Hubo un tiempo en que en Cataluña sólo se mentaba a la madre. Fue un tiempo largo. Casi un siglo. Empezó allá por 1888, cuando la primera Exposición Universal de Barcelona, y terminó en 1980, con la llegada de Pujol y los suyos al Gobierno de la Generalitat. En todo este tiempo el llamado problema de la lengua fue siempre un problema claustral, de claustro materno. El catalanismo reclamaba el derecho al uso público y a la enseñanza del catalán, o sea, del idioma que hablaban en familia aquellos a quienes se tenía por catalanes —el resto, aunque vivieran en Cataluña, eran forasteros, murcianos, charnegos y demás ralea, hasta que a alguien se le ocurrió edulcorarlos con el mote de «los otros catalanes»—. El catalanismo lo reclamaba con ahínco y el Estado se lo negaba de igual modo, excepto cuando la Mancomunidad y la República. Semejante reclamación descansaba en la creencia ¬—una creencia discutible, pero universal: nada como el idioma materno para ser escolarizado— y en la demografía ¬—el número de catalanohablantes, o sea, de catalanes, era muy superior—. Todo esto empezó a cambiar con la última oleada inmigratoria, la del desarrollismo franquista. Como el nacionalismo estaba perdiendo la partida demográfica, dejó poco a poco de mentar a la madre, se agarró al territorio y consideró catalán a todo quisque que viviera y trabajara en Cataluña. El paso siguiente, una vez en el poder, fue convertir el idioma recién exclaustrado en el único de la escuela y de cuantos ámbitos dependen de la Administración autonómica. Y luego, por obra y gracia del nuevo Estatuto, el nacionalismo quiso legalizar la chapuza. Pero el Constitucional no cedió. Y el Supremo, desde entonces, ha ido recordando, sentencia a sentencia, qué dicen las tablas de la ley, sin que la Generalitat se haya dado por enterada. No sé hasta dónde vamos a llegar, pero yo, del nacionalismo, retomaría pronto la teoría del claustro materno, no vaya a ser que al final ni madre les quede.

ABC, 30 de junio de 2012.

Mentar a la madre

    30 de junio de 2012
Decía Àlex Gubern aquí mismo, y decía bien, que la idea surgió de un proyecto fallido, el Fórum Barcelona 2004, y ha acabado desembocando en otro proyecto fallido. La idea era crear una suerte de reserva espiritual de las lenguas del mundo, con especial atención a las pequeñinas, entre las que se encuentra, cómo no, la catalana. Lo llamaron Linguamón o Casa de las Lenguas, y empezaron a amamantarlo en 2004, desde la Secretaría de Política Lingüística del Gobierno autonómico, cuando esta dependía de ERC. Pero, como estábamos en tiempos del tripartito y en Madrid mandaba un castellano-leonés del Barça, la mayor parte del dinero salió del bolsillo de los contribuyentes españoles. Según los cálculos del PP regional, de 2005 a 2010 fueron presupuestados desde el Estado 22,3 millones para la casita. Y lo fueron, claro, desde Industria, donde José Montilla repartía los millones a espuertas mientras se preparaba para volver a Cataluña. Más adelante, la Generalitat comprometió otros 18 kilitos para rehabilitar un ciclópeo recinto fabril cedido por el Ayuntamiento y poner en marcha el museo, que por fortuna ha tenido que echar la persiana antes incluso de levantarla, porque el Gobierno catalán ha cerrado el grifo. Pero ese despilfarro de dinero público —más de 40 millones— tiene detrás un nombre que no suele salir en los papeles. El de Antoni Mir, eterno dirigente de la Obra Cultural Balear, la organización encargada de la «agitprop» catalanista en las islas, al que Carod Rovira se trajo en 2004 para dirigir la política lingüística y al que colocó un año más tarde al frente de la futura casita. Y no crean que el hombre se ha quedado ahora sin trabajo; qué va. En la actualidad dirige una supuesta fundación privada dedicada más o menos al mismo asunto, en la que colaboran un sinfín de departamentos y empresas de la Generalitat, el Ayuntamiento barcelonés y, por supuesto, el Ministerio de Industria. Vaya, que el dinero público sigue manando.

ABC, 23 de junio de 2012.

