La Asociación por la Tolerancia ve relación entre el hecho de que el grupo Cataplân Teatrum de Mollet del Vallès hubiera representado en 2009 en un festival municipal «Los tres cerditos» y el hecho de que el Ayuntamiento de la localidad decidiera este mes de octubre dejar de amparar, en uno de sus centros cívicos, las actividades del mencionado grupo de teatro infantil. Todo indica que la relación existe, en efecto. Al fin y al cabo, ya entonces la representación de la obra mereció las críticas de la agrupación local de ERC porque ya me dirán ustedes qué necesidad hay de escenificar «Los tres cerditos» pudiendo escenificar «Els tres porquets»; son ganas de buscarse problemas. De provocar, en una palabra. Pero, aun así, el Ayuntamiento de Mollet, gobernado, como en la actualidad, por el PSC, no cedió a las presiones. Ahora, en cambio, la cosa ha sido distinta. Y es que al estigma de la lengua imperial los concejales de ERC han logrado añadir el del régimen dictatorial. Según ha trascendido, Manuel Aguilella, el responsable de Cataplân Teatrum, ejerce también como delegado en Cataluña de la OJE, esto es, de la Organización Juvenil Española, nacida en 1960 —el mismo año que el alcalde Monràs i Galindo, por cierto—, bajo la protección de la Delegación Nacional de la Juventud —lo que ya no puede decirse, que se sepa, del alcalde—. O sea, que el enfrentamiento con ERC estaba servido. 1931 versus 1960. La Segunda República versus la Dictadura franquista. El abuelo Macià versus el abuelo Franco. Els «escamots» versus las centurias de Flechas. Demasiado para el alcalde, cuyo partido, por lo demás, no dispone en esta legislatura de mayoría absoluta, por lo que suele pactar, ya con CIU, ya con ERC, las grandes decisiones. Y, claro, ¿qué van a hacer los tres cerditos municipales si ven venir el lobo? Pues protegerse. No vaya a suceder que, poco a poco, los molletenses descubran que hay otros mundos posibles y no están en el Vallès.

ABC, 31 de diciembre de 2011.

Los tres cerditos

    31 de diciembre de 2011
No parece que el recién nombrado director del Centro de Cultura Contemporánea de Barcelona (CCCB) haya empezado con buen pie su mandato. Cuando menos a juzgar por las mociones que el Partido Popular de Cataluña acaba de promover en la Diputación barcelonesa y en el Ayuntamiento de la ciudad y en las que insta a ambas instituciones a revocar el nombramiento de Marçal Sintes y a convocar un concurso publico restringido —mociones que han sido aprobadas, ¡lo que han mudado los tiempos!, gracias al apoyo del PSC—. Es verdad que el convergente Salvador Esteve, presidente de la Diputación —verdadera pagana del asunto, pues aporta un 75% del presupuesto del CCCB—, ya se ha aprestado a declarar que no se siente en modo alguno obligado por esa clase de resoluciones o, lo que es lo mismo, que el nombramiento de Sintes —decidido, aseguran, por el propio Artur Mas— va a misa. Pero, más allá del procedimiento, lo que realmente subyace detrás de esas mociones baldías es la desavenencia en materia cultural entre CIU y PP —socios de gobierno más o menos declarados en Diputación y Ayuntamiento—. Y no porque cada uno tenga su programa, sino porque los primeros, como buenos nacionalistas, no tienen otro programa que la nación —y, para eso, un perfil como el de Sintes va que ni pintado—, mientras que los segundos, por desgracia, no tienen programa alguno. De ahí, sin duda, que a CIU le haya parecido ocioso consultar con su pareja política el nombre del sucesor de Josep Ramoneda al frente de la entidad. Como los populares catalanes no han mostrado nunca el menor interés en desarrollar un proyecto cultural propio, lo normal es que el resto de las fuerzas políticas los ninguneen. Y eso que en el reparto de carteras entre ambos socios el área de cultura de la Diputación correspondió al PP. Pero nada, ni por esas. Cuando uno renuncia desde el principio a hacerse respetar, ya no le queda sino el triste e inútil derecho al pataleo.

ABC, 24 de diciembre de 2011.

Mociones culturales

    24 de diciembre de 2011
Así tituló Georges Brassens una de sus tiernas, jocosas, instructivas y, sin duda, maravillosas canciones. Se refería a la competencia entre, por una parte, las mujeres que ejercían la prostitución y, por otra, todas las demás, sin distinción ninguna. Jóvenes, maduras, burguesas, marujas, colegialas, marquesas; todas eran culpables, a su juicio, del estado de necesidad en que se hallaban las profesionales del sexo. Y lo eran por entregarse desaforadamente a los placeres de la carne, por acostarse con cualquiera, por dedicarse, en definitiva, «gratis et amore», a una actividad que contaba, desde el umbral de los tiempos, con sus reglas y sus ejecutantes.

La canción tiene casi medio siglo. Brassens la compuso cuando la liberación de la mujer, que incluyó, como es sabido, la sexual muy en primer término. Pero, más allá del amable retrato costumbrista, «Concurrence déloyale» contenía una sentencia que no puede por menos de calificarse de premonitoria. «La manía del acto gratuito se expande», decía el poeta. En esas estamos, en efecto, si bien el acto, ahora, ya no es el acto por antonomasia, ni siquiera el consistente en descargarse ilegalmente un archivo informático —y que el extinto presidente del Gobierno bendice gustoso—, sino cualquiera. No hace mucho, en una sobremesa, me enteré de dos casos harto significativos. El de un periodista que abandonó el oficio para dedicarse de lleno a la publicidad y que ha vuelto a escribir en los papeles a cambio del simple placer de escribir, y el de un profesor universitario recién jubilado que ha vuelto a dar clase a cambio del simple placer de dar clase. En ambos casos, claro, sin que ese placer vaya acompañado de retribución alguna. Como ni uno ni otro precisan el dinero, se avienen a trabajar de balde y a quitarle la plaza a quien sí necesita cobrar por su trabajo. ¡Maldita crisis! A este paso, acabaremos todos en la calle, haciéndola o paseándola.

ABC, 17 de diciembre de 2011.

Competencia desleal

    17 de diciembre de 2011
En Barcelona hacemos las cosas bien, con tiempo y con amplitud de miras —al menos en teoría—. Y ello es así porque disponemos, desde 1988, de una entidad llamada Plan Estratégico. Esa entidad, que empezó ciñendo sus trabajos al ámbito de Barcelona para ampliarlos luego al conjunto del área metropolitana, se nutre del saber de profesionales de todos los sectores productivos. Esos profesionales analizan el estado de cada sector, detectan sus carencias, promueven estrategias, fijan retos y proponen medidas. A partir de ahí, son los políticos afectados quienes deben actuar. Durante el periodo 2009-2010, la Comisión de Prospectiva del Plan realizó una ingente labor, concretada en un documento titulado «Dibujemos la Barcelona del 2020» y presentado a mediados de 2010. Este documento daría paso, en noviembre del mismo año, a un nuevo Plan Estratégico que lleva como coletilla «Visión 2020». Entre los principales requerimientos de los miembros de la Comisión de Prospectiva para que la ciudad del futuro sea competitiva y no lo que es hoy en día —una suerte de reserva provinciana con ínfulas de grandeza—, estaban la drástica mejora de la educación a todos los niveles, la renuncia a la cultura de la subvención y la progresiva transformación de la sociedad metropolitana en una sociedad trilingüe. Esto es, la eliminación, de una vez por todas, del peaje identitario, ejemplificado en gran parte en la imposición del catalán como única lengua institucional. Así lo daban a entender en el documento emprendedores, empresarios y toda clase de expertos al reclamar, aparte de un dominio suficiente del inglés, la dignificación del castellano como idioma de relación de la Barcelona oficial —la de la administración, la universidad, la escuela— con sus ciudadanos y con el resto del mundo. Ha pasado año y medio desde entonces y sobra decir que nada ha cambiado. Lo que significa que, en 2020, o mucho me equivoco o vamos a seguir viendo visiones.

ABC, 10 de diciembre de 2011.

Estrategias y visiones

    10 de diciembre de 2011
Según el DRAE, un «mamarracho» es una persona o cosa defectuosa, ridícula, imperfecta, que no merece respeto alguno. Así pues, cuando el diputado Alfons López Tena llama «mamarracha» a la diputada Núria de Gispert, cuando se refiere a ella como «la cosa aquesta que presideix el Parlament», no sólo le está faltando al respecto, sino que está rebajándola a unos niveles que atentan contra la dignidad de la persona y de la institución por ella presidida. Por supuesto, no seré yo quien se sorprenda de lo que pueda llegar a proferir el diputado López Tena en cualquiera de sus intervenciones públicas, ni quien discuta a la Mesa del Parlamento la conveniencia de reprobar sus declaraciones. Otra cosa es el origen mismo del conflicto, que está en la decisión tomada la semana pasada por la Junta de Portavoces y consistente en prohibir el uso en sede parlamentaria de la expresión «España nos roba». Una decisión a la que contravino este miércoles Uriel Beltrán, correligionario de López Tena, lo que le valió la amonestación de la presidenta. Y que el propio Beltrán volvió a saltarse anteayer a la torera en otra intervención, lo que condujo al presidente en funciones a retirarle la palabra. Fue entonces cuando López Tena, ya fuera del hemiciclo, reunió a la prensa y se salió de madre.

A mí, que sus señorías traten de mantener el decoro y reprimir determinadas efusiones no me parece mal. Ahora bien, la expresión «España nos roba» —así formulada o en cualquiera de sus múltiples variantes— lleva más de una década instalada en la política catalana. Hoy mismo constituye el principal argumento, de palabra o de pensamiento, de una gran mayoría de nuestros representantes, empezando por la presidenta de la Cámara, en sus demandas de mayores cotas de autogobierno. Así las cosas, ¿tiene algún sentido rasgarse hasta este punto las vestiduras? ¿Acaso no estamos, una vez más, ante ese doble lenguaje, tan de estar por casa?

ABC, 3 de diciembre de 2011.

«España nos roba, mamarracha»

    3 de diciembre de 2011
En las últimas elecciones autonómicas, celebradas hace cosa de un año, el Partido de los Socialistas de Cataluña (PSC) perdió más de 220.000 votos, alcanzando el peor de sus resultados, en porcentaje, en esa clase de comicios. ¿Alguien dimitió? Nadie. En las últimas elecciones municipales, celebradas hace cosa de medio año, el PSC perdió más de 200.000 votos, alcanzando también el peor de sus resultados, en porcentaje, en esa otra clase comicios. ¿Alguien dimitió? Nadie. En las últimas elecciones generales, celebradas hace apenas una semana, el PSC perdió cerca de 800.000 votos, alcanzando asimismo el peor de sus resultados, en porcentaje, en esa tercera clase de comicios. ¿Alguien ha dimitido? Hasta la fecha, nadie. Desde el primer momento, o sea, desde el batacazo de las autonómicas, el aparato del partido encontró la tangente milagrosa para eludir responsabilidades y, en definitiva, ganar tiempo: el anuncio de la convocatoria de un congreso en el que todos los dirigentes iban, se supone, a rendir cuentas. El anuncio, insisto, no la convocatoria misma. Uno de esos dirigentes, el primer secretario José Montilla, dijo ya entonces que no pensaba reincidir y que lo suyo —el mantenerse en el cargo hasta el congreso— era pura abnegación, un servicio más al partido. Pero el resto optó por la callada. Ahora, cuando faltan apenas tres semanas para el congreso, empieza a vislumbrarse el grado de sacrificio de unos y otros. José Zaragoza, responsable de organización y de las inolvidables campañas electorales, ha salido elegido diputado a Cortes. Miquel Iceta, portavoz y actual número dos, acaba de proponerse como futuro primer secretario. Y José Montilla, al que muchos auguraban un merecido retiro lejos de la política, irá al Senado por decisión del partido, sin pasar por las urnas. Será que el hombre quiere seguir aprendiendo el catalán y, con tanta inmigración, no ha encontrado plaza en una escuela de adultos.

