Comprendo que haya quien se sorprenda ante la metamorfosis experimentada en los últimos tiempos por Jordi Pujol. De autonomista a independentista. De supuesto hombre de Estado a auténtico milhombres sin Estado. De integrado a apocalíptico. María Antonia Prieto ha subrayado más de una vez en estas páginas, de forma certera, las circunstancias de esta evolución. Yo sólo le añadiría la edad, tan traidora —y, si no, que se lo pregunten a Moisès Broggi—. Aun así, ello no debería llevarnos a eximir al muy honorable ex presidente de la responsabilidad que le corresponde en el desaguisado catalán. Como, por ejemplo, en el asunto de las multas por no rotular los comercios en la llamada lengua propia. Esta semana ha trascendido que en el primer semestre de 2011 el ritmo multero se mantuvo con respecto a 2010. En otras palabras: tanto las denuncias de los almogávares como la diligencia de los inspectores de la Agencia Catalana de Consumo están siendo más o menos las mismas con el primer gobierno de Artur Mas que con el último de José Montilla. Pero la noticia llevaba también en algún caso una apostilla asombrosa. El informante venía a decir que eso con Pujol no habría ocurrido. Como mínimo, con el Pujol de hace ocho años, con el que todavía gobernaba. Es más, incluso afirmaba que, pudiendo ocurrir, no ocurrió, puesto que la ley de política lingüística data de 1998, y entre 1998 y 2003 —en que Pujol cedió el testigo a Maragall— no se multó en Cataluña por razón de lengua. Lo cual es falso, por supuesto. Sí se multó, aunque poco. Y si no hubo más multas fue porque la ley preveía en su articulado una moratoria de cinco años para que los comercios se pusieran a tono. Vaya, que hasta enero de 2003, en que vencía el plazo, no podía repartirse estopa. Pero sí a partir de entonces, como hizo aquel postrer gobierno de Pujol en los casi doce meses que le quedaban de vida. Ah, y con Mas de segundo de a bordo, tomando nota.

ABC, 5 de noviembre de 2011.

Con distintos collares

    5 de noviembre de 2011