La casita de las lenguas

    23 de junio de 2012
(A Verónica Puertollano)

Lejos de mi intención meterme con la rueda. ¿Qué sería de nosotros si no existiera? Ahora bien, una cosa es la rueda y otra las ruedas. Y, sobre todo, las ruedas en la ciudad. De acuerdo: tiene que haber transporte público y este, por desgracia, no puede ser siempre subterráneo o aéreo. Pero el resto de las ruedas imaginables están de más, por lo que deberían eliminarse sin contemplaciones del espacio público urbano. La ciudad es para el que se la pasea. O para el que se la patea. O sea, al paso y a pata. Y ese ciudadano no tiene por qué sufrir, cada dos por tres, la embestida de las ruedas. Sobre todo cuando el peligro no queda ya limitado al cruce de la calzada, sino que alcanza aceras, parques y jardines. De ahí que no pueda más que aplaudir a Alberto Fernández Díaz cuando afirma que las bicicletas, «las sacaría de Barcelona». Lástima que después el concejal se haya sentido obligado a precisar que sólo sacaría las «incívicas que circulan por las aceras». El problema no es si las bicicletas son cívicas o incívicas; el problema son las ruedas. Déle usted al ciudadano más cívico una bicicleta y verá de lo que es capaz. Entre otras razones, porque el uso de ese medio de transporte cuenta con todos los plácemes de la sociedad contemporánea. La bicicleta es portadora de valores: no contamina, ni atmosférica ni acústicamente, facilita la práctica del deporte y hasta realza la figura —aunque esto último, todo hay que decirlo, no siempre está garantizado—. ¿Quién puede ver algo malo en su uso? Ciertamente, sólo el que lo padece. Porque son en gran parte esos atributos buenistas los que invitan a los ciclistas a moverse por la ciudad sin reparar en norma alguna, invadiendo las aceras, usando las calzadas en sentido contrario al del tráfico e incluso llevándose por delante, si la ocasión lo requiere, algún peatón.

En realidad, la única bicicleta propia de una ciudad es la estática. O la elíptica, que encima, según dicen, te deja un cuerpo diez.

ABC, 16 de junio de 2012.

Sobre ruedas

    16 de junio de 2012
La concesión del Premio Mariano de Cavia a Fernando Savater por su artículo «Compromiso con la verdad», publicado el pasado verano en el diario «El País», no sólo constituye una excelente noticia, sino también la oportunidad de volver sobre un asunto capital de nuestro tiempo, cual es el de la función del intelectual. Hace un par o tres de semanas, sin ir más lejos, el escritor Jorge Martínez Reverte recibía en el mismo diario una andanada del historiador Borja de Riquer por haberse atrevido a meter las narices donde no le llamaban o, lo que es lo mismo, por haber denunciado en sus libros y en sus artículos, pruebas en mano, la violencia ejercida —y en gran medida programada— en la retaguardia republicana durante la guerra civil. En otras palabras: lo que Riquer reprochaba a Martínez Reverte era su compromiso con la verdad y su negativa a reescribir los hechos en función de determinadas ideas, el mismo compromiso, al cabo, que Savater reconocía en George Orwell y, por extensión, en Jorge Semprún, a cuya memoria dedicaba el artículo premiado. Y el mismo, sobra añadirlo, que el reciente ganador del Mariano de Cavia viene renovando día a día, desde hace largo tiempo, con sus escritos y con su conducta —si es que puede buenamente separarse una cosa de otra—.

Por supuesto, que nuestra guerra civil sea motivo de pública controversia, cuando no de trifulca ideológica, no sorprende ya a nadie. Desde que el anterior presidente del Gobierno tuvo a bien reabrir la caja de los truenos, lo que había sido hasta entonces un debate acotado en gran parte al ámbito académico se convirtió en una suerte de disputa enconada, animada la mayoría de las veces por el mero resentimiento, que invadió los campos legislativo y judicial y encontró en los medios de comunicación el consiguiente altavoz. Por lo demás, en ese desbordamiento de pasiones, la bilis segregada, lejos de favorecer la digestión del problema, no hizo sino cronificarlo. Y así seguimos.

