Para hoy miércoles a las 10:00 está prevista la reunión entre Feijóo y Sánchez en el Congreso de los Diputados. El primero se lo propuso hace un par de días al segundo y este aceptó. No es una mala noticia. En alguno de sus imprescindibles ensayos sobre el periodismo, Lorenzo Gomis apuntaba que el simple hecho de que dos dirigentes políticos se reúnan, al margen de cuál sea el tema del que vayan a hablar y de lo que termine saliendo del encuentro –en el supuesto de que salga algo–, ya es en sí mismo noticia. Es decir, ya lo es para el periodismo, en la medida en que así lo presenta en sus páginas, ondas y pantallas. Si encima los protagonistas son los máximos representantes de los dos principales partidos de este país, la imagen del encuentro traslada al ciudadano cierta sensación de normalidad, por más que todo el mundo sepa de antemano que la reunión no va a dar ningún fruto. De ahí, insisto, que no pueda considerarse en puridad una mala noticia.

Claro que, por esa misma razón, porque cualquier reunión en las actuales circunstancias políticas es noticia, uno no se exhibe públicamente con cualquiera. Feijóo ya ha dicho que le gustaría reunirse con el resto de las fuerzas políticas, excepto con EH Bildu. Sánchez, cuando le llegue el turno, si finalmente le llega, de intentar la investidura, se reunirá también con las demás fuerzas políticas, excepto con Vox. Pero, aparte de las exclusiones, está también la naturaleza de los interlocutores. No todo van a ser primeros espadas. Estarán también los palafreneros, mayores o menores. Ni todo van a ser reuniones a plena luz. Habrá asimismo eso que los políticos y los medios de comunicación califican de contactos discretos –léase furtivos–. Los ha habido ya, y los seguirá habiendo. En todas las direcciones, no hace falta precisarlo. Una investidura es una investidura.

Pero de cuanto sabemos a estas alturas de las intenciones del candidato Feijóo –tanto si han sido expresadas por él como si se han conocido a través de otro miembro de la dirección del partido–, lo más sorprendente es sin duda que no haya cerrado la puerta a hablar con Junts. Y sorprende, sobre todo, porque el Partido Popular parece haber asumido el mantra del diálogo, tan usado y manoseado por la izquierda. El diálogo no como medio, sino como fin. El diálogo como suprema manifestación del buenismo, sin límites ni exclusiones. Es verdad que el PP ha excluido de ese diálogo a los herederos de ETA –lo contrario habría sido inconcebible para sus votantes y quiero creer que también para los propios dirigentes populares–. Pero ¿por qué no hacer lo mismo con los representantes de un partido, Junts, cuyo máximo dirigente es un prófugo de la justicia que perpetró un golpe de Estado, proclamó una fantasmal república catalana de ocho segundos y huyó en la maleta de un coche para no tener que responder de sus actos ante la justicia? La voz triste y desértica del líder catalán del partido, Alejandro Fernández, oponiéndose sin matices a cualquier trato con el irredentismo de Puigdemont y compañía no puede ser más explícita. 

Como es natural, el fugado de Waterloo ya está pavoneándose de la subasta que se avecina, si no ha empezado ya. A ver qué me ofrece este, a ver qué me ofrece aquel. Dado que lo que se licita son bienes materiales e inmateriales del Estado, cuanto más pujen los candidatos más rédito va a sacar el felón.

Ignoro qué pasa por la cabeza de Feijóo y de quienes le asesoran en este trance. Aun así, me cuesta mucho imaginar que abriguen alguna esperanza de acuerdo con Junts. Lo que ya no me parece tan improbable es que en este diálogo sin otra frontera que la configurada por las huestes de Otegui a quien estén mirando de soslayo sea al PNV. Mostrarse dispuesto a reunirse con Junts es una forma de decirle al PNV que su respeto por el nacionalismo llega a tal extremo que pueden pedir incluso la luna, que por el PP no va a quedar. En otras palabras: que no saben lo que se pierden negándole a Feijóo el voto de sus cinco diputados.

La política española está hoy más que nunca en manos del nacionalismo, con todo lo que ello supone.