ABC, 26 de noviembre de 2011.

¿Dimitir? Ni soñarlo

    26 de noviembre de 2011
El desenlace de unas elecciones, y más si se trata de unas generales, no es nunca el producto de un único factor. El entramado de intereses, anhelos, rechazos y frustraciones que concurren en la determinación de cada uno de los votos hace que resulte vano cualquier intento de simplificación. Aun así, en las elecciones que se celebraron anteayer en España todos esos factores concurrentes parecieron subsumirse en uno solo: el estado de necesidad. El cambio al que se sumaron una inmensa mayoría de los españoles o, lo que es lo mismo, el castigo que infligieron al partido que hasta entonces había gobernado sus destinos tuvo una causa cardinal: la crisis y su mala gestión. De ahí, sin duda, que el gran vencedor de estos comicios, Mariano Rajoy, pusiera en el eje de su primer y excelente discurso como presidente «in pectore» del Gobierno estos cuatro enemigos a los que combatir: el paro, el déficit, la deuda excesiva y el estancamiento económico. Y de ahí también que la racanería del voto se cebara tan sólo en quienes, desde el Gobierno del Estado y de no pocas Autonomías, se negaron primero a reconocer la existencia misma del problema para después, una vez admitido este y tras diluir su responsabilidad de gobernantes en instancias superiores, si no etéreas, optar por reformas de salón que en nada contribuían a mitigar el desempleo y a devolver la confianza a inversores y consumidores. Prueba de ello es que el Partido Popular, pese a mandar desde el pasado mes de mayo en buena parte de las Comunidades Autónomas y en los principales ayuntamientos del país, no se ha visto en absoluto afectado por ese ejercicio del poder, o que Convergència i Unió, cuyos recortes en ámbitos vinculados al Estado del Bienestar tanto revuelo han levantado últimamente en Cataluña, no ha sufrido tampoco erosión alguna. Al contrario, lo mismo unos que otros han obtenido unos resultados históricos. Será que la gente prefiere que le cuenten la verdad, por dura y desagradable que esta sea, y se aborden de una vez sus problemas, a que la engañen con trampantojos y falsas promesas.

Pero, aun cuando la situación económica haya concentrado y vaya a seguir concentrando, como es natural, todos los afanes y preocupaciones de gobernantes y gobernados, las elecciones del domingo dejaron también otros mensajes. Por ejemplo, el que deriva del rotundo fracaso del PSOE y se concreta en la aparente defunción del bipartidismo. No hay duda que el batacazo socialista ha sido de pronóstico y que, por más congresos ordinarios que la dirección tenga a bien convocar, la crisis de liderazgo es un hecho. Con un secretario general en retirada, un candidato destrozado por las urnas y una candidata en expectativa que ha sido derrotada donde menos se esperaba, no parece que el futuro pueda estar en ninguna de estas cabezas. Añadan a lo anterior la imprescindible renovación ideológica y programática a que van a verse abocados los socialistas si pretenden consolidarse de nuevo como alternativa de poder y convendrán conmigo en que el porvenir al que se enfrentan —y sobre el que se cierne, no vayamos a olvidarlo, el nubarrón amenazador de las autonómicas andaluzas— dista mucho de ser halagüeño. Pero, con todo, su concurso resulta absolutamente necesario. La atomización del voto de izquierda y el consiguiente crecimiento de Izquierda Unida y de las opciones nacionalistas hacen, si cabe, todavía más necesario su pronto fortalecimiento. La situación del país va a requerir grandes pactos. Mariano Rajoy insistía la otra noche en que será necesaria la colaboración de todos y que con todos piensa contar. Hay que celebrarlo. Pero, como cualquier acuerdo depende de ambas partes, no está de más recordar que la correspondiente al principal partido de la oposición no puede quedar en modo alguno vacante.

Máxime si se repara en el descenso experimentado por la suma del voto de PP y PSOE con respecto a la registrada en pasadas legislaturas —y que no es sino la consecuencia del hundimiento socialista, hundimiento que el auge popular no alcanza a compensar—. En concreto, diez puntos porcentuales menos que en 2008. Lo que significa que, incluso contando con el concurso del principal partido de la oposición, esos grandes acuerdos de Estado van a sufrir una merma considerable en cuanto a representatividad. ¿Soluciones? No parece que esa Izquierda Unida que asegura haberse convertido en el «partido de los pobres» mientras trata de incorporar a su proyecto las escurriduras del 15-M —y cuyo resultado, por cierto, merece ser también destacado— vaya a estar por la labor. Lo suyo es la calle y la confrontación, más que el Parlamento y la avenencia. Sí pueden estar por la labor, en cambio, los nacionalismos moderados, y especialmente el catalán, que es el de mayor peso. Pero ya se sabe que esa clase de nacionalismos no suelen atender a razones otras que las propias del canje o del chantaje. Vaya, que el altruismo y la grandeza de miras no se les suponen. Con ellos, o caen más competencias y más dinero, o no hay acuerdos. Y como la generosidad del Gobierno del Estado para con esas fuerzas políticas ha sido más que notoria en estos últimos años, ya casi no queda nada en el zurrón con que saciar sus previsibles demandas —como no sea, claro, la independencia misma—.

Así las cosas, no parece existir otra opción para completar el pacto y tratar de acercarlo al porcentaje de las últimas legislaturas que la encarnada por Unión, Progreso y Democracia. El partido de Rosa Díez posee la enorme ventaja, con respecto al resto de los candidatos, de coincidir en muchos de sus principios programáticos con los del propio Partido Popular. Y, muy principalmente, en lo que atañe a cuestiones como la estructura territorial, el terrorismo, la lengua o la educación. O sea, en ámbitos todos ellos relacionados con la igualdad de derechos de los españoles, en tanto que ciudadanos de una misma Nación. Es verdad que UPyD no tiene más que cinco diputados y cerca de un 5% de voto. Pero ese porcentaje corresponde a un millón largo de sufragios, lo que convierte a la formación en la cuarta más votada del Congreso. Para adquirir un protagonismo acorde con su representatividad, sólo le falta disponer de grupo parlamentario propio. Según el reglamento de la Cámara, le separan tres décimas de su objetivo, lo que constituye sin duda una soberana injusticia, sobre todo si uno toma en consideración que UPyD supera en más de 100.000 votos a una coalición como CIU y en prácticamente 800.000 a una como Amaiur —que van a contar, ellas sí, con grupo parlamentario—.

Pero ello tiene arreglo. Basta con modificar el reglamento. Al PP le conviene y debería hacer lo imposible por lograrlo. Ante el desembarco de los «abertzales» de Amaiur, UPyD puede ejercer una eficaz labor de contención. Y luego está una cuestión de la que poco se habla de momento y que merecería, por sí sola, un nuevo artículo. De nada servirá empezar a salir del pozo en que nos encontramos si no emprendemos, a un tiempo, una profunda reforma de nuestra educación. De la enseñanza y de los valores que la informan. Hay que situar de nuevo el esfuerzo, el mérito, el conocimiento, la autoridad y la tradición en lo más alto de nuestro sistema social. En las aulas y, a poder ser, en casa. Hay que hacer pedagogía, pero de la buena. Y en esto, que es algo en lo que el PP ha estado siempre comprometido, un aliado como UPyD podría resultar de gran ayuda.

ABC, 22 de noviembre de 2011.

Reflexiones postelectorales

    22 de noviembre de 2011
No era mi intención seguir hablándoles de cultura, pero manda la actualidad. Esta semana hemos sabido, por un lado, que Josep Ramoneda va a abandonar en enero la dirección del CCCB, y, por otro, que una serie de prohombres y promujeres catalanas han difundido un manifiesto electoral titulado «Per Catalunya, la cultura». Respecto a lo primero, poco hay que añadir, como no sea que la renuncia no parece deberse a la voluntad del afectado. Respecto a lo segundo, en cambio, sí proceden algunas consideraciones. No en cuanto al texto, ciertamente. Aunque hay quien ha elogiado el esfuerzo de sus promotores por articular un discurso en tiempos de consignas, injurias y chascarrillos —nada como las campañas electorales para percibir, en todo su esplendor, el grado cero de la inteligencia—, lo cierto es que el ensayo no deja de ser una mala redacción de cuando en el bachillerato todavía se redactaba. O sea, un tropel de tópicos ensartados en una sintaxis adolescente. Por lo demás, el texto desprende de cabo a cabo un tufillo herderiano —ya saben, aquello de la lengua como alma del pueblo, de la nación— que no hace sino incrementar la sensación de «déjà vu». No, lo realmente significativo del susodicho manifiesto no son sus contenidos; es que, entre sus firmantes, no haya una sola voz independiente —independiente en un grado u otro, antes o después, del erario público—. Figuran en él consejeros de Cultura pasados y presentes; directores generales de ayer y de hoy; concejales y exconcejales; funcionarios de la universidad; periodistas a sueldo de los medios públicos; secretarios generales y directores de la Administración; responsables de instituciones, organismos y fundaciones públicos o semipúblicos. No hay nadie, insisto, cuyo sustento dependa en mayor o menor medida del mercado, cuyo sueldo no esté supeditado al compromiso ideológico. La cultura catalana está en estas manos. Y así le va.

ABC, 19 de noviembre de 2011.

Los funcionarios de la cultura

    19 de noviembre de 2011
Puede que lo más significativo de esta campaña electoral en Cataluña sea algo que, en apariencia, nada o muy poco tiene que ver con ella. Me refiero a la dimisión en bloque de los miembros del Consell Nacional de la Cultura i de les Arts, más conocido por Conca. (En fin, seamos precisos: han dimitido 11 de los 12 miembros del Consejo, acaso porque siempre tiene que quedarse alguien para apagar la luz.) Ese remedo patrio del Arts Council británico fue promovido y aventado como suprema necesidad por el hoy consejero de Cultura Ferran Mascarell en sus tiempos, algo lejanos ya, de máximo responsable cultural del Ayuntamiento barcelonés. Bien es verdad que el entonces concejal no puso empeño alguno en promoverlo allí donde tenía jurisdicción, sino que todos sus desvelos se orientaron a exigirlo en el campo controlado por sus adversarios políticos, esto es, en el autonómico. Con la llegada del tripartito a la Generalitat, la consejera socialista Caterina Mieras abrazó el proyecto, si bien la suerte quiso que le correspondiera a su sustituto y correligionario Mascarell presentarlo en el Parlament. Luego, la dimisión de Maragall, el final de legislatura, las elecciones anticipadas y el consiguiente paso del Departamento de Cultura a manos republicanas motivaron que la ley por la que se creaba el Conca sufriera múltiples retrasos y no fuera aprobada hasta mediados de 2008. Desde entonces, el discurrir del Consejo de notables encargado de elaborar un informe anual sobre el estado de la cultura catalana, diseñar sus líneas estratégicas y otorgar, ay, un buen pellizco de dinero público en forma de subvenciones ha sido tortuoso, pero ha sido. Hasta esta semana, en que 11 de sus 12 miembros han dicho basta. ¿La razón? La pretensión del redivivo consejero Mascarell de cerrarles considerablemente el grifo y quedarse encima con la administración del exiguo caudal. Aunque, la verdad, no sé de qué se quejan: al fin y al cabo, la criatura es suya.

ABC, 12 de noviembre de 2011.

