Como haciendo de la necesidad virtud ante los nuevos desastres de la guerra, se habla mucho estos días del resurgimiento de Europa. El eurodiputado Luis Garicano, que está viviendo a pie de obra ese presunto renacer, publicaba ayer aquí mismo un artículo donde la esperanza alternaba con la indignación. Una esperanza cimentada, entre otros hechos y razones, en la reciente aprobación en la Eurocámara de una resolución de condena de la invasión de Ucrania, de defensa de su soberanía y de apoyo a la solicitud de adhesión de este país a la Unión Europea, y una indignación que resultaba de la postura adoptada en la misma votación –y en otras de sentido parecido– por los representantes de Podemos, IU y Bildu –o sea, de partidos políticos que forman parte del Gobierno de España o le prestan un sostén decisivo–, que se abstuvieron o votaron en contra.
El ejemplo de Alemania, al que también apelaba Garicano, sirve de reverso al español. Un gobierno de coalición donde el SPD, al igual que el PSOE aquí, es la fuerza mayoritaria y cuyo compromiso con el país agredido se ha vuelto, tras un titubeo inicial, firme y decidido, hasta el punto de aprobar el envío de armas a Ucrania y un aumento de hasta un 2% del PIB en el gasto militar. Nada que ver con lo nuestro, claro. En España seguimos pagando el peaje de un gobierno con un presidente que un día dice blanco y otro negro. Ayer mismo, sin ir más lejos, prometía en el Congreso enviar armas a Ucrania, pese al rechazo de sus socios parlamentarios y de coalición. Eso fue ayer. Mañana Dios dirá.
En los últimos días la vicepresidenta Díaz y el ministro Garzón han tomado la palabra en relación con esta guerra cuya existencia tanto les incomoda tener que afrontar. La primera para refugiarse en el mantra del pacifismo al afirmar que el gobierno de coalición que vicepreside “está actuando con determinación para proteger la paz”, como si en un país en guerra hubiera paz que proteger. Y el segundo para, aun condenando sin paliativos la invasión, trazar un paralelismo entre el imperialismo de Putin y el de la Rusia zarista, como si entre el zar Nicolás II y el supuesto zar Vladimir de ahora, no hubieran mediado un Lenin, un Trotski o sobre todo un Stalin, esto es, una Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas, caracterizada no sólo por sus políticas criminales de exterminio –y, entre ellas, el Holodomor ucraniano–, sino también por sus ansias colonizadoras, ejemplificadas en sus múltiples invasiones y anexiones conforme a los designios de la Internacional Comunista.
Pero, sin movernos del ámbito declarativo, acaso la reacción más representativa de esa izquierda extrema –a la que se suma en su rechazo al envío de armas la derecha extrema de los Orban y Salvini– sea la del insumiso Jean-Luc Mélenchon, émulo de Podemos en la vecina Francia. Mélenchon, el candidato de izquierda a las presidenciales francesas mejor situado –aunque sin posibilidad alguna, según los sondeos, de superar el próximo 10 de abril la criba de la primera vuelta–, recordó el pasado viernes que él ya dijo hace años que “de existir amenaza, Rusia cruzaría las fronteras”. La amenaza a la que aludía era, claro, la esgrimida por Putin, o sea, la posible presencia de fuerzas de la OTAN en Ucrania. De ahí que, a su juicio, no haya que culpar de la guerra a los afanes (re)conquistadores del presidente ruso, sino a la propia Ucrania, por haber llamado a la puerta de la Alianza Atlántica y solicitado integrarse en ella, aunque fuera a años vista. Putin no quería, viene a decir Mélenchon, pero no le ha quedado más remedio que llevar a cabo la invasión.
Las palabras de Mélenchon corresponden, no hace falta precisarlo, a las de un antiamericanista de manual, de esos que están en contra por principio de la globalización, del liberalismo y de todo lo que pueda tener, como la OTAN, a Estados Unidos detrás. Y responden al mismo pensamiento, si pensamiento hay, de nuestros insumisos particulares, empezando por los que están en el Gobierno o a su vera. Otra cosa es que su pertenencia al Ejecutivo les permita siempre expresarlo con la misma rotundidad que el candidato francés.
En 1948 Pío Baroja insertó en las páginas iniciales de La intuición y el estilo, quinta entrega de sus memorias, una reflexión sobre Rusia que viene ahora a propósito: “No se comprende que la Rusia de hoy tenga simpatías en ningún país de Europa amante de la libertad. Rusia está oficiando de tarasca y haciendo el juego a todos los reaccionarios del mundo que pueden justificar el despotismo y la arbitrariedad en sus respectivos países”. Han pasado cerca de tres cuartos de siglo y lo menos que puede decirse es que ojalá la Rusia de Putin fuera sólo una tarasca. El problema es que está yendo mucho más allá, como lo demuestran la propia invasión de Ucrania y las amenazas a las Repúblicas Bálticas y a los países Escandinavos más cercanos. Esa guerra de hoy tiene ya muy poco de fría. Y, aun así, hay quienes por estos pagos continúan creyendo que el imperio del mal está al otro lado del Atlántico. Y lo peor es que encima gobiernan.