Hubo un tiempo, pongamos que hablo de los albores de la Transición, en que el problema de los nacionalismos en España decidió tratarse por la vía de la expansión y no de la contención. En aquel entonces no existían más que dos frentes abiertos: Cataluña y el País Vasco. Galicia, el tercero en discordia, no presentaba ni de lejos las credenciales disruptivas de los otros dos. Pues bien, la UCD de Adolfo Suárez, clara vencedora de las primeras elecciones legislativas de nuestra democracia y, por tanto, partido encargado de la gobernanza en aquella legislatura constituyente, decidió que la mejor forma de abordar el asunto no era aislándolo y contentando a sus promotores con concesiones más o menos razonables, sino instituyendo lo que se vino en llamar, gracias a la vena creativa del ministro Adjunto para las Regiones, el andaluz Manuel Clavero Arévalo, el “café para todos”.

Como es natural, no todas las tazas podían ser iguales. Las había grandes, pequeñas y medianas. Las grandes correspondían a las tres comunidades autónomas que alegaban poseer derechos históricos, o sea, Cataluña, el País Vasco y Galicia –o poseer más derechos que el resto, porque en esta materia quién más, quién menos, todas decían tener–. Esos derechos se concretaban entonces en la reclamación de un trato preferente por haber dispuesto durante la Segunda República de un Estatuto de Autonomía –el de Galicia, aprobado en referéndum en vísperas de la guerra civil, ni siquiera llegó a entrar en vigor–. Luego venían las tazas medianas, generalmente rellenas con unos argumentos donde primaba la existencia y la utilización en la comunidad de marras de una lengua regional distinta del castellano. Y en último término las tacitas, que no atesoraban, las pobres, otra particularidad idiomática que el uso secular del castellano –por lo demás, lengua oficial del Estado y común de todos los españoles–. Sólo Andalucía no encajaba en esta clasificación de base lingüística, pero el socialismo, hegemónico en esta parte de España, forzó la celebración de un referéndum para que la Comunidad accediera a la autonomía por la misma vía que las de la taza grande. Y se salió con la suya.

Esa fórmula del café para todos, que escondía un remedo de federalismo asimétrico y cuyo objetivo era consolidar el naciente Estado de las Autonomías, constituyó, ahora se ve, un sonoro fracaso. Ni aplacó las ansias separatistas de los nacionalismos vasco y catalán, ni consagró tampoco lo que se pretendía como un mero proceso de descentralización administrativa. Lo dicho: no contuvo, sino que expandió. Porque, poco a poco, las demás autonomías, y en especial las de la taza mediana, aspiraron a acaparar el máximo de competencias –que no tardaron en calificar, por cierto, de derechos, fueran o no históricos–. Ya entrado el presente siglo, la reforma del Estatuto catalán, coincidente con el acceso al poder de José Luis Rodríguez Zapatero, provocó una réplica emuladora en otras muchas comunidades –el resto de las de taza grande y las medianas–, que aquí nadie quería ser menos. Y así hasta hoy.

De ahí que la reciente iniciativa del Grupo Parlamentario Euskal Herria Bildu en el Congreso de los Diputados consistente en pedir la oficialidad para el bable y el aragonés –iniciativa que contó con el apoyo de Podemos y los nacionalismos varios, y a la que se sumó alegremente el PSOE– deba entenderse como un peldaño más en ese proceso expansivo que dura ya más de cuatro décadas. Por supuesto, nada hay que objetar al uso de estas lenguas. Tampoco a su enseñanza en el sistema público, siempre y cuando se dé una demanda suficiente que la justifique. Pero convertirlas en cooficiales significa mucho más que eso. Significa participar del juego del nacionalismo. Para un nacionalista hasta las piedras hablan. Incluso allí donde nunca se ha hablado el bable o el aragonés se presupondrá que un día, por remoto que sea, igual llegó a hablarse. Y, si no, tanto da. Al ser cooficiales, tanto el conjunto de los ciudadanos de Asturias como de los de Aragón tendrán derecho a usarlos en su trato con la Administración, lo mismo en la enseñanza que fuera de ella. Y los funcionarios deberán acreditar unos conocimientos mínimos de su dominio para poder ejercer su labor, con lo que el derecho se irá volviendo también obligación. Vendrán los títulos, los certificados y, claro, las partidas presupuestarias para financiar todo esto, entre las que no faltarán las destinadas mantener esas asociaciones beneméritas, nacionalistas todas, que acostumbran a proceder, andando el tiempo, como la catalana Plataforma per la Llengua, especialista, como es sabido, en espionajes, denuncias y coacciones. Y vendrá, en fin, más desigualdad entre los españoles, que se verán privados en otras dos comunidades autónomas de sus legítimos derechos como ciudadanos de una misma Nación.

Esto es lo que nos espera si se sigue dando curso a semejantes caballos de Troya. Así pues, o reaccionamos pronto, o me temo que un día no muy lejano asistiremos impotentes a la definitiva disolución de este régimen de libertades en el que todavía, pese a todo, vivimos y nos reconocemos.