Hace algunos meses Ramon Fontseré, director de Els Joglars, afirmó que el humor servía para vivir y sobrevivir. Nada más cierto. Ahora y siempre. Para comprobarlo, basta leer los tres libros de Josep Pla que integran el volumen de la excelsa Biblioteca Castro y probar a imaginarse en aquella España. O sea, en la que se enmarca entre la inmediata posguerra (Viaje en autobús es de 1942, y La huida del tiempo, de 1945) y los albores de la década de los cincuenta (La calle Estrecha es de 1952, pero el original catalán lleva fecha del año anterior). En esos tres libros, el humor ejerce una función reparadora, balsámica, consoladora.
         Cierto es que ese papel salvífico se da mucho más en Viaje en autobús y La huida del tiempo que en La calle Estrecha –presunta incursión de Pla en el terreno de la novela–. El calendario, claro. Esos primeros años cuarenta. Pero también los calendarios. Y es que ambos libros –al igual, por cierto, que Humor honesto y vago (1942), que muy bien habría podido incluirse en este mismo volumen de la Castro– se nutren de los “calendarios sin fecha” que el autor publicaba semanalmente en la revista Destino. O sea, de columnas periodísticas en las que la realidad –esa realidad devastada por las contiendas civil y mundial– tenía difícil cabida ante los embates de la censura. En semejante contexto, el humor adquiría y adquiere un relieve especial. Parafraseando aquel verso de La mort des pauvres, de Baudelaire, puede afirmarse que se trata de un humor que consuela, ¡ay!, y ayuda a vivir. En otras palabras: sonreír o reír, para no llorar.
         Porque detrás está el paisaje. El de ese viaje en autobús que no es tal viaje –o lo es tan sólo hasta que el autor se olvida de viajar y se entrega a evocaciones y retratos de personajes del ayer–. Y el de esa huida del tiempo que no logra sustraerse, mal que le pese, a las vicisitudes del presente. Y es que la época es un “manicomio suelto” y el pasado, la melancolía, la memoria, refugios en los que guarecerse mientras amaina. Suponiendo que amaine. Al fin y al cabo, del futuro sólo sabemos que de “tan incierto (…) no lo pueden concebir ni los poetas”.
         Y es ahí donde aparece el humor. Un humor que está mucho más cerca, como ejercicio incluso de anticipación, del que cultivará Álvaro de Laiglesia en La Codorniz mediada la década, que del estrictamente contemporáneo de Miguel Mihura. Mucho más cerca del corrosivo que del “evasionista”, para entendernos –aunque el primero también sirviera, claro, para la evasión–. Así, en lo tocante al régimen, nos encontramos en el autobús con unos ciudadanos que encienden “unos puros autárquicos”, al tiempo que en otro punto del trayecto se nos instruye sobre las bondades del caracol, “un elemento situado en la línea de la más rígida autarquía”. No faltan tampoco las referencias a la guerra, como ese inventor de los muebles tubulares “precursor indirecto de las checas”, o a los estragos de la revolución, el rojerío y el socialismo. Y el hambre, sobra indicarlo, es una realidad que aprieta. Las alusiones al racionamiento (la gente no come, “consume el racionamiento”) y al estraperlo (“A la luz cruda de la vida actual, quiero decir a la luz del estraperlo”) se combinan con episodios donde las gallinas, los pollos y los patatales tienen a menudo un carácter ilusorio, al modo de las alucinaciones que afectarán un par de años más tarde a Carpanta, aquel inolvidable personaje de Escobar en Pulgarcito. Aunque acaso la muestra más elocuente de la desgraciada fragilidad de los tiempos sea esa pastilla de jabón cuya existencia estaba acreditada por la noche en una habitación de fonda y se ha convertido, a la mañana siguiente, “en una masa informe y fláccida”.
         Pero el humor no se proyecta sólo sobre las estrecheces del presente. A veces los temas tratados son intemporales. Como en esa pequeña obra maestra de La huida del tiempo titulada “El cuclillo” y en la que puede leerse: “El cuco está unido a los mitos del eterno rejuvenecimiento, en virtud de los cuales las mujeres se entregan a dulces imaginaciones y los hombres tuercen el cuello y ponen unos ojos naufragados y acuosos de becerro. Aparece el cuco, las mujeres dan unos saltos en los colchones, los árboles sacan sus hojitas y surge el cocu que es la especie de hombres que a mí me infunde más respeto”. Obsérvese, de paso, cómo, mediante un metaplasmo que incluye el recurso a otra lengua, Pla se inscribe de lleno en una tradición –la del elogio del cornudo– que tendrá en un chansonnier como Georges Brassens a uno de sus máximos exponentes.
         Y a propósito del lenguaje, resulta obligado mencionar esa “desnudez estilística”, esa “simplificación máxima de la manera literaria” a la que Pla confiesa aspirar en el prólogo de Viaje en autobús y que alcanza ya su máxima expresión en los tres libros que componen este volumen ­de la Biblioteca Castro para el que Sergi Doria ha escrito una introducción tan útil como bien trenzada. Porque sin esa desnudez, sin ese gris estilístico al que el autor tuvo siempre tanto apego, difícilmente el juego verbal surtiría efecto. Difícilmente sobresaldría, por ejemplo, “el vientre juguetón y búdico” del burro Baldiri de La calle Estrecha y difícilmente sonreiríamos ante el recurso a la obviedad en el siguiente diálogo: “–(…) si usted sueña es porque duerme… –apunto para animarla. / –No comprendo. / –Claro está. Si usted sueña es que duerme, porque en este país no existen personas que sueñen despiertas… / –Sí, claro”. Del mismo modo, es esa contención sentimental, ese pudor estilístico, lo que hace que toda hipérbole o exclamación lleve la mayoría de las veces implícita la consiguiente retranca. O que la poesía acabe siempre hecha unos zorros.
            En definitiva, lean y relean, vivan y revivan, que el disfrute está asegurado.


