba y gestado en su ministerio. Pero no hay duda de que la sonrisa meliflua de Díaz y el paternalismo candoroso de Garzón remiten antes a “¡Viva la gente!”, la canción popularizada hace más de medio siglo por la agrupación musical norteamericana homónima, que a cualquier versión, pasada o presente, de “La Internacional”. Y de momento parece que el ardid les funciona.


Lo de Sergio Fidalgo tiene que ser duro. Por un lado, Fidalgo es espanyolista –sí, con “ny” de RCD Espanyol–, pero no un simple aficionado, sino un emprendedor de base, un fundador y gestor de peñas blanquiazules; en una palabra, alguien comprometido desde hace décadas con un club de fútbol que en los últimos tiempos no levanta cabeza. Por otro, Fidalgo es periodista y, como tal, lleva ya un puñado de años denunciando y combatiendo el nacionalismo: ha publicado varios libros de entrevistas a representantes del constitucionalismo catalán –el más reciente, TV3, el tamborilero del Bruc del ‘procés’– y en 2017 fundó el digital elCatalán.es, uno de los pocos islotes donde resguardarse en la ciénaga de la prensa del editorial único generosamente regada con dinero público.

Pero Fidalgo por fortuna resiste. Y el otro día se hizo eco en elCatalán.es de un artículo aparecido en la revista Entreacte –perteneciente a la Asociación de Actores y Directores Profesionales de Cataluña y subvencionada, faltaría más, por los cuatro costados institucionales– y que trataba de la última obra de Els Joglars, ¡Que salga Aristófanes! Permítanme, antes de referirme al artículo que hace al caso, una pequeña digresión. He visto casi todas las obras de la compañía, cuando la dirigía Albert Boadella y ya con Ramon Fontserè de director, pero no he visto ¡Que salga Aristófanes! La explicación es hasta cierto punto sencilla. Desde hace años soy víctima, en lo tocante al teatro, de la insularidad. En las salas de la red pública de Baleares no se representan, salvo alguna excepción, más que obras ideológicamente afines al nacionalismo de izquierda. Sólo en el teatro privado se dan otras opciones teatrales, y de uvas a peras. De ahí que para ver una obra de Els Joglars o de Albert Boadella deba producirse una especie de conjunción astral entre un viaje programado a Madrid o Barcelona y la presencia de la obra en cuestión en la cartelera. Para mi desgracia, demasiado a menudo no es el caso.

Pero volvamos al artículo de Entreacte, firmado, por cierto, por el director de la revista, Manuel Pérez i Muñoz. La tesis no puede ser más burda, pero refleja estupendamente cómo funciona una cultura nacionalista. Según el autor del artículo, Els Joglars, que “se han colgado la medalla de compañía en activo más longeva de Europa” –lo cual es matemáticamente indiscutible, pues el año pasado celebraron su 60 aniversario y siguen pisando la escena–, son ya pasado. Un pasado que es “historia viva del teatro catalán” y que terminó con el “autoexilio impuesto por Albert Boadella”. El autor del texto no alude a las circunstancias que ocasionaron ese exilio supuestamente voluntario, dando a entender que se debió a una decisión inmotivada del propio fundador de la compañía. Así, no habla para nada, tal vez por pura ignorancia, del boicot al que la cultura y las instituciones catalanas sometieron el estreno en Barcelona de En un lugar de Manhattan en enero de 2006. Ni al hecho de que ese vacío institucional, completamente insólito hasta entonces en una noche de estreno del Teatre Lliure, se produjera, mira por dónde, medio año más tarde de la publicación del manifiesto que dio origen a Ciudadanos y del que Boadella era uno de los quince firmantes.

