No, no voy a hablarles de la declaración institucional, fuera del hemiciclo parlamentario y sin turno de preguntas, del MHP Montilla —cuidado: no confundir con MVP; lo nuestro es único, hasta en las siglas—. Aunque debo decirles que, por una vez y sin que sirva de precedente, estoy de acuerdo con él. No todos los políticos son iguales, entre otras razones, porque tampoco lo son todos los seres humanos. Los hay más altos y más bajos, más listos y más tontos, más trabajadores y más zánganos, más valientes y más cobardes, más locuaces y más callados y, por supuesto, más corruptos y más honrados.

Pero, insisto, hoy no quiero hablarles de esas desigualdades, sino de otras. Y es que, tras escuchar las últimas declaraciones del ministro Gabilondo, estoy que no salgo de mi asombro. Sostiene el ministro que, entre las reformas posibles del sistema educativo —esas que deberían ser objeto de un gran pacto a no sé cuántas bandas—, figuran la ampliación a tres años del bachillerato y la prolongación hasta los 18 —o sea, hasta el final del propio bachillerato— de la etapa obligatoria. En cuanto a la primera medida, nada que objetar. Se trata de un parche a uno de tantos despropósitos de la Logse, pero de un parche imprescindible si queremos que nuestros jóvenes lleguen a la universidad con algo mínimamente sólido en la mollera.

No es el caso de la segunda medida. Por más que en Portugal hayan decidido implantarla en 2012 y que, al parecer, figurara ya en uno de los borradores de la Logse, nadie la había planteado, que yo recuerde, en los últimos tiempos. Supongo que por simple decencia. En efecto, ¿cómo vamos a prolongar de nuevo el periodo de la enseñanza obligatoria si uno de los grandes dramas de nuestra educación, y especialmente del sistema público, tiene que ver, precisamente, con la anterior ampliación de 14 a 16? Y que conste que el problema no está tanto en la ampliación en sí como en las premisas bajo las que se hizo.

La principal fue la igualdad. Esto es, la creencia de que la educación ha de servir para que todos los alumnos alcancen un mismo nivel de conocimientos, al margen de cuáles sean sus aptitudes y sus méritos. Ese objetivo bárbaro, por cuanto desafía las propias leyes de la naturaleza humana, y que los pedagogos han bautizado con el nombre de comprensividad; ese objetivo, digo, unido a otras derivas del progresismo educativo, es lo que ha convertido nuestras escuelas e institutos en centros asistenciales, cuando no en reformatorios. Como para que encima venga ahora el ministro proponiendo que ampliemos el desaguisado.

Como tengo a Gabilondo por persona recta y competente, me cuesta comprender que ignore todo esto. A no ser, claro, que el cargo le haya llevado ya a interesarse tan sólo por las estadísticas. Y no precisamente por las relativas al nivel de conocimientos, que con la medida no harían más que empeorar —suponiendo que sea posible—, sino por las concernientes al abandono escolar y al desempleo, que esas sí, seguro, mejorarían.

ABC, 31 de octubre de 2009.

No todos somos iguales

    31 de octubre de 2009
El ministro de Justicia, Francisco Caamaño, estuvo el pasado domingo en Santiago de Compostela, manifestándose. Las crónicas han destacado que no suele ser habitual que un ministro del Gobierno de España se manifieste en contra de la política del Gobierno de una Comunidad que forma parte de España. Sin duda. Pero es que la política contra la que marchaba Caamaño era la política lingüística, y en esos casos todo límite resulta franqueable, empezando por el de la razón. Quiero decir que lo que llevó al ministro a desplazarse a su tierra fue un sentimiento. El mismo sentimiento que le hace creer que, tal y como rezaba uno de los lemas de la manifestación, se puede vivir en gallego.

Yo no creo, la verdad, que se pueda vivir en gallego. Ni en ninguna otra lengua, por supuesto. Sí creo, en cambio, que se puede vivir en Galicia, o en cualquier otro lado, de la misma manera que se puede vivir, qué sé yo, en familia, en paz, en comunidad, en armonía, en libertad o en régimen de gananciales. Y hasta creo que se puede vivir —a la tradición literaria me remito— sin vivir en sí. Ahora bien, ninguna de esas formas de vida guarda relación con la que reunió hace una semana en Santiago a miles de personas. Lo cual da que pensar.

