Existe desde hace tiempo entre la Comunidad de Madrid y la de Cataluña un efecto de arrastre que lleva a la segunda a copiar aquello que la primera pone en circulación. Por supuesto, sin confesión de parte, no vaya a inferir de ello algún incauto que los catalanes no podemos vivir sin los madrileños. Esta semana, por ejemplo, hemos sabido que una juez del Registro Civil de Barcelona ha decidido por su cuenta y riesgo, como ya hizo hace algo más de un año otro juez del Registro Civil de Getafe, someter a interrogatorio a los inmigrantes deseosos de obtener la nacionalidad española. (Entre paréntesis: según parece, el interrogatorio incluye preguntas tan sagaces como «¿Dónde termina el camino de Santiago?», versión actualizada, supongo, de aquel caballo blanco del mismo santo cuyo color tanto nos complacía, de niños, descubrir.) También esta semana la consejera de Educación Irene Rigau ha declarado en sede parlamentaria que el Gobierno de la Generalitat se propone elevar a todos los profesores catalanes, tanto de centros públicos como privados, a la categoría de autoridad pública. O sea, a la categoría de la que ya disfrutan los docentes madrileños desde hace también algo más de un año. Así las cosas, no voy a ocultarles con qué satisfacción recibí anteayer la noticia de que Madrid se apresta a eliminar cualquier limitación horaria en la apertura de los comercios de hasta 750 metros cuadrados —o sea, todos los de la Comunidad excepto las grandes superficies—. Y eso los 365 días del año. Qué maravilla. Por fin una ciudad española va a parecer una ciudad del siglo XXI y no del XIX. Y lo que es más importante: de mantenerse el efecto de arrastre, dentro de un añito, dos como máximo, los catalanes también podrán beneficiarse de la medida. ¿Se imaginan? Con los «botiguers» trinando y los sindicatos —a los que siempre les ha traído sin cuidado la creación de empleo— anunciando el Apocalipsis. En fin, para no perdérselo.

ABC, 15 de octubre de 2011.

El efecto de arrastre

    15 de octubre de 2011