XVI Premio a la Tolerancia

    25 de septiembre de 2010
A lo que más se parece una huelga general es a un golpe de Estado. Por supuesto, no en los fines perseguidos, derribar por la fuerza a un gobierno —aunque los huelguistas, todo hay que decirlo, no siempre le hacen ascos al propósito—, sino en los medios usados. Y es que tanto en el caso de la huelga general como en el del golpe de Estado el éxito de la empresa depende en buena medida del control de dos clases de medios: los de transporte y los de comunicación. El control de los primeros —y su paralización, en último término— impide que los ciudadanos puedan moverse con libertad. O sea, impide que los mayores se desplacen hasta su lugar de trabajo, que los más chicos vayan al colegio con el autobús escolar, que la vida se desarrolle, en definitiva, también de puertas afuera. En este sentido, nada hay tan indicativo del éxito alcanzado por cualquiera de los dos movimientos —el huelguista y el golpista— como una calle desierta a media mañana o media tarde. Y no digamos ya si en esta calle las tiendas han echado el cierre por miedo a la coacción de los piquetes obreros —también llamados informativos— o militares.

Pero no basta, claro, con privar a los ciudadanos del ejercicio normal de sus labores. También conviene que la información que estos reciban a lo largo de la jornada sea lo más favorable posible a los intereses de los movilizados. De ahí la conveniencia de tener atadas y bien atadas las radios y las televisiones públicas. Bien es cierto que hoy en día, con la multitud de cadenas privadas y el auge de internet, de poco sirve ya silenciar los medios públicos si uno no puede hacer lo propio con los demás. Pero, en fin, que el Estado se quede sin voz o informe según convenga a quienes cuestionan su autoridad no deja de resultar, al cabo, una ventaja para esos mismos revoltosos.

Se me dirá que el derecho de huelga es un derecho constitucional. En efecto, así lo reconoce el artículo 28 de nuestra ley de leyes. Pero lo mismo puede afirmarse del derecho al trabajo. Perdón: lo mismo no, ya que el derecho al trabajo se dobla de un deber análogo, como muy bien indica el artículo 35 de la Constitución. O sea que el próximo 29 de septiembre vamos a asistir en España a un conflicto entre dos derechos, el segundo de los cuales lleva aparejado un deber, el de trabajar. ¿Cuál se impondrá? En vista de los servicios mínimos pactados hasta el momento, mucho me temo que los huelguistas están dispuestos a dar el golpe. Y, lo que es peor, mucho me temo que el Estado, por su parte, está firmemente decidido a hacer huelga.

ABC, 25 de septiembre de 2010.
Lejos de mi intención hacer leña del juez caído. Después de la resolución del instructor del Tribunal Supremo Manuel Marchena en relación con la causa abierta contra Baltasar Garzón por el dinero percibido durante su estancia en la Universidad de Nueva York —resolución en la que se acusa al magistrado, entre otras irregularidades, de una «manifiesta ocultación de cuantías»—, traer a colación una instrucción anterior, la iniciada por el juez Luciano Varela contra el propio Garzón por emprender un proceso contra los crímenes del franquismo a sabiendas de que habían prescrito, puede parecer abusivo. Pero, por desgracia, hay de qué. En primer lugar, porque el Supremo ha rechazado las pruebas aportadas por el imputado, lo que viene a significar que ha avalado la instrucción de Varela y que Garzón va a ser, tarde o temprano, juzgado. Y luego, porque el proceso que originó que el Supremo abriera esta segunda causa ha tenido ya una réplica. Y no en España, donde la ley de Amnistía de 1977, fruto del espíritu de reconciliación nacional de aquellos años, actúa como un dique eficaz contra semejantes iniciativas, sino en Argentina.

Allí la Cámara Federal —una suerte de tribunal de apelaciones— ha instado a una juez a que reabra un proceso idéntico al de Garzón que ella misma había cerrado meses antes, y a que pregunte al Gobierno español si «efectivamente se está investigando la existencia de un plan sistemático generalizado y deliberado para aterrorizar a los españoles partidarios de la forma representativa de gobierno a través de su eliminación física, llevado a cabo en el periodo comprendido entre el 17 de julio de 1936 y el 15 de junio de 1977». Aunque ignoro qué respuesta va a dar el Gobierno español, o mucho me equivoco o no puede hacer otra cosa que negar que se esté investigando la existencia de dicho plan. Y no sólo porque, en efecto, nadie está ya en España por la labor, sino porque tal plan no ha existido jamás. En otras palabras: lo que la Cámara formula como requisitoria presupone que entre las fechas aludidas, o sea, a lo largo de prácticamente 41 años, bajo una República inmersa en una guerra civil, una Dictadura y una Monarquía, se practicó en España una liquidación sistemática de toda persona afecta al régimen republicano.