La cultura en campaña

    12 de noviembre de 2011



La creación del mundo

    8 de noviembre de 2011
Comprendo que haya quien se sorprenda ante la metamorfosis experimentada en los últimos tiempos por Jordi Pujol. De autonomista a independentista. De supuesto hombre de Estado a auténtico milhombres sin Estado. De integrado a apocalíptico. María Antonia Prieto ha subrayado más de una vez en estas páginas, de forma certera, las circunstancias de esta evolución. Yo sólo le añadiría la edad, tan traidora —y, si no, que se lo pregunten a Moisès Broggi—. Aun así, ello no debería llevarnos a eximir al muy honorable ex presidente de la responsabilidad que le corresponde en el desaguisado catalán. Como, por ejemplo, en el asunto de las multas por no rotular los comercios en la llamada lengua propia. Esta semana ha trascendido que en el primer semestre de 2011 el ritmo multero se mantuvo con respecto a 2010. En otras palabras: tanto las denuncias de los almogávares como la diligencia de los inspectores de la Agencia Catalana de Consumo están siendo más o menos las mismas con el primer gobierno de Artur Mas que con el último de José Montilla. Pero la noticia llevaba también en algún caso una apostilla asombrosa. El informante venía a decir que eso con Pujol no habría ocurrido. Como mínimo, con el Pujol de hace ocho años, con el que todavía gobernaba. Es más, incluso afirmaba que, pudiendo ocurrir, no ocurrió, puesto que la ley de política lingüística data de 1998, y entre 1998 y 2003 —en que Pujol cedió el testigo a Maragall— no se multó en Cataluña por razón de lengua. Lo cual es falso, por supuesto. Sí se multó, aunque poco. Y si no hubo más multas fue porque la ley preveía en su articulado una moratoria de cinco años para que los comercios se pusieran a tono. Vaya, que hasta enero de 2003, en que vencía el plazo, no podía repartirse estopa. Pero sí a partir de entonces, como hizo aquel postrer gobierno de Pujol en los casi doce meses que le quedaban de vida. Ah, y con Mas de segundo de a bordo, tomando nota.

ABC, 5 de noviembre de 2011.

Con distintos collares

    5 de noviembre de 2011
«Un ministerio de Cultura acaba
siendo un instrumento del Estado.»

Entrevista en RitmosXXI.com

    31 de octubre de 2011
El 7 de diciembre de 2010, tras conocerse los resultados del último informe PISA —una macroevaluación de la OCDE en la que se miden las competencias en lectura, matemáticas y ciencias de los alumnos de 15 años de más de sesenta países del mundo desarrollado—, el consejero de Educación en funciones Ernest Maragall se mostraba exultante. ¿La razón? Su comunidad autónoma, por fin, progresaba adecuadamente. Sí, al contrario de lo sucedido en las dos ediciones anteriores en las que la evaluación se había hecho también por comunidades, esta vez Cataluña no suspendía. Y, en según qué campo, hasta mejoraba un montón. El propio consejero calificaba entonces esa mejora de «rotunda» y la atribuía a su gestión y a la puesta en marcha de la nueva Ley de Educación Catalana. Como testamento político, pues, no estaba nada mal. Lástima que todo fuera mentira. Como ha demostrado esta semana la Fundació Bofill con un análisis independiente de la muestra, esta no reflejaba la realidad educativa catalana, por lo que no podían compararse sus resultados con los obtenidos en muestras precedentes. Por un lado, el porcentaje de alumnos excluidos —entre los que están, claro, los que sacan peores notas— superaba el permitido por la OCDE. Por otro, el alumnado inmigrante se hallaba infrarrepresentado en casi dos terceras partes. Y, finalmente, el porcentaje de alumnos de 15 años de 4º de ESO excedía del que hubiera correspondido por su presencia en las aulas catalanas. Aun así, lo más grave de todo este asunto no es el recurso a la mentira, al engaño. Lo más grave es la hipocresía de la clase política catalana, que se llena la boca hablando de cohesión social y no se para en barras a la hora de practicar la eugenesia educativa. Dicen que el ex consejero Maragall, ante las revelaciones de la Fundació, ha declarado que a él que lo registren. Pues eso, que lo registren. Y ya puestos, si procede, que también lo encierren.

ABC, 29 de octubre de 2011.

La eugenesia educativa

    29 de octubre de 2011
No seré yo quien le discuta a J. J. Armas Marcelo la conveniencia de que la cultura adquiera un papel nuclear en el próximo gobierno que salga de las urnas el 20 de noviembre. Pero de lo que ya no estoy tan seguro es de que ese papel deba concretarse, como sostiene él en su artículo «En el furgón de cola» (ABC, 6-10-2011), en la existencia de un Ministerio de Cultura y sólo de cultura. Ni mucho menos de que la posible supresión del ministerio por parte de «la derecha que viene (…) en aras de no se sabe bien qué sinrazones presupuestarias» vaya a hacernos «a los españoles un flaco favor». Ni, en fin, de que con ello esa misma derecha vaya a hacerse «un poco más todavía un haraquiri ideológico muy poco recomendable».

Trataré de explicarme. Que la cultura informe la acción política de un gobierno, cualquiera que sea la rama de actividad a través de la cual se manifieste, es tan saludable como necesario. Y algo parecido podría afirmarse a propósito de la ciencia. ¡Qué más quisiera uno que escuchar a los máximos representantes de su país, lo mismo de puertas adentro que de cara al exterior, expresarse con propiedad, sin jerga alguna y, en particular, con conocimiento de causa! ¡Qué más quisiera uno que verles actuar, en toda circunstancia, con arreglo a la razón y atentos a decir la verdad y nada más que la verdad! Pero, por desgracia, ni es este el caso ni estamos cerca, me temo, de que lo sea algún día. El nivel cultural y científico de la clase política de un país resulta siempre del nivel de educación —o sea, de instrucción, de formación— que alcanza a tener el cuerpo social en que esta clase política se asienta y al que, en último término, representa. Y la educación española, qué quieren, lleva ya muchos años instalada en el furgón de cola del mundo civilizado. Y, lo que es peor: nada indica que, a corto plazo, vaya a moverse de allí.

Así las cosas, comprendo que haya quien deposite en la existencia de un Ministerio de Cultura, si no una confianza ciega, sí al menos cierta esperanza de regeneración política. Aunque sólo sea, como asegura Armas Marcelo, porque ello permite pensar que «nuestra política sigue respirando un ápice de lógica: el que hace precisamente que nos reconozcamos, al menos la mayoría de los españoles, en el Ministerio de Cultura de España». Por supuesto, ese valor simbólico guarda mucha relación con el Estado de las Autonomías. Eso sí, por contraste. El traspaso de las competencias de educación y cultura a las distintas Comunidades ha permitido que desde cualquier parte de España, y muy especialmente desde aquellos rincones donde gobiernan el nacionalismo o sus franquicias de izquierda, se hayan llevado a cabo políticas disgregadoras, mediante las cuales, con el señuelo de lo particular, se ha erosionado de forma sistemática todo cuanto los españoles tenemos en común. En este sentido, pues, el Ministerio de Cultura vendría a ser como una especie de cataplasma o, si lo prefieren, un reactivo necesario ante tanto desgaste interno.

Pero, con todo, sigo dudando de que el próximo Gobierno de España —y cualquier otro Gobierno de España habido y por haber, claro está— deba contar entre sus ministerios con uno de cultura y solamente de cultura. Dejemos a un lado la situación económica, que ya de por sí puede precisar de una reducción considerable de carteras y, entre ellas, la que aquí nos ocupa; olvidémonos por un momento de la coyuntura e intentemos determinar si la compactación de educación y cultura en un único ministerio —porque no de otra clase de compactación parece que pueda tratarse— ofrece realmente ventajas. A mi modo de ver, sí las ofrece. En primer lugar, por la vinculación misma de ambos conceptos, educación y cultura, y por este orden. O sea, la cultura como una emanación, como un fruto más o menos tardío de la educación recibida. Y no sólo en el terreno simbólico. La base cultural de cualquier país que se precie se encuentra —en lo que al ámbito público se refiere y más allá de la enseñanza primaria y secundaria— en la universidad y en las llamadas escuelas superiores. Y, en particular, en las escuelas de bellas artes, de arte dramático, en los conservatorios de música, etc. Es decir, allí donde la formación cultural adquiere el grado de especialización requerido en cada caso.

Hasta aquí alcanza, insisto, la función formativa del Estado en lo tocante a la cultura. Pero esa función formativa, con su transmisión de conocimientos y su aprendizaje de destrezas, se inscribe, en el fondo, en una función mayor, que es la que propiamente compete al Estado; a saber, la conservación del patrimonio nacional y su difusión «urbi et orbi». Así como los gobernantes no tienen o no deberían tener otra obligación que la de gestionar de modo adecuado —o sea, preservar y robustecer— lo que les ha sido legado, los responsables de las políticas culturales deben o deberían ceñirse, en su cometido, al mantenimiento y cultivo del acervo heredado. Entre otras razones, porque cuanto se sigue del proceso de creación artística, y en particular el comercio de la obra en curso, no es ya asunto suyo, sino de cada interesado y, en último término, de la sociedad en la que esta obra se inserta.

Intervenir en el libre juego de la oferta y la demanda atendiendo a una supuesta «excepción cultural» equivale a pervertir la condición misma para que se dé un acto de cultura, esto es, la innegociable libertad de creación. Y ello por muy bienintencionada que pueda llegar a ser la intervención de los poderes públicos. Toda subvención a fondo perdido —y, según como, incluso si la subvención está sujeta a devolución, total o parcial— acaba constituyendo, tarde o temprano, una compra de voluntades. O, lo que es lo mismo, acaba estableciendo un vínculo de subordinación entre el ciudadano productor de cultura y la Administración que generosamente lo amamanta. No hace falta añadir que ese vínculo, viciado de raíz, desvirtúa la independencia del artista y, en definitiva, el valor de su obra.

Es verdad, y lo recuerda oportunamente Armas Marcelo en su artículo, que esa «excepción cultural» tiene matriz francesa y un recorrido considerable —tan considerable que se inscribe de lleno en el modelo de Estado cultural instaurado por André Malraux en tiempos del general De Gaulle y llevado a sus últimas consecuencias por François Mitterrand y su ministro Jack Lang en las últimas décadas del pasado milenio—. Pero también lo es, como repetidamente ha denunciado Marc Fumaroli, que ese modelo de Estado propulsor de la «excepción cultural», con sus políticas proteccionistas y su afán dirigista, ha terminado por convertir al artista en una pieza más del engranaje del poder, y a la cultura que ese artista ha generado —salvas sean las debidas excepciones— en un producto anodino, alejado de los principios y valores que conformaron hace ya algunos siglos, lo mismo en Francia que en el resto del mundo occidental, nuestra cultura.

Elevar la cultura a rango ministerial creyendo, de este modo, engrandecerla no parece haber sido, pues, un buen negocio. Para la cultura, al menos.


ABC, 25 de octubre de 2011.

Con la cultura

    25 de octubre de 2011
Lo miro y no salgo de mi asombro. Se mueve. Mejor dicho: late. Por más que la UE y el Ministerio de Fomento lo denominen «Red Transeuropea de Transporte», yo no sé ver en ese mapa ferroviario de España sino uno de aquellos paneles escolares con que nos regalábamos los ojos y la imaginación en nuestros años mozos y en los que aparecía dibujado y pulcramente coloreado un cuerpo humano lleno de venas y de arterias. (Y conste que no me tengo, Dios me libre, por Juan José Millás.) Sí, hay algo animado en ese gráfico que los medios han reproducido con todo detalle. Tan animado, que estoy seguro de que hasta Gaziel se tomaría la molestia de salir de la tumba para comprobar que su península inacabada lleva trazas inequívocas de completarse. Ese Portugal lejano, por ejemplo, unido por fin a España y al resto de Europa por un conducto mucho más irrigante que el viejo Lusitania Express. O esa Cataluña quejumbrosa, siempre pendiente del bombeo de Madrid, que en adelante podrá respirar algo más a sus anchas, lo mismo por el centro que por el lateral. Por no hablar de esa Galicia extrema, tan desgajada, o de ese norte sujeto hasta la fecha a la zarpa del terror y al que tal vez le haya llegado la hora de una digna paz, o de esa Andalucía de todas las penas y todos los bares. Cuando uno observa ese conjunto de vasos sanguíneos por florecer —el mapa, para nuestra desgracia, no empezará a concretarse hasta 2020—, no puede sino concluir que el trabajo está hecho, que el organismo late acompasadamente, que no hay señales de obstrucción, ni mucho menos de ruptura. Es entonces cuando uno cae en la cuenta de que lo anterior existe sólo gracias a Europa, aunque vaya a depender finalmente de la voluntad de los propios españoles. Y cuando se percata de que esas venas y arterias están ahí, ante todo, para que circulen mercancías y sólo, en último término, ciudadanos o, lo que es lo mismo, sentimientos, afectos, razones.

