En las últimas elecciones autonómicas, celebradas hace cosa de un año, el Partido de los Socialistas de Cataluña (PSC) perdió más de 220.000 votos, alcanzando el peor de sus resultados, en porcentaje, en esa clase de comicios. ¿Alguien dimitió? Nadie. En las últimas elecciones municipales, celebradas hace cosa de medio año, el PSC perdió más de 200.000 votos, alcanzando también el peor de sus resultados, en porcentaje, en esa otra clase comicios. ¿Alguien dimitió? Nadie. En las últimas elecciones generales, celebradas hace apenas una semana, el PSC perdió cerca de 800.000 votos, alcanzando asimismo el peor de sus resultados, en porcentaje, en esa tercera clase de comicios. ¿Alguien ha dimitido? Hasta la fecha, nadie. Desde el primer momento, o sea, desde el batacazo de las autonómicas, el aparato del partido encontró la tangente milagrosa para eludir responsabilidades y, en definitiva, ganar tiempo: el anuncio de la convocatoria de un congreso en el que todos los dirigentes iban, se supone, a rendir cuentas. El anuncio, insisto, no la convocatoria misma. Uno de esos dirigentes, el primer secretario José Montilla, dijo ya entonces que no pensaba reincidir y que lo suyo —el mantenerse en el cargo hasta el congreso— era pura abnegación, un servicio más al partido. Pero el resto optó por la callada. Ahora, cuando faltan apenas tres semanas para el congreso, empieza a vislumbrarse el grado de sacrificio de unos y otros. José Zaragoza, responsable de organización y de las inolvidables campañas electorales, ha salido elegido diputado a Cortes. Miquel Iceta, portavoz y actual número dos, acaba de proponerse como futuro primer secretario. Y José Montilla, al que muchos auguraban un merecido retiro lejos de la política, irá al Senado por decisión del partido, sin pasar por las urnas. Será que el hombre quiere seguir aprendiendo el catalán y, con tanta inmigración, no ha encontrado plaza en una escuela de adultos.

ABC, 26 de noviembre de 2011.

¿Dimitir? Ni soñarlo

    26 de noviembre de 2011
El desenlace de unas elecciones, y más si se trata de unas generales, no es nunca el producto de un único factor. El entramado de intereses, anhelos, rechazos y frustraciones que concurren en la determinación de cada uno de los votos hace que resulte vano cualquier intento de simplificación. Aun así, en las elecciones que se celebraron anteayer en España todos esos factores concurrentes parecieron subsumirse en uno solo: el estado de necesidad. El cambio al que se sumaron una inmensa mayoría de los españoles o, lo que es lo mismo, el castigo que infligieron al partido que hasta entonces había gobernado sus destinos tuvo una causa cardinal: la crisis y su mala gestión. De ahí, sin duda, que el gran vencedor de estos comicios, Mariano Rajoy, pusiera en el eje de su primer y excelente discurso como presidente «in pectore» del Gobierno estos cuatro enemigos a los que combatir: el paro, el déficit, la deuda excesiva y el estancamiento económico. Y de ahí también que la racanería del voto se cebara tan sólo en quienes, desde el Gobierno del Estado y de no pocas Autonomías, se negaron primero a reconocer la existencia misma del problema para después, una vez admitido este y tras diluir su responsabilidad de gobernantes en instancias superiores, si no etéreas, optar por reformas de salón que en nada contribuían a mitigar el desempleo y a devolver la confianza a inversores y consumidores. Prueba de ello es que el Partido Popular, pese a mandar desde el pasado mes de mayo en buena parte de las Comunidades Autónomas y en los principales ayuntamientos del país, no se ha visto en absoluto afectado por ese ejercicio del poder, o que Convergència i Unió, cuyos recortes en ámbitos vinculados al Estado del Bienestar tanto revuelo han levantado últimamente en Cataluña, no ha sufrido tampoco erosión alguna. Al contrario, lo mismo unos que otros han obtenido unos resultados históricos. Será que la gente prefiere que le cuenten la verdad, por dura y desagradable que esta sea, y se aborden de una vez sus problemas, a que la engañen con trampantojos y falsas promesas.