(Publicado en Letras Libres, septiembre de 2019)

Vivir y sobrevivir

    22 de septiembre de 2019

A Marta Martín


Resulta hasta cierto punto natural tomar a Francia como arranque de este artículo. Una palabra como ciudadanía remite inevitablemente a ella. Y luego está Jules Ferry, aquel ministro de Instrucción Pública de la Tercera República que allá por 1880, año más, año menos, empezó a poner los cimientos de la educación gratuita y obligatoria, esa de la que todavía gozamos en los países económicamente desarrollados. No lo tuvo fácil, Ferry. Hasta entonces, y a pesar de algunos vaivenes en tiempos revolucionarios y posrevolucionarios, la instrucción –que así es como se llamaba lo que luego se conoció como enseñanza y luego aún como educación– había estado en manos de la Iglesia y sus beneficiarios. Ferry, pues, le dio carácter universal mediante la gratuidad y la obligatoriedad, a las que unió, last but not least, la laicidad.

Un carácter universal cuya plasmación más límpida acaso sea la famosa circular que el político republicano dirigió a los maestros en noviembre de 1883, al abandonar el Ministerio de Instrucción Pública para hacerse cargo del de Asuntos Exteriores. En ella, tras aludir a las ventajas que, a su juicio, iba a reportar en el futuro el que la enseñanza de una forma cualquiera de dogma particular hubiera sido excluida del programa obligatorio y sustituida por una enseñanza moral y cívica –en otras palabras, el que el ámbito de las creencias, libres y personales, estuviera por fin separado del de los conocimientos, comunes e imprescindibles–, Ferry recurría a un ejemplo para que ningún maestro se llamara a engaño respecto a la naturaleza de esa nueva enseñanza:
«Si en alguna ocasión no supiera hasta dónde le está permitido llegar en su enseñanza moral, he aquí una regla práctica a la que puede ceñirse. Al proponer a los alumnos un precepto, una máxima cualquiera, pregúntese si conoce un solo hombre honesto al que pueda ofender lo que va a decir. Pregúntese si un padre de familia, uno solo, insisto, presente en su clase y a la escucha, podría negar su asentimiento a lo que le oiría decir. Si es así, absténgase de decirlo; de lo contrario, hable sin tapujos: porque lo que le va a comunicar al niño no es su propia sabiduría; es la sabiduría del género humano, es una de esas ideas de orden universal que varios siglos de civilización han incorporado al patrimonio de la humanidad»

