Espoleado tal vez por el monumental ensayo que Félix de Azúa ha publicado recientemente en estas páginas, me he tomado la libertad de hacer algo parecido en forma de artículo, aunque a una escala muchísimo más modesta, claro está. Si bien mi artículo trata también de un fraude, este no tiene nada de monumental. Me explico. Llevo ya tiempo preguntándome qué será de nosotros el día en que Pedro Sánchez sea vencido y derrotado –permítaseme la licencia, ya que parece que este 2025 va a ser el año de Franco– en las urnas, tanto si es al final de la legislatura como si la convocatoria se adelanta. Nos llueven encuestas a diario, y excepto las que proyecta el CIS de Tezanos, todas indican que la brecha electoral entre una oposición pujante y el conglomerado de partidos que sostienen al Gobierno no para de aumentar. Lo que no significa, por supuesto, que llegado el día D los españoles vayamos a comportarnos como predicen las encuestas –recuérdese, sin ir más lejos, lo ocurrido el 23 de julio de 2023–, pero, puestos a especular, permítaseme subirme al carro de la tendencia antes que aventurarme por otros derroteros.

Pongamos, pues, que tarde o temprano esta oposición gobierne. Y que lo haga tal como lo está haciendo hoy en aquellas partes de España donde el PP precisó del concurso de Vox para alcanzar la mayoría necesaria en los respectivos Parlamentos regionales y así formar gobierno. Es decir, en todas aquellas donde gobierna, a excepción de Madrid, Galicia, Andalucía, La Rioja y Melilla. Detengámonos ahora en una de ellas, Baleares, y analicemos las promesas reflejadas en el pacto de investidura suscrito con Vox. Algunas se han cumplido, como por ejemplo las referidas a la fiscalidad. Otras están en curso y habrá que ver cómo acaban. Otras, en fin, ya sabemos que no van a cumplirse. Entre ellas, la derogación de la Ley de memoria y reconocimiento democráticos, versión autonómica precursora de la Ley de Memoria democrática aprobada en el Congreso de los Diputados. No estaba en el programa del PP balear, pero sí en el acuerdo de investidura. El rifirrafe entre los dos socios previo a la votación parlamentaria se saldó con una insólita alianza entre el PP y la izquierda nacionalista para evitar que la derogación impulsada por Vox prosperara.

Pero acaso lo más irritante para quienes confiaron su voto al PP o a Vox –en el caso de este último, entre otras razones, por su presunta capacidad de hacer valer su fuerza en una hipotética coalición de gobierno o parlamentaria– sea lo ocurrido con la prometida libertad de elección de lengua en la enseñanza. La situación en Baleares es algo menos mala que la que se da en Cataluña, pero sólo porque el modelo de inmersión lingüística se implantó más tarde. El propósito era exactamente el mismo: convertir la lengua catalana –esa que ambos Estatutos de Autonomía reconocen como “propia” del territorio– en la única lengua vehicular de la enseñanza. En Cataluña este objetivo ya se ha cumplido. Y ello a pesar de las sentencias judiciales. La complicidad entre el Gobierno de la Generalitat, amparando e incluso promoviendo la rebelión de los centros docentes, y el del Estado, mirando hacia otro lado, han hecho el resto. O casi. Este periódico informaba hace unos días de la creación de un colectivo de maestros, familias y colaboradores llamado La Flama (La Llama) cuyo objetivo es “permitir a los niños vivir su educación en la lengua y cultura catalanas de forma normal, libre y plena”. O lo que es lo mismo, sin que la lengua común de los españoles interfiera para nada en el desarrollo educativo del niño. 

En Baleares el desenlace está por ver, aunque los hechos auguran que no distará mucho del de Cataluña. En el largo año y medio que lleva en el poder, el PP ha puesto en práctica una política lingüística que ha consistido en una especie de trampantojo. El gobierno autonómico sostiene que está garantizando la libertad de elección de lengua en la primera enseñanza, es decir, la potestad de los padres de elegir en cuál de las dos lenguas oficiales quieren que sus hijos sean escolarizados. Pero la realidad es muy distinta. En el presente curso sólo una decena de colegios públicos y concertados previamente adscritos a un plan piloto ofrecen esa doble línea en la primera enseñanza. Ello se debe, según la Administración, a la escasez de demanda. Sin duda. Lo que no explica el gobierno autonómico es que esa escasez obedece al nulo interés de las directivas de esos centros docentes y de la propia Administración por publicitar la oferta. En el caso de las primeras, porque en su gran mayoría están compuestas por docentes que profesan un combinado de pancatalanismo e izquierdismo al que la sola mención de la lengua castellana o de la palabra España produce una comezón generalizada. En cuanto a la segunda, porque teme más que al diablo una posible insurrección asamblearia, con huelgas y manifestaciones, de los docentes contrarios a esa libertad de elección de lengua o incluso de su posible conjunción en una sola línea, como ya ocurrió hace una docena de años en circunstancias algo distintas pero no distantes. De ahí que para no enemistarse con ellos recurra a artimañas como la de este plan piloto que le permite presumir de estar cumpliendo lo acordado en el pacto de investidura, por más que se encuentre muy lejos de hacerlo.