Afortunadamente, en todo este tiempo no han faltado voces que han advertido de la impostura que supone anteponer los juicios a los hechos, amoldar la realidad a las conveniencias. Pero han sido las menos. Lo que más ha abundado es el intelectual que Jean-François Revel denunció tan a menudo en sus textos, el que renuncia de entrada a buscar la verdad y sólo aspira a imponer su concepción del mundo a sus conciudadanos. Nos ha faltado un Orwell, en definitiva, con su «Homenaje a Cataluña», acaso uno de los libros más bellos y honestos jamás escritos sobre la guerra civil española. Aunque, puesto que estamos en España y felicitándonos por la concesión del último Mariano de Cavia, quizá mejor sería afirmar que nos ha faltado un Chaves Nogales. Y es que el periodista sevillano, ganador del premio en su edición de 1927, constituyó por sí mismo un ejemplo de eso que tanto echamos en falta hoy en día en nuestra sociedad: alguien que en los momentos de mayor tribulación, en vez de esconderse y callar o de dejarse llevar por la corriente, alza la voz para decir la verdad y defender lo que es moralmente justo. O sea, un intelectual.

Manuel Chaves Nogales fue merecedor de ese nombre a lo largo de toda su carrera —lo que equivale a afirmar, por cierto, que se mantuvo fiel en todo momento a su condición de periodista—. Pero esa virtud no se puso en verdad a prueba hasta la llegada de la guerra civil. Los primeros meses los pasó Chaves en Madrid, entregado a las labores periodísticas en una cabecera de la que seguía llevando la dirección, por más que ya no rindiera cuentas a su legítimo propietario, que había tenido que huir para salvar la piel, sino al comité obrero que se había incautado del diario. Durante ese tiempo su vida corrió peligro; no en vano, en los años inmediatamente anteriores Chaves había denunciado en sus escritos lo mismo el totalitarismo de derechas que el de izquierdas, y eran entonces estos últimos, esto es, socialistas, comunistas y anarquistas, quienes mandaban y ejercían el terror en la ciudad, y los primeros, quienes la bombardeaban sin piedad. Aun así, el periodista aguantó en Madrid lo que el Gobierno de la República; ni una hora más, ni una hora menos. Y cuando este, a comienzos de noviembre del 36, huyó a Valencia, Chaves hizo lo propio, para seguir al poco hasta Barcelona, donde recogió a su familia y emprendió el camino del exilio.

Ya instalado en los arrabales de París, el periodista dio forma definitiva a los textos que acabarían componiendo «A sangre y fuego». Son relatos basados en lo que él mismo había visto y oído en Madrid y en lo que le habían contado de otras partes de España, tanto en un bando como en otro. Son relatos del frente y de la retaguardia, relatos llenos de horror, de sangre y de fuego, y protagonizados, como indica el subtítulo de la obra, por héroes, bestias y mártires. Lo que no significa, claro, que su valor guarde relación con una equidistancia cualquiera. Sólo con la verdad y con el compromiso de narrarla. Al fin y al cabo, ese «pequeñoburgués liberal» —como se definía el propio Chaves Nogales en el prólogo del libro— era antes un demócrata que un republicano, por lo que no ignoraba que no encontraría acomodo en ninguno de los dos extremismos en liza, fuese cual fuese el que terminara por imponerse.

Y fue esa condición la que le llevó a seguir porfiando, desde el exilio mismo, por el cese de las hostilidades en España. En este sentido, la difusión de los relatos de «A sangre y fuego» —en la prensa primero, ya desde comienzos de 1937, y luego reunidos en volumen—, si bien no sirvió para parar la guerra, sí evidenció, ante el mundo entero, el horror de la contienda. Y cuando esta acabó como acabó, no por ello Chaves calló. Sus artículos continuaron apareciendo en la prensa europea y en la de Hispanoamérica, y nunca dejaron de sostener los mismos valores que le habían llevado a abandonar España en noviembre de 1936: los de la democracia y la libertad. La propia invasión de Francia por Alemania en junio de 1940 le pilló defendiéndolos con la pluma en París, por lo que, ante la amenaza cierta de la Gestapo —que no tardaría ni unos días en intentar prenderlo—, resolvió refugiarse en Londres junto a lo que quedaba del Gobierno francés.

En la capital inglesa escribiría esa pequeña obra maestra titulada «La agonía de Francia», a medio camino entre la crónica y el ensayo político, y cuyo propósito no era otro que mantener viva «la lucha que no tiene patrias ni fronteras porque no es sino la lucha de la barbarie contra la civilización (…), de la mentira contra la verdad». Y en la capital inglesa seguiría luchando Chaves hasta su muerte, en 1944, a los 47 años, no muy lejos de donde Orwell combatía con las mismas armas y por los mismos valores. En tiempos como los actuales, en los que la penuria intelectual no le va a la zaga a la económica, recordar su ejemplo no sólo es un acto de justicia; es también un homenaje a un hombre íntegro y valiente, a un excelente periodista y a una condición, la de intelectual, sin la que difícilmente podría concebirse la democracia.