Pero, aun cuando la situación económica haya concentrado y vaya a seguir concentrando, como es natural, todos los afanes y preocupaciones de gobernantes y gobernados, las elecciones del domingo dejaron también otros mensajes. Por ejemplo, el que deriva del rotundo fracaso del PSOE y se concreta en la aparente defunción del bipartidismo. No hay duda que el batacazo socialista ha sido de pronóstico y que, por más congresos ordinarios que la dirección tenga a bien convocar, la crisis de liderazgo es un hecho. Con un secretario general en retirada, un candidato destrozado por las urnas y una candidata en expectativa que ha sido derrotada donde menos se esperaba, no parece que el futuro pueda estar en ninguna de estas cabezas. Añadan a lo anterior la imprescindible renovación ideológica y programática a que van a verse abocados los socialistas si pretenden consolidarse de nuevo como alternativa de poder y convendrán conmigo en que el porvenir al que se enfrentan —y sobre el que se cierne, no vayamos a olvidarlo, el nubarrón amenazador de las autonómicas andaluzas— dista mucho de ser halagüeño. Pero, con todo, su concurso resulta absolutamente necesario. La atomización del voto de izquierda y el consiguiente crecimiento de Izquierda Unida y de las opciones nacionalistas hacen, si cabe, todavía más necesario su pronto fortalecimiento. La situación del país va a requerir grandes pactos. Mariano Rajoy insistía la otra noche en que será necesaria la colaboración de todos y que con todos piensa contar. Hay que celebrarlo. Pero, como cualquier acuerdo depende de ambas partes, no está de más recordar que la correspondiente al principal partido de la oposición no puede quedar en modo alguno vacante.

Máxime si se repara en el descenso experimentado por la suma del voto de PP y PSOE con respecto a la registrada en pasadas legislaturas —y que no es sino la consecuencia del hundimiento socialista, hundimiento que el auge popular no alcanza a compensar—. En concreto, diez puntos porcentuales menos que en 2008. Lo que significa que, incluso contando con el concurso del principal partido de la oposición, esos grandes acuerdos de Estado van a sufrir una merma considerable en cuanto a representatividad. ¿Soluciones? No parece que esa Izquierda Unida que asegura haberse convertido en el «partido de los pobres» mientras trata de incorporar a su proyecto las escurriduras del 15-M —y cuyo resultado, por cierto, merece ser también destacado— vaya a estar por la labor. Lo suyo es la calle y la confrontación, más que el Parlamento y la avenencia. Sí pueden estar por la labor, en cambio, los nacionalismos moderados, y especialmente el catalán, que es el de mayor peso. Pero ya se sabe que esa clase de nacionalismos no suelen atender a razones otras que las propias del canje o del chantaje. Vaya, que el altruismo y la grandeza de miras no se les suponen. Con ellos, o caen más competencias y más dinero, o no hay acuerdos. Y como la generosidad del Gobierno del Estado para con esas fuerzas políticas ha sido más que notoria en estos últimos años, ya casi no queda nada en el zurrón con que saciar sus previsibles demandas —como no sea, claro, la independencia misma—.