Y es que el nacionalismo —en cualquiera de sus ramificaciones, incluidas las socialistas— no deja de ser, al cabo, pura sensiblería. O, si lo prefieren, irracionalidad manifiesta. Para muestra, lo que el propio ministro Caamaño declaró en plena faena reivindicativa, cuando ejercía, a un tiempo, de ciudadano Caamaño y de señor ministro. Según él, su presencia en las calles compostelanas obedecía al empeño de luchar contra «aquellos a los que les gustaría que el gallego desapareciese del mapa como lo hizo el latín». Dejemos ahora a un lado si la Xunta desea o no desea lo que Caamaño le atribuye como deseo y vayamos al fondo del asunto.

¿A qué viene comparar el gallego con el latín? ¿A que la segunda lengua ya no se habla y la primera lleva quizá camino de acabar igual? Menuda simpleza. Ojalá el gallego pudiera tener un fin similar al del latín. Los primeros en felicitarse por ello deberían ser los manifestantes que el domingo parecían anhelar justo lo contrario. Habrían formado parte de un imperio tan poderoso como inabarcable; habrían gozado del privilegio de pertenecer a una cultura y a una civilización sin igual; se habrían llenado de orgullo viendo como el gallego, tras extenderse por medio mundo, iba metamorfoseándose en un montón de neolenguas.

Pero me temo que nada de eso está en sus mentes. Lo que les va, lo que le va al ministro Caamaño, es lo que Robert Hugues llamó la cultura de la queja. O sea, el lagrimón.

ABC, 25 de octubre de 2009.

Bendito latín

    25 de octubre de 2009
Yo siento un gran aprecio por Montserrat Nebrera, un aprecio particular, que nada tiene que ver —o casi nada— con la cosa pública. Quizá por ello, y quizá también porque en algún punto nuestras vidas llegaron a cruzarse, he seguido con sumo interés sus andanzas políticas. Desde que irrumpió, de la mano de Josep Piqué y del Partido Popular, en la escena catalana, Nebrera se ha caracterizado por ir a su bola. Se trata, sobra decirlo, de algo sumamente infrecuente en la política española, tan sujeta al control de las maquinarias de los partidos. De ahí, insisto, que su trayectoria merezca la pena ser seguida.

En realidad, ya desde sus comienzos como parlamentaria, Montserrat Nebrera fue «punto com» —o, mejor dicho, «punto cat»—. O sea, alguien con dominio propio que marcaba territorio al margen de estrategias, consignas y obediencias. No sé si se acuerdan de la convocatoria aquella del Majèstic, a medio camino entre un acto de un club de opinión y uno de un club de fans, en la que prometió captar para la causa popular a no sé cuantos miles de afiliados y que cogió desprevenida a la mismísima dirección del partido en Cataluña. O la presentación de su candidatura al Congreso regional del partido, tras darse de alta como militante, que le enfrentó al aparato —al aparatito y al aparatote— y le permitió cosechar, aun perdiendo el Congreso, un éxito indiscutible entre buena parte de los compromisarios, que la sacaron a hombros de la plaza. Luego, es verdad, su figura se fue apagando, hasta que la pasada semana supimos que había escrito un libro sobre esos años y que el lunes iba a ofrecer, en sede parlamentaria y mediante una conferencia de prensa, las oportunas explicaciones.

Lo primero que dijo Nebrera el lunes era que lo dejaba. Que dejaba el partido y que dejaba el escaño. Pero lo importante no fue esto, sino lo que dijo después. El porqué, o los porqués, de sus renuncias. En cuanto al partido, porque sus tesis regeneracionistas, a la vista estaba, habían fracasado. Y, en cuanto al escaño, porque no podía conservar algo que, manifiestamente, no le pertenecía. Los grupos parlamentarios, prosiguió, no son sino una correa de transmisión de los partidos políticos. Y sus miembros, puros instrumentos de lo que el partido prescriba y proscriba.

Pero aún hubo más. A juicio de Nebrera, el Parlamento de Cataluña es inútil, no sirve para nada. Y, como todo lo inútil, es caro, carísimo. Por supuesto, ahora sus señorías están que trinan. La comunista Camats, por ejemplo, ha llegado incluso a afirmar que las palabras de su ex compañera de hemiciclo constituyen un insulto para quienes dieron su vida por que Cataluña tuviera un Parlamento democrático. ¡Dios mío, un insulto! Y a mí que esas palabras me parecen de lo más juiciosas, el fruto de la estricta observación. Al igual, por cierto, que las que la propia Nebrera atribuye al ex presidente Aznar. Y es que, tal como están las cosas, todo indica que Cataluña será una sociedad enferma o no será.

