Hace un par de semanas les hablaba aquí mismo de la posibilidad de que en el Congreso de los Diputados se utilizaran las distintas lenguas cooficiales del mismo modo que se ha venido utilizando hasta hoy nuestra lengua común, la única que posee el marchamo constitucional de “lengua oficial del Estado”. Entonces era una posibilidad. Ahora es más que eso, tras el pacto al que llegó el PSOE del candidato Sánchez con el prófugo de Waterloo y por el que Francina Armengol, esa mujer tan desaforadamente incorrecta con el lenguaje que es capaz de referirse “a los mayores y a las mayoras”, ocupa desde el pasado jueves la Presidencia de la Cámara. En su discurso inaugural, la flamante presidenta se dejó llevar por el entusiasmo y anunció que a partir de aquel momento esas lenguas que sólo tienen carácter oficial en determinadas regiones de España iban a oírse en los plenos.
Por supuesto, como la razón y la ley son enemigas del entusiasmo, ya han empezado las frenadas. (Que es lo mismo que aguarda, sin duda –como explicaba hace unos días el director de este periódico, Álvaro Nieto–, a la propuesta análoga que el ministro Albares ha trasladado a la Unión Europea.) Sobre lo absurdo de la iniciativa, teniendo como tenemos una lengua común, no voy a insistir. Añádanle el costo que va a suponer para las arcas públicas. Lo que me interesa poner hoy de relieve son las contradicciones en que han caído sus promotores. Es verdad que se trata de quienes han gobernado y legislado en los últimos cinco años aprobando leyes como la del sólo sí es sí, por lo que a nadie debería sorprender que del cumplimiento de la promesa hecha a Puigdemont pueda salir un bodrio de semejante magnitud. En todo caso, y por si sirve para hacer entrar en razón a quien corresponda, ahí van algunas consideraciones.
La igualación entre la lengua oficial y las cooficiales en los plenos del Congreso no responde a ningún criterio comunicativo; únicamente simbólico y sentimental. Se entiende que el que va a expresarse en gallego, catalán o vascuence en vez de hacerlo en español, es porque siente esos idiomas como propios o, cuando menos, como más propios que el otro. No en vano tal propiedad está recogida en los respectivos Estatutos de Autonomía, por más que se refiera al territorio y no a los ciudadanos que en él residen. Pero, siendo así, ¿por qué ni Díaz, ni Armengol, ni por supuesto Puigdemont y asociados, han incluido el valenciano entre los idiomas beneficiados por una futura utilización en el Congreso? En el Estatuto de Autonomía de la Comunidad Valenciana no hay otra lengua “propia” que la que se designa con este nombre. La razón, ya se lo figuran, es de tipo político, aunque se disfrace de filológica. El valenciano, ciertamente, es una variedad dialectal del catalán, pero el motivo por el que se designa así en el Estatuto y no como catalán tiene que ver con el uso y la costumbre del lugar. (Lo mismo ocurre con el mallorquín, el menorquín, el ibicenco y el formenterense, aunque en este caso los redactores del Estatuto de Baleares ni siquiera se tomaron la molestia de incluir las respectivas denominaciones en la norma institucional.) Un motivo sentimental y simbólico, en definitiva, como el que lleva a los impulsores de la iniciativa a proponer lo que han propuesto y que debería contar, por tanto, con la misma consideración y respeto.
Claro que, una vez abierto el melón, ¿dónde ponemos el límite? Ya se ve con lo del valenciano –o con lo del aranés, que para el caso es lo mismo– que la cooficialidad estatutaria no es argumento suficiente para formar parte de la élite lingüística de este país. Y si lo importante no es esto, sino la condición de lengua diferenciada, ¿por qué despreciar entonces el asturiano o el aragonés, cuyos hablantes han expresado ya, por vía interpuesta, la sensación de agravio? Uno tiene la sensación, al cabo, de que el único criterio que acabará importando será el que la Mesa del Congreso decida aplicar. A lo Batet, vaya.
No quiero terminar este artículo sin pedir a nuestros representantes políticos un poco de empatía con los intérpretes que vayan a ser contratados para desarrollar tan abnegada labor. Por competentes que sean, traducir a una cualquiera de las demás lenguas en contacto las intervenciones, pongamos por caso, de la ministra de Hacienda en funciones, la sevillana María Jesús Montero, o del diputado mallorquín de Sumar, Vicenç Vidal, tendrá un mérito enorme que debería ser retribuido adecuadamente. Sobre todo en el caso de este último. Imagínense que Vidal va y le suelta a algún diputado nacido en otra parte de España este modismo de su tierra: “Vostè té esperit de Francina, que lo que no sap ho endevina” (literalmente, “Usted tiene espíritu de Francina, que lo que no sabe lo adivina”). Por mucho dominio del catalán que atesoren, no creo que el conocimiento les alcance para encontrar un modismo equivalente en otra lengua. Y conste que la Francina que preside el Congreso nada tiene que ver con la oracular. Aunque ya le gustaría, supongo.