En esta pequeña joya de la literatura que es Madame de Staël, la obra que le valió a Michel Winock el premio Goncourt de biografía de 2010, aparecen reproducidos fragmentos de un libelo escrito en 1796 por Benjamin Constant bajo la influencia benefactora del pensamiento político de la propia Staël y que no figura en el volumen de las Oeuvres de La Pléiade. Constant, uno de los múltiples amantes que tuvo esa mujer en todo excepcional y padre biológico de uno sus cinco hijos, propugnaba en el mencionado libelo el respeto por las formas, en la medida en que “sólo las formas son estables, y sólo ellas ofrecen resistencia a los hombres”. Y al propugnarlo, observa Winock, formulaba una de las bases del Estado de derecho.

En efecto, sin formas no hay Estado de derecho. Bien lo sabía Robespierre, que las había estigmatizado, pues, según él, encubrían la falta de principios. Las formas son el imperio de la ley, nuestro marco de convivencia, la garantía de nuestra libertad. Y son, por supuesto, nuestras instituciones. En sus memorias políticas –Fuego y cenizas–, quien lideró en la primera década de siglo el Partido Liberal de Canadá, Michael Ignatieff, aludía también a su trascendencia: “Ninguna democracia puede gozar de buena salud a no ser que los parlamentarios debutantes admiren y respeten la Cámara, y a no ser que los ciudadanos jóvenes sueñen con ocupar algún día su puesto”. Las instituciones simbolizan esa continuidad, esa ejemplaridad, esa fortaleza. Como dejó escrito Constant, “sólo ellas ofrecen resistencia a los hombres”.

Acaso una de las mayores lacras que nos habrán legado los distintos gobiernos de Pedro Sánchez y otros muchos de color político similar en el ámbito autonómico o municipal sea precisamente el descrédito de las formas. Empezando por las diversas fórmulas de juramento en el momento de recoger el acta de diputado, senador o concejal, convertidas en verdaderas befas a la propia institución de acogida y al Estado de derecho que hace posible su existencia, y siguiendo con el proceder diario de sus señorías, en especial, aquellas que por su cargo ostentan un alto nivel de responsabilidad.

En los últimos días este medio ha publicado dos noticias que evidencian el grado de deterioro de nuestro sistema de representación parlamentaria. O sea, de nuestra democracia liberal. De una parte, la que implica a Meritxell Batet, tercera autoridad del Estado después del Rey y el presidente del Gobierno. Como relataba aquí mismo hace un par de días Ketty Garat, la presidenta del Congreso de los Diputados convocó el pasado martes, al término del Pleno, a la Mesa “para modificar la normativa que regula las mayorías necesarias para permitir la entrada de formaciones políticas en la Comisión de gastos oficiales, antes llamada de secretos oficiales”. ¿El objeto de tal modificación? Que tanto los representantes de ERC, Junts y la CUP como el de EH-Bildu puedan estar presentes en la comparecencia de la directora del Centro Nacional de Inteligencia para dar explicaciones sobre el supuesto espionaje de Pegasus. Y, por descontado, en cuantas comparecencias más tengan lugar en lo sucesivo. Lo grave no es sólo la introducción en dicha comisión de un verdadero caballo de Troya independentista deseoso de acabar con el propio Estado; lo grave es sobre todo que para ello la mayoría de la Mesa del Congreso, con su presidenta al frente, no haya tenido el menor empacho en poner la Cámara al servicio del Ejecutivo modificando la normativa vigente hasta entonces. O sea, saltándose las formas con total arbitrariedad.

Y ayer mismo Luca Constantini traía la noticia del coste para las arcas públicas del viaje de placer organizado por la ministra Irene Montero a Chile acompañada de su directora de comunicación y de sus hermanas Isa Serra y Teresa Arévalo –esta última, asesora y niñera a un tiempo–, aprovechando la toma de posesión del nuevo presidente, Gabriel Boric. 8.180 euros pulidos en un fin de semana. Y cerca de la mitad en concepto de alojamiento, muy probablemente en las suites del hotel donde pernoctaron. El resto corresponde al pasaje de vuelta en un vuelo comercial. Todo ese dinero se lo habrían ahorrado de haber regresado el mismo día de la toma de posesión en el avión en que viajaba el Rey. El contraste no puede ser mayor. El jefe del Estado dando ejemplo y una ministra del Gobierno dando la nota y pagándola con el dinero de todos los ciudadanos.

Si algún día esta pesadilla termina, vamos a necesitar Dios y ayuda para recomponer el paisaje social y político y poner de nuevo en valor las formas. Suponiendo que estemos aún a tiempo.

