«Un ministerio de Cultura acaba
siendo un instrumento del Estado.»

Entrevista en RitmosXXI.com

    31 de octubre de 2011
El 7 de diciembre de 2010, tras conocerse los resultados del último informe PISA —una macroevaluación de la OCDE en la que se miden las competencias en lectura, matemáticas y ciencias de los alumnos de 15 años de más de sesenta países del mundo desarrollado—, el consejero de Educación en funciones Ernest Maragall se mostraba exultante. ¿La razón? Su comunidad autónoma, por fin, progresaba adecuadamente. Sí, al contrario de lo sucedido en las dos ediciones anteriores en las que la evaluación se había hecho también por comunidades, esta vez Cataluña no suspendía. Y, en según qué campo, hasta mejoraba un montón. El propio consejero calificaba entonces esa mejora de «rotunda» y la atribuía a su gestión y a la puesta en marcha de la nueva Ley de Educación Catalana. Como testamento político, pues, no estaba nada mal. Lástima que todo fuera mentira. Como ha demostrado esta semana la Fundació Bofill con un análisis independiente de la muestra, esta no reflejaba la realidad educativa catalana, por lo que no podían compararse sus resultados con los obtenidos en muestras precedentes. Por un lado, el porcentaje de alumnos excluidos —entre los que están, claro, los que sacan peores notas— superaba el permitido por la OCDE. Por otro, el alumnado inmigrante se hallaba infrarrepresentado en casi dos terceras partes. Y, finalmente, el porcentaje de alumnos de 15 años de 4º de ESO excedía del que hubiera correspondido por su presencia en las aulas catalanas. Aun así, lo más grave de todo este asunto no es el recurso a la mentira, al engaño. Lo más grave es la hipocresía de la clase política catalana, que se llena la boca hablando de cohesión social y no se para en barras a la hora de practicar la eugenesia educativa. Dicen que el ex consejero Maragall, ante las revelaciones de la Fundació, ha declarado que a él que lo registren. Pues eso, que lo registren. Y ya puestos, si procede, que también lo encierren.

ABC, 29 de octubre de 2011.

La eugenesia educativa

    29 de octubre de 2011
No seré yo quien le discuta a J. J. Armas Marcelo la conveniencia de que la cultura adquiera un papel nuclear en el próximo gobierno que salga de las urnas el 20 de noviembre. Pero de lo que ya no estoy tan seguro es de que ese papel deba concretarse, como sostiene él en su artículo «En el furgón de cola» (ABC, 6-10-2011), en la existencia de un Ministerio de Cultura y sólo de cultura. Ni mucho menos de que la posible supresión del ministerio por parte de «la derecha que viene (…) en aras de no se sabe bien qué sinrazones presupuestarias» vaya a hacernos «a los españoles un flaco favor». Ni, en fin, de que con ello esa misma derecha vaya a hacerse «un poco más todavía un haraquiri ideológico muy poco recomendable».

Trataré de explicarme. Que la cultura informe la acción política de un gobierno, cualquiera que sea la rama de actividad a través de la cual se manifieste, es tan saludable como necesario. Y algo parecido podría afirmarse a propósito de la ciencia. ¡Qué más quisiera uno que escuchar a los máximos representantes de su país, lo mismo de puertas adentro que de cara al exterior, expresarse con propiedad, sin jerga alguna y, en particular, con conocimiento de causa! ¡Qué más quisiera uno que verles actuar, en toda circunstancia, con arreglo a la razón y atentos a decir la verdad y nada más que la verdad! Pero, por desgracia, ni es este el caso ni estamos cerca, me temo, de que lo sea algún día. El nivel cultural y científico de la clase política de un país resulta siempre del nivel de educación —o sea, de instrucción, de formación— que alcanza a tener el cuerpo social en que esta clase política se asienta y al que, en último término, representa. Y la educación española, qué quieren, lleva ya muchos años instalada en el furgón de cola del mundo civilizado. Y, lo que es peor: nada indica que, a corto plazo, vaya a moverse de allí.

