El pasado lunes El Mundo publicó una interesante entrevista de Daniel Viaña al economista Andreu Mas-Colell. Mas-Colell es uno de esos catalanes a los que la edad parece haber amansado. Podríamos decir incluso que en los últimos tiempos ha ido entrando poco a poco en razón, si no fuera tan difícil que un nacionalista que no ha renunciado a serlo acabe sentando un día la cabeza. Aun así, cuando uno echa la vista atrás no tiene más remedio que admitir que ha habido cambios entre el hombre que hoy rechaza tajantemente la independencia y aquel consejero autonómico de Universidades de hace veinte años que se manifestaba junto a sus rectores a las puertas de un juzgado de Tarragona en solidaridad con el rector de la Universidad Rovira i Virgili acusado de prevaricación por haber apartado de las pruebas de Selectividad a una profesora que había tenido la osadía de repartir un par de cuestionarios en castellano entre los examinandos. Y no digamos ya si la comparación la establecemos entre este hombre que ha vuelto hoy a sus asuntos y aquel todopoderoso consejero de Economía y Conocimiento de hace más de una década que se echó al monte con Artur Mas en 2012 y sólo se apartó cuando la CUP apartó a su vez a Mas de la Presidencia de la Generalitat.

En la entrevista el exconsejero, aparte de afirmar que hay que dar a Cataluña la oportunidad de ser Baviera –sin percatarse, supongo, de que, en justa correspondencia, ello traería aparejado que el castellano se convirtiera en la única lengua vehicular de la enseñanza en Cataluña–, vuelve al Majestic. O sea, al pacto de investidura suscrito en 1996 por Pujol y Aznar, inmortalizado en aquella serie de fotos en los salones del hotel que debieron hacer las delicias de Albert Boadella y Ramon Fontseré. Y vuelve al Majestic como les gusta a los nacionalistas y a los catedráticos de universidad: dando lecciones. Sostiene Mas-Colell que “el PP empezó bien con el primer Gobierno de Aznar. Se alió con el centroderecha vasco y catalán y pudo gobernar”.

Lo que no indica, porque lo considerará a buen seguro de lo más natural, es el precio de esa gobernabilidad. Un precio pagado tan sólo por una de las partes, la que representaba y aún representa, pese a lo acontecido en estos últimos años, al conjunto de la Nación. Ni entonces ni nunca los llamados nacionalismos moderados vasco y catalán –en el último caso ya fenecido, a no ser que otorguemos en adelante dicho marbete al PSC de Iceta e Illa– han apostado por la gobernabilidad del Estado. Jamás se han comprometido con ella de la única forma posible: entrando a formar parte de un gobierno de España. Se han limitado a ceder sus votos en el Congreso, ya al PSOE, ya al PP, a cambio de cesiones y prebendas. O sea, de delegación de competencias y traspaso de dineros. Así, de los salones del Majestic Pujol salió con las competencias relativas a los Mossos d’Esquadra y con una muy mejorada financiación autonómica, por no citar más que las fundamentales. Y con una cabeza bajo el brazo: la de Alejo Vidal-Quadras.

Que ahora José María Aznar reivindique aquel Pacto como un haber no puede ser más que un ejercicio de amnesia o de arrogancia por su parte. Del Majestic no salieron fortalecidos ni el Estado ni el Partido Popular, por más que en 2000 unas nuevas elecciones generales le dieran esta vez a Aznar la mayoría absoluta. La liquidación de Vidal-Quadras y su sustitución en el PP catalán por los hermanos Fernández permitió que, en lo sucesivo y hasta la aparición de Ciudadanos, el nacionalismo no tuviera oposición ninguna. Ni en el Parlamento autonómico ni en la arena política, dado el viraje emprendido por el exalcalde Pasqual Maragall hacia un catalanismo militante a fin de hacerse perdonar a saber qué pecados. Es más, de no haber exigido Pujol la cabeza de Vidal-Quadras y no habérsela entregado gustosamente Aznar, mucho me temo que ni siquiera habría existido Ciudadanos.

Recuerdo perfectamente que en aquellas cenas de 2004 y 2005 antecesoras de la firma del manifiesto que daría lugar, al año siguiente, a la fundación del partido, el sector de comensales que podríamos llamar liberal fue desde el primer encuentro el que más claro tenía que había que crear un nuevo partido. El otro sector, el socialdemócrata, se inclinaba más bien por fundar una suerte de club de opinión que obligara al PSC –con Maragall presidiendo ya con ERC y la sopa de letras eco-femi-comunista el Gobierno de la Generalitat– a cambiar de rumbo. O, en el mejor de los casos, por intentar resucitar aquella añeja federación catalana del PSOE engullida por el catalanismo en tiempos de la Transición. Pero crear una formación de nuevo cuño, ideológicamente transversal y caracterizada por su oposición manifiesta al nacionalismo imperante, eso, aquellos intelectuales de izquierda no lo veían. No hace falta decir que, así las cosas, de haber seguido existiendo entonces un PP liderado por Vidal-Quadras, dudo mucho que hubiéramos alumbrado partido alguno. En todo caso, no el Ciudadanos que conocimos y conocemos. Aunque, ya puestos, tampoco cabe descartar que ni siquiera hubieran existido aquellas cenas.

Se me dirá que esas excursiones en el tiempo de lo que podría haber sido y no fue, esos razonamientos contrafácticos, cuentan con una indiscutible ventaja por parte de quien las emprende: la de mover las piezas a conveniencia. Tal vez. En todo caso, no ha sido esta mi intención, sino tan sólo la de poner en evidencia adónde llevan los pactos con el nacionalismo. Adónde han llevado a un partido como el PP –baste recordar los resultados obtenidos en las últimas autonómicas catalanas– y adónde nos han llevado a todos los españoles.