Quienes creímos en su momento, con tanta ingenuidad como esperanza, que la llegada del PP al gobierno de Baleares no sólo nos iba a quitar de encima la pesadilla de ocho años de radicalismo izquierdista y nacionalista, sino que iba a traer también un cambio sustancial en la política lingüística llevada a cabo hasta entonces tenemos la sensación de haber sido víctimas de un fraude. Y lo que es peor, de un fraude al que se suma la sospecha de que esto ya no tiene remedio. Tras ser elegido presidente del Partido Popular, Núñez Feijóo –lo recordarán sin duda– se refirió en Cataluña a su apuesta por un bilingüismo cordial, o sea, por la pacífica conjunción entre el catalán y el castellano. La fórmula no era nueva; la había acuñado el propio Feijóo en Galicia, siendo candidato a la presidencia de la Xunta, en relación con el castellano y el gallego. Nada que objetar, claro, salvo que la cordialidad entre ambas lenguas oficiales, para ser en verdad cordialidad, requiere de un proceso previo de descolonización. Tanto la enseñanza como la administración, lo mismo en Cataluña que en Baleares –y en gran medida en Galicia, como bien sabe Feijóo, que llegó en 2009 a la presidencia del gobierno regional prometiendo una libertad de elección de lengua de la que pronto se desentendió–, han sido colonizadas desde hace años. Hasta lo ha sido, en aquellas regiones con más de una lengua oficial, la Alta Inspección de Educación del Estado, siempre sumisa ante las exigencias de los nacionalismos periféricos.

En su Haciendo de República, cuya primera edición es de 1934, Julio Camba incluyó una serie de artículos que no llegaron a publicarse cuando correspondía en aplicación de la Ley de Defensa de la República –ese antecedente lejano de la batería de leyes cocinadas hoy por la tropa de asesores del ministro Bolaños para castigar toda disidencia mediática–. Su amigo Pedro Sainz Rodríguez, un hombre de posibles, se los fue abonando hasta que la derrota en las urnas de los partidos de izquierda, en noviembre de 1933, le permitió retomar su colaboración en prensa. Uno de estos artículos, “Lo que pudo hacerse”, terminaba con estas palabras: “(…) lo peor es que antes (…) había siempre una solución, a la que se agarraban aun los más recalcitrantes: la República; pero ahora que tenemos la República, ahora ya no tenemos solución”.

Ojalá esas palabras referidas a la República no debamos aplicárselas un día al PP cuando vuelva a gobernar en España.

Lo que pudo hacerse

    23 de enero de 2025
Entre los recuerdos que conservo de mi paso por la política está el de un debate en el Parlamento Balear a propósito de los libros de texto. Ciudadanos, partido al que yo representaba, abogaba por su gratuidad mediante la adopción de un sistema de préstamo. La reivindicación no era nueva: años antes UPyD había presentado en el Congreso de los Diputados una proposición semejante, pactada con el PP, que instaba al Gobierno de Mariano Rajoy a incorporar la medida en la nueva ley de educación, la Lomce. La proposición de UPyD no salía de la nada: recogía la iniciativa que una madre había lanzado en internet y que contaba por entonces con cerca de 300.000 apoyos. En plena crisis económica, todo cuanto pudiera remediar las maltrechas economías familiares era bienvenido, y en especial si la familia era numerosa.

La iniciativa acabó figurando en la Lomce en forma de disposición adicional. El compromiso gubernamental era de una vaguedad significativa: el “Ministerio (…) promoverá el préstamo gratuito de libros de texto y otros materiales curriculares”. A la hora de la verdad, sólo se llevó a cabo en legislaturas posteriores, con Ciudadanos en el lugar de UPyD, y en las comunidades autónomas donde el gobierno regional del PP dependía del apoyo de esta fuerza minoritaria. Los resultados fueron dispares, tirando a malos. En ello tuvieron que ver, por un lado, la mala planificación, y por otro, las presiones del sector editorial, reacio, como es lógico, a la disminución de su volumen de negocio.