ABC, 22 de octubre de 2011.

La España vertebrada

    22 de octubre de 2011
Existe desde hace tiempo entre la Comunidad de Madrid y la de Cataluña un efecto de arrastre que lleva a la segunda a copiar aquello que la primera pone en circulación. Por supuesto, sin confesión de parte, no vaya a inferir de ello algún incauto que los catalanes no podemos vivir sin los madrileños. Esta semana, por ejemplo, hemos sabido que una juez del Registro Civil de Barcelona ha decidido por su cuenta y riesgo, como ya hizo hace algo más de un año otro juez del Registro Civil de Getafe, someter a interrogatorio a los inmigrantes deseosos de obtener la nacionalidad española. (Entre paréntesis: según parece, el interrogatorio incluye preguntas tan sagaces como «¿Dónde termina el camino de Santiago?», versión actualizada, supongo, de aquel caballo blanco del mismo santo cuyo color tanto nos complacía, de niños, descubrir.) También esta semana la consejera de Educación Irene Rigau ha declarado en sede parlamentaria que el Gobierno de la Generalitat se propone elevar a todos los profesores catalanes, tanto de centros públicos como privados, a la categoría de autoridad pública. O sea, a la categoría de la que ya disfrutan los docentes madrileños desde hace también algo más de un año. Así las cosas, no voy a ocultarles con qué satisfacción recibí anteayer la noticia de que Madrid se apresta a eliminar cualquier limitación horaria en la apertura de los comercios de hasta 750 metros cuadrados —o sea, todos los de la Comunidad excepto las grandes superficies—. Y eso los 365 días del año. Qué maravilla. Por fin una ciudad española va a parecer una ciudad del siglo XXI y no del XIX. Y lo que es más importante: de mantenerse el efecto de arrastre, dentro de un añito, dos como máximo, los catalanes también podrán beneficiarse de la medida. ¿Se imaginan? Con los «botiguers» trinando y los sindicatos —a los que siempre les ha traído sin cuidado la creación de empleo— anunciando el Apocalipsis. En fin, para no perdérselo.

ABC, 15 de octubre de 2011.

El efecto de arrastre

    15 de octubre de 2011
Hubo un tiempo en que Barcelona era otra ciudad, un tiempo en que alguien llamado Baudilio Ruiz García se hacía llamar, simplemente, Baudilio Ruiz García. A los barceloneses cincuentones, de ese tiempo y esa ciudad apenas nos quedan ya algunas sombras. Pongamos que ambos desaparecieron hace más de tres décadas —una eternidad—. Con todo, yo todavía me acuerdo de que en aquella Barcelona la gente iba con el nombre a cuestas. Así me parieron, así me nombraron. Y si alguno decidía que no, que no le gustaban ni su aspecto ni su denominación de origen, recorría a la cosmética o la cirugía, según sus posibilidades, y a un mote cualquiera. El único caso que conozco de cambio radical es el de Jaume Sisa, que un buen día decidió llamarse Ricardo Solfa. Pero su mudanza identitaria era directamente tributaria de la residencial: dejaba Barcelona para instalarse en Madrid —y hoy en día, retornado a Barcelona, vuelve a ser Jaume Sisa—. Por lo demás, en aquella ciudad las relaciones se establecían en cualquiera de las dos lenguas habladas en el lugar. Y a menudo en las dos. Se impuso por entonces, entre los nacionalistas moderados, una cosa denominada bilingüismo pasivo. Consistía en que el catalanohablante no bajara del burro —o sea, del catalán— por más que su interlocutor se dirigiera a él en castellano. Eso producía en el militante una incuestionable pátina de héroe. Y la cosa no pasaba de allí. A nadie con un mínimo de vergüenza y de sentido del ridículo se le habría ocurrido, por ejemplo, pedir perdón a la concurrencia por replicar en castellano a quien le dirigía la palabra en ese idioma, como hizo el otro día el consejero Boi Ruiz i Garcia, en el Parlamento de Cataluña, tras responder a una pregunta del portavoz de Ciutadans. Pero, claro, eran otros tiempos. La autonomía sólo se incubaba y la mayoría de nosotros estábamos lejos de imaginar que detrás de aquellos Baudilios asomaban ya la patita los Bois de ahora.

ABC, 8 de octubre de 2011.

De cuando Boi era Baudilio

    8 de octubre de 2011
El acuerdo al que ha llegado el Gobierno de la Generalitat con el Gremio de Cines de Cataluña y Fedicine —o sea, con los representantes de los exhibidores y distribuidores cinematográficos, respectivamente— no es un mal acuerdo. Sobre todo si se repara en que viene a sustituir una ley autonómica de corte totalitario, aprobada el día después de que el Constitucional hiciera pública su sentencia sobre el Estatuto y en la que se estipula que las empresas distribuidoras deberán repartir un 50 por ciento de las copias de cada nuevo largometraje en catalán. Y digo que viene a sustituirla, por cuanto todo indica que esta ley, en la medida en que viola la normativa del mercado interior de la UE, está a punto de ser impugnada por la propia Unión. Así las cosas, el Departamento de Cultura habría emprendido la negociación con las partes afectadas a sabiendas de que la coacción por la que había optado el anterior Gobierno —con el beneplácito legislativo, no vayamos a olvidarlo, de quienes ahora ocupan el Palacio de la Generalitat— no va a ser de recibo allí donde, gracias a Dios, no manda el nacionalismo. En todo caso, lo importante es que aquel 50 por ciento obligatorio de la ley se convertirá en 2012 en un 11 por ciento pactado. Y, más importante aún, en un 11 por ciento condicionado: subirá o bajará en el futuro, según la demanda. Eso sí, a los contribuyentes catalanes el pacto del cine les va a costar 1,4 millones. Como también les cuesta toda la prensa, de papel y digital, y todas las radios y televisiones cuya lengua de expresión es la llamada propia. O los premios y galardones de lesa patria. O las embajadas culturales. O el voluntariado y el comisariado lingüísticos. Y así, sumando sumando, hasta alcanzar los más de 159 millones de euros que la Generalitat reconoce haber gastado en 2010 en política lingüística. Y es que en Cataluña —nunca mejor dicho— la lengua es el mensaje. Obscenamente gravoso, sobra añadirlo.

ABC, 1 de octubre de 2011.

La lengua y el bolsillo

    1 de octubre de 2011
Carme Chacón, ministra de Defensa del Gobierno de España y cabeza de lista del PSC por Barcelona en las próximas elecciones generales, ha sido siempre partidaria de la inmersión lingüística. Podría decirse incluso que lleva el recurso pedagógico en la sangre. De ahí que a nadie deba extrañar que, puesta en el brete de optar entre las bondades del linaje y el apremio de unas cuantas sentencias de los tribunales que declaran la inmersión fuera de la ley, la ministra escogiera los genes sin pensárselo dos veces. Es más, esa pasión por lo que ella misma calificó de «una de las grandes conquistas de Cataluña, uno de nuestros grandes hechos diferenciales», la hizo extensiva al conjunto de los socialistas patrios. No era necesario. Al poco de proclamar Chacón lo que proclamó, el Grupo Socialista al completo votaba en el Congreso de los Diputados, junto a nacionalistas e izquierdistas de toda laya, una moción en la que se instaba al Gobierno de España a defender «el modelo lingüístico vigente» en Cataluña. Y, días más tarde, el diputado Pérez Rubalcaba, ya en labores de candidato a la Presidencia del Gobierno, reiteraba ante la militancia socialista catalana su compromiso anterior. Y es que, al contrario de lo que acostumbra a pregonarse, la inmersión no es un asunto del nacionalismo. O no tan sólo. Sobre todo si uno se remonta a sus orígenes.

En efecto, allá por 1980, cuando los votos propios y ajenos dieron a Jordi Pujol la Presidencia de la Generalitat, el primer impulso de los dirigentes de Convergència fue renunciar al modelo educativo implantado dos años antes por Josep Tarradellas, ejemplarmente bilingüe, y sustituirlo por uno de corte parecido al existente ya en el País Vasco. O sea, por un modelo con más de una línea, según la enseñanza se impartiera en una de las dos lenguas oficiales, en la otra, o en ambas. Fue la necesidad de pactar con la izquierda, dueña y señora de los centros docentes, y la propia debilidad parlamentaria del ejecutivo nacionalista —CIU sólo disponía de 43 diputados autonómicos sobre 135, por 58 de socialistas y comunistas—, lo que llevó al nuevo Gobierno catalán a cambiar de planes. El PSC se oponía de forma terminante a la posibilidad de que en la enseñanza hubiera más de una línea. Y el PSUC, en sus horas más altas, no le andaba a la zaga. Para la izquierda catalana, dar a escoger equivalía a dividir, a discriminar. Lo cual, a juicio de esa izquierda, ponía en grave peligro lo que ella misma llamaba ya entonces, con gran pompa, la cohesión social.

Así las cosas, a CIU no le quedó más remedio que inclinarse por un modelo de una sola línea. Y a fe que le sacó provecho. Porque, si bien la izquierda rechazaba de plano la discriminación, no hacía lo propio cuando esa discriminación se ennoblecía con el añadido de «positiva». Y ese era, muy justamente, el caso de la lengua —a la que el nacionalismo todo y no pocos sectores de la izquierda y la derecha no nacionalistas gustan de tratar antropomórficamente, con la consiguiente atribución de derechos—. Al no existir más que una línea, todo llevaba a pensar que las materias iban a impartirse en uno u otro idioma oficial, de acuerdo con la capacidad de cada docente y siguiendo un reparto más o menos equilibrado. O sea, más o menos como en tiempos de Tarradellas. Pero, claro, una solución de este tipo no hubiera favorecido a la larga al catalán, mucho menos usado por maestros y profesores, por lo que la Administración convergente, acogiéndose a la necesidad de reparar un agravio histórico, optó enseguida por otorgar a la lengua que el Estatuto reconocía como propia un trato preferente. Y empezó a tensar la cuerda, es decir, a obligar a los enseñantes, de forma más o menos artera, a impartir sus clases en catalán.

Aun así, aquello no avanzaba. Seguía habiendo muchos focos, en especial en la conurbación barcelonesa, donde la lengua catalana a penas se utilizaba en las aulas. De ahí que, a finales de los ochenta, los ingenieros lingüísticos decidieran poner en marcha en Cataluña lo que ya se había experimentado con notable éxito en Quebec; a saber, la inmersión lingüística. Por supuesto, sin pedir permiso, sin que a los padres de alumnos de aquellas zonas, en su gran mayoría castellanohablantes, se les consultara siquiera si deseaban o no semejante receta pedagógica para sus hijos. Y, ante la eficacia del método, la Generalitat aprobó en 1992 un decreto por el que se extendía la inmersión al conjunto de la enseñanza, lo que por otra parte le permitía legalizarla, aunque fuera a posteriori.

¿Qué hizo la izquierda catalana entre tanto? Pues, mientras estuvo en la oposición, callar y otorgar. Y, una vez en el Gobierno autonómico, llevar esa política educativa y lingüística hasta sus últimas consecuencias. Por supuesto, una tal deriva puede atribuirse al indiscutible fermento catalanista del PSC y del conglomerado de siglas herederas del viejo PSUC. A la polución del nacionalismo, en definitiva. Pero semejante hipótesis no basta para explicar la magnitud del compromiso de esas formaciones con el modelo educativo imperante en Cataluña, ni mucho menos la postura solidaria de sus correligionarios del resto de España. Para ello, hay que recurrir de nuevo al enfermizo apego de la izquierda por la igualdad. Esto es, al igualitarismo, y muy singularmente a su corrupción misma, la igualdad de fines o resultados. Cuando la izquierda española defiende con uñas y dientes la inmersión lingüística en Cataluña, lo que está defendiendo, en el fondo, es la igualdad entre dos lenguas, el catalán y el castellano. Pero no en el sentido de que todo ciudadano de Cataluña esté en condiciones de aprenderlas y usarlas, lo cual sería altamente saludable en la medida en que garantizaría los derechos lingüísticos de cada uno, sino en el de que ambas lenguas sean utilizadas por igual, lo cual es manifiestamente imposible por cuanto en el campo económico y social, allí donde no rigen otras reglas que las del interés y la necesidad, el uso del castellano resulta, y resultará siempre, infinitamente superior al de la otra lengua oficial. Y es esa misma imposibilidad la que empuja a nuestra izquierda a saltarse las leyes para equilibrar su imaginaria balanza con la defensa de un modelo educativo, de tintes totalitarios, en el que no existe sino un idioma, el catalán.

