La izquierda no descansa. El nacionalismo tampoco. Decía no hace mucho el periodista Pedro García Cuartango a propósito de España mágica, un libro del que es autor y que trata de “los secretos arqueológicos y monumentales de nuestro país”, que “tenemos que dejar de pensar que nuestra historia empieza en la Guerra Civil”. Propósito loable, sin duda. Sobre la Guerra Civil y la Segunda República –uno y lo mismo, al cabo– se ha escrito más que sobre cualquier otro tramo de la historia de España. No diré que se ha investigado cuanto había que investigar –siempre quedan parcelas vírgenes o maltratadas que justifican un nuevo trabajo–, pero sí que el material cosechado y debidamente trillado debería bastar a estas alturas para dirigir los esfuerzos, como reclama Cuartango, hacia periodos más lejanos y desconocidos. Con todo, el problema, a mi entender, no reside tanto en los historiadores o en los divulgadores de la historia como en la política y cuanto la rodea, empezando por los circuitos de la opinión, sean estos analógicos, digitales o radiales.

La izquierda toda y los nacionalismos periféricos han hecho de la Guerra Civil y la barbarie que lleva asociada un argumento imprescriptible. Bajo la bandera de una falsa memoria histórica, envuelta luego en una no menos falsa memoria democrática; mezclando, de un lado, la legítima voluntad de los familiares de las víctimas –del bando republicano la inmensa mayoría– de dar digna sepultura a sus ascendientes con, de otro lado, la obscena exhibición de sus restos para que los representantes públicos del lugar pudieran fotografiarse junto a la fosa y soltar incluso alguna lágrima; confundiendo, en fin, la justicia con el afán de venganza, la izquierda y los nacionalismos han sacado petróleo del dolor ajeno contaminando de este modo, sin ningún reparo, la convivencia entre españoles.

Dicha labor arrancó con la llegada al poder de José Luis Rodríguez Zapatero y se ha recrudecido groseramente con los gobiernos de Pedro Sánchez –sin olvidar, claro está, la ejercida por los ejecutivos autonómicos de parecido color político–. Poner la Guerra Civil en el epicentro de nuestra historia, borrar de un plumazo ideológico todo lo anterior y en buena medida cuanto tiene que ver con la Transición y la reconciliación entre españoles, no sólo es una mutilación obscena, sino que responde a una estrategia de confrontación permanente. Tan permanente que en el periodo post y preelectoral en que nos hallamos esa estrategia está más viva que nunca.

El lector tendrá sin duda presente el episodio aquel de hace quince años en que el entonces presidente Rodríguez Zapatero confesaba al periodista Gabilondo, a micrófono presuntamente cerrado, que la tensión convenía a sus intereses electorales. Pues bien, desde 2004 hasta hoy la izquierda y los nacionalismos más o menos afines, ya desde el gobierno, ya desde la calle cuando estaban en la oposición, no han hecho sino desarrollar esa estrategia. Y no les ha ido nada mal si reparamos en que han gobernado durante 13 de estos 19 años, es decir, durante más de dos tercios del tiempo transcurrido. Por eso ahora, en cuantas autonomías han perdido el poder, amenazan ya con salir a la calle en contra de gobiernos que ni siquiera han tenido la oportunidad de constituirse y empezar a gobernar.

La confrontación, en los términos en que la plantea esa amalgama de izquierda identitaria y nacionalismos disolventes, necesita siempre de un enemigo al que crucificar. Hasta 2018 el crucificado fue el Partido Popular, aquella derecha que Umbral bautizara en tiempos de Aznar como derechona y que Rajoy puso después en barbecho hasta que una moción de censura acabó con su carrera política. Al PP lo relevó Vox como blanco preferido del enemigo, sin que por ello los populares se libraran de las iras y los denuestos. Pero, en todo caso, el nuevo blanco sí les sirvió para reducirlos y atemperarlos.