El caso de Baleares era distinto. La propuesta de Ciudadanos se producía en un Parlamento donde la fuerza del partido rozaba lo testimonial. No existía, pues, posibilidad alguna de que la prosperase. Con todo, siempre quedaba la esperanza de que el asunto tuviera cierta repercusión en los medios. Vana ilusión: pasó sin pena ni gloria. Lo que sí deparó el debate fue una intervención –cuando menos para mí– sorprendente. La hizo un diputado pancatalanista y de izquierdas, integrante de la mayoría que prestaba apoyo al gobierno autonómico, quien tras despreciar la propuesta con el argumento de que muchos centros docentes ya se las apañaban a través de las asociaciones de padres de alumnos, que se responsabilizaban de esta labor de reciclaje, vino a decir más o menos lo siguiente: “Además, en muchos de ellos ni siquiera hace falta libro de texto, pues el maestro o profesor, según la etapa de que se trate, elabora sus propios materiales y los fotocopia y distribuye entre sus alumnos gratuitamente o por un precio módico.”

Es en parte en contra de esa clase de sucedáneos que se erige Apología del libro de texto. Cómo escribir, elegir y utilizar un buen manual (Narcea, 2024). Pero antes de hablar de la obra conviene hacerlo de su autor, el portugués Nuno Crato, y de los hechos que lo avalan. Al margen de sus credenciales académicas y de su experiencia pedagógica, Crato fue ministro de Educación y Ciencia durante el gobierno de Pedro Passos Coelho, o sea, entre 2011 y 2015. Tuvo, pues, la satisfacción de coronar el periodo más brillante de las políticas educativas portuguesas, el que va desde las primeras pruebas Pisa de 2000 hasta las de 2015, aproximadamente. Durante estos años el nivel de los jóvenes quinceañeros de su país experimentó una subida tan sostenida como espectacular. Tras salir del pozo en que se encontraba a comienzos de siglo, llegó a sobrepasar la media de la OCDE (Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico, responsable de las pruebas) en matemáticas, comprensión lectora y ciencias. Y lo más significativo: dicha subida se produjo prescindiendo de quien gobernara, si la derecha o la izquierda.

Tal prodigio resulta sin duda inimaginable para cualquier español interesado en el rendimiento educativo de nuestros jóvenes. En primer lugar, porque en este periodo España se mantuvo siempre por debajo de la media de la OCDE, con oscilaciones diversas, pero por debajo. Luego, porque no ha habido nunca una conjunción entre los dos grandes partidos, PSOE y PP, a fin de aplicar una política común, no dependiente de quien gobernara. La razón del éxito portugués estriba, en palabras de Crato, en que las “políticas educativas se centraron en los resultados de los alumnos, en la mejora del currículo y en la evaluación”. También en la obligación por ley, desde 2001, “a hacer públicos los promedios por centro de los resultados de los exámenes, que hasta entonces se habían ocultado al público”. Lo cual “fue decisivo, ya que aumentó la concienciación pública sobre la diversidad de la calidad escolar y presionó a los centros y a los profesores para que mejoraran los resultados”. Nada que ver con España tampoco, no hace falta decirlo.

Llegados a este punto del artículo, el lector se preguntará tal vez qué ocurre con los libros de texto. Es decir, qué función cumplen en todo este entramado. Pues bien, para empezar, son los garantes de la uniformidad, los que facilitan la movilidad de los alumnos de un centro a otro, de un punto a otro del territorio, con la seguridad de que el nivel que atesora el alumno, ratificado por un sistema de evaluación unitario, le va a permitir proseguir su formación sin mayores quebrantos que los propios de su etapa escolar. Una función parecida, por cierto, a la de nuestra lengua común allí donde no se interfiere, como pasa en determinadas partes de España, la imposición en la enseñanza y en otros ámbitos de la Administración de una lengua regional.

De otro lado, este nexo entre profesor y alumno constituye asimismo un seguro ante la dispersión del conocimiento. Y es que el libro de texto, el buen libro de texto, se confecciona sobre la base acumulativa del saber. En palabras de Crato: “Los libros de texto deben tener una estructura que les permita construir, progresivamente, conocimiento sobre conocimiento”. Algo para lo cual la memorización, tan estigmatizada hoy en día, no es en absoluto un estorbo, sino una herramienta más al servicio de la comprensión. Basta con que al alumno se le enseñe a usarla. Y para ello el profesor, aparte de sus conocimientos, cuenta con los ejercicios y actividades que le procura el libro de texto.

Estas son, muy resumidas, las principales funciones de un libro de texto y, a un tiempo, las razones por las que nunca deberían dejarse de lado en provecho de materiales preparados por el maestro o el profesor o de experimentos pedagógicos como, por ejemplo, los que delegan en el alumno la construcción de su propio conocimiento. De todo ello y de mucho más nos habla Nuno Crato en esta Apología del libro de texto que todo enseñante, desde los estudios primarios hasta los superiores, y cualquier persona interesada por la educación deberían leer y tomar como referencia.