ABC, 24 de octubre de 2009.

El adiós de Nebrera

    24 de octubre de 2009
Así como en el caso de Juana de Arco fueron, al parecer, unas voces de santos, todo indica que en el de José Luis Rodríguez Zapatero fue un testamento, un testamento familiar. De un modo u otro, pues, ambos personajes encontraron su lugar en el mundo gracias a la palabra. Por supuesto, los tiempos y las circunstancias en que esta palabra les fue revelada son harto distintos. Y no digamos ya las consecuencias de tales revelaciones —al menos las conocidas hasta la fecha—. Pero ello no impide que en uno y otro caso estemos ante un mismo destino: el de la persona, joven aún, que se siente llamada a acaudillar, con el más noble de los propósitos, a sus semejantes.

En lo tocante al actual presidente del Gobierno, que es lo que aquí importa, los pormenores de ese momento seminal los desveló por vez primera, que yo sepa, el antropólogo José Antonio Jáuregui en El Mundo del 21 de marzo de 2004 —o sea, siete días después de la inesperada victoria del secretario general del PSOE en las elecciones generales—. El texto de Jáuregui, muy justamente llamado «La semilla de Zapatero», empezaba con esta confesión del por entonces futuro presidente: «Mi padre sacó de un cajón el testamento de mi abuelo y nos lo leyó a mi hermano y a mí. Nos quedamos los dos conmovidos al escucharlo. Fue entonces cuando decidí entrar en la vida política». Los pasajes más significativos de ese documento familiar eran reproducidos luego por Jáuregui en su artículo.

Tres semanas más tarde, en el Congreso de los Diputados, con ocasión del debate de investidura, el propio Rodríguez Zapatero utilizó el último párrafo de su discurso, allí donde toda frase retumba, para dejar constancia ante la Nación de esa deuda con la palabra revelada: «En mi vida ese rumbo [el rumbo por el que hay que avanzar] ha estado marcado siempre por un credo que quisiera expresar públicamente en un día y en un acto como este. Ese ideario es breve: un ansia infinita de paz, el amor al bien y el mejoramiento social de los humildes». O sea, el mismo credo que su abuelo Juan Rodríguez Lozano, un socialista convencido, reivindicaba para sí en agosto de 1936, en su testamento, horas antes de ser fusilado por negarse a secundar la rebelión militar.

Con todo, a esa predestinación le faltaría sustancia si no la acompañáramos de otra confidencia, vinculada a la madre del presidente del Gobierno e incluida en «Madera de Zapatero», ese engendro que Suso de Toro se prestó a escribir a mayor gloria del personaje. Allí, en las primeras páginas, puede leerse lo siguiente, puesto en boca del biografiado: «Tengo perfectamente grabados los últimos momentos en que la vi. La última frase que le dije fue: “Mamá, ¿crees que voy a ser presidente del Gobierno?” Y me dijo que sí. Me dijo: “Sí, lo vas a ser”. Fueron las últimas palabras que hablé con ella, porque a partir de ahí —estaba en la UCI— empezó a perder la conciencia». Pero está claro que semejante predicción, formulada en octubre de 2000, meses después de que el hijo fuera elegido secretario general de su partido, jamás se habría materializado de no mediar, amén de otras circunstancias, una personalidad regida por una voluntad de hierro. O por una cabezonería descomunal. O por una ambición sin límites. O por una suerte de alegría inocentemente infantil —«Alegrías» le llamaba un tío de su padre cuando Rodríguez Zapatero contaba apenas cinco años—. O, en fin, por ese rasgo de carácter que le singulariza en el panorama de la política contemporánea y hace de él, con gran satisfacción por su parte, un dechado de optimismo.