En esta última frase, sin ir más lejos, se concentran todos los elementos esenciales para que pueda hablarse, hoy en día, de educación y ciudadanía crítica. Así, la figura cenital del maestro como transmisor de una cultura general, de un conocimiento labrado a lo largo de los siglos, de un patrimonio común, a partir del cual el alumno deberá formarse como persona y como ciudadano. Y así también la idea del saber como algo externo al maestro, como algo compartido que no admite ningún sesgo particular, ningún enfoque parcial o excluyente. Y es que sólo desde esa neutralidad del conocimiento el alumno será capaz de construirse poco a poco, a medida que progrese en su formación, el pensamiento crítico que haga de él un verdadero ciudadano.

Pero para ello deberán darse asimismo una serie de condiciones. La principal, que el sistema público de enseñanza –y en España el sistema público incluye, junto a la escuela pública, la concertada, en tanto en cuanto esta última está sostenida con fondos públicos, por más que la gestión sea privada– garantice, en su desarrollo, la imprescindible equidad y la no menos imprescindible calidad. Dicho de otro modo: que no se dé, como se está dando en estos momentos en nuestro país, un porcentaje del 17,9% de media en el abandono educativo temprano (datos del Ministerio de Educación correspondientes a 2018). Esto significa que casi uno de cada cinco españoles de entre 18 y 24 años no han proseguido sus estudios más allá de la Educación Secundaria Obligatoria (ESO). Y, lo que es peor, aproximadamente la mitad de estos jóvenes ni siquiera han obtenido el título. Por lo demás, no existe tampoco el mínimo y deseable equilibrio entre las distintas comunidades autónomas, ya que así como en el País Vasco el porcentaje de abandono es del 6,9%, en las Islas Baleares, situadas al otro extremo de la tabla y sólo superadas por la ciudad de Melilla, es del 24,4.

Para hacerse cargo del lastre que esto supone para nuestro sistema educativo, bastará indicar que la media de la Unión Europea se sitúa en un 10,6%. Nos hallamos, pues, entre los países con un mayor porcentaje de fracaso, lo que repercute en un empleo a menudo poco cualificado y en una capacidad de innovación que a duras penas impregna nuestro tejido productivo. Como es natural, no estamos ante una fatalidad. Existen medidas para combatir esta situación. Por ejemplo, la escolarización en la franja de la educación infantil que va de 0 a 3 años, en especial en el caso de aquellos niños cuyo ambiente socioeconómico y familiar sea poco proclive a desarrollar habilidades no cognitivas; tal y como han demostrado investigaciones recientes, la intervención temprana puede evitar de manera significativa deficiencias en la formación futura. O también, por limitarnos a un par de ejemplos, una política decidida de reducción de nuestra tasa de repetición, una de las más altas de Europa, mediante el incremento de los profesores de refuerzo.

Aun así, y sin rebajar lo más mínimo la importancia de las medidas a las que acabo de referirme, ese abandono educativo temprano no alcanzará niveles próximos a lo residual en tanto no se actúe también, y de forma resuelta, en dos ámbitos fundamentales: el de la profesión docente y el del conocimiento. Hoy en día cunde un desánimo bastante generalizado entre maestros y profesores. Para entendernos: dudo mucho que alguno de los que llevan años en las aulas, llegada la hora de la jubilación, aceptara prolongar por más tiempo su vida profesional. Ni que le ofrecieran, para convencerle, todo el oro del mundo. Y es que a lo largo de estas últimas décadas de democracia constitucional en ningún momento los distintos partidos que se han sucedido en la gobernanza del Estado y en la elaboración de las leyes educativas han reparado en la necesidad de reconocer la importancia de la profesión docente, estableciendo un sistema de acceso y de formación riguroso, justo y eficiente –análogo, por ejemplo, al MIR sanitario– y asegurando los procesos de promoción a lo largo de la carrera. Dando, en definitiva, a maestros y profesores el papel cenital que nunca deberían haber perdido.

