Desde que Alberto Núñez Feijóo, coincidiendo con su advenimiento como líder supremo de los populares, reivindicó la fórmula para su partido, no paro de darle vueltas a esto del bilingüismo cordial. Será que no soy gallego. Por lo que he podido comprobar en las hemerotecas digitales, se trata de una expresión muy de allí. Tan de allí que a los columnistas gallegos que acostumbro a leer ni siquiera les ha llamado la atención. Pero no me malentiendan. No estoy diciendo que forme parte de lo que se conoce como acervo popular. A no ser, claro, que limitemos ese acervo al ámbito del Partido Popular de Galicia. Entonces sí, entonces puede considerarse popular con todas las de la ley. Es más, su autor intelectual, quien posee los correspondientes derechos, no es otro que el propio Feijóo. Acuñó la fórmula a mediados de 2007, cuando la Comunidad estaba gobernada por el bipartito social-nacionalista de PSOE y BNG y él era el jefe de la oposición y futuro aspirante a la Presidencia de la Xunta por el PP. Acababa de aprobarse el Decreto de uso y promoción del gallego en el sistema educativo –que no era sino un decreto de inmersión lingüística encubierta– y Feijóo corrió raudo a levantar la bandera cordial del bilingüismo para contraponerla a la imposición del monolingüismo en gallego. 

Bien es verdad que por entonces había surgido en Galicia una asociación, Galicia Bilingüe, que reivindicaba el derecho a la libre elección de lengua en la enseñanza. En otras palabras: un movimiento ciudadano, ajeno a intereses partidistas, que plantaba cara a la política lingüística gubernamental. Feijóo y su PP, pues, se subían a la ola, demostrando que la cordialidad no estaba reñida con los intereses electorales. Y tanto se subieron que dos años más tarde, en vísperas de los nuevos comicios autonómicos y ante el crecimiento del movimiento impulsado por Galicia Bilingüe –presentaron más de 100.000 firmas de apoyo en la Cámara autonómica y acudieron también al Parlamento Europeo–, Feijóo se comprometió, en caso de victoria, a poner en práctica lo que la asociación reivindicaba. Y llegó la victoria y la formación de un nuevo gobierno. Lo que no llegó, en cambio, fue la libre elección de lengua. En su lugar, Feijóo se aferró a un trilingüismo de nuevo cuño en las aulas –a las dos lenguas cooficiales se añadía el inglés– con ribetes presuntamente cordiales.

Así pues, lo que el flamante presidente del Partido Popular proponía este sábado en Sevilla tenía detrás un largo recorrido con más de un claroscuro. Cuando menos en Galicia, donde se ha estado aplicando desde hace cerca de tres lustros. A mí, qué quieren, eso de mezclar las evidencias –o sea, la existencia de hablantes de una u otra lengua cooficial, o de ambas, y los consiguientes derechos que les asisten– con las virtudes del corazón, no me parece en principio mala idea. Al fin y al cabo, quien más, quien menos todos somos una emulsión de razón y sentimiento. Pero debo reconocer que sí me preocupa que al poco de invocar Feijóo su fórmula y proyectarla a la política nacional, saliera el asturiano Adrián Barbón, presidente del Principado y secretario general del PSOE regional, a aplaudir con las orejas. Para Barbón y su Gobierno, comprometidos en lograr durante la presente legislatura la cooficialidad del bable y el eonaviego, en nada difiere el bilingüismo cordial de Feijóo de la “oficialidad amable” que ellos propugnan en Asturias. Dicho de otro modo: mientras las políticas lingüísticas se revistan de cordialidad o amabilidad, cualquier objeción está de más, por razonada y razonable que sea. Convendrán conmigo en que no andamos muy lejos del mantra aquel del diálogo que todo lo cubre y encubre.

Ignoro cómo implantará Feijóo, en caso de alcanzar en un futuro la Presidencia del Gobierno de España, ese bilingüismo cordial. Pero si acaso estuviera dispuesto –cosa que dudo, francamente– a coger el toro por los cuernos y afrontar de una vez por todas el problema del ninguneo del castellano como lengua de enseñanza e institucional en no pocas regiones de la periferia peninsular e insular –y entre ellas Galicia–, yo le aconsejaría que empezara por hacer lo que no ha hecho nunca el PP cuando ha gozado en las Cortes de mayorías suficientes. A saber: aprobar sin demora una ley de Alta Inspección Educativa que permita al Estado y a sus leales servidores velar por la igualdad de derechos en las aulas o, lo que es lo mismo, garantizar en el conjunto del territorio español la aplicación de nuestro ordenamiento jurídico fundamental –y, más en concreto, el referido a la lengua y la educación–, llegando incluso a suspender cuando proceda las competencias de los gobiernos autonómicos renuentes a acatar y cumplir la ley. Cordialmente, claro está.