Reunirse con el nacionalismo

    31 de agosto de 2023
Hace un par de semanas les hablaba aquí mismo de la posibilidad de que en el Congreso de los Diputados se utilizaran las distintas lenguas cooficiales del mismo modo que se ha venido utilizando hasta hoy nuestra lengua común, la única que posee el marchamo constitucional de “lengua oficial del Estado”. Entonces era una posibilidad. Ahora es más que eso, tras el pacto al que llegó el PSOE del candidato Sánchez con el prófugo de Waterloo y por el que Francina Armengol, esa mujer tan desaforadamente incorrecta con el lenguaje que es capaz de referirse “a los mayores y a las mayoras”, ocupa desde el pasado jueves la Presidencia de la Cámara. En su discurso inaugural, la flamante presidenta se dejó llevar por el entusiasmo y anunció que a partir de aquel momento esas lenguas que sólo tienen carácter oficial en determinadas regiones de España iban a oírse en los plenos.

Por supuesto, como la razón y la ley son enemigas del entusiasmo, ya han empezado las frenadas. (Que es lo mismo que aguarda, sin duda –como explicaba hace unos días el director de este periódico, Álvaro Nieto–, a la propuesta análoga que el ministro Albares ha trasladado a la Unión Europea.) Sobre lo absurdo de la iniciativa, teniendo como tenemos una lengua común, no voy a insistir. Añádanle el costo que va a suponer para las arcas públicas. Lo que me interesa poner hoy de relieve son las contradicciones en que han caído sus promotores. Es verdad que se trata de quienes han gobernado y legislado en los últimos cinco años aprobando leyes como la del sólo sí es sí, por lo que a nadie debería sorprender que del cumplimiento de la promesa hecha a Puigdemont pueda salir un bodrio de semejante magnitud. En todo caso, y por si sirve para hacer entrar en razón a quien corresponda, ahí van algunas consideraciones.

La igualación entre la lengua oficial y las cooficiales en los plenos del Congreso no responde a ningún criterio comunicativo; únicamente simbólico y sentimental. Se entiende que el que va a expresarse en gallego, catalán o vascuence en vez de hacerlo en español, es porque siente esos idiomas como propios o, cuando menos, como más propios que el otro. No en vano tal propiedad está recogida en los respectivos Estatutos de Autonomía, por más que se refiera al territorio y no a los ciudadanos que en él residen. Pero, siendo así, ¿por qué ni Díaz, ni Armengol, ni por supuesto Puigdemont y asociados, han incluido el valenciano entre los idiomas beneficiados por una futura utilización en el Congreso? En el Estatuto de Autonomía de la Comunidad Valenciana no hay otra lengua “propia” que la que se designa con este nombre. La razón, ya se lo figuran, es de tipo político, aunque se disfrace de filológica. El valenciano, ciertamente, es una variedad dialectal del catalán, pero el motivo por el que se designa así en el Estatuto y no como catalán tiene que ver con el uso y la costumbre del lugar. (Lo mismo ocurre con el mallorquín, el menorquín, el ibicenco y el formenterense, aunque en este caso los redactores del Estatuto de Baleares ni siquiera se tomaron la molestia de incluir las respectivas denominaciones en la norma institucional.) Un motivo sentimental y simbólico, en definitiva, como el que lleva a los impulsores de la iniciativa a proponer lo que han propuesto y que debería contar, por tanto, con la misma consideración y respeto.

Claro que, una vez abierto el melón, ¿dónde ponemos el límite? Ya se ve con lo del valenciano –o con lo del aranés, que para el caso es lo mismo– que la cooficialidad estatutaria no es argumento suficiente para formar parte de la élite lingüística de este país. Y si lo importante no es esto, sino la condición de lengua diferenciada, ¿por qué despreciar entonces el asturiano o el aragonés, cuyos hablantes han expresado ya, por vía interpuesta, la sensación de agravio? Uno tiene la sensación, al cabo, de que el único criterio que acabará importando será el que la Mesa del Congreso decida aplicar. A lo Batet, vaya.

No quiero terminar este artículo sin pedir a nuestros representantes políticos un poco de empatía con los intérpretes que vayan a ser contratados para desarrollar tan abnegada labor. Por competentes que sean, traducir a una cualquiera de las demás lenguas en contacto las intervenciones, pongamos por caso, de la ministra de Hacienda en funciones, la sevillana María Jesús Montero, o del diputado mallorquín de Sumar, Vicenç Vidal, tendrá un mérito enorme que debería ser retribuido adecuadamente. Sobre todo en el caso de este último. Imagínense que Vidal va y le suelta a algún diputado nacido en otra parte de España este modismo de su tierra: “Vostè té esperit de Francina, que lo que no sap ho endevina” (literalmente, “Usted tiene espíritu de Francina, que lo que no sabe lo adivina”). Por mucho dominio del catalán que atesoren, no creo que el conocimiento les alcance para encontrar un modismo equivalente en otra lengua. Y conste que la Francina que preside el Congreso nada tiene que ver con la oracular. Aunque ya le gustaría, supongo.