Así las cosas, comprendo que haya quien deposite en la existencia de un Ministerio de Cultura, si no una confianza ciega, sí al menos cierta esperanza de regeneración política. Aunque sólo sea, como asegura Armas Marcelo, porque ello permite pensar que «nuestra política sigue respirando un ápice de lógica: el que hace precisamente que nos reconozcamos, al menos la mayoría de los españoles, en el Ministerio de Cultura de España». Por supuesto, ese valor simbólico guarda mucha relación con el Estado de las Autonomías. Eso sí, por contraste. El traspaso de las competencias de educación y cultura a las distintas Comunidades ha permitido que desde cualquier parte de España, y muy especialmente desde aquellos rincones donde gobiernan el nacionalismo o sus franquicias de izquierda, se hayan llevado a cabo políticas disgregadoras, mediante las cuales, con el señuelo de lo particular, se ha erosionado de forma sistemática todo cuanto los españoles tenemos en común. En este sentido, pues, el Ministerio de Cultura vendría a ser como una especie de cataplasma o, si lo prefieren, un reactivo necesario ante tanto desgaste interno.

Pero, con todo, sigo dudando de que el próximo Gobierno de España —y cualquier otro Gobierno de España habido y por haber, claro está— deba contar entre sus ministerios con uno de cultura y solamente de cultura. Dejemos a un lado la situación económica, que ya de por sí puede precisar de una reducción considerable de carteras y, entre ellas, la que aquí nos ocupa; olvidémonos por un momento de la coyuntura e intentemos determinar si la compactación de educación y cultura en un único ministerio —porque no de otra clase de compactación parece que pueda tratarse— ofrece realmente ventajas. A mi modo de ver, sí las ofrece. En primer lugar, por la vinculación misma de ambos conceptos, educación y cultura, y por este orden. O sea, la cultura como una emanación, como un fruto más o menos tardío de la educación recibida. Y no sólo en el terreno simbólico. La base cultural de cualquier país que se precie se encuentra —en lo que al ámbito público se refiere y más allá de la enseñanza primaria y secundaria— en la universidad y en las llamadas escuelas superiores. Y, en particular, en las escuelas de bellas artes, de arte dramático, en los conservatorios de música, etc. Es decir, allí donde la formación cultural adquiere el grado de especialización requerido en cada caso.

Hasta aquí alcanza, insisto, la función formativa del Estado en lo tocante a la cultura. Pero esa función formativa, con su transmisión de conocimientos y su aprendizaje de destrezas, se inscribe, en el fondo, en una función mayor, que es la que propiamente compete al Estado; a saber, la conservación del patrimonio nacional y su difusión «urbi et orbi». Así como los gobernantes no tienen o no deberían tener otra obligación que la de gestionar de modo adecuado —o sea, preservar y robustecer— lo que les ha sido legado, los responsables de las políticas culturales deben o deberían ceñirse, en su cometido, al mantenimiento y cultivo del acervo heredado. Entre otras razones, porque cuanto se sigue del proceso de creación artística, y en particular el comercio de la obra en curso, no es ya asunto suyo, sino de cada interesado y, en último término, de la sociedad en la que esta obra se inserta.

Intervenir en el libre juego de la oferta y la demanda atendiendo a una supuesta «excepción cultural» equivale a pervertir la condición misma para que se dé un acto de cultura, esto es, la innegociable libertad de creación. Y ello por muy bienintencionada que pueda llegar a ser la intervención de los poderes públicos. Toda subvención a fondo perdido —y, según como, incluso si la subvención está sujeta a devolución, total o parcial— acaba constituyendo, tarde o temprano, una compra de voluntades. O, lo que es lo mismo, acaba estableciendo un vínculo de subordinación entre el ciudadano productor de cultura y la Administración que generosamente lo amamanta. No hace falta añadir que ese vínculo, viciado de raíz, desvirtúa la independencia del artista y, en definitiva, el valor de su obra.

Es verdad, y lo recuerda oportunamente Armas Marcelo en su artículo, que esa «excepción cultural» tiene matriz francesa y un recorrido considerable —tan considerable que se inscribe de lleno en el modelo de Estado cultural instaurado por André Malraux en tiempos del general De Gaulle y llevado a sus últimas consecuencias por François Mitterrand y su ministro Jack Lang en las últimas décadas del pasado milenio—. Pero también lo es, como repetidamente ha denunciado Marc Fumaroli, que ese modelo de Estado propulsor de la «excepción cultural», con sus políticas proteccionistas y su afán dirigista, ha terminado por convertir al artista en una pieza más del engranaje del poder, y a la cultura que ese artista ha generado —salvas sean las debidas excepciones— en un producto anodino, alejado de los principios y valores que conformaron hace ya algunos siglos, lo mismo en Francia que en el resto del mundo occidental, nuestra cultura.