Durante el franquismo, las fuerzas llamadas progresistas secundaron a las estrictamente nacionalistas en la exigencia de una enseñanza basada en la lengua materna. Se trataba del catalán, claro, y de su supervivencia. Con la democracia y el consiguiente traspaso de competencias, y sobre todo una vez la inmersión en marcha, el argumento fue perdiendo peso hasta evaporarse por completo. Ya no era preciso. Es más, se había vuelto inconveniente. Con tanto castellanohablante de cuna por ahí… Algo parecido está ocurriendo ahora con el concepto de diglosia, tan querido por los sociolingüistas de todo tiempo y lugar. Si bien hablar de lenguas con estatus distintos, uno superior (castellano) y otro inferior (catalán), contribuye a reforzar las tesis igualitaristas, cuando uno limita la observación al campo institucional catalán y, en particular, al de la enseñanza, los estatus se invierten. Vaya, que mejor dejarse de diglosias.

Y es entonces cuando, falta de todo argumento, nuestra izquierda, con la ministra Chacón y el candidato Pérez Rubalcaba al frente, saca a relucir la pamplina de la cohesión social.

ABC, 22 de septiembre de 2011.

La inmersión de la izquierda

    27 de septiembre de 2011
Ha bastado con que el Gobierno de la Comunidad de Madrid tomara ciertas medidas en el campo educativo y su presidenta se permitiera una reflexión en voz alta para que la estrategia de los populares, consistente en no menear los asuntos relacionados con el Estado del Bienestar, se viniera abajo; la de los socialistas encontrara un flanco en el que golpear al grito de «¡que viene el lobo!», y el debate, en fin, se abriera felizmente como un melón. Primero fueron esas dos horas suplementarias que los maestros y profesores madrileños deberán añadir a su carga docente y que figuran, ¡ay!, en sus muy ignorados contratos. Y luego, la víspera misma de la huelga convocada por los sindicatos del ramo para protestar por dicha ampliación, las palabras de Esperanza Aguirre poniendo en duda que toda la enseñanza pública haya de ser, por fuerza, gratuita. Así como la medida tomada por el Gobierno de la Comunidad no requiere discusión alguna, dado que los contratos están para cumplirse, la reflexión de la presidenta madrileña sí merece que se le preste atención. Porque, si lo que Aguirre sugiere es que sólo sean gratuitos los tramos obligatorios, ello conllevaría, por ejemplo, que el Bachillerato dejara de serlo y se convirtiera, pongamos por caso, en una suerte de bienio —o trienio, si se amplía como propone el PP— concertado. ¿Inconvenientes? Que los buenos estudiantes de extracción humilde no pudieran costearse los estudios por falta de recursos, aun cuando el problema se resolvería con una adecuada política de becas. ¿Ventajas? Dos, como mínimo. Por un lado, terminar con todos esos alumnos que repiten y repiten asignaturas perjudicando al resto del grupo y al sistema en general —y, si no terminar, sí reducir al menos su impacto—. Por otro, vincular al estudiante con la inversión familiar, así en los éxitos como en los fracasos, inculcándole un muy necesario sentido del esfuerzo y la responsabilidad. Lo que no sería poco.

ABC, 24 de septiembre de 2011.

El copago educativo

    24 de septiembre de 2011
Puede que la justicia no pueda ser en modo alguno un cachondeo, como sentenciaron en su día los tribunales, pero, en tal caso, habrá que encontrar algún otro adjetivo para calificar lo que está ocurriendo últimamente por estos lares. En efecto, desde que trascendió el fallo del Tribunal Superior de Justicia de Cataluña (TSJC) por el que se conminaba al Gobierno de la Generalitat a cumplir, en el plazo máximo de dos meses, la sentencia del Tribunal Supremo de diciembre del año anterior, o, lo que es lo mismo, a introducir en el sistema educativo autonómico el castellano como lengua vehicular, junto al catalán; desde entonces, digo, todo han sido bandazos. Bandazos del propio TSJC, para nuestra desgracia. Primero fueron las declaraciones de su presidente, Miguel Ángel Gimeno, afirmando que el fallo no afecta más que a las familias demandantes, por lo que no pone en cuestión el modelo de inmersión lingüística ni obliga a cambiarlo. Luego, al día siguiente, el comunicado del TSJC desmintiendo las palabras de su presidente y dejando claro que sí podía entenderse la sentencia como una impugnación del modelo en vigor. Y anteayer, de nuevo, una providencia del mismo tribunal suspendiendo, de oficio y sin aportar razón alguna, el plazo de dos meses fijado para la ejecución de la sentencia. Como es natural, todo este proceso ha ido acompañado de las acostumbradas llamadas a somatén, concentraciones en la plaza San Jaime y soflamas a favor de la independencia, empezando por las del mismísimo presidente de la Generalitat, continuando por las de sus consejeros y acabando por las de tantos estómagos agradecidos. Por no hablar más que de lo oído por aquí. Así las cosas, ¿quién puede seguir sosteniendo que existe en España una efectiva separación de poderes? ¿Quién puede seguir creyendo que la administración de la justicia, en según qué partes del Estado, es inmune a la presión ejercida por las instancias políticas del lugar?

ABC, 17 de septiembre de 2011.

¿Y la justicia?

    17 de septiembre de 2011
Ocho de cada diez. Esa es la proporción de catalanes que, según la encuesta publicada ayer por este periódico, desearían que la enseñanza pública en Cataluña se impartiera en ambos idiomas oficiales. Aunque mejor sería hablar —precisión obliga— de 8,1 de cada 10. O, si lo prefieren, de un 81% de la población. El 19% restante se divide entre el 3% que no sabe, no contesta, y el 16% que desea que la enseñanza se imparta en una única lengua —porcentaje que corresponde, a su vez, a un 15% que la quiere sólo en catalán y a un 1% que la querría sólo en castellano—. Las cifras, sobra decirlo, son muy reveladoras. Por un lado, ese 81% de ciudadanos partidarios del bilingüismo en la escuela se contrapone al 85% de diputados autonómicos —todos menos los de PP y Ciutadans— que se declaran partidarios de la inmersión lingüística en curso, de lo cual se desprende que, en esta materia como mínimo, los afanes del 81% de la población no son defendidos más que por el 15% del Parlamento autónomo o, lo que es lo mismo, que nuestros representantes, generalmente tomados, no nos representan en absoluto. Por otro lado, las cifras de la encuesta demuestran también hasta qué punto la sociedad catalana es una sociedad enferma. ¿Cómo se explica, en efecto, que la inmensa mayoría de esa gente favorable al uso de ambos idiomas permanezca tranquilamente en su casa, aceptando con resignación semejante estado de cosas —el sondeo revela, como no podía ser de otro modo, que, entre los partidarios de una instrucción bilingüe en grados distintos, figuran muchos votantes de CIU y PSC—, en vez de armar, dentro de sus posibilidades, la de Dios es Cristo? Pues porque nadie desea significarse, ni mucho menos significar a sus hijos, en un país supuestamente imparable —Guardiola «dixit»— donde el nacionalismo, amo y señor de las instituciones, utiliza la lengua catalana ya como señuelo, ya como ariete, y, en toda circunstancia, como miserable peaje.

ABC, 10 de septiembre de 2011.

Una sociedad enferma

    10 de septiembre de 2011
Hay que ver lo mucho que han evolucionado ciertos tropos en política. Los trenes, por ejemplo. Antes de la guerra civil el catalanismo tenía por costumbre establecer una analogía entre la composición de un tren y la situación política española. En ella, a la Cataluña próspera e industriosa le correspondía, cómo no, el papel de locomotora, mientras que la Castilla ociosa y funcionarial debía conformarse con el de furgón de cola. Aun así, nadie mínimamente sensato dudaba entonces de que una y otra región formasen parte de un mismo convoy. Ahora, en cambio, el catalanismo —por boca del ex presidente Pujol primero y del diputado Duran i Lleida después— ya no habla de un único tren, sino de dos, y encima en vías de colisión. Y es que, a su juicio, el acuerdo al que han llegado PP y PSOE para introducir en la Carta Magna un límite al gasto público, aparte de constituir una ruptura del pacto constitucional, va a suponer tarde o temprano un choque entre lo que ellos llaman Cataluña y España —esto es, entre el Gobierno autonómico y el del Estado—. Tal vez. Y hasta puede que resulte deseable; al fin y al cabo, cuanto antes termine la farsa mucho mejor. Pero lo que no me parece de recibo es imputar al Estado la responsabilidad de semejante situación. Aquí quienes han separado aquella locomotora de antaño del resto del convoy y la han encarado en la misma vía —dispuesta, pues, para el choque— son los partidos del catalanismo. O sea, todos los partidos catalanes menos PP y, luego, Ciutadans. Lo hicieron en vísperas de las elecciones autonómicas de 2003 al reivindicar un nuevo Estatuto, y desde entonces no han parado de forzar la máquina. Es verdad que contaron en su momento, y hasta hace bien poco, con la connivencia interesada del PSOE, y que, sin ella, no estaríamos seguramente donde estamos. Pero, insisto, como todo eso ya no tiene remedio, llévese el tropo hasta el final. Es decir, chóquese, y allá cada cual con sus miserias.

ABC, 3 de septiembre 2011.

En vías de colisión

    3 de septiembre de 2011
1. La sensación es de derribo. Poco a poco el Gobierno de la Generalitat va laminando el Estado del Bienestar. Durante todo el verano la comidilla de la prensa socialdemócrata catalana ha sido la Renta Mínima de Inserción, o sea, los 420 euros mensuales que han recibido hasta la fecha 34.000 ciudadanos para no caer, se supone, en la mayor de las indigencias. Al parecer, muchos de esos 34.000 estaban lejos de merecer la ayuda. ¡Si hasta la cobraba el imán de Lérida! Por no hablar de los miles de marroquíes que ni siquiera residían en Cataluña. Aun así, el proceso de limpieza de la lista de beneficiarios no está siendo todo lo ágil y efectivo que sería de desear, por lo que no poca gente con derecho a recibir la prestación todavía espera la del mes en curso. Claro que, para chapuzas, la perpetrada por Sanidad en Viladecavalls, donde el cierre veraniego del único ambulatorio existente ha llevado a tres médicos, cuatro enfermeras y cuatro auxiliares a atender gratuitamente, en los pasillos y salas de espera del centro clausurado, a los enfermos que no pueden desplazarse al ambulatorio más cercano, situado a 40 minutos de la localidad. ¡Pobre Cataluña! Tanto soñar con un Estado propio, y el día que este llegue, si llega, lo que ya no habrá es bienestar.

2. Al ex presidente Pujol le preocupa sobremanera que PP y PSOE acuerden reformar la Constitución para garantizar la estabilidad presupuestaria. A su juicio, todo pacto entre los dos grandes partidos nacionales es malo para Cataluña. A eso se le llama hablar claro. Porque, teniendo en cuenta lo que significa para Pujol Cataluña, no hay duda que todo pacto de este tipo ha de ser bueno para España —incluyendo en ella, claro, lo que no significa para Pujol Cataluña—. El ex presidente también ha dicho que prevé un choque de trenes entre Cataluña y España, y que los catalanes deben estar preparados. ¡Y pensar que en Madrid todavía hay quien le considera un hombre de Estado!

ABC, 27 de agosto de 2011.