Hay algo a lo que deberíamos irnos acostumbrando, nos guste o no, si no queremos andar de sobresalto en sobresalto. Hoy por hoy, España está en manos de un prófugo, de un sedicioso, de un delincuente. Lo de mañana por la mañana, esa reunión de la ejecutiva de Junts para decidir el sentido del voto de sus siete diputados dos horas antes del inicio de la sesión constitutiva de la XV legislatura en el Congreso y el Senado, mientras tanto PP como PSOE han convocado hoy mismo a los suyos, no es más que un primer indicio de lo que nos aguarda. En palabras del prófugo –y, al cabo, único decididor de la postura que termine adoptando su partido–, se trata de que Pedro Sánchez “mee sangre” si quiere obtener los votos que precisa para controlar la Cámara. Y quien dice Sánchez dice Feijóo, suponiendo que también llegara a pedírselos. Como escribió en junio de 2018 Agustí Colomines, aquel enajenado devoto de Puigdemont que meses después se lamentaría de que no hubiera habido muertos en Cataluña porque ello retrasaba la independencia, la misión del soberanismo catalán es hacer “mear sangre al Estado y a los unionistas”.

¿Qué acabará decidiendo mañana a primera hora el de Waterloo? Poco importa. Aunque la composición de la Mesa del Congreso condicione el discurrir de una legislatura, el interés de Puigdemont y los suyos –al contrario que el de ERC, por ejemplo, partidario de los pactos con el socialismo lo mismo en Cataluña que en el conjunto de España– es desestabilizar el Estado, hacerle “mear sangre”. En estos momentos –ríanse de los exetarras de Bildu, encantados con sus logros–, Junts es el verdadero partido antisistema. De ahí que su máximo objetivo vaya a ser en lo por venir aprovechar su capacidad decisoria para dilatar al máximo los tiempos. Lo de este jueves no pasa de un aperitivo. Engañoso, por otra parte. Muchos creen que los resultados que arrojen las votaciones van a prefigurar los que se den en una futura investidura. En el caso del septeto de Junts no tiene por qué ser así. El voto de los independentistas más xenófobos –en el supuesto de que en este ámbito pueda establecerse algún ranking fiable– se amoldará en cada circunstancia a lo que mejor contribuya a mantener y acrecentar la incertidumbre. O sea, la inestabilidad.

Así las cosas, de nada sirve consolarse soñando con un sistema electoral distinto, mucho más proporcional –y, por lo tanto, justo– que el que rige en estos momentos. O con un Estado donde la ley merezca el máximo respeto. O con una separación de poderes que vaya más allá de una mera conjetura. O con una gran coalición que nos saque de la dependencia de unas fuerzas políticas centrífugas que, aunque minoritarias, se bastan y se sobran para anteponer sus intereses, siempre mezquinamente particulares, al interés general. Tanto el PSOE como el PP han dispuesto de décadas para promover las reformas imprescindibles para que lo que está pasando en España no llegara nunca a pasar. Y a un acuerdo programático entre las partes que abordara esta asignatura pendiente, unos y otros han antepuesto en todo momento –más los socialistas que los populares, ciertamente– el beneficio que resulta del ejercicio privativo del poder, presente o futuro.

Mientras tanto, nuestra vida política tiene hoy su epicentro en Bélgica. Pero no en Bruselas, bajo el amparo y la disciplina de la Comisión Europea, sino en Waterloo, regida por la batuta caprichosa de un personaje sobre el que pende una orden de detención por los delitos de desobediencia y malversación. Lo comprobaremos sin duda mañana mismo. Y mucho me temo que también en los próximos meses, termine como termine ese largo interludio de provisionalidad. Confiemos en que para entonces al Estado le quede todavía alguna gota de sangre.

