Quizá no esté de más recordar, en los tiempos que corren, que no todos los contagios son indeseables. La risa se contagia, también la alegría. E incluso puede contagiarse, si la educación acompaña, la lectura. No recuerdo ya quién decía que la costumbre de leer el periódico se adquiría de niño, siempre y cuando en casa tuvieran también la costumbre de comprar y leer un periódico. Y con los libros pasaba otro tanto. No es raro, pues, que Manuel Chaves Nogales (1897–1944) se contagiara tan pronto. Hijo y sobrino de periodistas, lo raro hubiera sido que siguiera otra senda. Y a la lectura del periódico le sucedió pronto la escritura. Del afán por informarse al afán por informar informándose. Y como ese afán no conoce límites, a su Sevilla natal le siguieron –el gran periodismo de entonces era inseparable del viaje– Madrid, España y Europa, hasta los mismísimos confines del Cáucaso.

Así construyó Chaves su saber a lo largo de casi medio siglo –el más revuelto y sanguinario, sin duda, de nuestra historia moderna–. A pie de obra. Pisando la calle, hablando con la gente, observando y escuchando. Contando y andando, hubiera dicho él. Y contagiando ese saber a los demás, a sus contemporáneos. Pero no sólo a través de su escritura. Cuando se habla de su legado se olvida a menudo la otra parte de su labor periodística. Me refiero a la obra que inspiró como arquitecto de dos publicaciones de aquel primer tercio de siglo XX: Heraldo de Madrid, donde ejerció como redactor jefe, y sobre todo el diario Ahora, al que concibió, amamantó y guio hasta que el estallido de la barbarie fratricida le llevó a emprender el camino del exilio.

Ahora ese contagio ha adquirido nuevas y prometedoras formas. Coincidiendo con los meses finales de nuestro primer año pandémico, Andalucía le rindió un homenaje. No fue el primero, ciertamente, pero este presentó una magnitud insólita y unos trazos singulares. Recapitulemos: una nueva edición de su Obra completa, a cargo de Ignacio F. Garmendia, que también se ha responsabilizado de la edición de En tierra de nadie, una antología de sus artículos, narraciones y crónicas; una exposición dedicada a su figura y su obra, a la que acompaña un catálogo, Cuadernos y lugares, de cuya coordinación y edición se ha encargado Charo Ramos; y, en fin, un cuaderno didáctico, Democracia y periodismo, del que ha tenido cuidado Juan Antonio Rodríguez Tous. De ese magno esfuerzo, que ha supuesto un magnífico trampolín para el conocimiento en Andalucía y en el resto de España del legado de Chaves Nogales, merece la pena destacar asimismo no sólo la colaboración entre el mundo editorial –Libros del Asteroide ha editado la presente Obra completa del escritor– y el institucional –la Diputación y la Universidad de Sevilla han contribuido de forma diversa a su edición, mientras que del resto de las publicaciones mencionadas se ha ocupado la Junta de Andalucía–, sino también la convergencia en un mismo proyecto cultural de instituciones que están gobernadas hoy en día por formaciones de distinto color político. Hasta aquí alcanzan las bienandanzas que ha traído ese homenaje.

Pero hay que hablar de las impresiones. Mejor dicho, de las impresiones que procuran las impresiones. Ignacio F. Garmendia, en su “Nota a la edición” de la Obra completa, insiste en que el conocimiento que pueda tenerse hoy de Chaves y su legado –y ese conocimiento incluye, claro, en primerísimo lugar el goce que depara la lectura de sus libros y artículos– ha sido una tarea coral y acumulativa, que arranca con la pertinaz y benemérita labor de rescate llevada a cabo hace tres décadas por Maribel Cintas, coincidente en su pionerismo con la emprendida en otra dimensión por Andrés Trapiello y Abelardo Linares, y cuyo sedimento último –es un decir, pues siguen y seguirán surgiendo inéditos de Chaves– es la propia edición de esa nueva Obra completa. No le falta razón. De hecho, muchos de esos contribuyentes tienen voz, ya como articulistas, ya como entrevistados, en el hermosísimo catálogo Cuadernos y lugares coordinado por Charo Ramos –cuya voz, por cierto, también está ahí–.