Apuntes veraniegos (y IV)

    27 de agosto de 2011
Puede que la palabra «miedo» no haya estado nunca tan presente en los medios como durante este verano. Un somero repaso a las portadas de los grandes diarios lo certifica: «EE.UU. devuelve el miedo a los mercados», «El miedo se instala en la bolsa española», «Miedo a un lunes negro», etc. La crisis económica, claro. Y, en especial, su sombra. O, si lo prefieren, la proyección de la crisis en un porvenir cada vez más incierto. En semejante contexto, no es de extrañar que los cuatro días de disturbios, saqueo y pillaje en Londres y demás ciudades inglesas fueran vistos por no pocos comentaristas de la actualidad como la consecuencia inevitable de ese miedo imperante. Un miedo que se evidencia por igual en la violenta desesperación de unos jóvenes a los que la vida parece haber dejado sin argumentos y en la tardía reacción de unas instituciones tan faltas de defensas como de soluciones. Así las cosas, para esos analistas, lo sucedido en Inglaterra este mes de agosto debería ser tomado como un síntoma de la degradación de un sistema de convivencia que ha renunciado a integrar a amplios sectores de la sociedad —los más desfavorecidos— y los ha sumido en la miseria y la marginación.

Una explicación de este tipo, sin ser del todo errónea, requiere, por lo menos, de un buen puñado de acotaciones. Es cierta la tendencia de la sociedad inglesa —y, en mayor o menor grado, de cualquier sociedad existente— a la exclusión de una parte de sus miembros. Ya en sus crónicas londinenses de la segunda guerra mundial, el periodista Augusto Assía, al referirse, admirado, a la capacidad del pueblo inglés para movilizarse ante los bombardeos alemanes —y ello sin distinción de sexo, raza o clase social—, reconocía que una parte de ese pueblo quedaba al margen. Pero una tal exclusión, añadía, en la medida en que era achacable tan sólo a la voluntad del excluido, no empañaba en absoluto la iniciativa. Como si la existencia de ese poso marginal se inscribiera, por derecho propio, en la naturaleza misma de la actividad.

Por supuesto, ni la marginalidad de entonces es comparable a la de ahora, ni la composición de aquella sociedad anterior al desmembramiento del Imperio de Su Majestad se asemeja a la de la establecida hoy en día en torno a Londres y las grandes ciudades del Reino. Pero, aun así, en la mayoría del cuerpo social inglés sigue prevaleciendo un sentimiento unitario —reflejado acaso en la imagen reciente de aquellos ciudadanos anónimos marchando escoba en ristre a devolver el orden a sus calles— que desprecia a todo aquel que se aleja del camino marcado por los usos y costumbres del lugar.

Por otra parte, por más que las revueltas tuvieran un origen reactivo —una respuesta violenta a la muerte violenta de un delincuente—, quienes las protagonizaron dirigieron enseguida sus actos contra la propiedad. Pero no con el objeto de procurarse algún bien de primera necesidad, como sería propio de gente menesterosa —ningún saqueo afectó, que se sepa, a tiendas de comestibles—, sino con el de hacerse con electrodomésticos de lujo, aparatos de telefonía móvil o ropas de marca. Lo indicaba certeramente Jim Waddington, profesor de la Universidad de Wolverhampton y experto en políticas sociales: «La mayoría no roba por necesidad, sino simplemente porque puede. Que muchos de ellos procedan de barrios deprimidos se debe sobre todo a la falta de control social. Los chicos en las zonas empobrecidas suelen hacer más vida en la calle, donde hay más posibilidades de unirse a los disturbios». Así pues, y al margen de que convenga revisar el sistema de ayudas sociales con vistas a mejorar su eficacia —el Reino Unido es uno de los países de la UE que más invierte en esta faceta—, no parece que la causa de la destrucción y los pillajes haya que buscarla en una supuesta miseria.

Entre otras razones, porque entre los vándalos y los rateros había también jóvenes y no tan jóvenes pertenecientes a las clases más o menos acomodadas de la sociedad. Maestros de escuela treintañeros, por ejemplo. O universitarias con expedientes intachables. O deportistas modélicas. Lo que significa que el vandalismo no conoce límites. Todos esos chicos y chicas, con independencia incluso de su origen social, han crecido en un ambiente marcado por la gratuidad. Ya sea porque residen en viviendas de protección oficial, a costa del Estado; ya porque no han tenido, a lo largo de su todavía corta existencia, ninguna necesidad de trabajar; ya, en fin, porque participan de una cultura, la digital, basada en el ocio y en el libre acceso a toda clase de productos, el caso es que su vida ha discurrido, hasta la fecha, en una suerte de irrealidad. Así, no pocos se niegan a aceptar —o simplemente ignoran, lo que resulta mucho más grave— que los bienes, en tanto que fruto de un determinado esfuerzo, individual o colectivo, tienen un precio. Y que ese precio debe pagarse, porque, de lo contrario, ni existirían esos bienes ni existiría, en consecuencia, ocasión alguna de disfrutar de ellos.

Uno puede consolarse pensando que el azote de la gratuidad, en cualquiera de sus múltiples formas, se da sobre todo allí donde la inmigración ha tendido a moldear, generación tras generación, un mundo aparte. Este sería el caso de Inglaterra y, hasta cierto punto, de Francia, con el consiguiente desgarro en el orden social. Pero el fenómeno afecta también a otros países de Europa occidental. A España, por ejemplo, y sin que la inmigración tenga nada que ver en ello. ¿O acaso debe entenderse de otro modo el movimiento del 15-M, esto es, la ocupación «de facto» por parte de unos pocos de un bien tan valioso para todos como el espacio público?

Sobra añadir que si el Gobierno español no hubiera optado por la inacción, por un improcedente «laissez faire, laissez passer»; si hubiera aplicado, en una palabra, la ley, esa apropiación indebida no habría tenido lugar. Aun así, ¿qué cabe esperar de la aplicación de la ley en un Estado donde uno de los máximos representantes de una de sus principales Autonomías —Felip Puig, consejero de Interior del Gobierno de la Generalitat— afirma con orgullo, y sin que ello traiga consecuencias, que lleva en las matrículas de su coche y su moto un distintivo ilegal, el «CAT»? Poca cosa, ciertamente.

Si algo puede oponerse a esa cultura de la gratuidad que ha permitido, aquí y allá, tantos desmanes, es una cultura del esfuerzo. Una cultura que pasa no sólo por el respeto a la ley y el orden como garantes de todo aquello que el ánimo y el trabajo de cada cual han sido capaces de producir, sino también —y en especial— por la educación, tomada en un sentido amplio. O sea, por lo que entendemos como enseñanza y lo que entendemos como familia. Sin el concurso de ambas instituciones —y recuérdese que no en balde «institución» había significado «instrucción, educación, enseñanza»—, sin el apoyo decidido a los valores que tanto una como otra encarnan desde hace siglos y que un progresismo terco y desnortado ha pretendido reducir a la nada, la convivencia se vuelve, quieras que no, una quimera. Y el hombre, en fin, deja de ser hombre.

ABC, 26 de agosto de 2011.

El azote de la gratuidad

    26 de agosto de 2011
1. El Castillo de Montjuïc se convertirá, a partir de octubre, en la nueva sede del Memorial Democràtic. Así lo ha anunciado la vicepresidenta de la Generalitat, Joana Ortega. O sea que el Govern actual no sólo no liquida el Memorial —ese organismo público creado en tiempos del tripartito con el único fin de mantener abierta la herida de la guerra civil y legitimar, de paso, el comunismo—, sino que encima lo traslada de un edificio que amenazaba ruina a una fortaleza que la vicepresidenta ha calificado de «emblemática». Y, como todo emblema lo es por fuerza de algo, Ortega ha recordado que aquí fueron fusilados el pedagogo Ferrer i Guardia y el presidente Lluís Companys, y que aquí fueron encerrados, durante el franquismo, no pocos ciudadanos. En cambio, de lo ocurrido en el recinto durante la guerra, bajo dominación republicana, no ha dicho ni mu. Qué pena. Le habría servido como envés, y hasta habría añadido algo de credibilidad a sus palabras. Y es que, según esa psicóloga en ciernes, la voluntad del nuevo Memorial es «hacer una memoria de todos».

2. Ahora resulta que el PSC ha sido siempre partidario de suprimir las diputaciones. Lo dice Joaquim Nadal, la voz del trópico socialista catalán, sumándose de este modo a la propuesta del candidato Rubalcaba. ¡Válgame Dios, treinta y dos años mandando en la Diputación de Barcelona, gastando presupuestos de vértigo, colocando a la gente del partido aquí, allá y acullá, y resulta que eran partidarios de suprimir su propio maná! No, si lo de esta gente es digno de aplauso.

3. La Generalitat ha reducido las ayudas que venía otorgando a las entidades de cultura popular. En adelante, los «dimonis» tendrán mucha menos pólvora que gastar, por lo que, si quieren seguir como hasta ahora, deberán pagárselo de su bolsillo. Me parece estupendo. Ya que no se puede impedir la existencia de estos salvajes, al menos no les paguemos la fiesta. O no se la paguemos toda, vaya.

ABC, 20 de agosto de 2011.

Apuntes veraniegos (III)

    20 de agosto de 2011
1. Ya en «Los ingleses en su isla» (1943) y en «Cuando yunque, yunque» (1946) —o, mejor dicho, ya en las crónicas de «La Vanguardia» reunidas en ambos libros—, había descrito más de una vez Augusto Assía esa forma de ser de los ingleses que los distingue de los habitantes de cualquier otra nación civilizada. Me refiero a su capacidad para sobreponerse a la peor de las adversidades, a su espíritu combativo, belicoso incluso, escondido bajo una piel de cordero. Así, en los recientes disturbios que han asolado no pocos barrios de Londres y otras ciudades del Reino, ha sorprendido que la policía se limitara al principio a verlas venir sin cargar en ningún momento contra los vándalos. O que tuviera prohibido el uso de cañones de agua. Sin embargo, más debería sorprender la contundencia con que luego han reaccionado la gran mayoría de los británicos, desde el primer ministro hasta el último de los anónimos e improvisados barrenderos, pasando por los propios agentes del orden. Ahí está el largo millar de detenciones. Los juzgados funcionando día y noche. Las medidas anunciadas por Cameron en el Parlamento, y las ya adoptadas. No en vano el tercer volumen de crónicas inglesas de Augusto Assía, publicado en 1947, se titulaba, precisamente, «Cuando martillo, martillo».

2. La renuncia de la concejal xenófoba de Salt a instancias de su propio partido —PxC— por su relación con un ciudadano de origen subsahariano es digna de los mayores elogios. Esa mujer, si quería ser coherente, debía optar entre dos sentimientos antitéticos: el encarnado en el acta y el encarnado en el hombre. Y ha escogido la carne antes que el cargo. No como esos nacionalistas, hombres y mujeres, que no utilizan más que el catalán en el ejercicio de sus funciones y no tienen, en cambio, ningún empacho en relacionarse con su pareja en la otrora lengua del Imperio. Y es que el nacionalismo, en el fondo, no es sino un voraz y vulgar juego de máscaras.

ABC, 13 de agosto de 2011.

Apuntes veraniegos (II)

    13 de agosto de 2011
1. Es tal la insignificancia y la incompetencia de quienes dirigen el PSC, que ya ni siquiera la fecha del congreso del partido alcanzan a fijar por sí mismos. Después del porrazo municipal del 22-M, que venía a sumarse al autonómico del 28-N, y tras darle muchas vueltas al asunto, Montilla y Cía convocaron a sus fieles para el último fin de semana de octubre. Ahora, con el adelanto de las legislativas, se ven obligados, dicen, a posponer el congreso hasta mediados de diciembre. ¿Por qué? Suponiendo que haya que mover la fecha para evitar el roce con la campaña electoral del 20-N, ¿por qué no anticiparla en vez de retrasarla? ¿Acaso no bastan dos meses —son los que tiene ERC, sin ir más lejos— para templar las cajas? El caso es que Montilla, después de su gran fracaso en las urnas y de su anunciada renuncia a la secretaría general, habrá permanecido más de un año en la poltrona. Y, con él, sus compinches. Ahora se toman vacaciones. Merecidas, sin duda.