Esa suma de predestinación y alegría desenfrenada, esto es, esa conciencia de que para él no existe nada imposible, nada que no esté en sus manos conseguir, constituye, en definitiva, su principal divisa. Es verdad que también están el ansia infinita de paz, el amor al bien y el mejoramiento social de los humildes. Pero semejante ideario, más allá del valor sentimental, no aporta sino el necesario barniz buenista a la empresa que Rodríguez Zapatero se siente llamado a realizar. En otras palabras: sería inconcebible que un representante político de este nivel y perteneciente al mundo occidental, elegido y reelegido, pues, democráticamente, propugnara las bondades de la guerra, el amor al mal y el aumento de la injusticia social. No, lo importante, lo decisivo, lo que permite entender todos y cada uno de sus pasos, es el arrojo que le confiere el creerse predestinado a tan alta misión.

El llamado «proceso de paz», de tan triste recuerdo, constituye un ejemplo de este proceder. El fin —de cuya nobleza no cabe maliciar, aunque sólo sea porque, en teoría, llevaba aparejado el término de la violencia— justificaba para el presidente del Gobierno todos los medios. ¿Que había que saltarse la ley? Pues se saltaba. ¿Que había que enaltecer al terrorista? Pues se le enaltecía. ¿Que había que desdecirse de lo declarado? Pues uno se desdecía y santas pascuas. Incluso después del atentado de la T4, con las primeras víctimas del terrorismo de su mandato encima de la mesa, Rodríguez Zapatero siguió intentando la negociación. Era fruto de su terquedad, sin duda alguna, pero también, en buena medida, de esa suma de optimismo enfermizo y predestinación adolescente que caracteriza todos sus actos y le impide reconocer, aun cuando resulte palmario, cualquier error.

Lo mismo puede decirse de la cuestión territorial. Sólo un político convencido de la existencia de un hado protector se arriesga a abrir un melón como el que abrió el todavía entonces candidato a la Presidencia del Gobierno con su promesa de respetar, de punta a cabo, el nuevo Estatuto que saliera del Parlamento de Cataluña. Es cierto que, en lo sucesivo, el texto sufrió no pocas alteraciones. Pero el mal ya estaba hecho y sus efectos, sobra añadirlo, aún colean. Si bien se mira, en este punto como en tantos otros Rodríguez Zapatero no se ha alejado ni un milímetro del axioma que él mismo, en un rapto de creatividad, puso en circulación a mediados de 2005: «Las palabras han de estar al servicio de la política y no la política al servicio de las palabras». O, lo que es lo mismo: en el mundo de la política todo es relativo, maleable, todo vale mientras el fin perseguido lo requiera.

Y esa convicción de estar en posesión de la verdad —por supuesto, de una verdad idiosincrática; o sea, cambiante, múltiple, coyuntural— ha llevado al presidente del Gobierno a tomar, especialmente en la presente legislatura, medidas de lo más estrafalarias, como la creación del Ministerio de Igualdad o la adscripción a Presidencia —esto es, a sí mismo— de las competencias en Deportes, o de lo más temerarias, como cuantas han afectado al área económica. Con el agravante, en este último caso, de que las medidas en cuestión no parecen haber obedecido a estrategia alguna, por más equivocada que fuese. Desde la parálisis inicial, combinada con el rechazo obstinado de la realidad —cuyo ejemplo más notorio fue la absurda renuencia a utilizar la palabra «crisis» para referirse a la situación económica del país—, hasta el sinfín de decisiones adoptadas, mucho más propias de un dictadorzuelo magnánimo que de un gobernante responsable, lo que ha guiado a Rodríguez Zapatero es el cortoplacismo. O, si lo prefieren, ese derecho a improvisar que tan ardientemente —«¡faltaría más!»— defendió el propio interesado en el último Comité Federal del PSOE.

La noche del 14 de marzo de 2004, frente a la sede del partido, José Luis Rodríguez Zapatero prometió, entre otras muchas cosas, que el poder no le iba a cambiar. Pocos le creyeron. Ahora, transcurrido ya un largo lustro desde entonces, no queda más remedio que darle la razón. Es cierto, el poder no le ha cambiado. Por desgracia.

Actualidad Económica (núm. 2.679, 16-22 de octubre de 2009).

El predestinado

    19 de octubre de 2009
Veamos. Según la Unión de Consumidores de España (UCE), ni Iberia ni ninguna otra compañía aérea tienen derecho a establecer un cobro adicional por las maletas facturadas. Lo dice la Ley de Navegación Aérea: «El transportista estará obligado a transportar, juntamente con los viajeros y dentro del precio del billete, el equipaje, con los límites de peso y volumen que fijen los reglamentos». O sea, que lo único que puede ser objeto de recargo es el exceso. Como todo en la vida, al cabo.