El artículo indica, por lo demás, que ese retorno de la compañía a los escenarios barceloneses –un falso retorno, como subraya elCatalán.es, puesto que la producción anterior de Els Joglars, Señor Ruiseñor, ya se había representado en el mismo local en 2021– se ha hecho “por la puerta trasera” y en el “comercial” Teatro Apolo, con lo que se realza, como cabe esperar en una revista corporativa dependiente del dinero del contribuyente, el carácter bastardo del teatro privado en relación con el público. Pero allí donde la opinión Pérez i Muñoz enseña resueltamente la patita es en la parte relativa a la libertad de expresión. Para el articulista, ¡Que salga Aristófanes! cojea cuando recurre a una serie de exabruptos “contra una supuesta nueva era inquisitorial y puritana” que “puede rozar incluso el delito de odio con un gag xenófobo que simplifica el islam como defensa del burka”. A su juicio, esos recursos lo son todo menos una defensa de la libertad de expresión: “Parece que ignoren o poco importe a Els Joglars de ahora la judicatura politizada, las mordazas a la prensa o a los artistas perseguidos y encarcelados; eso no entra en las fronteras de su denuncia parcial y escorada hacia un discurso derechista sordo, ideología sin diálogo”, un discurso que unas líneas más arriba ha calificado de “reaccionario” y que, según él, “hará las delicias de los votantes de Vox”.

La historia de Els Joglars, esos 60 años de existencia tan justamente celebrados, constituye una defensa permanente de la libertad de expresión o, lo que viene a ser lo mismo, una confrontación sistemática con el poder, siempre interesado en maniatar, cuando no en cancelar, dicha libertad. Que ese poder adopte una forma u otra es lo de menos. Lo importante es comprobar el efecto que produce sobre el statu quo del lugar la sátira representada en el escenario. Y en este caso, vista la reacción del altavoz del gremio en Cataluña, parece que una vez más los juglares han dado en el clavo.

Pd/ Una vez terminado este artículo, leo en elCultural.es que el tal Pérez i Muñoz ha publicado en El Periódico de Catalunya una crítica de ¡Que salga Aristófanes! en la que abunda, al parecer, en los argumentos expuestos ya en la pieza de Entreacte, a los que añade unas dosis de odio perfectamente compatibles con la libertad de expresión. Teniendo en cuenta que el medio en cuestión recibe, como todos los editados en catalán, su correspondiente dosis de dinero público, es de justicia reconocer que, en Cataluña al menos, el odio y las subvenciones son las dos caras de una misma moneda.

Hace un montón de años, pongamos que unos treinta, tuve relaciones –consentidas, por supuesto– con unos cuantos profesionales de la normalización lingüística en Cataluña. Los tiempos eran otros, pero ya entonces el objetivo perseguido se concretaba en el sintagma “cambio lingüístico”. Un cambio que sólo podía darse en un sentido: de la lengua impropia a la propia, estatutariamente hablando. En otras palabras, los castellanohablantes tenían que ir dejando a un lado su lengua materna para abrazar la adoptiva, o sea, la catalana. ¿La razón? Si no lo hacían, el catalán desaparecería. Era, pues, una cuestión vida o muerte… de una lengua. Y tal justificación lo mismo podía oírse en boca del presidente Pujol que del último mono del nacionalismo de baja intensidad.

Como es natural, el Gobierno de la Generalidad era el que disponía de las armas para llevar a cabo la tarea. Me refiero, obviamente, a las competencias en educación. En aquel entonces la implantación del modelo de inmersión lingüística en catalán contaba ya con cierta cobertura legal, pero las políticas cambiarias se hacían con suma prudencia, o sea, como quien no quiere la cosa pero no le queda más remedio que recurrir a semejantes prácticas impositivas por el bien de una lengua que, de lo contrario, podía terminar, decían, tan muerta como el latín. Y, qué demonios, también por el bien de unos pobres niños, los castellanohablantes, que no tenían culpa alguna de que sus padres no les hubieran transmitido el amor por “la lengua del país”. El catalán era signo de integración, de pertenencia, de cultura, de progreso; de cohesión social, en definitiva. Y el gobierno autonómico no iba a cejar hasta lograr que el cambio lingüístico alcanzara un porcentaje significativo de la población castellanohablante.