El empeño por convertir a Vox en un sucedáneo del peor franquismo se inscribe por supuesto en la misma estrategia guerracivilista. Que el director de Opinión del diario El País sostenga, como hizo el pasado domingo, que “reservar las expresiones ultra o extrema derecha para Vox tiene sentido en la medida en que identifica una formación cuyas posiciones políticas a menudo vulneran los confines que establece la Constitución” y considere a un tiempo que ese extremismo “evidencia la moderación de la izquierda de Podemos y su plena integración sistémica”, aparte de servir para blanquear a Sumar y su amalgama de siglas, no evidencia absolutamente nada; sólo demuestra hasta qué punto el propio diario está integrado sistémicamente en el sanchismo. (Para ello, resulta muy instructivo leer, de punta a cabo, la pieza en que se inscriben esas palabras, titulada “Por qué llamamos ultra a Vox (y no a Podemos)” y firmada por la defensora del Lector. A partir de la simple pregunta de un lector, la defensora recurría a la opinión de un profesor de Derecho Constitucional, de los redactores que seguían a ambas formaciones políticas y del propio director de Opinión, todas coincidentes, para, tras añadir nuevos argumentos de su propia cosecha, llegar a un dictamen inapelable: Vox es ultra y Podemos no. Lástima que se le olvidara leer la columna de Fernando Savater “Ultras”, publicada la víspera en la misma cabecera. Sólo así se explica que no tuviera también en cuenta las razones de un veterano columnista de la casa, notoriamente discrepantes de las expuestas por el conjunto de voces seleccionadas pro domo sua.)

Del mismo modo, la sobreexposición en esta campaña electoral del bolivariano expresidente del Gobierno Rodríguez Zapatero, artífice de la estrategia de confrontación permanente con la derecha que Pedro Sánchez no ha hecho sino llevar a su máxima cota, tampoco deja margen para la duda. Sirve para el propósito del enfrentamiento, al tiempo que permite al todavía presidente del Gobierno presentarse como una víctima –son sus palabras– de la derecha económica, política y mediática. Y, en fin, las manifestaciones llevadas cabo para protestar y tratar de impedir los pactos entre PP y Vox en el campo autonómico –como la realizada el pasado lunes frente a las Cortes Valencianas por las feministas del lugar, a las que se sumó, puño en alto, la ministra en funciones Diana Morant– y las que están por llegar –como la que se anuncia en Madrid para el sábado, con motivo del Día del Orgullo–, persiguen atizar esa confrontación contra un futuro gobierno PP-Vox, por más que lo disfracen de movilización de su propio electorado.

Suerte que todos los españoles con derecho a voto van a tener dentro de nada la posibilidad de opinar por sí mismos –es de esperar que sin coacciones– en las urnas.

La confrontación permanente

    28 de junio de 2023
Las políticas desarrolladas en España durante las dos últimas legislaturas –o sea, desde 2015– allí donde han gobernado la izquierda poliédrica o la amalgama nacionalista se han caracterizado en gran medida por su intervencionismo. Lo mismo cabe decir de las llevadas a término por el Gobierno central desde que Pedro Sánchez alcanzó el poder –o sea, desde junio de 2018–. De una cosa y de otra se sigue naturalmente que en los últimos cinco años el menoscabo de la libertad del ciudadano, la progresiva intrusión en su privacidad, unidos a la figura de un Big Brother que afirmaba velar por nuestro bien al tiempo que nos atemorizaba con toda clase de apocalipsis venideros no hayan hecho más que incrementarse. En este sentido, los resultados del 28 de mayo deben interpretarse sin duda como un rechazo tajante de lo que ha supuesto el sanchismo; pero también, atendiendo sobre todo al ámbito autonómico, como la impugnación de unas políticas que ya desde 2015 habían ido cercenando en gran parte de España, peldaño a peldaño y sin descanso, los derechos de los ciudadanos.

No es de extrañar, pues, el énfasis en la libertad que han puesto los redactores de los dos acuerdos suscritos entre PP y Vox para gobernar la Comunidad Valenciana y las Islas Baleares, respectivamente. Son textos bastante distintos, porque distintos son los territorios, la relación de fuerzas entre ambos partidos y el resto de las fuerzas parlamentarias –en Baleares el PP tiene, sin la ayuda de los de Vox, más escaños que la suma de los logrados por la oposición de izquierda y nacionalista– y las circunstancias en que fueron suscritos. El de la Comunidad Valenciana, mucho más cercano a un programa de gobierno, consiste en un listado de 50 medidas agrupadas en diversos apartados, el primero de los cuales lleva como título “Libertad”. El de Baleares es mucho más difuso e inconcreto, una suerte de marco general a partir del cual ir desgranando en adelante actuaciones más precisas. Lo que no significa, claro, que de él no pueda extraerse ya alguna que otra lección, como enseguida veremos. Para concluir la comparación entre ambos textos, digamos que en el caso de la Comunidad Valenciana el acuerdo incluye la presencia de Vox en el gobierno autonómico con una vicepresidencia y dos consejerías, mientras que en el caso de Baleares a Vox le corresponde la Presidencia del Parlamento y todo indica que, a cambio, el futuro gobierno estará integrado tan sólo por consejeros del Partido Popular.

