Yo siento un gran aprecio por Montserrat Nebrera, un aprecio particular, que nada tiene que ver —o casi nada— con la cosa pública. Quizá por ello, y quizá también porque en algún punto nuestras vidas llegaron a cruzarse, he seguido con sumo interés sus andanzas políticas. Desde que irrumpió, de la mano de Josep Piqué y del Partido Popular, en la escena catalana, Nebrera se ha caracterizado por ir a su bola. Se trata, sobra decirlo, de algo sumamente infrecuente en la política española, tan sujeta al control de las maquinarias de los partidos. De ahí, insisto, que su trayectoria merezca la pena ser seguida.

En realidad, ya desde sus comienzos como parlamentaria, Montserrat Nebrera fue «punto com» —o, mejor dicho, «punto cat»—. O sea, alguien con dominio propio que marcaba territorio al margen de estrategias, consignas y obediencias. No sé si se acuerdan de la convocatoria aquella del Majèstic, a medio camino entre un acto de un club de opinión y uno de un club de fans, en la que prometió captar para la causa popular a no sé cuantos miles de afiliados y que cogió desprevenida a la mismísima dirección del partido en Cataluña. O la presentación de su candidatura al Congreso regional del partido, tras darse de alta como militante, que le enfrentó al aparato —al aparatito y al aparatote— y le permitió cosechar, aun perdiendo el Congreso, un éxito indiscutible entre buena parte de los compromisarios, que la sacaron a hombros de la plaza. Luego, es verdad, su figura se fue apagando, hasta que la pasada semana supimos que había escrito un libro sobre esos años y que el lunes iba a ofrecer, en sede parlamentaria y mediante una conferencia de prensa, las oportunas explicaciones.

Lo primero que dijo Nebrera el lunes era que lo dejaba. Que dejaba el partido y que dejaba el escaño. Pero lo importante no fue esto, sino lo que dijo después. El porqué, o los porqués, de sus renuncias. En cuanto al partido, porque sus tesis regeneracionistas, a la vista estaba, habían fracasado. Y, en cuanto al escaño, porque no podía conservar algo que, manifiestamente, no le pertenecía. Los grupos parlamentarios, prosiguió, no son sino una correa de transmisión de los partidos políticos. Y sus miembros, puros instrumentos de lo que el partido prescriba y proscriba.

Pero aún hubo más. A juicio de Nebrera, el Parlamento de Cataluña es inútil, no sirve para nada. Y, como todo lo inútil, es caro, carísimo. Por supuesto, ahora sus señorías están que trinan. La comunista Camats, por ejemplo, ha llegado incluso a afirmar que las palabras de su ex compañera de hemiciclo constituyen un insulto para quienes dieron su vida por que Cataluña tuviera un Parlamento democrático. ¡Dios mío, un insulto! Y a mí que esas palabras me parecen de lo más juiciosas, el fruto de la estricta observación. Al igual, por cierto, que las que la propia Nebrera atribuye al ex presidente Aznar. Y es que, tal como están las cosas, todo indica que Cataluña será una sociedad enferma o no será.

ABC, 24 de octubre de 2009.

El adiós de Nebrera

    24 de octubre de 2009