Por supuesto, la fórmula utilizada por los magistrados de la Cámara no tiene otro propósito que el de permitir que la justicia argentina se ocupe de un asunto que en principio debería serle ajeno. Descansa en el llamado «principio de justicia universal», y en la certidumbre de que los crímenes en cuestión fueron «de lesa humanidad» o, como afirma un abogado de los querellantes —un hijo y una sobrina nieta de republicanos asesinados en las provincias de Lugo y Salamanca, respectivamente—, «uno de los peores genocidios del siglo XX». De la barbarie de aquella guerra, de las horrendas matanzas cometidas por uno y otro bando, nadie en su sano juicio puede hoy en día dudar. Ahora bien, que los crímenes perpetrados en el bando franquista constituyan no ya «uno de los peores genocidios del siglo XX», sino siquiera un genocidio, eso no se sostiene por ningún lado. Para que pueda hablarse de genocidio, o de crimen contra la humanidad, es necesario que ese crimen se haya producido, de modo organizado y sistemático, contra alguien por el simple hecho de haber nacido. Por no salirnos del infausto siglo XX, este fue el caso de los armenios en Turquía, de los judíos en gran parte de Europa o de los tutsis en Ruanda. Nada parecido, ni remotamente, ocurrió en España durante el periodo de 41 años a que alude la requisitoria de la Cámara argentina.

Así pues, y al margen de otras consideraciones, lo que persiguen esos magistrados es remover el pasado agarrándose a una figura delictiva que, en buena ley, debería resultar inaplicable a ese mismo pasado. Si bien se mira, su forma de proceder no difiere en exceso de la del juez Garzón en el proceso que instruyó y por el que va a ser juzgado por prevaricación. Recuérdese tan sólo que una de sus medidas de entonces consistió en preguntar por el paradero de un tal Francisco Franco y de una treintena de estrechos colaboradores suyos —ministros y generales «de la première heure»—, a fin de llevarlos ante la justicia. Por descontado, se trata y se trataba de sortear la legalidad. Pero también se trata y se trataba de alterar la realidad. Y lo segundo resulta, si cabe, mucho más grave que lo primero.

Desde que José Luis Rodríguez Zapatero convirtió la revisión del pasado en uno de los ejes de su programa de gobierno, hemos asistido a un doble movimiento. Por un lado, a un movimiento de signo humanitario, consistente en dar digna sepultura a muchas de las miles de víctimas de la guerra, en su inmensa mayoría del bando republicano, cuyos restos yacen todavía en alguna zanja del país. Por otro, y superpuesto al anterior, a un movimiento de signo ideológico, consistente en presentar a esas víctimas, y a cuantas compartieron con ellas determinados ideales —o simplemente bando de guerra—, como las únicas que merecen hoy en día semejante consideración. Y, si no las únicas, sí las que más la merecen.

De ahí que quienes promueven y amparan ese doble movimiento no se contenten con enterrar dignamente sus restos y aspiren, a un tiempo, a una suerte de justicia póstuma en la que no cabrían, sobra decirlo, sino esas mismas víctimas. Y de ahí también que algunos jueces, españoles y argentinos, no se paren en barras a la hora de enmendar la historia, bien convocando a los muertos, bien convirtiendo una matanza entre hermanos en un intento de genocidio de un bando sobre el rival. Y todo con un solo fin: reanudar una guerra que los suyos perdieron hace más de setenta años en los campos de batalla para intentar ganarla ahora en los tribunales.

Lo sorprendente es que no pocos de esos defensores de la superioridad moral de los unos sobre los otros —y de sus memorias respectivas— suelen relamerse después con la lectura de algunas obras que tratan de nuestra contienda civil y en las que no se salvan del oprobio ni los unos ni los otros. Así ocurre, por ejemplo, con «A sangre y fuego», de Manuel Chaves Nogales. Ese conjunto de relatos, escrito a comienzos de 1937 en el exilio francés y por el que desfilan, como muy bien indica el subtítulo del libro, toda clase de héroes, bestias y mártires de aquella España en guerra, ha sido alabado en los últimos tiempos por tirios y troyanos. Bien está, por supuesto. En una época en que el espíritu de la Transición cotiza tan bajo, esas conjunciones son siempre de agradecer. Y hasta puede que, en un futuro, el ánimo conciliador que de ellas se desprende acabe prevaleciendo sobre el maniqueísmo simplón que se empeña en seguir distinguiendo entre buenos y malos. Ojalá.