Claro que una cosa es la ley y otra muy distinta lo que uno acabe haciendo con ella. En este sentido, no parece que las compañías de «low cost» tengan la legislación en gran estima. Al menos, a juzgar por su costumbre de cobrar por todas y cada una de las maletas que sus sufridos viajeros deciden facturar. De nada sirve que la UCE, en nombre de los consumidores, haya presentado denuncias contra esas compañías; la Administración, de momento, no contesta. Ya sólo faltaba que Iberia, amparándose en un Reglamento europeo, anunciara su intención de sumarse a la fiesta. Será que la impunidad es buena consejera.

En lo que a mí respecta, sobra decir que estoy con los consumidores. O sea, con la ley. ¿Cómo no voy a estarlo si, aparte de tenerme por un ciudadano legalmente ejemplar, resulta que he sido también, de tarde en tarde, uno de esos damnificados? Pero es que, además, me asiste otra razón. Una razón de peso. Yo soy de los que creen que no hay separación posible entre viajero y maleta, que el hecho de que el equipaje no pueda ir siempre con uno y deba facturarse constituye una gran tragedia. Porque a menudo ese equipaje suele perderse, claro, pero, sobre todo, porque es como si a una tortuga la privaran de golpe, durante horas, de su caparazón. Hay algo antinatural, inevitablemente traumático, en esa norma. La maleta es parte del viajero, un objeto que, le guste o no, debería llevar siempre consigo. Y si en los aviones hay veces en que a uno no le queda más remedio que prescindir de ella, lo mínimo que cabe exigir a las compañías es que, encima, no se lo hagan pagar.

Y si alguno de ustedes cree que exagero, atienda a lo que le sucedió a Mick Skee, un ciudadano británico que viajó a Mallorca hace un año con la aerolínea Jet2. Skee, al que tiempo atrás hubo que amputar ambas piernas debido a una enfermedad y que, por ello, anda con unas extremidades ortopédicas, se desplazó a la isla con otras de repuesto, por si las moscas. Pues bien, Jet2, que no cobra —todavía— cargo alguno a quienes precisan embarcar una silla de ruedas, le exigió 10 euros de suplemento por facturar sus segundas piernas.

Se ve que, aquí como allí, «business is business».

ABC, 18 de octubre de 2009.

El viajero y su maleta

    18 de octubre de 2009
El otro día el servidor de Telefónica me mandó un aviso: habían capturado un troyano antes de que pudiera infiltrarse en mi ordenador. Por supuesto, respiré aliviado. Y agradecido. Con esos bichitos dentro de la máquina, nunca se sabe. Es verdad que, como último recurso, uno siempre puede recurrir a los programas que prometen barrer todos los virus y dejarte la casa como nueva. Pero esos remedios correctores también fallan. Nada, lo mejor es la prevención. Y una buena policía, dispuesta a detener al malhechor antes de que cometa la fechoría.

Algo así deben de pensar también en estos momentos los responsables de Educación en Cataluña. Tanta ley de leyes, tanto pulso con Madrid a propósito de la tercera hora de castellano, tanto tira y afloja, y al final resulta que se les ha colado un troyano y de la forma más impensada. Y, si no, juzguen ustedes.

Este año 6.000 alumnos de 70 centros de secundaria catalanes han empezado a estudiar con libros digitales en vez de hacerlo con los libros de texto tradicionales. Y he aquí que la editorial que ha producido esos materiales, lejos de considerar que Cataluña era su única patria y su único negocio —y el catalán, en consecuencia, su única lengua—, ha elaborado sus manuales pensando en un mercado más amplio, el mercado español. Lo cual no constituye ninguna novedad, pues muchas editoriales de libros de texto ya venían adaptando sus productos a las características de cada Comunidad. Entre estas características está, claro, la lengua. Pero no la lengua como materia de estudio, sino como instrumento, como vehículo de comunicación.

