Hace justo una década las Ediciones Encuentro publicaron por vez primera en español La escuela que necesitamos, de E. D. Hirsch. Se trata de un libro fundamental para entender el declive de la educación en Estados Unidos durante el siglo pasado –el original inglés es de 1999– y para entender a su vez las causas de la pendiente por la que llevaba ya tiempo despeñándose el sistema educativo español y que hoy en día, cuando las notas se han evaporado por completo de la enseñanza obligatoria y la corrección política ministerial ha recauchutado el “suspenso” como un “no conseguido” –tras fracasar por cierto, debido al parecer a la oposición de los representantes del profesorado, en el intento de sustituirlo por un ridículo e hilarante “en proceso de logro”–, difícilmente puede despeñarse más. Y si fundamental es el libro, no menos fundamental es el prólogo a la edición española.
Lo firmaba Francisco López Rupérez, la persona que más sabe sin duda de educación en España y que en aquel lejano 2012 presidía con todos los merecimientos el Consejo Escolar del Estado. Pues bien, entre sus reflexiones, motivadas por el libro y la obra pedagógica de Hirsch –promotor del movimiento Core Knowledge– y sostenidas en evidencias aportadas por trabajos de autores pertenecientes a distintas disciplinas, figuraba la siguiente: “La integración del conocimiento en una estructura bien organizada es la condición de un aprendizaje efectivo capaz de ser aplicado en contextos diversos. Por todo ello, y sobre la base de los resultados de décadas de investigación empírica, la psicología cognitiva nos advierte que pretender enseñar competencias generales en detrimento de los contenidos específicos en los que estas se apoyan constituye un procedimiento pedagógico ineficaz”. No hace falta añadir, creo, que a eso precisamente se han entregado con armas y bagajes cuantos gobiernos socialistas han gestionado en España la educación desde los tiempos mismos de la Transición.
Pero no hay que desesperar. Dicen que de tanto tensar la cuerda al final se rompe, y puede que algo así esté empezando a ocurrir –crucemos los dedos– con el empecinamiento de nuestro pedagogismo de izquierdas en “enseñar competencias generales en detrimento de los contenidos específicos en los que estas se apoyan”, por retomar las palabras de López Rupérez. O también con la obsesión de toda esta pléyade de pedagogos por el cómo en detrimento del qué, obsesión a la que se suma una ignorancia voluntariosa de las evidencias en provecho de un igualitarismo militante que no atiende a hechos ni a razones.
El pasado sábado El Mundo publicaba una entrevista de Olga R. Sanmartín a Ana Hernández Revuelta, jefa de estudios del IES Julio Verne de Leganés. El Julio Verne es uno de los centros más demandados de la Comunidad, con un porcentaje de graduados en secundaria que ronda el 100%. Su éxito radica en haber puesto el conocimiento en vanguardia, por delante de todo lo demás. Hasta el punto de programar en 3º y 4º de ESO clases de 90 a 120 alumnos, a los que enseñan un día por semana, simultáneamente y durante 3 horas, siete profesores. Esa docencia conjunta resulta de la necesidad de relacionar, en el proceso de aprendizaje, los contenidos de distintas materias –historia, física y química, literatura, inglés, dibujo, educación física, música, por ejemplo–, tomando el periodo histórico como pilar esencial, de forma que los contenidos vayan entrelazándose y explicándose unos a otros. La metodología no es nueva, ciertamente, pues se ha utilizado ya en centros privados y concertados. Pero, que yo sepa al menos, no en institutos de secundaria, a pesar de la lógica y el sentido común a los que responde. Y lo importante es que, poniendo el conocimiento en primer plano, ese método de enseñanza se ha demostrado eficaz y ha dado resultados medibles y evaluables. Se entiende que la ministra Alegría, en su visita al centro, no saliera de su asombro ante lo que vio. Aunque su capacidad de asombro, todo hay que decirlo, debe de ser inversamente proporcional a la edad y a los conocimientos que acredita para ser ministra –como tantos colegas de Ejecutivo, por otra parte–. O sea, una capacidad descomunal, inconmensurable.
Sostenía también Hernández Revuelta en la mencionada entrevista que para nada hay que renunciar a la clase magistral. En el Julio Verne no sólo la mantienen, combinándola con la docencia conjunta, sino que la consideran, en palabras de su jefa de estudios, como “la mejor herramienta para que los alumnos adquieran un conocimiento que luego necesitarán”. Y para impedir –y eso ya no lo dice ella, claro– que puedan repetirse situaciones como la vivida hace un montón de años, cuando aún existía el COU, por una profesora de Historia del Arte de un centro docente de Barcelona. Y, si no impedir del todo que ocurra, sí reducir al menos su frecuencia. El caso es que esta profesora iba pasando en clase diapositivas sobre la Última Cena –la de Leonardo, la de Juan de Juanes, la de Bassano, etc.– y añadiendo a cada una el comentario pertinente, que no excluía la comparación de una obra con las demás, cuando de repente un alumno levantó la mano y preguntó: “¿Y esos por qué salen siempre cenando?” Y conste que el despeñamiento del sistema educativo estaba aún por llegar. O eso creíamos.