Si la labor de edición de un escrito cualquiera –y no digamos ya de unas obras completas que suman más de tres mil quinientas páginas con cerca de setenta artículos inéditos en volumen– consiste a grandes rasgos en ejercer de lazarillo del lector a través de la maleza del texto, justo es reconocer que el editor ha sobresalido en la empresa. Sus notas a la Obra completa, empezando por la general a la edición y terminando por la más nimia a pie de página –y sin olvidar las redactadas para la antología En tierra de nadie–, son modélicas. Sitúan, precisan, desmienten, amplían, remiten, recuerdan, observan, reflexionan; en síntesis, componen por sí mismas una suerte de obra menor de la que en adelante ningún lector de la obra de Chaves debería privarse.

Es el propio Garmendia quien insiste en más de una ocasión en el poder de atracción de la escritura del periodista sevillano. En su transparencia, en su riqueza, en su singularidad. Y quien le concede, junto a su ejemplar trayectoria en defensa de la libertad y de la democracia, reflejada en el conjunto de su obra, un papel de primer orden en el monumental ensanchamiento de su público lector. En el fondo, si bien se mira, son las dos caras de una misma moneda. Ahora sólo falta que ese contagio de Chaves Nogales –y, en este sentido, la publicación del cuaderno didáctico Democracia y periodismo constituye una excelente iniciativa– se propague cuanto antes por las aulas de España. Que es como decir que impregne también nuestro futuro.

(Letras Libres, marzo de 2021)



Contagios

    28 de marzo de 2021
Hubo un tiempo, pongamos que hablo de los albores de la Transición, en que el problema de los nacionalismos en España decidió tratarse por la vía de la expansión y no de la contención. En aquel entonces no existían más que dos frentes abiertos: Cataluña y el País Vasco. Galicia, el tercero en discordia, no presentaba ni de lejos las credenciales disruptivas de los otros dos. Pues bien, la UCD de Adolfo Suárez, clara vencedora de las primeras elecciones legislativas de nuestra democracia y, por tanto, partido encargado de la gobernanza en aquella legislatura constituyente, decidió que la mejor forma de abordar el asunto no era aislándolo y contentando a sus promotores con concesiones más o menos razonables, sino instituyendo lo que se vino en llamar, gracias a la vena creativa del ministro Adjunto para las Regiones, el andaluz Manuel Clavero Arévalo, el “café para todos”.

Como es natural, no todas las tazas podían ser iguales. Las había grandes, pequeñas y medianas. Las grandes correspondían a las tres comunidades autónomas que alegaban poseer derechos históricos, o sea, Cataluña, el País Vasco y Galicia –o poseer más derechos que el resto, porque en esta materia quién más, quién menos, todas decían tener–. Esos derechos se concretaban entonces en la reclamación de un trato preferente por haber dispuesto durante la Segunda República de un Estatuto de Autonomía –el de Galicia, aprobado en referéndum en vísperas de la guerra civil, ni siquiera llegó a entrar en vigor–. Luego venían las tazas medianas, generalmente rellenas con unos argumentos donde primaba la existencia y la utilización en la comunidad de marras de una lengua regional distinta del castellano. Y en último término las tacitas, que no atesoraban, las pobres, otra particularidad idiomática que el uso secular del castellano –por lo demás, lengua oficial del Estado y común de todos los españoles–. Sólo Andalucía no encajaba en esta clasificación de base lingüística, pero el socialismo, hegemónico en esta parte de España, forzó la celebración de un referéndum para que la Comunidad accediera a la autonomía por la misma vía que las de la taza grande. Y se salió con la suya.

Esa fórmula del café para todos, que escondía un remedo de federalismo asimétrico y cuyo objetivo era consolidar el naciente Estado de las Autonomías, constituyó, ahora se ve, un sonoro fracaso. Ni aplacó las ansias separatistas de los nacionalismos vasco y catalán, ni consagró tampoco lo que se pretendía como un mero proceso de descentralización administrativa. Lo dicho: no contuvo, sino que expandió. Porque, poco a poco, las demás autonomías, y en especial las de la taza mediana, aspiraron a acaparar el máximo de competencias –que no tardaron en calificar, por cierto, de derechos, fueran o no históricos–. Ya entrado el presente siglo, la reforma del Estatuto catalán, coincidente con el acceso al poder de José Luis Rodríguez Zapatero, provocó una réplica emuladora en otras muchas comunidades –el resto de las de taza grande y las medianas–, que aquí nadie quería ser menos. Y así hasta hoy.