Pues bien, si antes había que editar una versión del libro en catalán para Cataluña y otra en castellano para lo que quedase de España, ahora basta con un clic en la pestaña destinada al cambio de lengua para transitar de un libro a otro. No sé si reparan en la trascendencia del hecho. El alumno —de primero de ESO, pongamos por caso— está en clase y, aun cuando el maestro, cautivo de la militancia o de la disciplina, esté impartiendo la asignatura en catalán, él puede seguirla, si no entiende algún pasaje o, simplemente, si así lo desea, en castellano. Y lo mismo pasa —incluso con una libertad mayor, pues ni siquiera siente el aliento del docente— cuando se halla en casa, haciendo los deberes.

Por supuesto, no han tardado en sonar las alarmas y ya hay quien ha pedido encarecidamente a los responsables del Departamento que hagan lo imposible por bloquear el acceso al cambio de lengua y no dejen, como hasta la fecha, el marrón en manos de la dirección de cada centro. O, en último término, en manos del maestro, que vaya usted a saber si no es también un troyano, aunque en esta ocasión de carne y hueso.

Ignoro cuánto tiempo vamos a estar disfrutando de esa pequeña e insólita libertad lingüística. Pero, dure lo que dure la fiesta, bienvenida sea. Entre otras cosas, porque demuestra que es mucho más difícil controlar la tecnología que las conciencias.

ABC, 17 de octubre de 2009.

Troyanos educativos

    17 de octubre de 2009
Resulta que el pasado lunes fue el Día Mundial del Docente. No sé qué ocurre con los días mayúsculos. Cuando yo era niño, si mal no recuerdo, no había más que el Día de la Victoria y el de la Raza —aparte el del Señor, claro—. Luego vinieron, aunque a hurtadillas, el Día Internacional del Trabajo y los Días, todos periféricos, de las patrias varias. Algo más adelante, el de la Mujer Trabajadora. Y, ya con la Transición y la democracia, aquello fue, y sigue siendo, un no parar: que si el Día Internacional del Orgullo Gay, que si el de las Fuerzas Armadas, que si el Día sin Coches o sin Humo, que si el Mundial de la Salud, que si el Día Internacional de Acción Mundial contra el Cambio Climático —por no citar más que algunos—. Lo que yo ignoraba, sin embargo, es que también existiera un Día Mundial del Docente.

Y sí, existe. Y no sólo existe, sino que se instauró hace tres lustros. Ahí es nada, tres lustros celebrándose cada 5 de octubre y yo, que llevo buena parte de mi vida ejerciendo de docente, sin enterarme. En todo caso, convendrán conmigo en que lo de este año no tiene parangón: el despliegue de los medios, la publicación de la entrevista con el ministro del ramo, la difusión de la carta del mismísimo presidente del Gobierno y, en general, las innumerables referencias, por parte de la sociedad civil, a la importancia del evento. No sé qué habrá ocurrido que justifique semejante traca —tal vez el pacto educativo en ciernes, tal vez la ley de autoridad del profesor de la Comunidad de Madrid—, pero, sea lo que fuere, hay que felicitarse por ello. Toda iniciativa que ponga el acento en la importancia social de maestros y profesores puede ayudar a sacarlos del sumidero en que se encuentran.

Por lo demás, la culpa de que exista un Día Mundial del Docente la tiene la Unesco. No es de extrañar. Si un organismo ha sembrado el calendario de días con mayúscula, este organismo ha sido la Unesco. A este paso, pronto no van a quedar días minúsculos, días cualesquiera, anodinos, idénticos, banales. Mientras sea para bien… De todos modos, lo que sí habría que procurar es que esos Días tuvieran un mínimo eco. Que no pase, por ejemplo, lo que está pasando con el Día Internacional de la Lengua Materna, que nadie, excepto alguna voluntariosa asociación bilingüista, suele celebrar. Comprendo que su objetivo —«propiciar el uso de las lenguas maternas en la educación desde la edad más temprana»— resulte algo molesto. Sobre todo en la España autonómica, donde no parece existir otra lengua materna que la mal llamada «propia». Pero, qué quieren, aquí o todos moros o todos cristianos. Que es como decir que todos los Días deberían ser iguales.

ABC, 11 de octubre de 2009.

Días con mayúscula

    11 de octubre de 2009
Quizá se acuerden del tiempo aquel en que Barcelona tenía poder. Lo cantaba Peret y lo coreaba casi todo el mundo: «Ella tiene poder, ella tiene poder, Barcelona es poderosa, Barcelona tiene poder». Ignoro qué significaba entonces la frase, aunque lo importante, sin duda, no era su significado, sino su carácter autoafirmativo. Era como si la gente estuviera cantando: «¡Viva la madre que nos parió!». Y, al decir la gente, me refiero a los barceloneses, claro. Sólo ellos podían presumir de una madre así, tan linda, tan aseada, tan hospitalaria y tan orgullosa de haber organizado —pues ese era el contexto en que Peret y su corte de rumberos habían popularizado la canción— los mejores Juegos de la historia.