Así las cosas, no parece existir otra opción para completar el pacto y tratar de acercarlo al porcentaje de las últimas legislaturas que la encarnada por Unión, Progreso y Democracia. El partido de Rosa Díez posee la enorme ventaja, con respecto al resto de los candidatos, de coincidir en muchos de sus principios programáticos con los del propio Partido Popular. Y, muy principalmente, en lo que atañe a cuestiones como la estructura territorial, el terrorismo, la lengua o la educación. O sea, en ámbitos todos ellos relacionados con la igualdad de derechos de los españoles, en tanto que ciudadanos de una misma Nación. Es verdad que UPyD no tiene más que cinco diputados y cerca de un 5% de voto. Pero ese porcentaje corresponde a un millón largo de sufragios, lo que convierte a la formación en la cuarta más votada del Congreso. Para adquirir un protagonismo acorde con su representatividad, sólo le falta disponer de grupo parlamentario propio. Según el reglamento de la Cámara, le separan tres décimas de su objetivo, lo que constituye sin duda una soberana injusticia, sobre todo si uno toma en consideración que UPyD supera en más de 100.000 votos a una coalición como CIU y en prácticamente 800.000 a una como Amaiur —que van a contar, ellas sí, con grupo parlamentario—.

Pero ello tiene arreglo. Basta con modificar el reglamento. Al PP le conviene y debería hacer lo imposible por lograrlo. Ante el desembarco de los «abertzales» de Amaiur, UPyD puede ejercer una eficaz labor de contención. Y luego está una cuestión de la que poco se habla de momento y que merecería, por sí sola, un nuevo artículo. De nada servirá empezar a salir del pozo en que nos encontramos si no emprendemos, a un tiempo, una profunda reforma de nuestra educación. De la enseñanza y de los valores que la informan. Hay que situar de nuevo el esfuerzo, el mérito, el conocimiento, la autoridad y la tradición en lo más alto de nuestro sistema social. En las aulas y, a poder ser, en casa. Hay que hacer pedagogía, pero de la buena. Y en esto, que es algo en lo que el PP ha estado siempre comprometido, un aliado como UPyD podría resultar de gran ayuda.

ABC, 22 de noviembre de 2011.

Reflexiones postelectorales

    22 de noviembre de 2011
No era mi intención seguir hablándoles de cultura, pero manda la actualidad. Esta semana hemos sabido, por un lado, que Josep Ramoneda va a abandonar en enero la dirección del CCCB, y, por otro, que una serie de prohombres y promujeres catalanas han difundido un manifiesto electoral titulado «Per Catalunya, la cultura». Respecto a lo primero, poco hay que añadir, como no sea que la renuncia no parece deberse a la voluntad del afectado. Respecto a lo segundo, en cambio, sí proceden algunas consideraciones. No en cuanto al texto, ciertamente. Aunque hay quien ha elogiado el esfuerzo de sus promotores por articular un discurso en tiempos de consignas, injurias y chascarrillos —nada como las campañas electorales para percibir, en todo su esplendor, el grado cero de la inteligencia—, lo cierto es que el ensayo no deja de ser una mala redacción de cuando en el bachillerato todavía se redactaba. O sea, un tropel de tópicos ensartados en una sintaxis adolescente. Por lo demás, el texto desprende de cabo a cabo un tufillo herderiano —ya saben, aquello de la lengua como alma del pueblo, de la nación— que no hace sino incrementar la sensación de «déjà vu». No, lo realmente significativo del susodicho manifiesto no son sus contenidos; es que, entre sus firmantes, no haya una sola voz independiente —independiente en un grado u otro, antes o después, del erario público—. Figuran en él consejeros de Cultura pasados y presentes; directores generales de ayer y de hoy; concejales y exconcejales; funcionarios de la universidad; periodistas a sueldo de los medios públicos; secretarios generales y directores de la Administración; responsables de instituciones, organismos y fundaciones públicos o semipúblicos. No hay nadie, insisto, cuyo sustento dependa en mayor o menor medida del mercado, cuyo sueldo no esté supeditado al compromiso ideológico. La cultura catalana está en estas manos. Y así le va.

ABC, 19 de noviembre de 2011.