Sin formas no hay democracia

    28 de abril de 2022
Andaba yo el otro día leyendo un artículo de Jordi Amat sobre Gabriel Ferrater escrito con ocasión del centenario de su nacimiento y el medio centenario de su muerte (“Gabriel Ferrater, el lector del siglo XX”, ‘Babelia’, El País, 15-4-2022) cuando me di de bruces con la expresión “cultura minorizada”. Juraría que era la primera vez. Hasta entonces yo siempre había visto el adjetivo de marras adherido a la lengua, como mandan los cánones de la sociolingüística nacionalista –y perdón por la tautología–. Se me dirá, y con razón, que no estoy al día. Acabo de comprobar en Google que dicha expresión aparece un montón de veces en relación con la cultura vasca, la gallega, la catalana y ¡hasta la asturiana! Por no movernos de eso que la Constitución llama “las demás lenguas españolas”. Ahí lo dejó Herder con su Volksgeist y ahí seguimos, al parecer, tras dos larguísimos siglos de ilustración y progreso.

Pero volviendo a Amat y a su interesante artículo sobre Ferrater –como interesante debe de ser, sin duda, la biografía del escritor que él mismo acaba de publicar–, es importante precisar el contexto en que se inscribe la expresión que hace al caso. El articulista la vincula con el curso sobre Historia de la Literatura Catalana que Ferrater impartió entre 1965 y 1966 en la Universidad de Barcelona y donde habló de la obra de cuatro grandes poetas, Josep Carner, Guerau de Liost, Carles Riba y Josep V. Foix. (El curso prosiguió el año siguiente con el análisis de la obra de tres no menos grandes prosistas, Joaquim Ruyra, Josep Pla y Víctor Català.) Y, al respecto, afirma que de su contenido se extrae “una explicación tan profunda y sugerente como él sobre el desarrollo de esa cultura minorizada”. Podría pensarse, pues, que la citada minorización tiene que ver con la producción literaria de los autores citados, que abarca tres cuartos de siglo XX. Pero ello sería, claro, por contraste, dado que ningún conocedor de sus respectivas obras pondría en tela de juicio su valor ni, en según qué casos, su excelencia. (Y, en especial, cuando esas obras se comparan con las que sus homólogos de hoy en día son capaces de elaborar.)

Cabe también la posibilidad de que Amat, situado en los años en que Ferrater impartió ese curso, atribuya dicha minusvalía cultural a la dictadura franquista. Es indiscutible que en nada favoreció aquel régimen a la cultura catalana. Aparte de alguna revista, casi no había prensa en catalán. Y por más que entonces los libros escritos en esta lengua llevaran ya dos décadas editándose de nuevo, lo hacían tras superar por lo general multitud de trabas. Claro está que esas trabas, concretadas en una férrea censura gubernativa, también las padecía la producción literaria en castellano –como muy bien sabe el propio Amat, que ha escrito más de un ensayo sobre el asunto– y no por ello se la califica, que yo sepa, de minorizada. Por no hablar de las limitaciones impuestas a la libertad de expresión en el resto de las manifestaciones culturales hispánicas en las que la lengua ni siquiera contaba o contaba muy poco. Si bien se mira, y sin movernos del franquismo, el principal recorte sufrido entonces por la lengua catalana y la cultura que de ella emanaba –no hace falta indicar que había una parte considerable, y muy considerada, de esa cultura catalana cuya lengua de expresión era el castellano– fue el que resultaba de la imposibilidad de aprenderla en la escuela, donde la enseñanza en lengua materna estaba, para los catalanohablantes, prohibida. Sólo en algún centro docente privado podía ejercerse tal derecho.

Y aún podemos plantearnos una última posibilidad: que esa “cultura minorizada” no disponga de un tiempo y un lugar al que agarrarse, y consista tan sólo en un ensueño, cuando no en un desahogo con el que se expresa, consciente o inconscientemente, la frustración por lo que pudo ser y no fue. Vencidos ya 42 años de pleno autogobierno en el marco de una democracia liberal y traspasadas desde hace décadas al Gobierno de la Generalidad de Cataluña todas las competencias imaginables en el ámbito de la enseñanza, la cultura y los medios de comunicación, no queda más remedio que convenir en que esta sería sin duda la peor de las hipótesis.