Pero volvamos al documento suscrito anteayer por los portavoces de ambos partidos en Baleares. El primer apartado, al igual que en el texto valenciano, lleva por título “Libertad”, por más que aquí al nombre se le añade un desarrollo en el propio epígrafe: “las personas en el centro de la acción política”. Y a continuación, en tres párrafos, los ámbitos de aplicación de esa libertad. Entre ellos, destaca el relativo a la educación. Libertad de elección de centro escolar, de primera lengua de enseñanza; voluntariedad de las actividades extracurriculares, y todo ello dentro de un modelo basado en el mérito y el esfuerzo y exento de adoctrinamiento ideológico. Como es natural, en este y en los demás ámbitos habrá que esperar a conocer las medidas con las que el nuevo gobierno se propone cumplir con lo expuesto en ese marco general y la gradualidad con que piensa aplicarlas a lo largo de la legislatura. De esta y de la siguiente, dado que sería de ilusos creer que en cuatro años se puede cambiar un modelo educativo implantado desde hace por lo menos un cuarto de siglo. Paciencia, pues, y también firmeza. Como en las cordadas, el gobierno deberá asegurar el terreno que pisa antes de dar un nuevo paso. No son pocos los que ya acechan y amenazan, desde posiciones afines a las del antiguo gobierno, con tomar la calle e intentar que el que el ejecutivo que está por venir fracase. 

Uno de los lemas usados por el PSOE en la precampaña de las elecciones locales y autonómicas era “El Gobierno de la Gente”. También por el PSIB-PSOE, claro. “La gente” es ese populismo que tanto gusta utilizar a quienes conciben la política como la traslación de sus presupuestos ideológicos a una masa informe de ciudadanos sin otro derecho a réplica que el que les procura cada cuatro años la posibilidad de votar. “La gente”, en política, es un término que sirve, entre otras cosas, para encubrir lo personal con lo colectivo, supeditar las libertades del individuo y los derechos que le reconoce la ley a los intereses espurios del grupo y sacrificar, en definitiva, la identidad de cada uno en beneficio de la presunta identidad de la tribu. Así pues, que el nuevo gobierno de Baleares se proponga pasar de la gente a las personas y revertir con sus políticas dicho estado de cosas no puede ser sino una buena noticia.

Puede que al común de los lectores el nombre de Ripoll les diga poco. Acaso les suene ya algo más si va asociado al de Wifredo el Velloso, aquel conde del siglo IX muerto a manos sarracenas, enterrado en el monasterio de Santa María de Ripoll y entronizado por la leyenda medieval y moderna como el “padre de la patria” catalana. Como sin duda debe de sonarles el de “imán de Ripoll”, un marroquí que ejerció en la localidad entre 2016 y 2017 y fue el inductor y organizador de los atentados terroristas de agosto de aquel año en Barcelona y Cambrils. Pues bien, Ripoll está hoy de actualidad. Y no por ninguna leyenda en esta ocasión, sino por la mismísima realidad.

Resulta que en las pasadas elecciones municipales, el 30% del voto emitido en la población fue a parar a un partido, Aliança Catalana, que se caracteriza por una doble xenofobia: hacia los hispanohablantes y hacia los inmigrantes extranjeros, la mayoría de los cuales son correligionarios –entiéndase en la acepción “que profesa la misma religión”– del antiguo imán. Y resulta asimismo que el bloque independentista, en el que convergen Junts, ERC y la CUP, o sea, la derecha y la izquierda practicantes de la xenofobia hacia los hispanohablantes, han acordado unirse e impedir el acceso de Aliança Catalana al poder municipal. Los últimos en manifestarse han sido los de Junts, cuya dirección, con la salvedad de su presidenta, Laura Borràs, decidió finalmente que había que sumarse a la izquierda más o menos extrema antes que coaligarse con la Aliança para formar gobierno.