Elevar la cultura a rango ministerial creyendo, de este modo, engrandecerla no parece haber sido, pues, un buen negocio. Para la cultura, al menos.


ABC, 25 de octubre de 2011.

Con la cultura

    25 de octubre de 2011
Lo miro y no salgo de mi asombro. Se mueve. Mejor dicho: late. Por más que la UE y el Ministerio de Fomento lo denominen «Red Transeuropea de Transporte», yo no sé ver en ese mapa ferroviario de España sino uno de aquellos paneles escolares con que nos regalábamos los ojos y la imaginación en nuestros años mozos y en los que aparecía dibujado y pulcramente coloreado un cuerpo humano lleno de venas y de arterias. (Y conste que no me tengo, Dios me libre, por Juan José Millás.) Sí, hay algo animado en ese gráfico que los medios han reproducido con todo detalle. Tan animado, que estoy seguro de que hasta Gaziel se tomaría la molestia de salir de la tumba para comprobar que su península inacabada lleva trazas inequívocas de completarse. Ese Portugal lejano, por ejemplo, unido por fin a España y al resto de Europa por un conducto mucho más irrigante que el viejo Lusitania Express. O esa Cataluña quejumbrosa, siempre pendiente del bombeo de Madrid, que en adelante podrá respirar algo más a sus anchas, lo mismo por el centro que por el lateral. Por no hablar de esa Galicia extrema, tan desgajada, o de ese norte sujeto hasta la fecha a la zarpa del terror y al que tal vez le haya llegado la hora de una digna paz, o de esa Andalucía de todas las penas y todos los bares. Cuando uno observa ese conjunto de vasos sanguíneos por florecer —el mapa, para nuestra desgracia, no empezará a concretarse hasta 2020—, no puede sino concluir que el trabajo está hecho, que el organismo late acompasadamente, que no hay señales de obstrucción, ni mucho menos de ruptura. Es entonces cuando uno cae en la cuenta de que lo anterior existe sólo gracias a Europa, aunque vaya a depender finalmente de la voluntad de los propios españoles. Y cuando se percata de que esas venas y arterias están ahí, ante todo, para que circulen mercancías y sólo, en último término, ciudadanos o, lo que es lo mismo, sentimientos, afectos, razones.

ABC, 22 de octubre de 2011.

La España vertebrada

    22 de octubre de 2011
Existe desde hace tiempo entre la Comunidad de Madrid y la de Cataluña un efecto de arrastre que lleva a la segunda a copiar aquello que la primera pone en circulación. Por supuesto, sin confesión de parte, no vaya a inferir de ello algún incauto que los catalanes no podemos vivir sin los madrileños. Esta semana, por ejemplo, hemos sabido que una juez del Registro Civil de Barcelona ha decidido por su cuenta y riesgo, como ya hizo hace algo más de un año otro juez del Registro Civil de Getafe, someter a interrogatorio a los inmigrantes deseosos de obtener la nacionalidad española. (Entre paréntesis: según parece, el interrogatorio incluye preguntas tan sagaces como «¿Dónde termina el camino de Santiago?», versión actualizada, supongo, de aquel caballo blanco del mismo santo cuyo color tanto nos complacía, de niños, descubrir.) También esta semana la consejera de Educación Irene Rigau ha declarado en sede parlamentaria que el Gobierno de la Generalitat se propone elevar a todos los profesores catalanes, tanto de centros públicos como privados, a la categoría de autoridad pública. O sea, a la categoría de la que ya disfrutan los docentes madrileños desde hace también algo más de un año. Así las cosas, no voy a ocultarles con qué satisfacción recibí anteayer la noticia de que Madrid se apresta a eliminar cualquier limitación horaria en la apertura de los comercios de hasta 750 metros cuadrados —o sea, todos los de la Comunidad excepto las grandes superficies—. Y eso los 365 días del año. Qué maravilla. Por fin una ciudad española va a parecer una ciudad del siglo XXI y no del XIX. Y lo que es más importante: de mantenerse el efecto de arrastre, dentro de un añito, dos como máximo, los catalanes también podrán beneficiarse de la medida. ¿Se imaginan? Con los «botiguers» trinando y los sindicatos —a los que siempre les ha traído sin cuidado la creación de empleo— anunciando el Apocalipsis. En fin, para no perdérselo.

