1. Del mismo modo que Europa no empieza en los Pirineos, tampoco termina en Ucrania. En otras palabras, Rusia –una parte, al menos– también es Europa. Así lo evidencia cualquier mapa al uso, físico o político. Hace cerca de 33 años, cuando faltaban sólo unos meses para la caída del muro de Berlín, Joan Ferraté escribió en el Diari de Barcelona un artículo en el que le afeaba al eminente filólogo hispánico e insigne supremacista catalán Joan Coromines el haber confundido Europa con la Europa con que soñaba la Alemania nacionalsocialista, o sea, una Europa exenta –entre otras exenciones mucho más pérfidas y criminales– de todo trazo eslavo, y el haber olvidado, por tanto, que sus límites orientales coincidían con los Montes Urales y la ribera este del Mar Negro. Hoy en día esa confusión sigue dándose, aunque con tintes distintos. Hoy lo que se confunde es Europa con la Unión Europea. O, si lo prefieren, la pertenencia insoslayable a una determinada área geográfica, por nacimiento o residencia, con la voluntad de pertenecer a una determinada área política. Ucrania, donde gobernantes y gobernados parecen ir todos a una en su resolución de ser y considerarse europeos, es un vivo ejemplo de ello. No así Rusia, donde la resolución no se da. Ni se acepta. Al menos si uno se atiene a las querencias de sus gobernantes, que no coinciden por fuerza con las de muchos de sus gobernados geográficamente europeos y quién sabe si también deseosos de considerarse como tales.

2. Sostiene el sovietólogo rumano Armand Gosu, en la excelente entrevista que le ha hecho Marcel Gascón para Letras Libres, que “la Unión Europea como proyecto debe ser atractiva, despertar entusiasmo” y que “en el momento en el que nadie quiera entrar en la UE será un proyecto muerto”. Está muy bien visto y muy bien dicho. Pero, por desgracia, excepto un par de países renuentes de la Europa septentrional, Islandia y Noruega, otro de la Europa central, Suiza, y el siempre retráctil Reino Unido, el resto de los países atraídos por el proyecto político europeo –o sea, que han solicitado formalmente la adhesión o son ya candidatos oficiales–, han sufrido durante décadas los estragos del comunismo. Sólo Turquía es un caso aparte. La atracción, pues, tiene mucho que ver con el ansia de libertad, de bienestar y, en definitiva, de democracia de los ciudadanos que los habitan.

3. La Unión Europea no constituye en modo alguno un todo homogéneo, por más que la invasión rusa de Ucrania haya contribuido a fortalecer unos vínculos que en los últimos años se habían ido aflojando cada vez más. El euroescepticismo, aun cuando en determinados Estados miembros abunde más que en otros, no deja de ser en el fondo bastante transversal. (Y no privativo, sobra indicarlo, de las fuerzas de la derecha más extrema.) El fenómeno inmigratorio y la incapacidad de la Comisión Europea de acordar en este terreno una política común mínimamente efectiva han dado alas a quienes ven en la pertenencia a la Unión más inconvenientes que ventajas. No en vano uno de los temas que destacan en la campaña de las próximas presidenciales francesas es el de la seguridad. O sea, el de las fronteras: que si hay que apostar por una frontera única para toda la UE o si cada Estado debe seguir con la suya y al que le toque doble ración peor para él. Disyuntiva que en estas últimas semanas se ha hecho extensiva –y no es la primera vez– a la defensa. ¿Debe tener la Unión un ejército propio o basta, por el contrario, con la aportación que cada uno de sus Estados hacen ya a la OTAN? No son disyuntivas fáciles de resolver. Sobre todo porque los Estados siguen siendo celosísimos de sus competencias cuando toca cederlas.

4. La tentación de recurrir al pasado para tratar de comprender el presente es un viejo y razonable recurso. Y no porque la historia vaya a repetirse –ni como farsa ni como tragedia–, sino porque el pasado contiene claves de interpretación que no conviene menospreciar. Otra cosa es la tentación, a la que somos tan proclives, de establecer paralelismos. Con la guerra de Ucrania esos paralelismos han abundado. En las entrevistas, en las informaciones y, por supuesto, en los artículos. Y lo curioso del caso es que, en España al menos –y excepto honrosas excepciones–, a Putin se le ve mucho más como a un nuevo Hitler que como a un nuevo Stalin. “En las Brigadas Internacionales de Zelenski, varios españoles combaten ya ‘contra Putler’”, titulaba hace unos días El Confidencial una crónica. Y el propio expresidente González consideraba en una entrevista en La Sexta que el presidente ruso “se parece más a la figura de Hitler que a la de Stalin”. Por no hablar de los surfeos dialécticos que nuestros comunistas en el Gobierno o en las instituciones se ven obligados a hacer a diario para no hundirse en la evidencia. O sea, en lo que el historiador británico Laurence Rees –autor de un libro, Hitler y Stalin (Crítica), en el que analiza y compara la ideología y el proceder de ambos sociópatas– señalaba recientemente en otra entrevista, publicada en El Cultural, cuando le preguntaban si veía alguna similitud entre Putin y Hitler: “No realmente. La comparación más apropiada es entre Putin y Stalin”. Afirmación que apuntalaba en una generosa y consistente ristra de hechos y argumentos. Pero en un mundo como el nuestro donde el conocimiento ya no vale un chavo y donde lo que importa por encima de todo son los sentimientos, ¿qué fuerza pueden tener esas palabras cuando se las confronta con la creencia de que el comunismo, al contrario que el fascismo y el nazismo, estaba en el fondo lleno de buenas intenciones?

Acotaciones a una guerra europea

    10 de marzo de 2022