Los funcionarios de la cultura

    19 de noviembre de 2011
Puede que lo más significativo de esta campaña electoral en Cataluña sea algo que, en apariencia, nada o muy poco tiene que ver con ella. Me refiero a la dimisión en bloque de los miembros del Consell Nacional de la Cultura i de les Arts, más conocido por Conca. (En fin, seamos precisos: han dimitido 11 de los 12 miembros del Consejo, acaso porque siempre tiene que quedarse alguien para apagar la luz.) Ese remedo patrio del Arts Council británico fue promovido y aventado como suprema necesidad por el hoy consejero de Cultura Ferran Mascarell en sus tiempos, algo lejanos ya, de máximo responsable cultural del Ayuntamiento barcelonés. Bien es verdad que el entonces concejal no puso empeño alguno en promoverlo allí donde tenía jurisdicción, sino que todos sus desvelos se orientaron a exigirlo en el campo controlado por sus adversarios políticos, esto es, en el autonómico. Con la llegada del tripartito a la Generalitat, la consejera socialista Caterina Mieras abrazó el proyecto, si bien la suerte quiso que le correspondiera a su sustituto y correligionario Mascarell presentarlo en el Parlament. Luego, la dimisión de Maragall, el final de legislatura, las elecciones anticipadas y el consiguiente paso del Departamento de Cultura a manos republicanas motivaron que la ley por la que se creaba el Conca sufriera múltiples retrasos y no fuera aprobada hasta mediados de 2008. Desde entonces, el discurrir del Consejo de notables encargado de elaborar un informe anual sobre el estado de la cultura catalana, diseñar sus líneas estratégicas y otorgar, ay, un buen pellizco de dinero público en forma de subvenciones ha sido tortuoso, pero ha sido. Hasta esta semana, en que 11 de sus 12 miembros han dicho basta. ¿La razón? La pretensión del redivivo consejero Mascarell de cerrarles considerablemente el grifo y quedarse encima con la administración del exiguo caudal. Aunque, la verdad, no sé de qué se quejan: al fin y al cabo, la criatura es suya.

ABC, 12 de noviembre de 2011.

La cultura en campaña

    12 de noviembre de 2011



La creación del mundo

    8 de noviembre de 2011
Comprendo que haya quien se sorprenda ante la metamorfosis experimentada en los últimos tiempos por Jordi Pujol. De autonomista a independentista. De supuesto hombre de Estado a auténtico milhombres sin Estado. De integrado a apocalíptico. María Antonia Prieto ha subrayado más de una vez en estas páginas, de forma certera, las circunstancias de esta evolución. Yo sólo le añadiría la edad, tan traidora —y, si no, que se lo pregunten a Moisès Broggi—. Aun así, ello no debería llevarnos a eximir al muy honorable ex presidente de la responsabilidad que le corresponde en el desaguisado catalán. Como, por ejemplo, en el asunto de las multas por no rotular los comercios en la llamada lengua propia. Esta semana ha trascendido que en el primer semestre de 2011 el ritmo multero se mantuvo con respecto a 2010. En otras palabras: tanto las denuncias de los almogávares como la diligencia de los inspectores de la Agencia Catalana de Consumo están siendo más o menos las mismas con el primer gobierno de Artur Mas que con el último de José Montilla. Pero la noticia llevaba también en algún caso una apostilla asombrosa. El informante venía a decir que eso con Pujol no habría ocurrido. Como mínimo, con el Pujol de hace ocho años, con el que todavía gobernaba. Es más, incluso afirmaba que, pudiendo ocurrir, no ocurrió, puesto que la ley de política lingüística data de 1998, y entre 1998 y 2003 —en que Pujol cedió el testigo a Maragall— no se multó en Cataluña por razón de lengua. Lo cual es falso, por supuesto. Sí se multó, aunque poco. Y si no hubo más multas fue porque la ley preveía en su articulado una moratoria de cinco años para que los comercios se pusieran a tono. Vaya, que hasta enero de 2003, en que vencía el plazo, no podía repartirse estopa. Pero sí a partir de entonces, como hizo aquel postrer gobierno de Pujol en los casi doce meses que le quedaban de vida. Ah, y con Mas de segundo de a bordo, tomando nota.

ABC, 5 de noviembre de 2011.

Con distintos collares

    5 de noviembre de 2011