A mí, qué quieren, la noticia me sorprendió. En este punto, y sin que sirva de precedente, estoy de acuerdo con Borràs. Si tanto Junts como Aliança Catalana son partidos de extrema derecha, ¿qué más da que el segundo exhume un odio más prominente que el primero al añadir el que proyecta sobre el inmigrante al que tiene como principal chivo expiatorio al hispanohablante?

Por lo demás, Junts es en buena medida responsable del nacimiento de Aliança Catalana. Y no sólo por lo que supone sembrar el odio entre conciudadanos, ya sea desde la propia Cataluña, ya desde Waterloo. Junts es, en último término, la heredera de la vieja y corrupta Convergencia i Unió. Y una de las políticas que Jordi Pujol y los suyos pusieron en práctica en consonancia con aquel “Programa 2000” ideado según parece en 1990 fue la de la inmersión lingüística. Para alcanzar los fines perseguidos, era muy importante que la lengua de origen del inmigrante no fuera el español. Cualquiera valía menos esta. Hispanohablantes, por así decirlo, había muchos más de los precisos. Y dado que el cupo más importante de inmigración procedía ya entonces de Marruecos, había que consolidar su presencia en Cataluña. E incluso favorecerla y aumentarla, pues el español no era su lengua materna.

A tal fin, crearon en 2003 la plaza de delegado de la Generalidad en Marruecos y nombraron para el puesto a Àngel Colom, un paniaguado de la política que había ido trasladando su fervor independentista y su necesidad de condumio desde la Crida a la Solidaritat de los años ochenta hasta el mismísimo partido del Wifredo el Velloso –entiéndase el “padre de la patria”– contemporáneo. A pesar de la llegada de la izquierda al Gobierno de la Generalitat, Colom se mantuvo en su puesto hasta 2008, en que volvió a Cataluña, donde ha seguido vinculado desde distintas canonjías políticas a los asuntos relativos a la inmigración y, en particular, a la procedente del Magreb.

La población de origen marroquí establecida hoy en Cataluña constituye un 30% de la residente en el conjunto de España. Aun así, no parece que las políticas de captación de voluntades llevadas a cabo en Marruecos por los Colom de turno y rematadas luego en el campo de la enseñanza con la aplicación del modelo de inmersión lingüística –por no hablar del sistema de ayudas sociales puesto en marcha en otros campos a cambio de la presunta cohesión vinculada al uso del catalán– hayan dejado mucha huella. A lo largo de la última década, la proporción de ciudadanos de Cataluña que confiesan utilizar habitualmente el catalán apenas se ha movido del 36% del total de la población. Ahora bien, si el objetivo era y es taponar la vía de agua que la competencia del castellano supone y supondrá siempre, la cosa cambia. Y ahí sí, ahí se entiende que la postura de Junts al sumarse al cordón sanitario contra la Aliança Catalana ripollense sea, como mínimo, un gesto coherente y respetuoso con unos ciudadanos a los que no ha dejado de manipular para propósitos que nada o casi nada tenían que ver con la inclusión social.

“Hace unos días me dijo mi hijo: ‘Como empresario, me interesa que ganen unos, pero como ser humano me interesa que ganen otros y, como soy antes ser humano que empresario, voto a los que se preocupan, defienden y luchan por los más desfavorecidos’. ¿Tan difícil es de entender?” Ese comentario de un lector, publicado ayer en la sección de Cartas a la Directora del diario El País, refleja con gran precisión la esencia del pensamiento de izquierdas. En primer lugar, la contraposición entre la maldad asociada a la condición de empresario –y por empresario suele entenderse más bien alguien de derechas– y la bondad inherente a la condición de ser humano, como si no hubiera empresarios buenos y seres humanos malos. Luego, la superación, ideología mediante, de semejante maniqueísmo: me gano la vida gracias a la existencia de una economía de mercado, pero, en vez de votar a quienes la defienden y valoran, voto a quienes la atacan y desprecian, con lo que el pecado –ser empresario– lleva ya incorporada su propia absolución –votar por quienes se erigen en protectores de las víctimas de un sistema en el que los empresarios constituyen una pieza esencial–. Pero lo más relevante de la carta acaso sea la acotación final del padre a las palabras del hijo: “¿Tan difícil es de entender?” No, por supuesto. Siempre y cuando uno sea de izquierdas.