2. En un verano como este, sólo que de 1917, Julio Camba estuvo en Barcelona. Y se le ocurrió escribir, en estas mismas páginas, sobre la lengua de los catalanes. O sobre su acento, que es lo único que, a su juicio, hacía del catalán una lengua. La broma no gustó a los autóctonos. Ni pizca. El propio Camba recordaba años más tarde la cantidad de insultos que recibió como vuelta. Todo eso era más o menos conocido. No lo era tanto, en cambio, que, a raíz de aquello, el catalanismo radical * montó una verdadera campaña de boicot a «Abc», muy superior en el fondo y en las formas a la que organizarían Pujol y los suyos contra «La Vanguardia» de Galinsoga. Y eso que se trataba sólo del acento. Un fenómeno, ese Camba.

3. Ciutadans renuncia a presentarse el 20-N. Albert Rivera ha pedido la creación de una tercera vía —¿por qué no una cuarta, si la tercera la encarna ya el nacionalismo?—. Y ha invitado a UPyD a constituirla. ¿Seguirán negándose, la señora y su seguro servidor?

*La Campana de Gràcia, n. 3230, 13-6-1931, p. 4.

ABC, 6 de agosto de 2011.

Apuntes veraniegos (I)

    6 de agosto de 2011
​Parece que el orgullo de los afiliados a los sindicatos campestres es incompatible con la fría indiferencia del diccionario. En otras palabras: esos hombres y mujeres del campo se sienten felizmente rurales —rurales a mucha honra, como si dijéramos— y, aun así, la Real Academia Española, en la segunda acepción del vocablo que tanto les enorgullece, les sigue teniendo por «inculto(s), tosco(s)» y «apegado(s) a cosas lugareñas». Claro que por poco tiempo. Y es que el ministro Gabilondo —que, otra cosa no, pero corrección política sí posee— acaba de comunicar a los representantes de los sindicatos campestres que la cosa está hecha, que en la próxima edición del «Diccionario de la Real Academia», prevista para 2014, lo rural será ya sólo lo «perteneciente o relativo a la vida del campo y a sus labores». Fenomenal. Dentro de tres años los españoles, aparte de contemplar como se celebra en Cataluña el tricentenario de los Decretos de Nueva Planta y acaso un referéndum por la independencia, podrán felicitarse de que los hombres y las mujeres del campo, gracias a la inestimable ayuda de unos liberados sindicales y de un ministro del Reino, hayan visto por fin dignificada su condición. Lo que no sabemos, a estas alturas, es qué suerte van a correr las acepciones de otros vocablos emparentados con el agraciado. Pienso, por ejemplo, en «agreste», o en «aldeano», o hasta en «rústico», marcados todos ellos, en alguna de sus acepciones, por la tara de la incultura y la tosquedad. Supongo, eso sí, que los académicos no van a podar «rural» para dejar el resto incólume, con las vergonzosas acepciones al aire. Si uno cree que el diccionario ha de procurar la felicidad en vez de contener, ni siquiera debidamente contextualizado, todo lo que la realidad depara, incluso en sus vertientes más lesivas, debe ser coherente y cortar por lo sano, sin pararse en barras. Aunque luego ese diccionario no haya por donde cogerlo.

ABC, 30 de julio de 2011.

Rurales, rústicos, aldeanos

    30 de julio de 2011
Todo indica que el tres es necesario. No hay dos sin tres, dice el proverbio —y lo dice en más de una lengua—. Puede que esa percepción del número tres como complemento imprescindible tenga sus raíces en la cultura cristiana. Piénsese en la Santísima Trinidad, por ejemplo. O quizá se diera ya en otros tiempos y en otras culturas. En todo caso, después del dos viene el tres, de eso no hay duda. Y la mayoría de las veces viene para bien. O así lo cree la gente cuando sueña con la segunda repetición de algo benéfico, ya sea un hijo, un empleo, un premio en la lotería o una simple oportunidad en esta vida. Por otra parte, tres son también las dimensiones espaciales en que nos movemos —sobra añadir que, de no existir más que dos, mal andaríamos—. Y tres, como mínimo, los puntos de apoyo requeridos para que un asiento sea realmente un asiento.

Pero, cuando pasamos del mundo cardinal al ordinal, el asunto se complica. Está, por supuesto, el tercero como lugar en una lista, en una serie. Es el caso, sin ir más lejos, de esta página en la que me leen, por más que su indiscutible valor antonomásico nos haga olvidar a menudo sus orígenes. Pero está también el tercero como expresión de lo que no es —porque no puede o porque no quiere ser— ni primero ni segundo. Así, aquel Tiers État de los tiempos del Ancien Régime y la Revolución francesa. O el tercero como punto de encuentro, como solución de compromiso entre un primero y un segundo manifiestamente antagónicos y en gran medida irreconciliables. Repárese, por ejemplo, en la Tercera Vía, esa suerte de síntesis entre socialismo y capitalismo, entre economía centralizada y libre mercado, de tan largo recorrido y cuya bandera fue enarbolada, en las postrimerías del pasado milenio, por la izquierda europea —y, en concreto, por Tony Blair y Gerhard Schröder—. (También fue enarbolada en aquella misma época, si bien algo más tarde, por un desconocido diputado socialista, José Luis Rodríguez Zapatero, en el XXXV Congreso de su partido. Claro que, en su caso, el ejercicio de síntesis quedó circunscrito a la pragmática congresual o, como mucho, al campo filológico, en la medida en que la Nueva Vía que capitaneó era hija, a un tiempo, del «Third Way» del británico y del «Neue Mitte» del alemán.)

Sea como fuere, algo de esos dos últimos significados del ordinal hay en el concepto de Tercera España. Algo hay y algo hubo, puesto que el sintagma, acuñado en plena guerra civil por el ex presidente de la Segunda República Niceto Alcalá-Zamora, nació ya como alternativa a las dos Españas —y poco importa cuál era la primera y cuál la segunda— entonces enfrentadas a muerte. Como alternativa a los contendientes, en tanto en cuanto esa Tercera España pretendía congregar a quienes no se sentían representados ni por un bando ni por otro, y como alternativa a la contienda misma, dado que el objetivo manifiesto de Alcalá-Zamora en aquel momento era alcanzar la paz mediante un acuerdo entre las partes. Por supuesto, no fue este el caso. Y, aunque la fórmula siguió empleándose en las décadas siguientes —en especial, por quienes, como Salvador de Madariaga, porfiaron sin desmayo por construir una opción democrática al régimen dictatorial—, lo cierto es que no fraguó. Entre otras razones, porque los integrantes de esa España que no era ni la una ni la otra no constituían conjunto homogéneo alguno. Ni siquiera las individualidades que a ella se adscribían —políticos, intelectuales, periodistas—, caracterizadas en general por su liberalismo, pueden considerarse, a juzgar por su trayectoria en la guerra y la inmediata posguerra, ajenas a los bandos en liza.

En definitiva: de existir, la Tercera España sería lo más parecido a un desvencijado cajón de sastre, cuando no a un cascarón vacío. O sea, a algo informe, incorpóreo. Tanto es así que, puestos a buscar un nombre que la represente, sólo se me ocurre el de aquel pequeñoburgués liberal, de profesión periodista, llamado Manuel Chaves Nogales. Sí, ya sé que un nombre es muy poco. Pero es que no conozco a ningún otro, de entre los más ilustres que lograron poner entonces tierra de por medio, que denunciara a su debido tiempo la barbarie de uno y otro bando —A sangre y fuego, fechado en 1937 y recientemente reeditado por Libros del Asteroide, da fe de ello de punta a cabo— y siguiera luego al pie del cañón, ya en Francia, ya en Inglaterra, defendiendo con la palabra y con la vida, desde la más febril individualidad, los ideales por los que siempre había luchado —esto es, la libertad y la democracia, esa pareja indisociable—.

Pero, así como puede decirse que aquella España alternativa nació casi muerta, puede afirmarse también que terminó gozando de una segunda existencia, mucho más feliz. Me refiero, claro está, a la que le procuró, no sin grandes trabajos, nuestra transición política. Si bien se mira, la Transición no fue otra cosa que el intento —por lo demás, exitoso— de superar el enfrentamiento entre las dos Españas. Pero no por la vía de la alteridad, sino de la síntesis; no echando mano de una Tercera España hasta entonces agazapada y durmiente para que arrinconara a las dos restantes, sino fundiendo en un proyecto único de convivencia a cuantas Españas se consideraran con derecho a existir. Fue, pues, el concierto entre contrarios y, hasta cierto punto, la disolución del viejo antagonismo lo que llevó a creer que aquella España nonata —y, con todo, viviente, aunque sólo fuera en la imaginación de muchos— había por fin triunfado.

Nada más ilusorio, por supuesto. Bastó con que el PP, allá por 1996, diera signos de poder alcanzar el Gobierno de la Nación para que se oyeran los primeros clarines llamando a combatir a la «derechona», o sea, a la derecha de siempre, a la heredera de la guerra civil. Y cuando dicho partido, cuatro años más tarde, revalidó con una mayoría absoluta su victoria, esos clarines vengativos arreciaron de lo lindo. Aun así, no fue hasta 2004, con la vuelta del PSOE al Gobierno de la Nación y la puesta en marcha del proyecto de ley para la recuperación de lo que, desde hacía ya algún tiempo, la izquierda insistía en denominar «memoria histórica», en que empezó a desvanecerse del todo aquella Tercera España de cartón que tanto había costado construir. El viejo antagonismo no sólo presidía de nuevo el debate público, sino que encima contaba con el empuje gubernativo —y, muy en primer plano, con el del propio presidente del Gobierno— y la promesa de un ulterior amparo legal.

Lo que ha venido después es de sobra conocido. E irreparable. No estamos, por suerte, en julio de 1936. Pero, no obstante los tres cuartos de siglo transcurridos, la Tercera España del consenso sigue siendo, como entonces, una quimera. Sí, mal que le pese al proverbio, hay dos sin tres. Tal vez no quede más remedio que resignarse a vivir —como se resignaba Jorge Semprún en su última entrevista televisiva, según nos recordaba jubiloso Jon Juaristi en estas mismas páginas— «con dos memorias colectivas distintas y rencorosas, pero evitando siempre que cualquiera de ellas se convierta en hegemónica».

ABC, 2011.

Dos sin tres

    27 de julio de 2011
Hace un par de semanas este periódico publicaba una carta al director titulada «Recortes en la Biblioteca Nacional». En ella la corresponsal se quejaba, entre otras cosas, de que la institución hubiera reducido el horario de atención al público en tres horas y de que lo hubiera hecho precisamente ahora, en verano, que es cuando los investigadores, patrios y no patrios, más utilizan sus servicios. Añadan a ello que los sábados estivales la Biblioteca ni siquiera abre por la mañana, y comprenderán la desazón, cuando no el cabreo, de algunos usuarios. De todos modos, en cuestiones de archivos, nada como Barcelona. No, no lo digo por Ca l’Ardiaca, sede de la hemeroteca municipal, donde se limitan a acortar el horario en 75 minutos y echan también el cierre los sábados —claro que durante tres meses en vez de dos, que el verano catalán es mucho verano—. Lo digo por la Biblioteca de Catalunya. Allí, aunque abren y cierran como el resto del año y sólo nos privan de las mañanas sabatinas de agosto, aportan a la casuística bibliotecaria una gotita de originalidad: tardan dos horas en entregarte el libro solicitado, cuando antes en media hora te lo habían servido. ¿La causa? Las «restricciones económicas». Vaya, que si uno quiere usar este verano sus fondos, conviene que se lo tome con tiempo y con calma.