En manos de un prófugo

    17 de agosto de 2023
Entre las muchas contraprestaciones que se han barajado estos días para que Carles Puigdemont acabe dando su apoyo a una futura investidura de Pedro Sánchez –ya saben: amnistía para el prófugo y para cuantos estén pendientes de juicio por el llamado Proceso; convocatoria de un referéndum de autodeterminación; condonación de la deuda de la Comunidad Autónoma con el Estado; creación de un concierto económico similar al vasco, y un larguísimo etcétera–, está la relativa a la lengua. O sea, al uso del catalán en las Cortes, como si la oficialidad que el idioma tiene reconocida a través de la Constitución y los correspondientes Estatutos de Autonomía de Cataluña y Baleares en los territorios respectivos pudiera y debiera extenderse a las cámaras representativas del conjunto del pueblo español. Hasta hoy, dicho uso ha estado limitado al Senado, la cámara de representación territorial, y sólo en fechas señaladas.

La propuesta, planteada hace una semana por Yolanda Díaz en su afán por allanar el camino de un acuerdo con el irredentismo catalán, incluye también, por supuesto, las demás lenguas cooficiales. No estamos, pues, ante ninguna novedad. Al contrario, no ha habido legislatura, que yo recuerde, en que el reclamo de la utilización en el Congreso de esas lenguas que podríamos calificar de asistidas –aunque no sea más que por lo que nos cuesta que sigan respirando– no haya contado con su correspondiente iniciativa parlamentaria. Y si bien todas se han saldado con el fracaso, han permitido al menos a los nacionalismos desahogarse, reivindicarse ante sus propias huestes y mantener viva la llama del agravio, que siempre calienta más que la de la esperanza. Es muy probable que en este caso la propuesta no prospere por razones puramente prácticas y de coste, pero con Sánchez y sus apremios para conservar el poder, si finalmente Feijóo no es investido, nunca se sabe. Sea como fuere, la propuesta permite volver sobre un asunto que, al vincularse con la progresiva influencia del nacionalismo en la política española, ha adquirido un protagonismo que no hace sino laminar cada vez más nuestra democracia.

Existen por lo menos tres motivos para rechazar la ocurrencia de la siempre ocurrente vicepresidenta en funciones del Gobierno y líder del corralito bolivariano de Sumar. El primero es de orden estrictamente legal. En España no hay otra lengua oficial que el castellano, tal y como prescribe la Constitución. Las demás sólo son oficiales en las comunidades autónomas cuyo Estatuto así lo establece –y siempre en concurrencia con la española–. De ahí que un uso generalizado en las Cortes resulte contrario no sólo al reglamento de las cámaras, sino al propio concepto de oficialidad emanado de la Carta Magna.

El segundo motivo es de orden sociolingüístico. En España no hay otra lengua común que el castellano o, si lo prefieren, español. Cuando Puigdemont o Junqueras se reúnen con Urkullu u Otegi, pongamos por caso, no tienen más remedio que recurrir al español para entenderse. El español es la única koiné del Estado –y de mucho más allá, si tomamos en consideración el conjunto del ámbito hispanohablante–. Es más, en todos los Estados de Europa donde se habla más de una lengua y se reconoce su oficialidad o cooficialidad, no existe caso igual. Ninguna de esas lenguas –en Bélgica, en Suiza, en Luxemburgo– puede considerarse como la lengua de comunicación entre todos los ciudadanos del Estado en cuestión. Sólo el español posee ese atributo.

Y el tercer motivo complementa en cierto modo el anterior. ¿Cómo puede siquiera plantearse un político, incluso si es de luces cortas como en el caso de Díaz, una propuesta de este tipo, cuando resulta que en muchas de las comunidades autónomas con lenguas cooficiales el español es excluido de las instituciones y su uso erradicado de los centros de enseñanza y de los medios de comunicación públicos? ¿Cómo puede llegar a proponer lo que propone si los respectivos gobiernos autonómicos desobedecen o tratan de burlar las sentencias judiciales en connivencia con el Gobierno central?

Diez años atrás, año más, año menos, un grupo de amigos y conocidos residentes la mayoría en Cataluña lanzaron una iniciativa consistente en proponer a los partidos políticos la elaboración de una ley de lenguas que permitiese, de un lado, el uso de las lenguas cooficiales en el Congreso y el Senado y que garantizase, del otro, que la lengua común fuera también, junto a la cooficial, lengua institucional y de la enseñanza en las comunidades autónomas donde se diera esa concurrencia. Creían de buena fe en el trueque: lo uno a cambio de lo otro. Hace tiempo que no sé de ellos. Muchos, me consta, andan enfrascados –lo mismo en Cataluña que en Baleares– en la defensa de los ciudadanos que reclaman sin éxito una enseñanza también en español y en la denuncia de los abusos a que la administración regional los viene sometiendo. Pero dudo mucho que, ante lo vivido de entonces para acá, les haya pasado siquiera por la cabeza retomar aquella iniciativa en la que veían la solución a todo estos males vinculados al idioma y, en definitiva, a la perversión del nacionalismo.

