Parece que el ministro Garzón, tras un descanso prolongado, cabalga de nuevo. ¿Se acuerdan de aquel vídeo en el que alertaba sobre los efectos del consumo excesivo de carne? “Estoy preocupado”, confesaba, “estoy preocupado por la salud de nuestros conciudadanos y estoy preocupado por la salud de nuestro planeta.” El lema de la campaña, “menos carne, más vida”, lo decía todo. De ahí que las organizaciones del sector reaccionaran con la previsible indignación y que el ministro de la carne, que también lo es de las plantas y los peces, tuviera que intervenir en defensa de los ganaderos agraviados. E incluso el chuletón del presidente del Gobierno afirmó desde Lituania, cuando le preguntaron por el asunto, aquello de “a mí donde me pongan un chuletón… al punto… eso es imbatible”. Y no hubo más.
Hasta la fecha. Según anunciaba el otro día El Confidencial, a falta de algo más de medio año para las elecciones generales el ministerio de Alberto Garzón está cocinando una nueva campaña de naturaleza semejante a la de la disyuntiva entre la carne y la vida. El documento oficial, firmado por el secretario general de Consumo y Juego, explica con total claridad los fundamentos y el propósito de la iniciativa: “El sistema económico actual promueve la significancia de lo individual frente al valor de lo colectivo. La difusa diferencia que existe entre necesidades reales y deseo provoca que sea difícil saber qué es lo que realmente necesitamos y cuánto consumimos. Es necesario replantear los diferentes modelos de producción y hábitos de consumo para ser respetuosos con los límites ecológicos. El consumo superfluo, sumado al despilfarro, implica el uso de una gran cantidad de recursos a la hora de producir bienes y servicios, lo cual repercute directamente sobre la huella de consumo”. En síntesis: el sistema económico –el (neo)liberalismo, por supuesto– prima lo individual en detrimento de lo colectivo y, dado que los ciudadanos no sabemos qué nos conviene ni qué conviene al planeta, resulta de todo punto imprescindible que alguien con autoridad –o sea, el Gobierno de España y, en concreto, el Ministerio de Consumo de Alberto Garzón– nos lo diga.
Pero así como los fundamentos y el propósito no difieren en nada de los de la campaña de julio de 2021 –cuyos resultados, por cierto, permanecen como de costumbre en el reino de lo desconocido–, en esta ocasión el target ya no será el consumidor, sino la industria alimentaria. Vaya, que, a pesar de la moralina ideológica, se da por perdido al ciudadano común –otra cosa es el practicante confeso, encuadrado por lo general en las oenegés del sector debidamente amamantadas por el propio ministerio– y se apunta de lleno al productor. Es posible que ese planteamiento se deba a los tiempos electorales. Con todo, yo no descartaría que obedeciera también al proceso de transición que está viviendo el propio ministro.
Leyendo estos días la informada y suculenta monografía de Luca Constantini sobre la vicepresidenta Díaz (Yolanda Díaz. La seducción del poder, La Esfera de los Libros, 2023), descubrí, entre otras muchas cosas, que Garzón “había afirmado ante su equipo que, en caso de remodelaciones del Gobierno, él únicamente se quedaría satisfecho con un cargo en la Academia”. O sea, en la universidad, con lo que descartaba cualquier recolocación en el ámbito de la política representativa. Pero la salida del Gobierno de Pablo Iglesias –con el que no se llevaba nada bien– y su posterior abandono de la política le habían hecho rectificar hasta el punto de olvidarse de sus viejas rencillas con Díaz para acercarse poco a poco a sus planteamientos y a la transversalidad de una plataforma como Sumar. Y de este modo a unas formas que, aunque engañosas, distaban de ser las de Iglesias, Montero, Belarra y compañía.
El comunismo de Díaz y de Garzón resulta palmario a poco que uno atienda al fondo del mensaje que transmiten. Basta leer, en el caso del segundo, el fragmento citado más arriba y gestado en su ministerio. Pero no hay duda de que la sonrisa meliflua de Díaz y el paternalismo candoroso de Garzón remiten antes a “¡Viva la gente!”, la canción popularizada hace más de medio siglo por la agrupación musical norteamericana homónima, que a cualquier versión, pasada o presente, de “La Internacional”. Y de momento parece que el ardid les funciona.