De ahí que la reciente iniciativa del Grupo Parlamentario Euskal Herria Bildu en el Congreso de los Diputados consistente en pedir la oficialidad para el bable y el aragonés –iniciativa que contó con el apoyo de Podemos y los nacionalismos varios, y a la que se sumó alegremente el PSOE– deba entenderse como un peldaño más en ese proceso expansivo que dura ya más de cuatro décadas. Por supuesto, nada hay que objetar al uso de estas lenguas. Tampoco a su enseñanza en el sistema público, siempre y cuando se dé una demanda suficiente que la justifique. Pero convertirlas en cooficiales significa mucho más que eso. Significa participar del juego del nacionalismo. Para un nacionalista hasta las piedras hablan. Incluso allí donde nunca se ha hablado el bable o el aragonés se presupondrá que un día, por remoto que sea, igual llegó a hablarse. Y, si no, tanto da. Al ser cooficiales, tanto el conjunto de los ciudadanos de Asturias como de los de Aragón tendrán derecho a usarlos en su trato con la Administración, lo mismo en la enseñanza que fuera de ella. Y los funcionarios deberán acreditar unos conocimientos mínimos de su dominio para poder ejercer su labor, con lo que el derecho se irá volviendo también obligación. Vendrán los títulos, los certificados y, claro, las partidas presupuestarias para financiar todo esto, entre las que no faltarán las destinadas mantener esas asociaciones beneméritas, nacionalistas todas, que acostumbran a proceder, andando el tiempo, como la catalana Plataforma per la Llengua, especialista, como es sabido, en espionajes, denuncias y coacciones. Y vendrá, en fin, más desigualdad entre los españoles, que se verán privados en otras dos comunidades autónomas de sus legítimos derechos como ciudadanos de una misma Nación.

Esto es lo que nos espera si se sigue dando curso a semejantes caballos de Troya. Así pues, o reaccionamos pronto, o me temo que un día no muy lejano asistiremos impotentes a la definitiva disolución de este régimen de libertades en el que todavía, pese a todo, vivimos y nos reconocemos.

Mi compañero de promoción política y aun así amigo, Arcadi Espada, me hizo llegar el pasado sábado a través de El Mundo una suerte de requerimiento. “Manifiesto por la Extinción”, se titulaba. No era yo el único destinatario; los demás compañeros de promoción también estaban concernidos. Vaya por delante que no descarto la posibilidad de que el requerimiento de mi amigo no fuera más que una estrategia retórica, uno de esos recursos de periodista granado para dar mayor firmeza a una columna. Quiero decir que igual lo último que pretendía con su manifiesto era que alguno de sus destinatarios le tomara la palabra y acudiera a la convocatoria. Sea como sea, no sé el resto, pero yo al menos no he podido resistirme.

El caso es que Espada nos convoca a todos, incluso a los muertos, “para redactar el Manifiesto por la Extinción” de Ciudadanos. Y lo hace con apremio, advirtiéndonos que “esta vez no podemos tardar un año”. La verdad sea dicha, la gestación a la que se refiere fue algo más corta, de lo más común, si bien se mira, ya que duró nueve meses, aunque, eso sí, requirió de una dolorosa y prolongada cesárea. Los egos, claro, esos “egos revueltos” cuyo “suflé” un optimista Espada quisiera ver ahora sensiblemente bajo para facilitar las cosas. O sea, una muerte digna. Sobre las razones que le asisten para ello y que le llevaron el sábado a publicar el manifiesto, baste señalar que hechos son razones, y que los hechos de la semana pasada en Murcia y en Madrid constituían una evidencia suficiente de que había llegado la hora de cerrar el negocio. ¿Cómo congeniar, en efecto, la desnudez sin mancha de aquel “Sólo nos importan las personas” con que Albert Rivera se presentó quince años atrás en sociedad –en el barcelonés Palau de la Música, en un acto conducido, por cierto, por Toni Cantó–; cómo congeniarla con la embarrada realidad en que se debate hoy en día el partido?

