A
Marta Martín
Resulta hasta
cierto punto natural tomar a Francia como arranque de este artículo. Una
palabra como ciudadanía remite inevitablemente
a ella. Y luego está Jules Ferry, aquel ministro de Instrucción Pública de la
Tercera República que allá por 1880, año más, año menos, empezó a poner los
cimientos de la educación gratuita y obligatoria, esa de la que todavía gozamos
en los países económicamente desarrollados. No lo tuvo fácil, Ferry. Hasta
entonces, y a pesar de algunos vaivenes en tiempos revolucionarios y
posrevolucionarios, la instrucción –que así es como se llamaba lo que luego se
conoció como enseñanza y luego aún como
educación– había estado en manos de
la Iglesia y sus beneficiarios. Ferry, pues, le dio carácter universal mediante
la gratuidad y la obligatoriedad, a las que unió, last but not least, la laicidad.
Un carácter
universal cuya plasmación más límpida acaso sea la famosa circular que el
político republicano dirigió a los maestros en noviembre de 1883, al abandonar
el Ministerio de Instrucción Pública para hacerse cargo del de Asuntos
Exteriores. En ella, tras aludir a las ventajas que, a su juicio, iba a
reportar en el futuro el que la enseñanza de una forma cualquiera de dogma particular
hubiera sido excluida del programa obligatorio y sustituida por una enseñanza
moral y cívica –en otras palabras, el que el ámbito de las creencias, libres y
personales, estuviera por fin separado del de los conocimientos, comunes e
imprescindibles–, Ferry recurría a un ejemplo para que ningún maestro se
llamara a engaño respecto a la naturaleza de esa nueva enseñanza:
«Si en alguna ocasión no supiera hasta
dónde le está permitido llegar en su enseñanza moral, he aquí una regla práctica
a la que puede ceñirse. Al
proponer a los alumnos un precepto, una máxima cualquiera, pregúntese si conoce
un solo hombre honesto al que pueda ofender lo que va a decir. Pregúntese si un
padre de familia, uno solo, insisto, presente en su clase y a la escucha, podría
negar su asentimiento a lo que le oiría decir. Si es así, absténgase de
decirlo; de lo contrario, hable sin tapujos: porque lo que le va a comunicar al
niño no es su propia sabiduría; es la sabiduría del género humano, es una de
esas ideas de orden universal que varios siglos de civilización han incorporado
al patrimonio de la humanidad»
En esta última frase, sin ir
más lejos, se concentran todos los elementos esenciales para que pueda
hablarse, hoy en día, de educación y ciudadanía crítica. Así, la figura cenital
del maestro como transmisor de una cultura general, de un conocimiento labrado
a lo largo de los siglos, de un patrimonio común, a partir del cual el alumno deberá
formarse como persona y como ciudadano. Y así también la idea del saber como algo
externo al maestro, como algo compartido que no admite ningún sesgo particular,
ningún enfoque parcial o excluyente. Y es que sólo desde esa neutralidad del
conocimiento el alumno será capaz de construirse poco a poco, a medida que
progrese en su formación, el pensamiento crítico que haga de él un verdadero
ciudadano.
Pero para ello deberán darse
asimismo una serie de condiciones. La principal, que el sistema público de
enseñanza –y en España el sistema público incluye, junto a la escuela pública,
la concertada, en tanto en cuanto esta última está sostenida con fondos
públicos, por más que la gestión sea privada– garantice, en su desarrollo, la imprescindible
equidad y la no menos imprescindible calidad. Dicho de otro modo: que no se dé,
como se está dando en estos momentos en nuestro país, un porcentaje del 17,9%
de media en el abandono educativo temprano (datos del Ministerio de Educación
correspondientes a 2018). Esto significa que casi uno de cada cinco españoles
de entre 18 y 24 años no han proseguido sus estudios más allá de la Educación
Secundaria Obligatoria (ESO). Y, lo que es peor, aproximadamente la mitad de
estos jóvenes ni siquiera han obtenido el título. Por lo demás, no existe tampoco
el mínimo y deseable equilibrio entre las distintas comunidades autónomas, ya
que así como en el País Vasco el porcentaje de abandono es del 6,9%, en las
Islas Baleares, situadas al otro extremo de la tabla y sólo superadas por la
ciudad de Melilla, es del 24,4.
Para hacerse cargo del lastre
que esto supone para nuestro sistema educativo, bastará indicar que la media de
la Unión Europea se sitúa en un 10,6%. Nos hallamos, pues, entre los países con
un mayor porcentaje de fracaso, lo que repercute en un empleo a menudo poco
cualificado y en una capacidad de innovación que a duras penas impregna nuestro
tejido productivo. Como es natural, no estamos ante una fatalidad. Existen
medidas para combatir esta situación. Por ejemplo, la escolarización en la
franja de la educación infantil que va de 0 a 3 años, en especial en el caso de
aquellos niños cuyo ambiente socioeconómico y familiar sea poco proclive a desarrollar
habilidades no cognitivas; tal y como han demostrado investigaciones recientes,
la intervención temprana puede evitar de manera significativa deficiencias en
la formación futura. O también, por limitarnos a un par de ejemplos, una
política decidida de reducción de nuestra tasa de repetición, una de las más
altas de Europa, mediante el incremento de los profesores de refuerzo.