Una cultura minorizada

    21 de abril de 2022
Está por ver qué ocurrirá en Francia el próximo 24 de abril. Casi todo el mundo da por hecha la reelección de Emmanuel Macron, atendiendo al resultado del pasado domingo y a la recomendación de voto de los candidatos presidenciales que quedaron excluidos al no superar el corte. O sea, de todos los demás menos Marine Le Pen. Y atendiendo también a la tradición republicana, esa que llama a cerrar filas contra la extrema derecha, de modo parecido –salvadas sean todas las distancias– a como una mayoría de franceses se pusieron a partir de 1940 del lado del general De Gaulle cuando la Alemania de Hitler invadió el país y la gloriosa y ya decrépita figura del mariscal Pétain encarnó la colaboración con el invasor. Aun así, insisto, el desenlace está por ver. Que un líder político pida el voto para uno de los dos presidenciables que han alcanzado la segunda ronda, como han hecho casi todos los descartados en la primera –alguno, como Jean-Luc Mélenchon, ha pedido que no se votara a Le Pen, lo que no es exactamente lo mismo–, no comporta por fuerza que sus votantes vayan a seguir sus consejos. Los habrá que, incapaces de confiar en el candidato propuesto, se refugien en la abstención –uno de cada cuatro electores ya lo hizo el domingo– y también los habrá que, paradójicamente, decidan votar por aquel –en este caso, aquella– al que se pretende cerrar el paso en las urnas. La elección de la papeleta no compete más que al votante. Y a menudo la carga el diablo.

La casi coincidencia de la primera ronda de las presidenciales francesas con la constitución en España del Gobierno de Castilla y León ha llevado a algunos políticos y a no pocos comentaristas a establecer los inevitables paralelismos entre ambos países. O sea, entre el comportamiento de sus clases políticas respectivas. Así, a la inefable apparátchik socialista Adriana Lastra le ha faltado tiempo para reclamar en España un cordón sanitario semejante al francés que deje fuera de juego a la extrema derecha de por aquí, sin querer reparar, por supuesto, en que lo mismo podrían exigirle los populares a los socialistas en relación con cuantos gobiernos de nuestro país, empezando por el del Estado, se sostienen gracias a las alianzas entre el PSOE y formaciones de extrema izquierda y del nacionalismo –independentista o no–, cuyo carácter disruptivo supera en buena medida el de Vox.

Por su parte, entre los comentaristas entregados a analizar la realidad política francesa a la luz de los resultados del domingo y a extraer de ello lecciones hasta cierto punto aplicables a estos pagos se ha dado como una extraña melancolía. La de no ser Francia. No me estoy refiriendo ahora a la nostalgia embadurnada por el recuerdo de aquella Segunda República que fracasó. Ni a los beneficios que acaso nos procuraría disponer de un sistema electoral de doble vuelta. Ni siquiera a esa grandeur –esto es, a esa sana ambición, a esa excelencia moral– de la que tan escasos andan nuestros políticos y, en particular, quien preside el Gobierno de España. Me refiero a la decisión, tomada a derecha e izquierda, de anteponer a cualquier cálculo mezquinamente partidista los valores republicanos –o sea, los de la Ilustración– y la consiguiente apuesta por una Europa unida. En otras palabras, a pedir a sus votantes que apoyen con su sufragio, directa o indirectamente, al actual presidente.

Lo curioso del caso es que dicha melancolía, en lo tocante al ruedo ibérico, no tiene como asidero ningún pasado glorioso. Cuando menos en el último siglo. Estaba la Transición, es cierto, pero enseguida se vio que, una vez completada con éxito y celebrada por unos y otros, se abría de nuevo en España la veda del enfrentamiento. Y se abría por parte de la izquierda y el nacionalismo –el odio, en España, parece tener dueño–, y de forma notoria a partir del acceso de José Luis Rodríguez Zapatero a la secretaría general del PSOE y luego a la Presidencia del Gobierno. Memoria histórica, lo bautizaron. O sea, regreso sañudo y justiciero a una guerra civil que los perdedores se empeñan todavía en ganar. Allí donde los franceses cuentan con un referente que les une, la victoria contra el nazismo, los españoles no tenemos más remedio que conformarnos con uno que nos divide y cuyo fuego se atiza a conciencia y de forma creciente desde el cambio de siglo. No existe, pues, paralelismo alguno entre ambos países, ni posibilidad ninguna de que los dos grandes partidos lleguen a disolverse en gran medida, como ha pasado en Francia, en algo parecido a esa La République en Marche de Macron. Ni tampoco cabe esperar, en fin, que la reacción a la amenaza de un populismo de derecha o de izquierda fomente una concentración de fuerzas en defensa de nuestros valores constitucionales –nada distantes, por cierto, de los republicanos del país vecino–.

Así pues, dejémonos de melancolías unitarias cuya base resulta, por desgracia, inexistente y de futuras e improbables concordias transversales. La izquierda patria y los nacionalismos de toda especie con los que esta se hermana están ahí para hacerlas inviables.