No entiendo el empecinamiento bienintencionado de algunos comentaristas de la actualidad o expolíticos socialistas al abogar por una gran coalición entre los dos partidos mayoritarios. No lo entiendo ahora, como no lo entendía antes de conocer el desenlace de las pasadas elecciones. Aunque no se trate en puridad de un argumento, tal supuesto no se ha dado nunca en la actual democracia, cuando menos a escala nacional. Sólo existe un caso en el ámbito regional, y no fue propiamente de gran coalición de gobierno, sino tan sólo parlamentaria. Sucedió en 2009 en las autonómicas vascas, cuando la suma de los escaños entre PSOE (25) y PP (13) alcanzó la mayoría absoluta requerida para la investidura (38) y facilitó, por primera y única vez, la formación de un gobierno no nacionalista. El socialista Patxi López fue investido lendakari y el popular Antonio Basagoiti le brindó durante toda la legislatura un leal y abnegado apoyo.

Habrá quien objete que, puestos así, algo parecido ocurrió en 2016 en el Congreso de los Diputados, cuando la cerrazón de un Pedro Sánchez que se negaba a facilitar la investidura encastillado en su “no es no” provocó aquel bochornoso Comité Federal, la dimisión del propio Sánchez como secretario general del partido, la formación de una gestora presidida Javier Fernández y, ante la decisión tomada de favorecer con la abstención socialista la investidura de Rajoy, la renuncia del ya exsecretario general a su acta de diputado. Como se ve, la posible analogía se desvanece cuando se repara en que lo del País Vasco fue un voto afirmativo y duradero –por más que Patxi López decidiera acortar en 2012 un año la legislatura–, mientras que lo del Congreso quedó en una simple abstención de un grupo socialista roto por dentro y por fuera. 

Valga lo anterior para alejar toda esperanza de un acuerdo de similar naturaleza en la hora presente. En la medida en que el sacrificio –o, siendo menos dramático, la generosidad– debería proceder de las filas socialistas, sería un verdadero milagro que sus dirigentes pensaran por un momento en el interés general –como hizo el PP en el País Vasco– y no en el suyo propio. Y no únicamente por el liderazgo autocrático de Sánchez en el partido y la imposibilidad de que se repita lo de octubre de 2016; también y sobre todo por la demonización a la que la izquierda de este país ha sometido siempre a la derecha, como si la alternancia en el poder no fuera algo habitual y hasta conveniente en un régimen democrático, sino una alteración genética tan imprevista como indeseable.

Todo indica que Sánchez tiene ya medio atada su investidura, mientras que Feijóo difícilmente podrá asegurar la suya. Habrá que ver si tras las preceptivas consultas que abrirá el Rey al poco de constituirse las Cámaras, al candidato popular –que ya ha manifestado, al igual que el socialista, su voluntad de presentarse a la investidura– se le ofrece al menos la oportunidad de someterse al refrendo de los diputados. Al margen de cuál fuera el resultado de la votación, la simple posibilidad de defender en sede parlamentaria y sin límite de tiempo un programa de gobierno como el que cabe deducir del programa de su partido y de lo manifestado con reiteración por el propio Feijóo a lo largo de los últimos meses supondría ya la escenificación de una victoria y una gobernabilidad futuras. Y supondría, en particular, la confrontación dialéctica con un Sánchez que ya no podría cortarle en el uso de la palabra ni recrearse en sus conocidos aspavientos de falsario herido en su honor.

Pero la intervención de Feijóo debería incidir sobre todo en lo esencial, es decir, en el hecho incontrovertible de que Sánchez, caso de presentarse también a la investidura y salir elegido presidente, no podría sino conformar un gobierno que le haría rehén, más incluso que en los últimos años, de quienes ansían destruir por todos los medios, sin excluir siquiera los violentos, la propia Nación española. Rehén interesado, sin duda, pero rehén al cabo. Y no hace falta añadir, supongo, que un gobierno de la Nación en manos del separatismo es lo más parecido –llevamos un lustro comprobándolo– a un mueble viejo roído por una plaga de termitas.

El sueño de una gran coalición

    3 de agosto de 2023