De todo lo anterior no queda nada. Si acaso la trama urbana, aunque tres largos lustros con presupuestos de mantenimiento más propios de ciudades del Tercer Mundo que pertenecientes a países económicamente desarrollados por fuerza han de notarse. No, la madre ha dejado de ser linda, aseada y hospitalaria. Y, por supuesto, su orgullo, su autoestima —o sea, el orgullo y la autoestima de los barceloneses—, están por los suelos. Así las cosas, convendrán conmigo en que Barcelona ya no es poderosa ni tiene poder.

Lo cual no debería constituir, en modo alguno, motivo de preocupación. Sobre todo si uno atiende a lo afirmado esta semana por el ex presidente Pujol y al hecho de que Barcelona es, hasta nueva orden, el Cap i Casal de Cataluña. Según el dirigente convergente, la moral de Cataluña no ha de verse afectada por el caso Millet. Vaya, que si Barcelona tenía poder, Cataluña tiene moral. Como es fácil suponer, Pujol no explicó en qué consiste esa moral. Lo dio por consabido. El hombre lleva tanto tiempo pregonando aquello de la conciencia de país, tanto tiempo retorciendo el concepto y retorciéndose a sus expensas, que lo raro sería que ahora se considerara obligado a decir algo nuevo.

Lo que no alcanzo a comprender es su desasosiego. Porque, veamos, si la moral de Cataluña equivale a poseer esa conciencia de país, entonces la moral de Cataluña es Banca Catalana, Convergència Democràtica de Catalunya y la Fundació Trias Fargas. Y el modo de financiar todo eso, claro. De ahí que el caso Millet no pueda más que afectar positivamente a la susodicha moral. O, lo que es lo mismo, no pueda más que reforzarla.

Otra cosa es esa comparación que estableció Pujol entre el caso Millet y el caso que tiene en estos momentos contra las cuerdas al ex primer ministro francés Dominique de Villepin. Ahí sí que no. La comparación no es de recibo. Y no únicamente por el delirio ese de referirse a la «grandeur» catalana —como si fuera algo imaginable—, sino por la analogía en sí. Y es que, bien mirado, y salvando todas las distancias que haya que salvar, el paralelismo sólo tendría sentido si un día tuviéramos la oportunidad de ver al propio Jordi Pujol, junto a Millet por ejemplo, rindiendo cuentas ante la justicia.

ABC, 10 de octubre de 2009.

La moral de Cataluña

    10 de octubre de 2009
Tal vez se acuerden. Ocurrió en el madrileño Círculo de Bellas Artes, en enero de 2007, pasada la Epifanía. UGT y CCOO habían convocado en la capital una manifestación de repulsa por el reciente atentado de la T4 y el PP se había negado a secundarla al no estar de acuerdo con el lema que debía presidirla. Como es natural, muchos aprovecharon la circunstancia para arremeter contra los populares y, entre ellos, la crema de nuestros artistas, comediantes y escritores. Eso sí, a su manera. O sea, en el Círculo y con la acostumbrada coreografía. Fue entonces cuando Federico Luppi dijo aquello de «tenemos la obligación irrenunciable —nos va la vida y el país en esto— de crear un cordón sanitario para evitar que esta derecha más que ultramontana, cerril, troglodita, casi gótica, se adueñe del pensamiento y el espíritu español».

Si ahora lo traigo a colación no es, en modo alguno, por el reciente protagonismo de las formas góticas en nuestra política exterior, ni tampoco por el preocupante nivel que, a juzgar por el último índice del centro de análisis Health Consumer Powerhouse, tiene la sanidad española. No, lo que en verdad me interesa es la proliferación, en nuestra vida política, de determinadas metáforas y, de manera notoria, de las relacionadas con la salud. En lo tocante al cordón de Luppi, por ejemplo, el éxito ha sido espectacular. Y casi siempre con el PP como foco infeccioso, aunque otras entidades, entre las que se halla este periódico, se hayan hecho también acreedoras al tropo profiláctico. En cuanto a la naturaleza del sujeto emisor, quien más ha recurrido al cordón de marras ha sido ERC. Incluso con variantes, como cuando en la pasada legislatura Joan Ridao declaró la provincia de Gerona «territorio liberado del PP».

