Quizá se acuerden del tiempo aquel en que Barcelona tenía poder. Lo cantaba Peret y lo coreaba casi todo el mundo: «Ella tiene poder, ella tiene poder, Barcelona es poderosa, Barcelona tiene poder». Ignoro qué significaba entonces la frase, aunque lo importante, sin duda, no era su significado, sino su carácter autoafirmativo. Era como si la gente estuviera cantando: «¡Viva la madre que nos parió!». Y, al decir la gente, me refiero a los barceloneses, claro. Sólo ellos podían presumir de una madre así, tan linda, tan aseada, tan hospitalaria y tan orgullosa de haber organizado —pues ese era el contexto en que Peret y su corte de rumberos habían popularizado la canción— los mejores Juegos de la historia.

De todo lo anterior no queda nada. Si acaso la trama urbana, aunque tres largos lustros con presupuestos de mantenimiento más propios de ciudades del Tercer Mundo que pertenecientes a países económicamente desarrollados por fuerza han de notarse. No, la madre ha dejado de ser linda, aseada y hospitalaria. Y, por supuesto, su orgullo, su autoestima —o sea, el orgullo y la autoestima de los barceloneses—, están por los suelos. Así las cosas, convendrán conmigo en que Barcelona ya no es poderosa ni tiene poder.

Lo cual no debería constituir, en modo alguno, motivo de preocupación. Sobre todo si uno atiende a lo afirmado esta semana por el ex presidente Pujol y al hecho de que Barcelona es, hasta nueva orden, el Cap i Casal de Cataluña. Según el dirigente convergente, la moral de Cataluña no ha de verse afectada por el caso Millet. Vaya, que si Barcelona tenía poder, Cataluña tiene moral. Como es fácil suponer, Pujol no explicó en qué consiste esa moral. Lo dio por consabido. El hombre lleva tanto tiempo pregonando aquello de la conciencia de país, tanto tiempo retorciendo el concepto y retorciéndose a sus expensas, que lo raro sería que ahora se considerara obligado a decir algo nuevo.

Lo que no alcanzo a comprender es su desasosiego. Porque, veamos, si la moral de Cataluña equivale a poseer esa conciencia de país, entonces la moral de Cataluña es Banca Catalana, Convergència Democràtica de Catalunya y la Fundació Trias Fargas. Y el modo de financiar todo eso, claro. De ahí que el caso Millet no pueda más que afectar positivamente a la susodicha moral. O, lo que es lo mismo, no pueda más que reforzarla.

Otra cosa es esa comparación que estableció Pujol entre el caso Millet y el caso que tiene en estos momentos contra las cuerdas al ex primer ministro francés Dominique de Villepin. Ahí sí que no. La comparación no es de recibo. Y no únicamente por el delirio ese de referirse a la «grandeur» catalana —como si fuera algo imaginable—, sino por la analogía en sí. Y es que, bien mirado, y salvando todas las distancias que haya que salvar, el paralelismo sólo tendría sentido si un día tuviéramos la oportunidad de ver al propio Jordi Pujol, junto a Millet por ejemplo, rindiendo cuentas ante la justicia.

ABC, 10 de octubre de 2009.

La moral de Cataluña

    10 de octubre de 2009