Ignoro qué pueden dar de sí las jornadas de reflexión crítica sobre la cultura que el consejero Mascarell inauguró el pasado martes en el Arts Santa Mònica y que, al parecer, van a tenernos entretenidos algunos meses. Se habla de plan estratégico, de pacto nacional, de la cultura como eje vertebrador del país; en fin, la Biblia en verso. Lástima que nadie haya reparado en lo que ocurre unas cuantas calles más arriba. Tanto hablar de Estado y de Estado cultural, y resulta que no hay dinero ni para bibliotecarios. Eso sí, a juicio del consejero, talento haylo, y a espuertas; lo que falla es el mercado interno. Menos mal.

ABC, 23 de julio de 2011.

El Estado cultural

    23 de julio de 2011

    18 de julio de 2011
Lo de menos es el adjetivo. Òmnium está en todo. No lo estaba al principio, cuando Josep Millàs, su presidente, iba de dependencia en dependencia de la Generalitat, maletín en ristre, postulando para la causa. En aquel tiempo Òmnium era, a lo más, un largo apéndice de Jordi Pujol y de su mundo. Es decir, mucho, pero no todo. Ese tiempo terminó entre 2002 y 2003. Primero fue el asalto —repetido y a la postre exitoso— de Jordi Porta, ex de la Fundación Bofill, al torreón de Millàs. Luego, el cambio de régimen, o sea, el acceso de la izquierda al poder después de casi cinco lustros de pujolismo. Como en tantos otros aspectos, el nacionalismo salió ganando; si antes sólo estaba en el gobierno, a partir de ahora también estaría en la oposición. Y lo mismo ocurriría con el nuevo Òmnium, suprema encarnación de esa transversalidad del nacionalismo en la supuesta sociedad civil catalana. Para comprobarlo, basta con echar una ojeada a las subvenciones recibidas por la entidad. Así como en 2003 la partida concedida por Presidencia era de 100.000 €, en 2006 ascendía ya a 600.000. Y ello sin contar las cantidades asociadas a programas menores, en su mayoría de naturaleza lingüística, con que Òmnium era regularmente amamantado, ya por Presidencia mismo, ya por Cultura o Interior. Así las cosas, a nadie debería extrañar la labor de «agitprop» llevada a cabo por la entidad, sola o en comandita, en los últimos años: desde las manifestaciones a favor del llamado «derecho a decidir» —cuyo punto culminante fue la marcha del 10 de julio de 2010 contra la sentencia del Constitucional sobre el Estatuto— hasta las recientes declaraciones de su actual presidenta, Muriel Casals, acusando a los padres que exigen una enseñanza en castellano para sus hijos de estar maltratándolos y abusando de ellos, o pidiendo a la sociedad catalana que objete fiscalmente. Sí, a Òmnium le pagan para que mueva el árbol. Ahora sólo falta saber cuándo caerán las nueces.

ABC, 16 de julio de 2011.

Òmnium Cultural

    16 de julio de 2011
O sea, los alumnos catalanes de segundo de secundaria suspenden. No en todo, es cierto —se salvan por los pelos en lengua y sin tantos apuros en ciencias—, pero sí en conjunto. Y en un área tan trascendente como matemáticas les faltan 13 puntos para llegar a la media. Pero hay más. Porque la llamada evaluación general de diagnóstico, realizada en 2010 por el Ministerio de Educación en colaboración con los respectivos departamentos de las comunidades autónomas, también da cuenta de otros aspectos significativos. Por ejemplo, de que la repetición de curso a esa edad —14 años— nada arregla. O de que el nivel de los nacidos fuera de España está entre 30 y 40 puntos por debajo del de los nacidos aquí. O de que la Comunidad de Madrid se halla cada vez más lejos de la catalana, hasta el punto de que el poder alcanzarla algún día se antoja ya como una verdadera quimera. O de que las comunidades que más descollan han sido gobernadas tradicionalmente por el PP. Por lo demás, el nivel atesorado por los educandos locales está en consonancia con el demostrado hace un año por los de cuarto de primaria. Vaya, que, por desgracia, la continuidad parece asegurada. Sin embargo, esos resultados contrastan fuertemente con los obtenidos en 2009 por los estudiantes catalanes de 15 años en el informe PISA, que les situaban 17 puntos por encima de la media española en comprensión lectora, 12,6 en matemáticas y 9,3 en ciencias. Es verdad que se trata de pruebas distintas, con sistemas de evaluación distintos. Pero, a juzgar por los datos que acabamos de conocer, la euforia con que fueron recibidos los de PISA a finales del año pasado por el consejero Maragall, ya en plena retirada, estaba más bien fuera de lugar. Aquello fue una excepción. Feliz, pero una excepción al cabo. Ahora hemos vuelto a la normalidad. Es decir, a la más pura evidencia: si no cambian de arriba abajo los parámetros educativos, eso no hay quien lo arregle.

ABC, 9 de julio de 2011.

Cataluña suspende

    9 de julio de 2011


Homenaje al periodista Manuel Chaves Nogales (1897-1944) dentro del ciclo de conferencias «Los exilios españoles en Gran Bretaña» realizado en el Instituto Cervantes de Londres. (Cervantes TV)

Homenaje a Chaves Nogales

    7 de julio de 2011
Aunque no existen dos legislaturas iguales, todas presentan, por lo general, una estructura bastante parecida. Así, el primero de los cuatro años es el de las medidas impopulares, que suelen afectar al bolsillo y que no queda más remedio que tomar porque la realidad obliga y porque lo malo y desagradable cuanto antes se pase mucho mejor. Los dos años siguientes son de cierto relajo, de desarrollo de las políticas programadas y de gestión del día a día, y sólo se ven alterados, si acaso, por algún hecho insospechado. Y el último ejercicio, en fin, vuelve a ser intenso, cargado de inauguraciones, balances y promesas. Como es natural, una secuencia de este tipo, donde lo amargo se sirve como entrante y lo dulce se guarda para el postre, no tiene otro objetivo que dejar al ciudadano con buen sabor de boca para que en la próxima cita electoral favorezca con su voto al partido en el poder.

Pues bien, cuando uno observa lo que han sido las dos legislaturas con gobiernos presididos por José Luis Rodríguez Zapatero —o, para ser precisos, lo que han sido y lo que están siendo—, no puede por menos de constatar que la secuencia no se ha cumplido en absoluto. Los cuatro primeros años fueron de una dulzura extrema, con medidas destinadas a contentar a los propios y a los no tan propios, mientras lucieran la chapa nacionalista, y, en consecuencia, con un gasto exorbitante y descontrolado. Y los siguientes comenzaron con un tenor semejante hasta que, hace algo más de un año, al todavía presidente del Gobierno y secretario general del PSOE se le acabó la cuerda —mejor dicho, hasta que a la Unión Europea, Estados Unidos o, simplemente, los mercados se les acabó la paciencia—. De suerte que esta segunda legislatura de la que enfilamos ya la última curva responde a una estructura inversa a la acostumbrada. El Gobierno la inició —la prosiguió— con sus pócimas deleitosas —aun cuando todo, empezando por la crisis económica, le aconsejara obrar exactamente el revés—, y la está terminando con un atracón de lo más amargo. Y, encima, sin que en esta ocasión haya existido ningún remanso entre principio y final.
Por supuesto, un gobernante al que le fijan la ruta y le obligan a seguirla, le guste o no, no es propiamente un gobernante. Es, a lo sumo, un fiel ejecutor. Y digo a lo sumo, porque ni siquiera en esto Rodríguez Zapatero se ha comportado con la determinación y la rectitud que hubieran sido de esperar. Sus medidas para recortar el déficit público se han limitado por de pronto a los organismos dependientes del Estado, y está por ver si alcanzarán algún día el ámbito autonómico. Sus reformas laborales, más parecen un quiero y no puedo —o, peor aún, un no puedo porque no quiero— que otra cosa. Y su política, lo mismo de puertas adentro que de cara al exterior, carece de la coherencia necesaria para merecer un mínimo de credibilidad interna y externa. Como muestra, el proceso de legalización de Bildu, con sentencia del Constitucional incluida, o la insustancial participación de nuestras Fuerzas Armadas en la misión de la OTAN en Libia.

Así las cosas, lo insólito es que Rodríguez Zapatero no haya colgado todavía sus hábitos de presidente y, por qué no, también los de político. Máxime si se añade a cuanto venimos diciendo el efecto de un resultado electoral como el cosechado por el PSOE y sus franquicias el pasado 22 de mayo. Unas pérdidas de casi un millón y medio de votos y un descenso de más de siete puntos porcentuales en los comicios municipales, y un descalabro prácticamente general en los autonómicos, constituyen motivos más que suficientes, unidos a todo lo anterior, para que un presidente del gobierno se sienta desautorizado y actúe en consecuencia presentando su dimisión. Pero nada, ni por esas. Rodríguez Zapatero lo va a dejar, es cierto. Lo anunció incluso hace ya tres meses, urgido por los barones de su partido y con la vana esperanza de que el anuncio actuara como revulsivo ante la cita en las urnas. Pero lo va a dejar al término de su mandato. O sea, como si la realidad y sus continuos dictámenes —entre los cuales, el del 22-M no es en modo alguno el menor— no influyeran para nada en su decisión.

O tal vez sí, siempre y cuando por realidad entendamos los intereses de su propio partido y no los del conjunto del país. El proceso mismo de relevo operado en el socialismo español, ese amago de primarias que ha convertido a Alfredo Pérez Rubalcaba, sin que mediara un solo voto de la militancia, en candidato a la presidencia del Gobierno, no habría podido llevarse a cabo de haber dimitido Rodríguez Zapatero y haberse convocado elecciones anticipadas. O no habría podido llevarse a cabo de igual forma. La bicefalia que ahora rige en el PSOE, aunque provisional, va a permitirle al candidato entregarse a una larga campaña. Y es que los socialistas están convencidos de que peor no les pueden ir las cosas —afirmación más que discutible, sin duda—, por lo que consideran que el tiempo debe jugar necesariamente a su favor. Sin olvidar —la historia enseña a no hacerlo— que los meses que quedan hasta las elecciones generales pueden depararnos todavía alguna sorpresa relacionada con el terrorismo de ETA, sorpresa de la que el Ejecutivo y el grupo parlamentario en que este se sustenta podrían sacar un determinado rédito electoral.

Aun así, lo más probable es que este tramo final de legislatura siga siendo amargo para el Gobierno de Rodríguez Zapatero y para el PSOE. Lo que significa, claro está, que va a serlo también para el conjunto de los españoles. Pensar en un cambio de tendencia o en un ejercicio de cierta «soberanía económica» cuando no se acometen ni van a acometerse las reformas imprescindibles, es una pura ilusión del espíritu. Y la mayoría de los ciudadanos están más que hartos de la situación, como demuestran reiteradamente todas las encuestas. La última del CIS, sin ir más lejos, realizada a comienzos de mayo —antes, pues, de la campaña para las municipales y las autonómicas—, identifica el paro, la situación económica y la clase política —por este orden y a considerable distancia uno de otro— como los principales problemas a los que se enfrentan en la actualidad los españoles. Sobra añadir que la conjunción de estos tres factores de preocupación no augura nada bueno para quienes tienen hoy la principal responsabilidad de gobierno. O para quien aspira a tenerla en un futuro próximo amparado en las mismas siglas. Y es que, en un sistema democrático, cuando las cosas van mal, cuando no funcionan, cuando se diría incluso que no tienen solución, el elector dispone de un mecanismo infalible para tratar de arreglarlas: retirar su confianza a quienes están gestionando en aquel momento los asuntos públicos. Es decir, retirarles su voto. Y, en consecuencia, otorgar esa confianza y ese voto a otra fuerza política, aunque sólo sea hasta la siguiente convocatoria electoral.

Eso es, de no mediar un sorpresón, lo que va a ocurrir tarde o temprano en España. Seguramente, y por desgracia, más tarde que temprano. Porque esos meses que nos esperan de aquí a la fecha prevista para las legislativas, nadie parece dispuesto a acortarlos. Y las agonías, lo mismo en política que en cualquier otro campo, cuanto más cortas mejor.

Actualidad Económica, (nº 2.709, julio de 2001)

La última curva

    5 de julio de 2011