Y junto a ese déficit que arrastramos y al que habría que empezar a poner remedio cuanto antes –de hecho, se trata de uno de los requerimientos más reiterados en las comparecencias de la tristemente fenecida, por obra y gracia socialistas, subcomisión para la elaboración de un Pacto de Estado Social y Político por la Educación–, está el que resulta de haber arrumbado el conocimiento entre las competencias que se supone deben acreditar los escolares españoles desde la Educación Primaria. Se ha puesto el énfasis durante años en la parte instrumental, en las habilidades, en las estrategias, en las técnicas de aprendizaje; en eso que los pedagogos llaman “aprender a aprender”. En cambio, la transmisión del conocimiento ha quedado desatendida. Y cuando hablo de transmisión del conocimiento no me estoy refiriendo al aprendizaje memorístico ni a la asimilación de unos programas interminables, ni estoy reivindicando tampoco la clase magistral. Lo que debemos recuperar, desde esos primeros estadios del sistema educativo, es el afán por aprender, la pasión por conocer.

En otras palabras, hay que poner mucho más el acento en el qué y mucho menos en el cómo. Sólo si se dan esta y las demás condiciones expuestas –el fortalecimiento de la profesión docente, por encima de todo; pero también la intervención desde la escuela en los primeros años de la educación infantil y la sustitución del recurso a la repetición por el del profesor de refuerzo– ese porcentaje de abandono escolar temprano irá menguando hasta alcanzar niveles homologables a los de los países que aparecen en la parte más decorosa de la tabla de la UE. Y, así las cosas, nuestro sistema educativo estará en condiciones de formar ciudadanos críticos.

Por supuesto, no será fácil. Habrá que vencer, en muchos casos, la endogamia particularista inherente a un sistema que ha ido conformándose comunidad autónoma por comunidad autónoma, sin atender a lo general y común al conjunto del país. Bastará con echar una ojeada a los libros de texto editados en Cataluña, Baleares, Comunidad Valenciana, Galicia, País Vasco o Navarra, e imaginar su proyección en el aula, para convencerse de que los nacionalismos periféricos no han escatimado ocasión para incumplir aquella regla práctica de Jules Ferry, la que aconsejaba al maestro preguntarse “si un padre de familia, uno solo (…), presente en su clase y a la escucha, podría negar su asentimiento a lo que le oiría decir”. O bastará con percatarse de que en algunas de esas autonomías la lengua oficial del Estado está del todo proscrita como lengua vehicular de la enseñanza obligatoria, y de que en otras lleva camino de estarlo.

Para aspirar a tener una ciudadanía crítica, la educación ha de poder librarse de esas disfunciones de sesgo marcadamente ideológico. A veces sería suficiente la simple aplicación de la ley para lograrlo; piénsese, por ejemplo, en una Alta Inspección Educativa que fuera realmente efectiva. Y es que el ejercicio de la crítica requiere de una ciudadanía en cuya educación hayan intervenido principalmente la clase de maestros con los que soñaba Ferry. Unos maestros que hayan sido capaces de insuflar en sus alumnos, desde la más tierna edad, ese afán por el conocimiento. Es a partir de ahí que esa conciencia crítica que lleva aparejada la curiosidad intelectual, ese preguntarse a cada paso sobre el porqué de las cosas, ese ir más allá –mediante el esfuerzo– de lo que uno encuentra en el camino, traerá consigo la formación de una ciudadanía consciente de sus derechos y deberes y del papel que le corresponde jugar, en consecuencia, en los asuntos públicos del país.

Del mismo modo que el pensamiento crítico no es sino pensamiento exprimido al máximo –por lo que todo pensamiento que se precie debería ser, al cabo, crítico–, una ciudadanía crítica no es sino una ciudadanía que ha ejercido sin cortapisas lo que el propio término lleva implícito –a saber,  la condición de ciudadano–. Y nada de eso resulta siquiera concebible sin una educación garantista y de calidad.


(Publicado en Letras Libres, 17 de julio de 2019)