ABC, 15 de junio de 2012

A vueltas con la verdad

    15 de junio de 2012
El Ayuntamiento de Barcelona y la Generalitat de Cataluña han declarado el año en curso «año Sales, Calders, Tísner». O sea, del mismo modo que declararon otros años «año Miró», «año Pla» o «año Dalí», han bautizado el actual con el nombre de esos tres escritores nacidos en 1912. En fin, del mismo modo, no, porque a Sales, Calders y Tísner no los conoce casi nadie, excepto algunos profesores universitarios en el caso del primero, algunos borriquitos con chándal en el del segundo y algunos practicantes del crucigrama, jubilados en su mayoría, en el del tercero. Pero eso, en el fondo, es lo de menos. Lo grave es el «pack», el servirnos a los tres escritores en un solo plato, con el pretexto de que nacieron en el mismo año y, luego, de que los tres vivieron la guerra civil, los tres se exiliaron en Méjico y los tres narraron por escrito sus vivencias. Comprendo que en tiempos de crisis manda la imaginación —y tres en uno sale más barato que tres en tres—, pero una cosa es ser imaginativo y otra muy distinta ser tonto. Ser tonto y, encima, tomar a los demás por tales. Y es que el único escritor digno de ser conmemorado es el primero, Joan Sales, autor de una de las mejores novelas de la literatura catalana, «Incerta glòria» —y de la mejor, sin duda, sobre la guerra civil—, editor del Club dels Novel·listes —y, pues, de casi toda la obra de Mercè Rodoreda— y renovador esencial de la lengua literaria catalana a partir del sentido común, que es el sentido de la realidad. Los otros dos sirven para lo que sirven, esto es, para el regocijo infantil y juvenil y para la enigmística senil, respectivamente. Juntarlos es un insulto a la memoria del primero. Y no tiene otra justificación, al cabo, que el hecho, indiscutible, de que los tres fueron nacionalistas. Claro que, puestos a juntar patriotas coetáneos para elevarlos a los altares, más justo sería elaborar un censo, si no existe ya, e irlos escogiendo por riguroso sorteo. ¿O no?

ABC, 9 de junio de 2012.

Tres patriotas, tres

    9 de junio de 2012
La cosa está así. El PP interpone en el Tribunal Superior de Justicia de Cataluña (TSJC) un recurso contra el Reglamento de Uso de la Lengua Catalana del Ayuntamiento de Barcelona, y el mencionado Tribunal, dos años más tarde, le da en buena medida la razón al estimar que el catalán no puede ser una lengua de uso preferente. El resto de los partidos representados en el Consistorio reaccionan acusando al PP de crear un problema donde no lo hay, de constituir con los jueces «una coalición hostil (…) en contra del catalán» y de querer «ganar en los tribunales lo que no gana en las elecciones». Por otra parte, cuatro familias residentes en Cataluña ven reconocido por el propio TSJC, después de algunas escaramuzas judiciales, su derecho a que sus hijos sean escolarizados en castellano. Al punto, la consejera de Educación del Gobierno de la Generalitat, tras anunciar que recurrirá contra el fallo del Tribunal pues, a su juicio, ofrece ocasión a cualquiera para reclamar ese mismo derecho en cualquier tramo educativo, afirma que los alumnos cuyos padres han acudido a la justicia ya reciben una atención personalizada en castellano y, si acaso no la reciben, es porque ya la han recibido o no les corresponde.

Como se ve, la confrontación sigue abierta. A un lado, un puñado de ciudadanos, amparados en la justicia y en un partido político, tratando de hacer valer sus derechos. Al otro, el poder municipal y autonómico, amparado en la transversalidad del catalanismo, negando esos derechos y anteponiéndoles unos supuestos derechos colectivos. Sobra decir que el pleito es insultantemente desigual. No sólo por una cuestión de número; también porque el poder dispone de la máquina administrativa, lo que equivale en la práctica a un armazón totalitario, y de unos medios de comunicación generosamente sufragados y dispuestos, en consecuencia, a complacer al amo. Pero no queda más remedio que insistir, aunque sólo sea por dignidad.

ABC, 2 de junio de 2012

Sentencias y derechos

    2 de junio de 2012