El primer estadio era la educación infantil y primaria. La escuela, vaya. Y no se trataba de que los niños hablaran catalán en clase, eso se daba por descontado, y de que, en la medida de lo posible, lo utilizaran en el recinto escolar, sino de que se llevaran la nueva lengua a casa, al ámbito familiar, para que sus progenitores –que ya recibían las circulares del centro sólo en catalán, lo entendieran o no, y eran convocados a reuniones en las que el maestro o el director no les hablaba en otro idioma que no fuera el considerado “propio”– se vieran poco a poco empujados a aprender y usar el catalán para poder ayudar a sus vástagos en las tareas que se les encomendaban. El cambio, pues, era doble; primero el niño, luego los padres. Y todo con un propósito benemérito que el niño, al que se había masajeado a conciencia en el aula, inculcaba luego a sus padres: el de contribuir a salvar un idioma vulnerable, en vías de desaparición, como un osezno pardo de los Pirineos.

Esa utilización de los niños como señuelo y correa de transmisión tras haberlos ahormado a conciencia no ha hecho más que intensificarse desde entonces. Y del mismo modo que se ha intensificado, se ha diversificado. Ya no es únicamente la lengua –catalana, vasca, gallega, asturiana, leonesa, aragonesa; cualquiera mientras pueda etiquetarse de minoritaria– lo que está, dicen, en peligro. Ahora es el mundo entero. Tengo una amiga que anda muy mosqueada con el asunto, por lo que tiene de intervencionismo en la vida privada y familiar. Resulta que a su hijo de diez años le sermonean a diario en la escuela con esos temas que tanto preocupan hoy en día al común: que si hay que huir del plástico como de la peste; que si el agua es un bien escaso y no puede malgastarse; que si la energía debe ser renovable sí o sí; que si el mar es un sumidero con una fauna y una flora alarmantemente menguantes… Mi amiga procura, como es lógico, predicar con el ejemplo y comportarse ante su hijo como una madre responsable y respetuosa con el medio ambiente. Pero el otro día el niño le vino con que el planeta estaba malito y todo por nuestra culpa. Y ahí sí que no, añadía mi amiga.

Vivimos tiempos apocalípticos. Hoy todo son emergencias: climáticas, habitacionales, migratorias. Los primeros en proclamarlas y en meternos a todos el miedo en el cuerpo son, por supuesto, los políticos, siempre interesados en tener a los ciudadanos atados y bien atados, y los medios de comunicación que, consciente o inconscientemente, asumen y propagan sus mensajes. Si no hacemos algo, vienen a decir nuestros representantes públicos, este mundo –como predijo aquel ministro de Cultura de efímera presencia– se va al carajo. Pero gran parte de esos políticos se han formado ya en ese caldo ideológico, donde la izquierda y el nacionalismo comparten hegemonía. Desde que la escuela educa y no enseña, desde que no transmite afán ninguno por el conocimiento, lo que en verdad está en peligro no es el planeta, sino el cultivo de la libertad, empezando por la de pensar. En La libertad de expresión y por qué es tan importante (Alianza, 2022, con prólogo de Rebeca Argudo), Andrew Doyle alude a un estudio realizado en el Reino Unido entre el personal docente de educación superior y publicado en 2017, según el cual “menos del 12 por ciento (…) es de derechas, a diferencia del aproximadamente 50 por ciento de la población británica”. Ignoro si existe un estudio parecido por estos pagos, aunque lo dudo. De existir, estoy convencido de que no arrojaría un porcentaje demasiado dispar del que se da en el Reino Unido. Y si en vez de centrarse en la educación superior, el cuestionario versara sobre la inclinación ideológica de quienes ejercen la docencia en la etapa primaria, ni les cuento.

La escuela apocalíptica

    3 de mayo de 2023