Y fue precisamente Ridao quien, no hace mucho, volvió a echar mano de la metáfora. Pero no de la del cordoncito, ya muy sobada, sino de una nueva. Para el dirigente independentista, una posible sentencia del Tribunal Constitucional contraria al Estatuto catalán equivaldría a aplicar «una castración química a la voluntad del pueblo de Cataluña». Lo cual es de una gravedad extrema. Sobre todo tratándose de Ridao. ¿O acaso no está comparando, con su metáfora, a los catalanes con los violadores reincidentes, y al Constitucional con la Generalitat, que es la responsable de semejante medida? Peor aún: dado que la medida debe contar con el consentimiento del violador para ser aplicada, ¿acaso no está sugiriendo Ridao —muy a su pesar, sin duda— que al pueblo de Cataluña ya le parece bien la posibilidad de que la sentencia sea contraria al Estatuto —por no decir que lo agradece—?

Manolete, Manolete…

ABC, 4 de octubre de 2009.

La política y sus metáforas

    4 de octubre de 2009
El debate de política general ha transcurrido sin pena ni gloria. Dado que el nivel de un debate es directamente proporcional al de quienes intervienen en él, poco podía esperarse, es cierto, del que protagonizaron esta semana en el Parlamento de Cataluña sus señorías. Pero, en fin, uno siempre está atento a la liebre. Y a que salte, claro. Para nuestra desgracia, la sustitución de Maragall por Montilla ha privado incluso esa clase de actos del punto aquel de emoción que le ponían las intervenciones del anterior presidente de la Generalitat. Montilla es sopor y vacuidad a grandes dosis, como puede comprobarse —se trata de una simple muestra— en este fragmento de su discurso del pasado martes: «Un any més, doncs, comparec en seu parlamentària per complir el deure democràtic de presentar davant tots vostès (…) les orientacions polítiques del Govern, (…) sotmetent aquestes orientacions a consideració i discussió per acordar, un cop substanciat el debat, les resolucions que s’escaiguin per impulsar-ne l’acció».

De ahí, sin duda, que los medios busquen la noticia en otra parte. Y quien dice noticia dice la posibilidad de llenar un trozo de página o un fragmento de informativo con algo que llame un poquitín la atención. Ese algo ha sido en esta ocasión —y me temo que va a seguir siéndolo en el futuro— los apuntes de los señores diputados. Pero no los apuntes tomados a mano, como aquellos, repletos de faltas, con que nos obsequió en su día el presidente del Gobierno, sino los escritos en un teléfono móvil. Primero fue el consejero Joan Saura quien le mandó a su compañero Bosch un sms con la opinión que le había merecido el discurso del presidente: «Kin “toston” oi?» —observen, de paso, ese uso tan políticamente correcto, tan celosamente normativo, que hace el consejero de las comillas—. Y luego, al día siguiente, fue Daniel Sirera quien hizo lo propio con su compañera de bancada popular Cari Mejías: «Q quieres q te cuente? Pq no me presente? Pq al volver la vista atrás estarias tu, el tutu, el Berman, la nadal y cuatro mas? Este partido es una mierda y la gente no …».

Por supuesto, no estamos ante el mismo tipo de texto, por más que ambos se caractericen por su tono crítico. El de Saura es un comentario —justísimo, por otra parte— a las palabras de Montilla. El de Sirera, en cambio, nada tiene que ver con lo que estaba sucediendo en aquel momento en el hemiciclo y sí con los avatares —pasados, presentes y futuros— del diputado en su propio partido. Sea como fuere, tanto un mensaje como otro demuestran un profundo desapego, especialmente en el caso del de Sirera. Y demuestran, sobre todo, hasta qué punto sus señorías deberían andarse con cuidado a la hora de sincerarse con el prójimo, por más que el prójimo sea de confianza.

La tecnología, como las monedas, tiene dos caras, y lo mismo sirve para preservar la intimidad que para esparcirla a los cuatro vientos.

ABC, 3 de octubre de 2009.

Los mensajes del debate

    3 de octubre de 2009