Aunque, la verdad, no lo creo. De lo contrario, ¿a qué viene que más de uno de los que dicen disfrutar con los relatos de «A sangre y fuego» bendijera, como fue el caso, el homenaje aquel al juez Garzón concelebrado en la Complutense por docentes, discentes, políticos, sindicalistas, artistas, magistrados y demás gente de buen vivir?

ABC, 23 de septiembre de 2010.

Enmendar la historia

    23 de septiembre de 2010
La cosa, al parecer, fue como sigue. Una periodista de «MésCat», boletín interno de CDC, entrevista este verano al ex presidente Pasqual Maragall y le pregunta, entre otros asuntos, por el futuro electoral. Maragall responde: «Creo que ganará (Artur Mas), porque toca». Y, para que nadie se confunda con la respuesta, precisa su alcance: «La gran ventaja que tiene es que ahora toca, porque ya hace mucho tiempo que los otros gobiernan, y espero que lo haga bien». Como es lógico, nada más divulgarse la entrevista, en el campo socialista se arma el belén. José Montilla acusa a CDC de no tener escrúpulos y de practicar el juego sucio. A una persona aquejada de Alzheimer, viene a decir, no se le entrevista, porque ya se sabe. El hermanísimo Ernest es de la misma opinión: se han traspasado los «límites». Los convergentes se defienden. Según ellos, la entrevista fue revisada por Maragall y autorizada, incluso por escrito, por su familia —se entiende que la familia debe de limitarse aquí a la mujer del ex presidente, cuando menos a juzgar por la posterior reacción de Ernest—. Por tanto, nada que objetar. Es más, el propio Artur Mas declara que Maragall, como ciudadano y como ex presidente de la Generalitat, tiene todo el derecho a expresar su opinión.

Sin duda. Sobre todo porque así lleva haciéndolo desde hace mucho tiempo, mediante entrevistas, artículos y declaraciones, y a nadie se le había ocurrido hasta la fecha reprochárselo. Lo hacía antes de ser presidente, lo hizo durante su presidencia y lo ha seguido haciendo después. Lo que significa que lo ha hecho antes y después de anunciar que padecía la enfermedad. Y antes y después de padecerla, claro. En definitiva: todos los ciudadanos informados saben a estas alturas que la palabra de Maragall es la de una persona enferma y que, en este sentido, vale lo que vale. Pero es que además Maragall ya no está sujeto a ninguna disciplina de partido. Abandonó el PSC en 2007. ¿Por qué no va a expresar su opinión aunque esta vaya en contra de los intereses del que fue su partido? ¿Por qué no va a decir que ahora le toca a Mas y que eso es bueno?

Esta misma semana, Jaume Sobrequés ha abandonado las filas socialistas y ha asegurado que va a votar a Artur Mas. Se trata de un socialista histórico, como Maragall. Se trata de un representante del alma catalanista del partido, como Maragall. Se trata de un hombre que ya apura, como Maragall, el último tramo del camino.

¡Pobre PSC! Tanto debatirse entre dos almas y, al paso que va, pronto no va a quedarle ninguna.

ABC, 18 de septiembre de 2010.

Entre dos almas

    18 de septiembre de 2010
A los jóvenes de UDC no les hizo ninguna gracia que el presidente Montilla utilizara también el castellano en su declaración institucional del martes. Les pareció una irreverencia, como si alguien entrara en una mezquita y se negara a descalzarse. Llevan razón, esos chicos. El templo del nacionalismo tiene sus reglas, y el uso privativo del catalán en toda clase de alocuciones, y muy especialmente si se trata de días señalados, no es la menor. Ahora bien, más allá del dolor que haya llegado a causar semejante profanación en las almas nacionalistas, lo verdaderamente significativo es que la profanación se haya producido en estos momentos, o sea, cuando al presidente de la Generalitat le quedan un par de telediarios. De haberse producido antes —por ejemplo, desde el primer día en que Montilla habló como presidente de la institución—, quién sabe si hasta los cachorros democristianos estarían ya a estas alturas amansados.

