El pasado domingo se celebraron elecciones legislativas en Grecia y Kyriakos Mitsotakis, candidato de la conservadora Nueva Democracia y actual primer ministro, obtuvo en las urnas un triunfo incontestable: con el 40% del voto, quedó a apenas cinco escaños de los 151 necesarios para alcanzar la mayoría absoluta en el Parlamento y poder gobernar sin otro apoyo que el de los suyos. Su principal rival y primer ministro entre 2015 y 2019, Alexis Tsipras, líder de Syriza, obtuvo tan sólo un 20% y ni siquiera un improbable acuerdo con el resto de las fuerzas de izquierda representadas en el Parlamento –y digo improbable porque la principal de esas fuerzas, los socialistas del PASOK, ya expresaron su negativa a una alianza con Syriza– le permitiría forjar una coalición alternativa.
Hasta aquí, nada a lo que no estemos acostumbrados por estos pagos. Lo verdaderamente relevante y singular, lo que convierte el sistema electoral griego en un caso digno de estudio, es lo que viene a continuación. Pasadas las elecciones y una vez confirmados los resultados, la presidenta de la República ha dado un plazo de tres días a cada uno de los candidatos de las tres formaciones más votadas –Nueva Democracia, Syriza y PASOK, por este orden– para que traten de cerrar un acuerdo con alguna otra candidatura con vistas a una asegurar una posible investidura. Si una vez vencidos los plazos previstos, o sea, al cabo de nueve días como máximo, no hay ninguna propuesta de coalición que permita garantizar una mayoría absoluta parlamentaria, se convocarán unos nuevos comicios para dentro de un mes. Para quienes ejercemos nuestro derecho ciudadano al voto en nuestro país, el recuerdo de lo ocurrido entre las legislativas del 20 de diciembre de 2015 y las del 26 de junio de 2016, de una parte, y entre las del 28 de abril y las del 10 de noviembre de 2019, de otra; es decir, el medio año transcurrido entre unas elecciones y las siguientes en un trance semejante al que vive ahora la política griega, resulta más que llamativo. Lo que allí se resuelve en 40 días como mucho, aquí tardamos 180 en solucionarlo –en el supuesto, claro, de que el lapso no se prolongue otros 180–, con lo que ello comporta de parálisis institucional y, en consecuencia, de despilfarro de las cuentas públicas e incertidumbre en el campo económico y social.
Pero eso no es todo. Caso de repetirse las elecciones, estas incluirán en su desarrollo una modificación de la ley electoral aprobada en la última legislatura. Dicha modificación consistirá en premiar al vencedor con una cantidad de escaños suplementarios –una fórmula similar a la ya existente desde 1990 y que el gobierno de Tsipras había suprimido–. En síntesis, el partido que se alce con la victoria recibirá un plus de 20 escaños si alcanza el 25% del voto y, a partir de ahí, un escaño más por cada medio punto porcentual añadido, hasta alcanzar un máximo de 50 escaños. Ese máximo coincidiría entonces con el 40% del voto emitido, que es curiosamente el porcentaje logrado por la Nueva Democracia de Mitsotakis el pasado domingo. De ahí que, de no producirse un vuelco inesperado en las previsiones electorales, dentro de algo más de un mes los escaños de Nueva Democracia pueden rondar los dos centenares.
El actual sistema griego, ya se ve, está lejos de ser proporcional. En otras palabras, el voto de los ciudadanos no se ve justamente reflejado en el Parlamento. Quienes en España hemos defendido una reforma de la ley electoral que acerque la representación parlamentaria al sentido del voto expresado en las urnas no podemos sentirnos más alejados de un modelo que favorece de forma descarada el bipartidismo en detrimento de las minorías. Aunque también favorece, qué duda cabe, la gobernabilidad. Contemplado desde aquí, o sea, desde la política que nos toca vivir y sufrir a diario, no negaré que produce incluso cierta envidia. ¡Figúrense, un gobierno que no dependa de esos apéndices populistas e identitarios que no conocen otro interés que el particular y cuyo objetivo es la paulatina erosión del propio Estado de derecho al que parasitan sin descanso! Y, ya puestos en comparaciones, qué decir de esta justicia griega que ha impedido a la formación Griegos por la Patria –heredera de Amanecer Dorado, el partido neonazi ilegalizado en 2020– concurrir a las elecciones. Piensen tan sólo en los neonazis de por aquí, los de EH Bildu, y en el cordón umbilical que les une a aquella Batasuna de antaño, y seguro que convendrán conmigo en que envidia es poco.