Los hechos de esta semana no han venido sino a confirmar esas razones y, en último término, la petición de amparo de Espada a los demás promotores para poner fin cuanto antes a la agonía. La marcha de Cantó –y de otros muchos cuyos nombres no trascienden y que han desempeñado también, desde el compromiso y la honestidad, labores orgánicas o de representación– se explica por el barro murciano y madrileño en que ha chapoteado la dirección del partido, pero también y sobre todo por la enfermiza insistencia de esa misma dirección, constatada el pasado lunes, en el sostenella y no enmendalla. Ya sólo faltaba que en dicha labor viscosa y corrosiva colaborara también un consumado especialista, Fran Hervías –a propósito, si Hervías llevaba meses vendido al PP, como sostienen ahora desde el partido, ¿por qué no se le expulsó de Ciudadanos cuanto antes, tal y como él habría hecho sin dudarlo en sus tiempos de todopoderoso secretario de Organización de haber sido otro el afectado?–.

En el manifiesto Espada afirma que un partido como lo que fue Ciudadanos “sigue siendo imprescindible en España”. Estoy de acuerdo. ¿Cómo no estarlo ante lo que estamos viviendo y, en especial, ante lo que todavía nos queda por vivir en el circo político español? Ahora bien, en cuanto a las posibilidades de engendrar otro, yo no participo en esta ocasión de su optimismo. Cuando se ha echado tanto por la borda en tan poco tiempo, cuesta mucho volver a empezar. Pero, en todo caso, como lo primero es lo primero, le requiero yo también a fijar fecha y lugar para levantar, junto al resto de los promotores políticos del partido y con otra cena si es preciso, el acta de defunción. Y, ya puestos, podemos aprovechar el encuentro para hablar del futuro. O, mejor, para hablar de los futuros, ya que, por bajo que esté hoy el suflé, seguro que cada ego lo verá distinto.

Acuse de recibo

    18 de marzo de 2021
El pasado lunes El Mundo publicó una interesante entrevista de Daniel Viaña al economista Andreu Mas-Colell. Mas-Colell es uno de esos catalanes a los que la edad parece haber amansado. Podríamos decir incluso que en los últimos tiempos ha ido entrando poco a poco en razón, si no fuera tan difícil que un nacionalista que no ha renunciado a serlo acabe sentando un día la cabeza. Aun así, cuando uno echa la vista atrás no tiene más remedio que admitir que ha habido cambios entre el hombre que hoy rechaza tajantemente la independencia y aquel consejero autonómico de Universidades de hace veinte años que se manifestaba junto a sus rectores a las puertas de un juzgado de Tarragona en solidaridad con el rector de la Universidad Rovira i Virgili acusado de prevaricación por haber apartado de las pruebas de Selectividad a una profesora que había tenido la osadía de repartir un par de cuestionarios en castellano entre los examinandos. Y no digamos ya si la comparación la establecemos entre este hombre que ha vuelto hoy a sus asuntos y aquel todopoderoso consejero de Economía y Conocimiento de hace más de una década que se echó al monte con Artur Mas en 2012 y sólo se apartó cuando la CUP apartó a su vez a Mas de la Presidencia de la Generalitat.

En la entrevista el exconsejero, aparte de afirmar que hay que dar a Cataluña la oportunidad de ser Baviera –sin percatarse, supongo, de que, en justa correspondencia, ello traería aparejado que el castellano se convirtiera en la única lengua vehicular de la enseñanza en Cataluña–, vuelve al Majestic. O sea, al pacto de investidura suscrito en 1996 por Pujol y Aznar, inmortalizado en aquella serie de fotos en los salones del hotel que debieron hacer las delicias de Albert Boadella y Ramon Fontseré. Y vuelve al Majestic como les gusta a los nacionalistas y a los catedráticos de universidad: dando lecciones. Sostiene Mas-Colell que “el PP empezó bien con el primer Gobierno de Aznar. Se alió con el centroderecha vasco y catalán y pudo gobernar”.

Lo que no indica, porque lo considerará a buen seguro de lo más natural, es el precio de esa gobernabilidad. Un precio pagado tan sólo por una de las partes, la que representaba y aún representa, pese a lo acontecido en estos últimos años, al conjunto de la Nación. Ni entonces ni nunca los llamados nacionalismos moderados vasco y catalán –en el último caso ya fenecido, a no ser que otorguemos en adelante dicho marbete al PSC de Iceta e Illa– han apostado por la gobernabilidad del Estado. Jamás se han comprometido con ella de la única forma posible: entrando a formar parte de un gobierno de España. Se han limitado a ceder sus votos en el Congreso, ya al PSOE, ya al PP, a cambio de cesiones y prebendas. O sea, de delegación de competencias y traspaso de dineros. Así, de los salones del Majestic Pujol salió con las competencias relativas a los Mossos d’Esquadra y con una muy mejorada financiación autonómica, por no citar más que las fundamentales. Y con una cabeza bajo el brazo: la de Alejo Vidal-Quadras.