Claro que, en el fondo, lo que más le habría convenido al presidente es dirigirse al pueblo únicamente en castellano. Otra de las lecciones de su declaración del martes es que, a pesar de las clases de catalán que prometió tomar a comienzos de legislatura y que supongo que habrá tomado religiosamente, el hombre sigue muy lejos del nivel C. Así, a primera vista, yo diría que está ahora mismo entre el A y el B. Lo que ignoro es si sube o baja, Y esa deficiencia tiene, por supuesto, sus secuelas. Un ejemplo. Las crónicas indican que el presidente pidió a los distintos contendientes en liza juego limpio. Es decir, «joc net». Pues bien, oyéndole en catalán, era imposible saber si pedía «joc net» o «lloc net». Lo cual, convendrán conmigo, no constituye una ambigüedad cualquiera. Después de los casos «Millet» y «Pretoria», que estuviera pidiendo un lugar limpio resultaría incluso mucho más acorde con la situación de la política catalana que la simple y tópica reclamación del juego limpio.

Por no hablar de la alusión a la trascendencia de estos comicios. Sin cortarse un pelo, el presidente afirmó que iban a marcar el camino de «Cataluña no en una legislatura, sino (…) en toda una generación». Ahí es nada, el camino de Cataluña y durante quince o treinta años —según si echamos mano de las generaciones de Ortega o del cómputo tradicional—. Como no hay por qué dudar de que Montilla está en su sano juicio, me temo, queridos lectores, que estas van a ser las últimas elecciones autonómicas en unos cuantos lustros. O, lo que es lo mismo, que vienen tiempos de dictadura.

ABC, 11 de septiembre de 2010.

Lecciones de una declaración

    11 de septiembre de 2010
Todos los finales de legislatura se asemejan a un fin de fiesta. No porque los políticos se lo hayan pasado en grande, que también, sino por el empeño que ponen esos servidores de lo público en apurar sus copas. Téngase en cuenta que el presupuesto que manejan suele ser siempre extraordinario. Lo cual no significa que aquel año dispongan de más dinero que los tres anteriores; significa tan sólo que aquel año van a gastar incluso lo que no tienen, sin pararse en barras. Y ello, lo mismo en el terreno económico que en el ideológico. Vaya, que van a endeudarse —a endeudarnos— hasta las cejas.

Por supuesto, ese frenesí adopta distintas formas. La más común es la subvención. Véase, por ejemplo, la que el Departamento de Cultura acaba de conceder de prisa y corriendo a un trust de empresas relacionadas con el mundo de la edición, el Grup Cultura 03, por un valor de un millón de euros, para que saque a la calle un nuevo periódico en catalán. El Grup Cultura 03 fue fundado, entre otros, por Eduard Voltas, actual secretario de Cultura del Departamento, quien también dirigió y editó la revista «Sapiens», producida por una de las empresas integradas en el trust. Pues bien, si una vez echados los dados electorales, estos no son favorables a la continuidad del tripartito o, más en concreto, a los intereses de ERC, lo más probable es que Voltas vuelva al redil editorial. O sea, a ese proyecto empresarial que él mismo fundó y al que su gobierno acaba de regalar ese milloncete de euros, que viene a sumarse a los repartidos en ejercicios anteriores.

Pero, aun siendo la más vistosa, no es esa la única forma de apurar la copa que tienen nuestros políticos. Está también la del decreto. Como el que acaba de rescatar del olvido el consejero Josep Huguet —ya había amagado con algo parecido hace unos años— y que pretende obligar a los profesores universitarios a poseer el nivel C de lengua catalana si quieren impartir sus clases en la Comunidad. Es verdad que el anuncio de Huguet ya ha sido matizado por las palabras del consejero portavoz Baltasar, que ha desmentido que la medida vaya a aplicarse a los docentes en activo, al tiempo que aseguraba que no iba a aprobarse sin el consentimiento de los rectores de universidad. Pero, con todo, no hay duda que la legión independentista que nos gobierna está echando el resto.

Así pues, querido lector, «take it easy». De aquí al día de las elecciones todavía asistiremos a unas cuantas demostraciones más de ese fin de fiesta. Hasta que no quede en la copa ni una mísera gota.

ABC, 4 de septiembre de 2010.

Fin de fiesta

    4 de septiembre de 2010