Aun así, y sin rebajar lo más
mínimo la importancia de las medidas a las que acabo de referirme, ese abandono
educativo temprano no alcanzará niveles próximos a lo residual en tanto no se actúe
también, y de forma resuelta, en dos ámbitos fundamentales: el de la profesión
docente y el del conocimiento. Hoy en día cunde un desánimo bastante
generalizado entre maestros y profesores. Para entendernos: dudo mucho que
alguno de los que llevan años en las aulas, llegada la hora de la jubilación, aceptara
prolongar por más tiempo su vida profesional. Ni que le ofrecieran, para
convencerle, todo el oro del mundo. Y es que a lo largo de estas últimas décadas
de democracia constitucional en ningún momento los distintos partidos que se
han sucedido en la gobernanza del Estado y en la elaboración de las leyes
educativas han reparado en la necesidad de reconocer la importancia de la
profesión docente, estableciendo un sistema de acceso y de formación riguroso,
justo y eficiente –análogo, por ejemplo, al MIR sanitario– y asegurando los
procesos de promoción a lo largo de la carrera. Dando, en definitiva, a
maestros y profesores el papel cenital que nunca deberían haber perdido.
Y junto a ese déficit que
arrastramos y al que habría que empezar a poner remedio cuanto antes –de hecho,
se trata de uno de los requerimientos más reiterados en las comparecencias de
la tristemente fenecida, por obra y gracia socialistas, subcomisión para la
elaboración de un Pacto de Estado Social y Político por la Educación–, está el
que resulta de haber arrumbado el conocimiento entre las competencias que se
supone deben acreditar los escolares españoles desde la Educación Primaria. Se
ha puesto el énfasis durante años en la parte instrumental, en las habilidades,
en las estrategias, en las técnicas de aprendizaje; en eso que los pedagogos
llaman “aprender a aprender”. En cambio, la transmisión del conocimiento ha
quedado desatendida. Y cuando hablo de transmisión del conocimiento no me estoy
refiriendo al aprendizaje memorístico ni a la asimilación de unos programas
interminables, ni estoy reivindicando tampoco la clase magistral. Lo que
debemos recuperar, desde esos primeros estadios del sistema educativo, es el
afán por aprender, la pasión por conocer.
En otras palabras, hay que
poner mucho más el acento en el qué y mucho menos en el cómo. Sólo si se dan
esta y las demás condiciones expuestas –el fortalecimiento de la profesión
docente, por encima de todo; pero también la intervención desde la escuela en
los primeros años de la educación infantil y la sustitución del recurso a la
repetición por el del profesor de refuerzo– ese porcentaje de abandono escolar
temprano irá menguando hasta alcanzar niveles homologables a los de los países que
aparecen en la parte más decorosa de la tabla de la UE. Y, así las cosas,
nuestro sistema educativo estará en condiciones de formar ciudadanos críticos.
Por supuesto, no será fácil.
Habrá que vencer, en muchos casos, la endogamia particularista inherente a un
sistema que ha ido conformándose comunidad autónoma por comunidad autónoma, sin
atender a lo general y común al conjunto del país. Bastará con echar una ojeada
a los libros de texto editados en Cataluña, Baleares, Comunidad Valenciana,
Galicia, País Vasco o Navarra, e imaginar su proyección en el aula, para
convencerse de que los nacionalismos periféricos no han escatimado ocasión para
incumplir aquella regla práctica de Jules Ferry, la que aconsejaba al maestro preguntarse
“si un padre de familia, uno solo (…), presente
en su clase y a la escucha, podría negar su asentimiento a lo que le oiría
decir”. O bastará con percatarse de que en algunas de esas autonomías la lengua
oficial del Estado está del todo proscrita como lengua vehicular de la
enseñanza obligatoria, y de que en otras lleva camino de estarlo.
Para aspirar a tener una
ciudadanía crítica, la educación ha de poder librarse de esas disfunciones de
sesgo marcadamente ideológico. A veces sería suficiente la simple aplicación de
la ley para lograrlo; piénsese, por ejemplo, en una Alta Inspección Educativa que
fuera realmente efectiva. Y es que el ejercicio de la crítica requiere de una
ciudadanía en cuya educación hayan intervenido principalmente la clase de
maestros con los que soñaba Ferry. Unos maestros que hayan sido capaces de
insuflar en sus alumnos, desde la más tierna edad, ese afán por el conocimiento.
Es a partir de ahí que esa conciencia crítica que lleva aparejada la curiosidad
intelectual, ese preguntarse a cada paso sobre el porqué de las cosas, ese ir
más allá –mediante el esfuerzo– de lo que uno encuentra en el camino, traerá
consigo la formación de una ciudadanía consciente de sus derechos y deberes y del
papel que le corresponde jugar, en consecuencia, en los asuntos públicos del
país.
Del mismo modo que el
pensamiento crítico no es sino pensamiento exprimido al máximo –por lo que todo
pensamiento que se precie debería ser, al cabo, crítico–, una ciudadanía
crítica no es sino una ciudadanía que ha ejercido sin cortapisas lo que el
propio término lleva implícito –a saber, la condición de ciudadano–. Y nada de eso resulta
siquiera concebible sin una educación garantista y de calidad.