ABC, 15 de octubre de 2011.

El efecto de arrastre

    15 de octubre de 2011
Hubo un tiempo en que Barcelona era otra ciudad, un tiempo en que alguien llamado Baudilio Ruiz García se hacía llamar, simplemente, Baudilio Ruiz García. A los barceloneses cincuentones, de ese tiempo y esa ciudad apenas nos quedan ya algunas sombras. Pongamos que ambos desaparecieron hace más de tres décadas —una eternidad—. Con todo, yo todavía me acuerdo de que en aquella Barcelona la gente iba con el nombre a cuestas. Así me parieron, así me nombraron. Y si alguno decidía que no, que no le gustaban ni su aspecto ni su denominación de origen, recorría a la cosmética o la cirugía, según sus posibilidades, y a un mote cualquiera. El único caso que conozco de cambio radical es el de Jaume Sisa, que un buen día decidió llamarse Ricardo Solfa. Pero su mudanza identitaria era directamente tributaria de la residencial: dejaba Barcelona para instalarse en Madrid —y hoy en día, retornado a Barcelona, vuelve a ser Jaume Sisa—. Por lo demás, en aquella ciudad las relaciones se establecían en cualquiera de las dos lenguas habladas en el lugar. Y a menudo en las dos. Se impuso por entonces, entre los nacionalistas moderados, una cosa denominada bilingüismo pasivo. Consistía en que el catalanohablante no bajara del burro —o sea, del catalán— por más que su interlocutor se dirigiera a él en castellano. Eso producía en el militante una incuestionable pátina de héroe. Y la cosa no pasaba de allí. A nadie con un mínimo de vergüenza y de sentido del ridículo se le habría ocurrido, por ejemplo, pedir perdón a la concurrencia por replicar en castellano a quien le dirigía la palabra en ese idioma, como hizo el otro día el consejero Boi Ruiz i Garcia, en el Parlamento de Cataluña, tras responder a una pregunta del portavoz de Ciutadans. Pero, claro, eran otros tiempos. La autonomía sólo se incubaba y la mayoría de nosotros estábamos lejos de imaginar que detrás de aquellos Baudilios asomaban ya la patita los Bois de ahora.

ABC, 8 de octubre de 2011.

De cuando Boi era Baudilio

    8 de octubre de 2011
El acuerdo al que ha llegado el Gobierno de la Generalitat con el Gremio de Cines de Cataluña y Fedicine —o sea, con los representantes de los exhibidores y distribuidores cinematográficos, respectivamente— no es un mal acuerdo. Sobre todo si se repara en que viene a sustituir una ley autonómica de corte totalitario, aprobada el día después de que el Constitucional hiciera pública su sentencia sobre el Estatuto y en la que se estipula que las empresas distribuidoras deberán repartir un 50 por ciento de las copias de cada nuevo largometraje en catalán. Y digo que viene a sustituirla, por cuanto todo indica que esta ley, en la medida en que viola la normativa del mercado interior de la UE, está a punto de ser impugnada por la propia Unión. Así las cosas, el Departamento de Cultura habría emprendido la negociación con las partes afectadas a sabiendas de que la coacción por la que había optado el anterior Gobierno —con el beneplácito legislativo, no vayamos a olvidarlo, de quienes ahora ocupan el Palacio de la Generalitat— no va a ser de recibo allí donde, gracias a Dios, no manda el nacionalismo. En todo caso, lo importante es que aquel 50 por ciento obligatorio de la ley se convertirá en 2012 en un 11 por ciento pactado. Y, más importante aún, en un 11 por ciento condicionado: subirá o bajará en el futuro, según la demanda. Eso sí, a los contribuyentes catalanes el pacto del cine les va a costar 1,4 millones. Como también les cuesta toda la prensa, de papel y digital, y todas las radios y televisiones cuya lengua de expresión es la llamada propia. O los premios y galardones de lesa patria. O las embajadas culturales. O el voluntariado y el comisariado lingüísticos. Y así, sumando sumando, hasta alcanzar los más de 159 millones de euros que la Generalitat reconoce haber gastado en 2010 en política lingüística. Y es que en Cataluña —nunca mejor dicho— la lengua es el mensaje. Obscenamente gravoso, sobra añadirlo.

ABC, 1 de octubre de 2011.

La lengua y el bolsillo

    1 de octubre de 2011