Que ahora José María Aznar reivindique aquel Pacto como un haber no puede ser más que un ejercicio de amnesia o de arrogancia por su parte. Del Majestic no salieron fortalecidos ni el Estado ni el Partido Popular, por más que en 2000 unas nuevas elecciones generales le dieran esta vez a Aznar la mayoría absoluta. La liquidación de Vidal-Quadras y su sustitución en el PP catalán por los hermanos Fernández permitió que, en lo sucesivo y hasta la aparición de Ciudadanos, el nacionalismo no tuviera oposición ninguna. Ni en el Parlamento autonómico ni en la arena política, dado el viraje emprendido por el exalcalde Pasqual Maragall hacia un catalanismo militante a fin de hacerse perdonar a saber qué pecados. Es más, de no haber exigido Pujol la cabeza de Vidal-Quadras y no habérsela entregado gustosamente Aznar, mucho me temo que ni siquiera habría existido Ciudadanos.

Recuerdo perfectamente que en aquellas cenas de 2004 y 2005 antecesoras de la firma del manifiesto que daría lugar, al año siguiente, a la fundación del partido, el sector de comensales que podríamos llamar liberal fue desde el primer encuentro el que más claro tenía que había que crear un nuevo partido. El otro sector, el socialdemócrata, se inclinaba más bien por fundar una suerte de club de opinión que obligara al PSC –con Maragall presidiendo ya con ERC y la sopa de letras eco-femi-comunista el Gobierno de la Generalitat– a cambiar de rumbo. O, en el mejor de los casos, por intentar resucitar aquella añeja federación catalana del PSOE engullida por el catalanismo en tiempos de la Transición. Pero crear una formación de nuevo cuño, ideológicamente transversal y caracterizada por su oposición manifiesta al nacionalismo imperante, eso, aquellos intelectuales de izquierda no lo veían. No hace falta decir que, así las cosas, de haber seguido existiendo entonces un PP liderado por Vidal-Quadras, dudo mucho que hubiéramos alumbrado partido alguno. En todo caso, no el Ciudadanos que conocimos y conocemos. Aunque, ya puestos, tampoco cabe descartar que ni siquiera hubieran existido aquellas cenas.

Se me dirá que esas excursiones en el tiempo de lo que podría haber sido y no fue, esos razonamientos contrafácticos, cuentan con una indiscutible ventaja por parte de quien las emprende: la de mover las piezas a conveniencia. Tal vez. En todo caso, no ha sido esta mi intención, sino tan sólo la de poner en evidencia adónde llevan los pactos con el nacionalismo. Adónde han llevado a un partido como el PP –baste recordar los resultados obtenidos en las últimas autonómicas catalanas– y adónde nos han llevado a todos los españoles.

  

El nacionalismo catalán, como todo nacionalismo que se precie, ha tenido siempre en gran estima su lengua. O sea, la que ellos designan como propia y que no es sino aquella en la que se expresa comúnmente bastante menos de la mitad de la población residente en Cataluña. Aunque eso tanto les da a los devotos. Esta lengua y no la otra es la auténtica, la genuina, la que los identifica y singulariza, y a la que, por supuesto, veneran. Hubo un tiempo en que ese culto cuasi totémico por la palabra compartía protagonismo simbólico con el que se rendía a la escritura. Pero de ese tiempo debe de quedar ya muy poco, a juzgar por la incuria con que tantos se despachan hoy en día a la hora de escribir, sean nacionalistas o no.

El caso es que si la lengua catalana ya era por sí misma un hecho diferencial, la escritura no le andaba a la zaga. Y de todos los signos que quedaron establecidos tras aprobarse la reforma ortográfica llevada a cabo por Pompeu Fabra hace algo más de un siglo, uno en concreto mereció, por su rareza, el máximo cariño de la tribu: el llamado punt volat (punto medio). Ese punto aparece entre dos eles –tal que así, l·l– y el dígrafo resultante debería pronunciarse como una doble ele, si efectivamente se pronunciara. Y es que, excepto en alguna aislada y muy respetable variante dialectal, no existe diferencia ninguna entre el sonido de la ele simple y el de esa ele doble suturada por el punt volat. Lo cual, sobra añadirlo, confiere al dígrafo en cuestión y a su puntito un aura de misterio parecida, en lo que al sonido se refiere, a la que según Julio Camba producían aquellos blancos que la censura dejaba, hace también cosa de un siglo, en las hojas del periódico: el de “las prosas imaginarias, tan superiores siempre a las reales”.

