Andaba yo el otro día leyendo un artículo de Jordi Amat sobre Gabriel Ferrater escrito con ocasión del centenario de su nacimiento y el medio centenario de su muerte (“Gabriel Ferrater, el lector del siglo XX”, ‘Babelia’, El País, 15-4-2022) cuando me di de bruces con la expresión “cultura minorizada”. Juraría que era la primera vez. Hasta entonces yo siempre había visto el adjetivo de marras adherido a la lengua, como mandan los cánones de la sociolingüística nacionalista –y perdón por la tautología–. Se me dirá, y con razón, que no estoy al día. Acabo de comprobar en Google que dicha expresión aparece un montón de veces en relación con la cultura vasca, la gallega, la catalana y ¡hasta la asturiana! Por no movernos de eso que la Constitución llama “las demás lenguas españolas”. Ahí lo dejó Herder con su Volksgeist y ahí seguimos, al parecer, tras dos larguísimos siglos de ilustración y progreso.
Pero volviendo a Amat y a su interesante artículo sobre Ferrater –como interesante debe de ser, sin duda, la biografía del escritor que él mismo acaba de publicar–, es importante precisar el contexto en que se inscribe la expresión que hace al caso. El articulista la vincula con el curso sobre Historia de la Literatura Catalana que Ferrater impartió entre 1965 y 1966 en la Universidad de Barcelona y donde habló de la obra de cuatro grandes poetas, Josep Carner, Guerau de Liost, Carles Riba y Josep V. Foix. (El curso prosiguió el año siguiente con el análisis de la obra de tres no menos grandes prosistas, Joaquim Ruyra, Josep Pla y Víctor Català.) Y, al respecto, afirma que de su contenido se extrae “una explicación tan profunda y sugerente como él sobre el desarrollo de esa cultura minorizada”. Podría pensarse, pues, que la citada minorización tiene que ver con la producción literaria de los autores citados, que abarca tres cuartos de siglo XX. Pero ello sería, claro, por contraste, dado que ningún conocedor de sus respectivas obras pondría en tela de juicio su valor ni, en según qué casos, su excelencia. (Y, en especial, cuando esas obras se comparan con las que sus homólogos de hoy en día son capaces de elaborar.)
Cabe también la posibilidad de que Amat, situado en los años en que Ferrater impartió ese curso, atribuya dicha minusvalía cultural a la dictadura franquista. Es indiscutible que en nada favoreció aquel régimen a la cultura catalana. Aparte de alguna revista, casi no había prensa en catalán. Y por más que entonces los libros escritos en esta lengua llevaran ya dos décadas editándose de nuevo, lo hacían tras superar por lo general multitud de trabas. Claro está que esas trabas, concretadas en una férrea censura gubernativa, también las padecía la producción literaria en castellano –como muy bien sabe el propio Amat, que ha escrito más de un ensayo sobre el asunto– y no por ello se la califica, que yo sepa, de minorizada. Por no hablar de las limitaciones impuestas a la libertad de expresión en el resto de las manifestaciones culturales hispánicas en las que la lengua ni siquiera contaba o contaba muy poco. Si bien se mira, y sin movernos del franquismo, el principal recorte sufrido entonces por la lengua catalana y la cultura que de ella emanaba –no hace falta indicar que había una parte considerable, y muy considerada, de esa cultura catalana cuya lengua de expresión era el castellano– fue el que resultaba de la imposibilidad de aprenderla en la escuela, donde la enseñanza en lengua materna estaba, para los catalanohablantes, prohibida. Sólo en algún centro docente privado podía ejercerse tal derecho.
Y aún podemos plantearnos una última posibilidad: que esa “cultura minorizada” no disponga de un tiempo y un lugar al que agarrarse, y consista tan sólo en un ensueño, cuando no en un desahogo con el que se expresa, consciente o inconscientemente, la frustración por lo que pudo ser y no fue. Vencidos ya 42 años de pleno autogobierno en el marco de una democracia liberal y traspasadas desde hace décadas al Gobierno de la Generalidad de Cataluña todas las competencias imaginables en el ámbito de la enseñanza, la cultura y los medios de comunicación, no queda más remedio que convenir en que esta sería sin duda la peor de las hipótesis.