España no es Francia

    14 de abril de 2022
Desde que Alberto Núñez Feijóo, coincidiendo con su advenimiento como líder supremo de los populares, reivindicó la fórmula para su partido, no paro de darle vueltas a esto del bilingüismo cordial. Será que no soy gallego. Por lo que he podido comprobar en las hemerotecas digitales, se trata de una expresión muy de allí. Tan de allí que a los columnistas gallegos que acostumbro a leer ni siquiera les ha llamado la atención. Pero no me malentiendan. No estoy diciendo que forme parte de lo que se conoce como acervo popular. A no ser, claro, que limitemos ese acervo al ámbito del Partido Popular de Galicia. Entonces sí, entonces puede considerarse popular con todas las de la ley. Es más, su autor intelectual, quien posee los correspondientes derechos, no es otro que el propio Feijóo. Acuñó la fórmula a mediados de 2007, cuando la Comunidad estaba gobernada por el bipartito social-nacionalista de PSOE y BNG y él era el jefe de la oposición y futuro aspirante a la Presidencia de la Xunta por el PP. Acababa de aprobarse el Decreto de uso y promoción del gallego en el sistema educativo –que no era sino un decreto de inmersión lingüística encubierta– y Feijóo corrió raudo a levantar la bandera cordial del bilingüismo para contraponerla a la imposición del monolingüismo en gallego. 

Bien es verdad que por entonces había surgido en Galicia una asociación, Galicia Bilingüe, que reivindicaba el derecho a la libre elección de lengua en la enseñanza. En otras palabras: un movimiento ciudadano, ajeno a intereses partidistas, que plantaba cara a la política lingüística gubernamental. Feijóo y su PP, pues, se subían a la ola, demostrando que la cordialidad no estaba reñida con los intereses electorales. Y tanto se subieron que dos años más tarde, en vísperas de los nuevos comicios autonómicos y ante el crecimiento del movimiento impulsado por Galicia Bilingüe –presentaron más de 100.000 firmas de apoyo en la Cámara autonómica y acudieron también al Parlamento Europeo–, Feijóo se comprometió, en caso de victoria, a poner en práctica lo que la asociación reivindicaba. Y llegó la victoria y la formación de un nuevo gobierno. Lo que no llegó, en cambio, fue la libre elección de lengua. En su lugar, Feijóo se aferró a un trilingüismo de nuevo cuño en las aulas –a las dos lenguas cooficiales se añadía el inglés– con ribetes presuntamente cordiales.

Así pues, lo que el flamante presidente del Partido Popular proponía este sábado en Sevilla tenía detrás un largo recorrido con más de un claroscuro. Cuando menos en Galicia, donde se ha estado aplicando desde hace cerca de tres lustros. A mí, qué quieren, eso de mezclar las evidencias –o sea, la existencia de hablantes de una u otra lengua cooficial, o de ambas, y los consiguientes derechos que les asisten– con las virtudes del corazón, no me parece en principio mala idea. Al fin y al cabo, quien más, quien menos todos somos una emulsión de razón y sentimiento. Pero debo reconocer que sí me preocupa que al poco de invocar Feijóo su fórmula y proyectarla a la política nacional, saliera el asturiano Adrián Barbón, presidente del Principado y secretario general del PSOE regional, a aplaudir con las orejas. Para Barbón y su Gobierno, comprometidos en lograr durante la presente legislatura la cooficialidad del bable y el eonaviego, en nada difiere el bilingüismo cordial de Feijóo de la “oficialidad amable” que ellos propugnan en Asturias. Dicho de otro modo: mientras las políticas lingüísticas se revistan de cordialidad o amabilidad, cualquier objeción está de más, por razonada y razonable que sea. Convendrán conmigo en que no andamos muy lejos del mantra aquel del diálogo que todo lo cubre y encubre.

Ignoro cómo implantará Feijóo, en caso de alcanzar en un futuro la Presidencia del Gobierno de España, ese bilingüismo cordial. Pero si acaso estuviera dispuesto –cosa que dudo, francamente– a coger el toro por los cuernos y afrontar de una vez por todas el problema del ninguneo del castellano como lengua de enseñanza e institucional en no pocas regiones de la periferia peninsular e insular –y entre ellas Galicia–, yo le aconsejaría que empezara por hacer lo que no ha hecho nunca el PP cuando ha gozado en las Cortes de mayorías suficientes. A saber: aprobar sin demora una ley de Alta Inspección Educativa que permita al Estado y a sus leales servidores velar por la igualdad de derechos en las aulas o, lo que es lo mismo, garantizar en el conjunto del territorio español la aplicación de nuestro ordenamiento jurídico fundamental –y, más en concreto, el referido a la lengua y la educación–, llegando incluso a suspender cuando proceda las competencias de los gobiernos autonómicos renuentes a acatar y cumplir la ley. Cordialmente, claro está.