Pero está visto que no hay hecho diferencial que cien años dure. En Francia, que sigue siendo para tantas cosas el salvavidas de cuantos creemos que los valores de la ilustración además de asumirlos hay que defenderlos, la expansión del punt volat ha pillado a las instituciones con la guardia baja. En fin, allí no lo llaman punt volat, claro, sino point médian, pero, aunque su uso difiera, para el caso es lo mismo. Y la constatación de que esa expansión empezó justamente en otoño de 2017 y en un manual escolar de historia, esto es, coincidiendo con el punto álgido del Procés y en un ámbito parecido al que le sirvió a este de caldo de cultivo, da que pensar. Sea como sea, el point médian lo que simboliza no es una identidad nacional, como el punt volat para los almogávares catalanes, sino una identidad de género. Del género tonto, me atrevería a decir –un calificativo, por cierto, que conviene tanto a esta identidad como a la primera–.

Pues bien, resulta que dicho libro de texto se redactó en lenguaje inclusivo. Y como todo lo malo se pega, enseguida hubo administraciones y organismos públicos que hicieron lo propio, cosa que certifica, a un tiempo, la existencia del contagio y la gravedad de la situación. Pero a estas alturas del artículo se preguntarán, con razón, qué demonios tiene que ver el punto medio de los franceses con el código inclusivo. Les cuento. Lo del “él/ella”, “todos/todas”, etc., de nuestras latitudes es un juego de niños en comparación con los efectos del virus sobre la langue française. No es que allí no se dé; es que se trata de un estadio superado. Los franceses se encuentran ya en una nueva fase, en el equivalente a lo que sería la utilización por escrito de una forma amalgamada del tipo “esosas” por “esos/esas”, o “tododas” por “todos/todas”. Pero aún hay más. Una tercera fase –y ojalá no nos encontremos nunca en ella–. Figúrense que en un documento oficial se topan de pronto con este encabezamiento: “Estimad·o·a·s  elector·e·a·s”. Pues eso ocurre ya en Francia. Acaso estemos ante un código inclusivo, no lo niego. Pero a mí, qué quieren, al código que más me recuerda es al cuneiforme.

Así las cosas, no me extraña que 65 diputados –y cuando digo diputados digo también diputadas, claro– de la Asamblea Nacional francesa, pertenecientes al centro y a la derecha republicana, hayan presentado una proposición de ley en cuyo artículo único se insta a prohibir en los documentos administrativos el lenguaje inclusivo, aquel que tiene como propósito –indica el propio texto– “sustituir el uso del masculino, cuando es utilizado en un sentido genérico, por una grafía en la que resalte la existencia de una forma femenina”. Y no me extraña que haya ocurrido, porque se trata de Francia, donde, por ejemplo, los 65 firmantes de la proposición son aún identificados en el documento con un simple y genérico “députés”, sin que por ello dejen de tener los mismos derechos y deberes. Es de esperar, en definitiva, que su iniciativa fructifique y esa proposición acabe convirtiéndose en ley.

El género ataca, sin pararse en mientes. Y con él, por desgracia, la estupidez. De ahí que convenga tomar nota de lo sucedido en Francia en estos últimos años con el lenguaje inclusivo. Estamos, como en el caso del punt volat catalán, ante una instrumentalización perversa del lenguaje. Lo que debería servir ante todo para comunicar, para unir, se usa para separar, para identificar, ya sea la nación, ya sea el género. Por estos lares, que yo sepa, no existen todavía puntos medios en libros o documentos vinculados a la Administración. Pero tenemos desde hace años, por ejemplo, la famosa arroba asexuada (@), a la que seguro que la ministra Irene Montero y sus niñeras no hacen ascos. Razón de más para desear que, llegado el caso, la clase política española libre de contaminaciones identitarias muestre una determinación parecida a la de esos 65 diputados franceses.

(VozPópuli, 4 de marzo de 2021)