Los resultados de las últimas elecciones autonómicas y municipales, con la considerable merma del poder territorial de la izquierda, han puesto en evidencia eso que podríamos llamar su mal perder. A nadie le gusta ser derrotado, y serlo encima con contundencia. Pero la reacción de los dirigentes socialistas la misma noche electoral y no digamos ya en los días siguientes, cuando la repentina convocatoria de las generales trocó los lamentos por el tsunami que los había barrido del mapa –sin que ellos tuvieran al parecer culpa alguna– en acicate para intentar revalidar la mayoría parlamentaria de la que han disfrutado en las Cortes durante un quinquenio y frenar así “la oleada de la derecha y la extrema derecha” –como la calificó la balear Francina Armengol la noche del 28-M–; esa reacción, digo, no obedecía únicamente al disgusto o la rabia por haber sido apeados del poder autonómico y municipal, sino también a la convicción de que sólo ellos merecen estar en lo más alto del podio. Y es precisamente esa superioridad moral, ese convencimiento de que, siendo ellos depositarios del bien, a ellos compete gobernar el país, lo que les impide aceptar la alternancia en el poder y, en definitiva, la legitimidad de un gobierno en solitario del Partido Popular o bien uno del Partido Popular y Vox. Una legitimidad que sí ven, en cambio, en el razonamiento, hipócritamente paradójico, expuesto en la carta de El País mencionada al principio. Mientras vote a la izquierda, todo ciudadano estará haciendo el bien, incluso si se gana la vida con una actividad tan denostada por la propia izquierda como es la empresarial –aun cuando cree riqueza y genere empleo, sobra añadirlo–.

Ese mal perder al que me he referido antes no se limita sólo a los que tienen como profesión la política y gozan en ella de cierta posición preeminente. También se extiende a muchos de quienes influyen con su opinión en la cosa pública. Y, entre ellos, a quienes suscriben manifiestos donde se afirma que “la derecha y la ultraderecha están preparadas para asaltar y tomar las riendas del Gobierno” –lo que revela, por otra parte, la concepción que tienen los abajofirmantes de lo que es una democracia representativa–. Pero lo que yo jamás habría imaginado es que un sello de referencia como La Central, con librerías en Barcelona y Madrid, pudiera publicar el pasado 2 de junio en su Blog un apunte titulado “Contra el pensamiento rancio” y cuyo texto dice así:

“Los últimos resultados electorales han dejado un panorama político desolador. El discurso más rancio, cargado de odio, ruido y furia de una derecha extremada, ha tomado la iniciativa en un momento de estancamiento social y la apropiación reaccionaria de la nostalgia se ha instaurado en búsqueda de la diferencia. Nosotros, como siempre, nos hemos remitido a las lecturas, las que nos hacen entender los resultados, las que nos hablan del compromiso ineludible con la justicia social y, también, las que nos animan a reforzar la convivencia y a hacer prevalecer el respeto. Para pensar en un futuro compartido, para defender los derechos adquiridos, por un mundo más humano, libre y habitable.” 

Y venían a continuación las portadas de una serie de obras de denuncia contra el fascismo, la extrema derecha, el conservadurismo o el neoliberalismo, debidamente formateadas y suscritas por practicantes del marxismo y la ideología woke. Obras todas que el Blog de La Central ponía al alcance de sus lectores, como doctrina al uso.

Ya dijo Jorge Herralde hace cerca de un año que le ofendería que alguien pudiera pensar que Anagrama, la que fue su editorial, había publicado a un solo autor de derechas. Tras sus palabras, pronto se descubrió que había publicado a lo largo del tiempo a bastantes firmas de esa especie maldita, lo cual llevaba a pensar que o bien no leía los originales de lo que publicaba o bien no entendía lo que leía. Fuera lo uno o lo otro y visto lo que ahora exhibe el Blog de La Central, si de algo no cabe duda es de que no era ni es el único en ver el mundo con semejantes anteojeras.

El mal perder de la izquierda

    7 de junio de 2023